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Houellebecq

Pregunta de un amigo colombiano: ¿Qué pasa con Houellebecq? Respuesta en línea: el novelista tiene su sitio (http://www.houellebecq.info/). Claro que a pesar de la cantidad de información que se encuentra allá, el autor francés que más fama tiene fuera de Francia no dice lo esencial: desde unas semanas camina a destiempo.

Michel Houellebecq es el único novelista francés cuyos libros consiguen reseñas en la prensa del mundo entero, incluyendo al The New York Review of Books. Machaca un tema único: vivimos la fase final de la evolución de la humanidad. La ciencia, la moral, la historia y el cansancio de la humanidad definen el ser humano como una especie amenazada que debe extinguirse, temprano más que tarde. Con la publicación de su última obra, La posibilidad de una isla, todo parecía atado, y bien atado: Houellebecq debía conseguir el premio Goncourt, galardón y catarsis de su dominio absoluto sobre la vida literaria tal como la cuenta la prensa francesa.

Muy pocas redacciones tenían las galeradas de la novela, lo que parecía ser la prueba definitiva del control de la operación por su nueva casa editorial, Fayard. En la ausencia del texto, gran parte de la prensa se dedicó a una búsqueda vergonzante de cualquier dato sobre el escritor: testimonios de su ex esposa, rumores sobre sus paraderos (se mudó de Irlanda a España), análisis semiológico de su vestido, estimación del adelanto pagado por el editor (se rumoreaba 1,4 millones de euros).

El crítico Angelo Rinaldi no tenía las galeradas pero consiguió leerlas y, en el momento de destrozar la obra en Le Figaro Littéraire, afirmó que había encontrado su ejemplar en el banco de un parque del barrio de République. Unas manchas de aceite en el papel, decía, era la prueba de una lectura anterior por un empleado encargado de las papas fritas en un restaurante de comida rápida… No hay que abandonar aquella imagen de una comida apresurada y excesiva: la opinión se cansó de un autor presente en todas partes aunque su libro todavía no estaba en las librerías. En unas semanas, a pesar de ser un maestro de la comunicación, ya el novelista no sabía como explicar su ausencia en el primer rango de las ventas. Le roman des Jardín (La novela de los jardines) una novela de Pascal Jardin sobre su familia, se vendía más con la gentileza de su autor.

El principio es el mismo en todos los países: el que sube, baja. El premio Goncourt se fue para François Weyergans por su novela Trois jours chez ma mère (Tres días en casa de mi madre). Es cierto: con Jardin y Weyergans, la literatura francesa es muy familiar este otoño. Houellebecq, que tanto cuida su imagen de desesperado de la vida postmoderna, es ahora una posible post- gloria. No se puede negar que conoce su oficio de escritor, pero le costará recuperar el rumbo de los últimos años y borrar su mala suerte en el Goncourt: salió solo y llegó derrotado.

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2 de diciembre de 2005
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Los malvados

Sus vidas tienen dos partes. En la primera son bestias feroces, matan, asesinan, violan, roban, secuestran, humillan, torturan. Todo el mundo les teme. Los grandes de este mundo les adulan. En la segunda parte son piltrafas humanas, arrastran una vida inútil, deliran, se han quedado solos. Un periodista con garra, Riccardo Orizio, ha elegido esa segunda parte de sus vidas para investigar el carácter de los tiranos. Es muy instructivo. Los ocho sátrapas aparecen retratados en su momento terminal, convertidos en basuras que los poderosos se sacuden de encima. Ahora, restos de un pasado que nadie quiere recordar, viven ocultos en lugares extraños. Idi Amin, por ejemplo, aquel psicópata que entre otros caprichos ordenó cortar las piernas y brazos de una de sus mujeres, Key, y que luego la cosieran, pero con los miembros cambiados de lado, sobrevive protegido por los árabes saudíes. El monstruoso Bokassa, que guardaba en el refrigerador de su palacio decenas de cadáveres, sobre todo de dirigentes estudiantiles, para servirse de vez en cuando un bocado, sólo llora recordando la ingratitud de su protector, Giscard D’Estaign. Enver Hoxha, quien, loco de miedo, secuestró al desdichado dentista Petar Zapallo al que tanto se parecía, para que le hiciera de doble en todas las ceremonias oficiales (eran legión los que deseaban su muerte), comparece ante Orizio como un enfermo descerebrado, manejado como un pelele por su mujer, la poderosa Nexhemije, el verdadero cerebro de la tiranía. Caso muy similar al de Milosevic, muñeco estúpido en manos de su mujer, extraño e inquietante personaje monjil, bilioso, que provoca escalofríos. Y así van desfilando Mengistu, Duvalier, Jaruzelski, Noriega. El conjunto compone un magnífico fresco moral, a la manera de Séneca, sobre el poder absoluto, la destrucción social, la miseria moral. También, sobre el cinismo de quienes se benefician de los tiranos y luego los arrojan al estercolero cuando ya no los necesitan. Hay diez novelas en estas vidas dedicadas a la maldad. El libro, Hablando con el diablo, editado por Turner/Fondo de Cultura, deberían leerlo los escolares. Menos religión y más moral, queridos católicos.

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2 de diciembre de 2005
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El Hollywood de la literatura

Esta mañana bajé a desayunar y me encontré con Mario Vargas Llosa. Me dio una impresión, porque no es algo que me pase todos los días. Pero tuve que recuperarme porque Sergio Ramírez, escritor y ex vicepresidente de Nicaragua, me ofreció sentarme en su mesa. Y acepté. Luego, mientras subía a mi cuarto a lavarme los dientes, topé en el ascensor con Carlos Monsiváis. Iba con una periodista que yo conocía y ella nos presentó. Monsiváis dijo: -¿Roncagliolo? ¿Es usted algo de Rafael? -Soy su hijo. -Ándele, pues salúdeme a su papá. Monsiváis conocía a mi papá. Ándele. Llegué a mi piso cegado por la luz de tanta estrella literaria, y al salir del ascensor me di un cabezazo contra un enano en blue jeans. Estaba a punto de insultarlo cuando reparé en que hablaba inglés y decidí callarme. Él también se limitó a mirarme feo. Las puertas del ascensor ya se estaban cerrando cuando me di cuenta de que era Martin Amis. La feria internacional del libro es el Hollywood de la literatura. Puedes tomar un café con Alfredo Bryce, que te dice que Baricco le ha regalado una botella de tequila. Puedes subir a alcoholizarte a la habitación de Xavier Velasco, donde hay un par de representantes del crack mexicano. La gente trata a los escritores como a estrellas de rock. Las chicas se toman fotos con ellos. Los lectores les piden autógrafos por los pasillos. Los periodistas los persiguen. Los editores, como en un libresco Wall Street, corren por los lobbies de los hoteles pegados a sus teléfonos celulares, cerrando agendas. Lees las secciones culturales de los periódicos y todas hablan de lo que pasa a tu alrededor. Acostumbrado a que la cultura sea una brisa imperceptible, de repente estás en el ojo del huracán. Después de lavarme los dientes, volví a bajar. En la puerta del hotel había un imitador de Bono, el cantante de U2. Me pareció una atracción turística de pésimo gusto, hasta que descubrí que no era un imitador. Era Bono. Llevaba un sombrero texano, camisa y jean negros, sandalias. Era más bajito de lo que yo pensaba. Recibía el torbellino de gente a su alrededor con abnegada paciencia. Atendía a cada uno de sus fans, se tomaba fotos con ellos, les hacía dibujos al firmarles autógrafos. Me quedé ahí parado, mirándolo. Una chica me pidió que les tomase una foto con su teléfono y lo abrazó. Luego Bono subió a una camioneta y se fue. Debo decir que el pelo de Bono que asomaba bajo el sombrero era de un color indefinible, violáceo, a menudo negro, definitivamente teñido. Mirar las estrellas demasiado cerca es peligroso para los ojos.

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2 de diciembre de 2005
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En ciernes

Eran unos veinte. Gente joven y de ambos sexos. Estaban allí como matriculados en un máster. Quieren ser escritores. Cada año, Ana Rodríguez Fischer me invita a participar en este curso y cada año descubro que todavía hay veinte jóvenes dispuestos a hacer de la escritura su medio de vida. Pero no es un medio de vida, es una vida entera. Como medio de vida uno puede elegir la informática o conducir camiones, pero no la escritura, porque no es un medio sino un todo. No ocupa un horario laboral, sino un horario vital. No tiene horario. Ni vacaciones. Quienes escriben de verdad, escriben incluso después de muertos. Sin embargo, no quise desanimarles. Admiro la terquedad con que se aferran a ese sueño: ser escritor. Porque, además, no quieren ser escritores profesionales. Quieren ser escritores y punto. Sin calificativos. Hago lo posible por manifestar la crudeza de la situación: han desaparecido casi por completo los lenguajes particulares, los de las diferentes regiones, los de las profesiones, los de los barrios, los de jóvenes y viejos son ya iguales, los hombres y las mujeres tienen ya el mismo lenguaje. Proust podía definir un personaje simplemente haciéndole hablar. Incluso Ferlosio, en El Jarama, definía a sus personajes mediante peculiaridades lingüísticas. Nosotros ya no podemos. La variedad y riqueza de los lenguajes particulares era lo que daba color, respiración, movilidad a las novelas de Balzac, de Dickens, de Galdós. En la actualidad hay un único lenguaje unificado y romo, sin rasgos ni expresión. Unidimensional, monocromo, televisivo. Con semejante instrumento se multiplican las historias triviales que chapotean en un sentimentalismo azucarado. Es lo que acabó con la paciencia de Marsé en el último premio Planeta. Su exasperación es comprensible. ¡Tener que tragar ese jarabe! Ian McEwan, el gran artesano, trató de hacer verosímil un lenguaje particular con el cirujano de su última novela, Sábado. El resultado es un desastre. El personaje principal parece un médico de culebrón, de esos que hablan con un cientifismo de cartón piedra. ¡Hasta Dostoievsky podía diferenciar a un campesino de un funcionario o de un príncipe, sin tener que gritar: “¡Ojo, que es un campesino! ¡Cuidado, que entra un príncipe!”. No consigo desanimarles. Cuando comienza el turno de preguntas, advierto de inmediato que están irritados, que no aceptan mi derrotismo, que siguen creyendo en una literatura capaz de codearse con Balzac y Cervantes. Sus argumentos son a veces excesivamente simples (“los humanos cambian y hemos de dar cuenta del cambio”), a veces son erróneos (“ahora tenemos teléfonos móviles y eso modifica los argumentos”), a veces son colosalmente erróneos (“hemos progresado mucho desde Cervantes”), pero no importa. Estas justificaciones son puros síntomas de deseo. Quieren, exigen, que siga habiendo una gran literatura, duradera, gloriosa, capaz de dar sentido a nuestra enigmática presencia bajo el sol. Me pregunto si se han planteado, de verdad, que sólo depende de ellos. Es para echarse a temblar.

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1 de diciembre de 2005
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El hombre de Banyoles

Hasta hace muy poco, la localidad catalana de Banyoles exponía a un negro disecado en su museo de historia natural. Para que no digan que me lo invento, reproduzco un artículo de Oriol Torrellas que apareció en el 2002, cuando finalmente retiraron al espécimen del museo. El artículo aún se puede encontrar en: http://digital.el-esceptico.org/leer.php?id=491&autor=216&tema=34 ¡ADIOS AL BOSQUIMANO DE BANYOLES! Oriol Torrellas El hombre disecado del Museu Darder ya está en Madrid. Los ciudadanos de Banyoles no han tenido ni tan siquiera la oportunidad de decir el último adiós a la figura del negro, que desde el año 1916 y hasta marzo de 1997 permaneció expuesto en una vitrina del museo de historia natural de la ciudad y que tras una agria polémica de ámbito internacional acabó guardado en un almacén. El traslado del cuerpo del guerrero bosquimano tuvo lugar el viernes de forma sigilosa y al amparo de la noche, sin que ni tan siquiera los vecinos del museo sospecharan de la operación. El alcalde de Banyoles, Pere Bosch (ERC), ya lo había advertido: "El traslado se hará en el más absoluto secreto". Y así fue. A las nueve de la noche del pasado viernes, el propio alcalde, la conservadora del Darder, Georgina Gratacós, cinco responsables de la empresa que se ocupó del traslado y la representante del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Concepción Mora, calzaron la figura en la caja donde reposa, la sellaron y la subieron a una furgoneta con la que se la llevaron hacia el Museo Nacional de Antropología. La operación duró apenas dos horas. El hombre disecado se fue de Banyoles tal y como vino al mundo: sin escudo, lanza, ni taparrabos, objetos todos ellos que permanecerán en el Darder y que en un futuro no se descarta que puedan estar de nuevo expuestos al público. A partir de su llegada a Madrid, la custodia del cuerpo corresponde a los ministerios de Asuntos Exteriores y de Cultura, cuyos representantes explicaron ayer que el guerrero disecado es objeto de un minucioso estudio por parte de técnicos en etnología que deberán determinar su estado de conservación y composición. El informe de los expertos será luego enviado a las autoridades de Botswana para que decidan cómo quieren recibir el cuerpo y cómo van a darle sepultura. El secretario técnico del Ministerio de Asuntos Exteriores, Julio Núñez, anunció ayer que la fecha para la repatriación del negro a Botswana ya está fijada "será el día 4 o el 5 de octubre" y que lo que todavía está por determinar es el lugar exacto donde será enterrado, "aunque hay muchas probabilidades de que sea en Gaborone, la capital o en sus alrededores". Al contrario de lo que se había dicho en un principio, ningún representante del Ayuntamiento de Banyoles viajará con el cuerpo del bosquimano para cerciorarse de que recibe el entierro con el respeto que marca el convenio firmado entre este ayuntamiento y el Gobierno y como reclaman los que han forzado su retirada del museo. El alcalde también descartó la posibilidad de hacer alguna reproducción del guerrero con el molde que le sacaron, ya que, según Bosch, "sería contradictorio con el afán de cerrar definitivamente la polémica".

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1 de diciembre de 2005
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La sartén de la vida

Estoy corrigiendo el texto del que será mi primer libro para niños. Al releerlo al cabo de algunos meses de haberle puesto punto final, recordé con vivacidad cuánto me había divertido escribiéndolo. Ojalá escribir fuese siempre así de placentero. Si el Genio de la Lámpara me diese a elegir entre convertirme en Proust o en Hans Christian Andersen, no lo dudaría un instante. Preferiría toda la vida escribir cuentos como El compañero de viaje a la totalidad de En busca del tiempo perdido. Eso sí, le pediría al genio que de ser posible me hiciese un poco más agraciado que el pobre danés. Nadie debe haberle preguntado nunca de dónde había sacado la inspiración para El patito feo.

………………………………………………………… La Argentina no tiene una gran tradición de escritores infantiles. Por supuesto, se han escrito y se escriben y se editan infinidad de relatos para niños, lo que digo es que no contamos con figuras del nivel de un Borges; no hemos generado ni siquiera un Roald Dahl. Algunos cuentos de Horacio Quiroga podrían aspirar al podio; y algunos textos de Cortázar tienen el espíritu adecuado, como el relato Los venenos o fragmentos de los Cronopios. La fama de una María Elena Walsh depende más de sus canciones que de sus libros: cien mil Dailan Kifkis no hacen una sola Manuelita la Tortuga. Alguien dirá que somos un país demasiado trágico para generar una literatura apta para los más pequeños. Recuerdo un libro debido a Constancio C. Vigil. Su título era Chicharrón, contaba la historia de un perrito y terminaba diciendo (cito de memoria): “Lo llamaron Chicharrón, porque en la sartén de la vida lo habían freído”. Después de semejante final, ¿con qué ánimo podía enfrentarse un niño al resto de su vida? Pero en todo caso, lo trágico de nuestras últimas décadas debería ser interpretado como un gran aliciente, el terreno adecuado para el surgimiento de relatos duraderos. Porque a no dudarlo: las mejores historias para niños son siempre las más terribles.

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¿La sirenita? Trágica. ¿El soldadito de plomo? Idem. La epidemia de corrección política ha causado estragos en la literatura para niños. Está mal visto perturbarlos, o darles miedo de verdad, y ni hablar de presentarles modelos reprobables. En estos tiempos el pobre Andersen tendría que haberse dedicado a otros menesteres. Nadie dice que los relatos deban ser usados para asustar a las criaturas, como se hizo durante largo tiempo. Pero tampoco es bueno quedarse en la superficie, en las rimas fáciles, en los juegos de palabras o en los guisos recalentados con sobras del ayer (quien quiera entender Harry Potter, que entienda), perdiendo la maravillosa oportunidad de enfrentarlos por vez primera a los aspectos más oscuros y conflictivos de la vida, que deberán enfrentar, con literatura o sin ella, más temprano que tarde. Ya adulto, descubrí a Roald Dahl junto con mis hijas. Me encantó su incorrección política y la naturalidad con que trataba los problemas verdaderos que sus protagonistas, aun siendo niños, debían enfrentar. En Matilda, los padres de la protagonista son despreciables. En James y el durazno gigante, los padres del protagonista han muerto y las despreciables son las tías. En Las brujas, el protagonista es convertido en ratón a causa de un hechizo –y nunca puede volver a ser niño. Dahl da por sentado que shit happens, las desgracias ocurren y no hay modo de evitarlas; lo importante es lo que uno hace con su vida a partir del minuto después.

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Relatos infantiles que se me han quedado grabados… Digo los primeros títulos que me vienen a la cabeza:

. La pata de mono del relato homónimo de W. W. Jacobs: casi puedo sentirla moviéndose en mi mano. (Ya sé que no es un relato estrictamente infantil, pero su horror es así de esencial.) . La espada en la piedra. (El libro de T. H. White, no la película de Disney.) . Las novelas de Salgari dedicadas a la saga de Sandokán y Yáñez. . La isla del tesoro, por supuesto. . Dumas: tanto Montecristo como la saga de los mosqueteros. . Las distintas versiones de la historia de Robin Hood. (Aun aquellas que contaban el asesinato de su esposa y su hijito y su propia muerte a manos de una parienta lejana.) . David Copperfield. . Los libros del Príncipe Valiente, escritos e ilustrados por Hal Foster.

Les dejo un par de líneas abiertas, para que anoten sus propias elecciones:

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De todo el material que he leído en los últimos años, me entusiasman los libros de Lemony Snicket. El primero de la serie se llama El mal comienzo. Su dedicatoria no deja lugar a dudas: Para Beatrice: querida, adorada, muerta”. Y la frase con que abre el relato es simplemente brillante: “Si están interesados en historias con finales felices, lo mejor que pueden hacer es irse a leer otro libro”. Lemony Snicket es el seudónimo de Daniel Handler. Este hombre tiene claro que los relatos nos ayudan a lidiar con nuestros peores miedos. Y que una vez lanzados a la lid, no está de más divertirse en el proceso.

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Escribir para chicos es liberador, al menos para mí. Porque al hacerlo ya no siento la obligación de encarar Grandes Temas así, con mayúsculas: me limito a contar una historia en la que por supuesto, shit happens, y no queda más remedio que seguir adelante. También es liberador porque al hacerlo ya no siento la necesidad de impresionar a nadie con mi estilo, mi ambición o mis conocimientos: el relato flota o se hunde por sus propios méritos. Y porque escribir para chicos me obliga a ponerme esencial, a no apartarme ni un instante del Primer Mandamiento del narrador, aquel mandato divino que los aspirantes a Proust suelen olvidar a riesgo de recibir condena eterna: No aburrirás.

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Hay una frase de W. C. Fields que bien podría pasar por un brevísimo relato de horror: Me gustan los chicos. Si están bien cocidos. Nadie disfrutaría de este relato más que un niño.

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1 de diciembre de 2005
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El tono de las palmeras

Gana, dice el filósofo Wittgenstein, el que llega último a la meta. Entonces, gané al leer Respiración artificial hace unos diez días. Me gustan las novelas sobre el misterio de la creación de las novelas y Ricardo Piglia sirve una especie de plato combinado tan generoso que borra la idea misma del hambre en el lector. No puedo añadir una palabra más: sería ridículo descubrir lo que se publicó hace un cuarto de siglo, pero tengo que decir que lo que más impacto me provocó fue una valoración del narrador –un escritor por supuesto– afirmando al principio de la novela que Las palmeras salvajes de Faulkner traducido por Borges “sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti”.

“Ninguno de nosotros, de los que estuvimos ahí la noche en que se entrevió por fin, en la entristecida penumbra que siguió a la tarde del entierro, el secreto de esa venganza cultivada durante años, ninguno de nosotros no pudo no pensar que asistía…” Esa primera frase, pintada por Borges, se desarrolla a lo largo de ocho líneas de la edición Anagrama y lo primero que hice, claro, fue chequear el texto original de Faulkner en lugar de seguir leyendo a Piglia. (Es un gran crítico, por supuesto, pues anima a la lectura aún siendo novelista.)

Ahora, voy a explicar cómo gané un premio inesperado: no fue tanto por la lectura tan atrasada de la novela de Piglia, sino por la compra unos días después en un “bouquiniste” del Sena de un libro de Malcolm Cowley: A Second Flowering. Cowley es el gran testigo de la Generación perdida, aquellos escritores americanos que vivían en Paris en los años veinte. Lo contó todo en una obra clásica: Exile’s Return (retorno de exilio). El mejor capítulo es dedicado al movimiento Dada; la lista de escritores americanos incluye a un irlandés: James Joyce, pero el libro es bueno. Cowley habla de Dos Passos, Hemingway, Fitzgerald o Pound con el tono convincente de un contador de sobremesa.

A Second Flowering es todo lo contrario: unas rebajas de memorias ya agotadas. Cowley finge tener algo nuevo que decir sobre la misma generación, pero se trata de un plato recalentado. Mismas personas, mismos libros y París todavía, pero con una diferencia: un capítulo dedicado a Faulkner. Cowley lo conoce muy bien. Fue responsable de la edición del Portable Faulkner, un especie de “lo mejor de Faulkner” que ayudó Estados Unidos a descubrir el Sur después de la Segunda Guerra Mundial sin esperar a Lo que el viento se llevó.

Ahora, voy al grano: Cowley explica –y convence– como un cambio se produjo en las novelas de Faulkner a partir de Las palmeras salvajes. En su escritura, dice, aparece “une especie de humor casero y ponderado que se ve muy poco en la escritura contemporánea”. A pesar de los esfuerzos de Cowley para descifrar la mezcla de situación psicológica horrorosa, de realismo y de humor que utilizaba Faulkner, todo lo que se puede decir es recibido de manera trastornada por un lector de Piglia. Explicado por Cowley, Faulkner, lo siento, se parece a “una versión más o menos paródica de Onetti”. Habrá que comprobar: a lo mejor Larsen, el héroe de Onetti, terminara creando su “prostíbulo perfecto” en el condado de Yoknapatawpha.

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1 de diciembre de 2005
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Deficiente pecunia, déficit omne

Deficiente pecunia, déficit omne, dice el proverbio: cuando falta el dinero, falta todo. Por lo general no se asocia a los escritores con el dinero, salvo para emplearlo en su contra. Las dimensiones de la fortuna de John Grisham, Pablo Coelho y J. K. Rowling serían directamente proporcionales a su ramplonería como escritores. Que Martin Amis gastase un dineral en arreglarse los dientes fue considerado un gesto frívolo. Sus detractores no advirtieron que uno de los motivos por los que acudía al dentista era el de asegurarse que, de allí en más, podría reírse de ellos sin necesidad de disimulo. Muchos autores aceptarán que nunca han escrito texto más dramático y sangrante que el de su declaración de impuestos. Otros dirán, en cambio, que la declaración de impuestos fue su obra más imaginativa.

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No puedo dejar de pensar en el dinero. Tengo una excusa formal, por cierto. El banco del que soy cliente no me deja acceder a mi propios bienes hasta que presente una serie de documentos absurdos, echándole la culpa a las nuevas normativas del Banco Central. Estoy a un tris de pedirle a mi contador que avale mis posesiones con su sangre. Tampoco he podido dejar de pensar en El mercader de Venecia en estos días. La adaptación al cine que hizo Michael Radford tiene sus momentos. Desde que eligió a Al Pacino para hacer de Shylock estaba claro que iba a moderar el humorismo para apostar al pathos. Pesan tantas acusaciones de antisemitismo sobre la obra, que era previsible que Radford evitaría reírse del judío a cualquier precio. (Habrá que ver qué hizo Polanski con Fagin en su flamante versión de Oliver Twist: Fagin es otra caricatura del judío, un tanto más cercana a la fantasía del Hombre de la Bolsa.) Sin embargo no es posible olvidar que El mercader de Venecia fue concebida como comedia y representada como tal: en la Inglaterra del siglo XVI, reírse del judío era un pasatiempo popular, socialmente aceptado y políticamente correcto, que congraciaba al bromista con su público con la misma efectividad que hoy logra cualquiera que ría a expensas de George Bush. (Pacino está bien, pero me encantaría ver a Bill Murray haciendo de Shylock.) La película no dejó de inquietarme desde que la vi. Al principio supuse que me perturbaba la extraña superposición de sus elementos: el conocido drama de la libra de carne, encajado dentro de la trama liviana sobre el noble Bassanio y su intento de seducir a la rica heredera Portia. Es cierto que Radford se queda con el aspecto más melodramático de Shylock a costa de los matices más ligeros, más farsescos; pero la tragedia del personaje ya estaba en Shakespeare. Shylock es un antecesor de Lear: se trata de dos viejos que han conservado una extraña dignidad en un mundo violento, y que al enfrentarse a una situación límite toman una decisión equivocada que conduce a la destrucción de su propio universo. La decisión parte de un error de juicio; y tanto en El mercader como en Lear, el error de juicio gira en torno de una hija, esto es, del afecto al que se presume incondicional. Es posible imaginar que Shakesperare quiso concebir un villano que resultase muy fácil de odiar, como el protagonista de El judío de Malta de Christopher Marlowe, y que con el correr de la pluma descubrió dentro de ese cofre mucho más de lo que había esperado encontrar. Shylock es un personaje secundario, pero resulta tan complejo, tan tridimensional, que se despega del papel. ¡De hecho borra de escena a los verdaderos protagonistas de la obra! Contra la noción generalizada, el mercader de Venecia al que el título alude es Antonio, no Shylock. El judío es tan sólo un prestamista. Portia (que en buena medida es la heroína del relato) subraya la diferencia entre ambos personajes al hacer su entrada en el juicio: ¿Cuál de estos es el mercader, y cuál el Judío? El “Judío” perdura en las conciencias por encima de Antonio, de Bassanio y de Portia, porque es más que un personaje: es un hombre, a quien resulta natural imaginarse fuera de los confines de la obra, respirando, bebiendo, rezando de manera clandestina y maldiciendo su propia soledad. En el cine de hoy, donde la mayor parte de los personajes tiene la complejidad psicológica del policía Torrente, Shylock resulta tan desconcertante como el monolito negro de 2001. La dimensión que cobró el personaje por encima de rol que Shakespeare le tenía reservado debe haber sellado el destino de Mercutio en la obra que escribiría después: Shakespeare no tuvo más remedio que matar a Mercutio al comienzo de Romeo y Julieta, antes de que su elocuencia arrebatase el protagonismo a los adolescentes del título. ¡Ya había aprendido la lección de El mercader de Venecia! Pero la tentación de creer que Shylock se fue de las manos del autor resulta desmentida, al menos en parte, por la estructura de la obra. El relato se pone en marcha con Bassanio tratando de seducir a Portia, para lo cual debe vencer en un juego galante que le permitirá obtener su mano. Portia presenta tres cofres a sus pretendientes: uno de oro, otro de plata y uno de plomo. Dentro de uno de esos cofres hay un retrato de la joven. Aquel que lo encuentre al primer intento, la ganará como esposa. A partir de allí El mercader de Venecia confirma que es un relato sobre lo engañoso de las superficies. Propone un divertimento sobre venecianos ricos, elegantes y algo aburridos que se enfrentan a un judío despreciable, pero esconde dentro de ese envase otro tipo de emociones. Al desconfiar de las superficies bruñidas del oro y de la plata, Bassanio obtiene lo que deseaba: la mano de Portia. Aquel espectador que no se deje engañar por la comedia de enredos y elija la superficie menos atractiva, esto es el despreciable Shylock, se verá igualmente recompensado. El verdadero tesoro está en el interior del cofre de plomo.

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La televisión y los diarios presentan a toda hora otra historia que me venden como drama cuando no lo es per se; tiene mucho de comedia, eso es innegable. El presidente Kirchner despidió al Ministro de Economía Roberto Lavagna, a quien se considera artífice (uno de ellos, cuanto menos) de la recuperación argentina. La prensa conservadora tomó partido de inmediato, entrando con gusto en el juego de los cofres. El ex ministro Lavagna es alto y elegante, tiene algo de noble veneciano: podría hacer de Antonio en cualquier versión de El mercader. Y Kirchner tiene mucho de Shylock, es feo y su comportamiento es obsesivo, persigue sus deseos con la voluntad irredenta del prestamista shakespiriano: I will have my bond! La trama del desplazamiento es compleja. Pero al menos en uno de sus aspectos, está tan alejada del tema del dinero como la mismísima obra shakespiriana. La apariencia de El mercader de Venecia remite de forma constante al dinero. Bassanio necesita dinero para cortejar a Portia. Antonio necesita dinero para prestarle a Bassanio. Shylock presta dinero a cambio de respeto. Cuando los acontecimientos se precipitan, parecen hacerlo igualmente impulsados por cuestiones de dinero: Antonio pierde sus naves y con ellas su inversión, Shylock pierde los ducados y el anillo que le roba su propia hija al fugarse con un gentil. El mercader y el Judío se quiebran porque han perdido dinero, pero la pérdida del dinero es símbolo de un dolor más profundo. Antonio ha perdido a su amado Bassanio en manos de Portia y ya no quiere vivir. Shylock ha perdido a su hija, pero en lugar de deprimirse como Antonio, simplemente enloquece. No con la locura desatada que después padecería Lear, sino con una locura fría, metódica. Antonio se convierte en la personificación de todo lo que odia: el antisemita, el hombre respetado por la sociedad que a él lo desprecia, el gentil que se robó a su hija. Por supuesto, siendo quien es, Shylock jamás deja de pensar en el dinero: su ambivalencia ante la fuga de su hija Jessica (lamenta su pérdida, y lamenta el dinero que se llevó, y lamenta su pérdida una vez más) es uno de los detalles del genio de su creador. Pero para estos dos hombres de negocios, el dinero no es la mayor de las consideraciones. El dinero es lo que saben producir y manejar, lo dado, lo seguro: uno y otro tienen capital suficiente como para tolerar las pérdidas. El problema está en aquello que el dinero no pudo comprarles. Todo el capital de Antonio no ha alcanzado para garantizarle el amor de Bassanio. Todo el capital de Shylock no ha alcanzado para garantizarle el amor de su hija. Estos hombres han construido su identidad en torno al dinero, y al descubrir las limitaciones de su riqueza material (cofres de oro y plata que no guardan nada valioso de verdad), se derrumban. Al final de la obra habrá un vencedor y un derrotado aparentes, pero en realidad serán dos los perdidosos. El reclamo inexpresado de Antonio y de Shylock es el mismo, pero tal como se ha dicho, resulta más elocuente en el caso del Judío. Shylock soportó la marginación y el desprecio durante años. Cuando el noble Antonio, que lo había pateado y escupido repetidas veces, llega a pedirle dinero, Shylock acepta prestárselo sin cobrarle intereses porque intuye la posibilidad de una transacción que le interesa más que la del dinero. Antonio le ha pedido a Shylock lo único que Shylock tiene, esto es ducados; el prestamista se sabe pobre en su riqueza. Y Shylock presta el dinero a cambio de algo que Antonio tiene y él no: respeto. Cuando Antonio no paga ninguna de sus dos deudas (ni la del dinero ni la del respeto), y cuando Jessica lo defrauda con las suyas (no paga el amor debido al padre ni a la tradición), Shylock se quiebra. En este contexto de apocalipsis íntimo, en que todos sus deseos más profundos se han visto burlados, el reclamo de Shylock de cobrarse la deuda con la libra de carne de Antonio no puede ser visto como locura, sino como expresión de una desesperada necesidad de reivindicación. Durante el Acto Cuarto, Shylock le explica al Duc de Venecia que aunque parezca extemporáneo, su reclamo no le es ajeno. ¿O acaso no tiene esclavos el Duc, y hace lo que le place con todas las libras de esa carne servil? Lo que Shylock está pidiendo es que le reconozcan su derecho a ser dueño de algo, aunque ese algo no sea más que un jirón de carne. Shylock sabe que la carne en sí misma no vale nada, que es un símbolo. (Como lo es el dinero la mayor parte de las veces.) Por eso pide con vehemencia que aunque suene absurdo, le reconozcan señoría sobre algo; que le dejen un mínimo margen de decisión, aunque más no sea sobre un trozo de carne. En suma, que lo reconozcan como sujeto con derechos. Cuando Kirchner, que llegó al poder con un magro caudal de votos, se desprende de un ministro exitoso, lo que está haciendo es reafirmar su poder. En ese acto dice: existo. Soy el Presidente. Reconózcanme como tal. Cuando Shylock dice esta libra es mía, cuando yo voy al banco y digo esa plata es mía (¡cuando el escritor lanza su libro y el director estrena su película!), lo que se dice es en realidad: existo. No me ignoren. Por favor, véanme. Reconózcanme. La melancolía de Antonio me es ajena. Pero a Shylock lo entiendo bien.

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Chesterton dijo que para ser tan listo como requiere el ganar mucho dinero, hay que ser lo suficientemente estúpido como para desearlo. Hay veces en las que me gustaría ser estúpido.

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30 de noviembre de 2005
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Genio

Hará unos diez años, caminaba yo con José Ángel González Sainz por la tortuosa ciudad de Venecia camino de la Estación de Ferrocarril, cuando en una de las grandes plazas, el Campo di San Polo, si no me equivoco, reparamos en una figura detenida en medio del noble espacio. Vimos también que estaba marcada dramáticamente. Era temprano y el lugar sólo lo atravesaba un faquín cargado de hortalizas. José Ángel se fijó largo rato en el hombre quieto y de golpe, sobresaltado, exclamó: “¡Pero si es Giorgio!” En aquel momento el hombre, una de las mejores cabezas de Europa, comenzó a caminar con torpeza hacia la fuente de la plaza. Parecía desorientado, neonato. Nos acercamos y cuando ya estábamos a su lado nos miró con temerosa modestia, como si se le aparecieran gentes augustas de las que apenas tuviera conocimiento. Sin embargo, la noche anterior los tres habíamos discutido hasta la madrugada en casa de Elide. José Ángel, serio, pero con cierta retranca, le señaló la frente. “Giorgio, estás sangrando”, le advirtió. El hombre no dijo ni sí ni no, sacó lentamente un pañuelo del bolsillo y se llegó hasta la fuente. “Sí, eso creo”, dijo al fin. En la fuente, se lavó el arroyo de sangre que le cruzaba la cara. “Me he golpeado con el quicio de la puerta”, añadió. Era una mentira infantil, pero respetamos su pudor y seguimos camino de la estación mientras él mojaba el pañuelo una y otra vez en la fuente y se enjugaba la cara y el cuello con muestras evidentes de placer, como un gorrión en el estanque. Lo he recordado hoy, leyendo su último libro publicado en español por Anagrama, Profanaciones, una colección de artículos en la que el primero, breve ensayo sobre el Genio que nos acompaña durante toda la vida, describe con cristalina perfección lo que entonces viví en la plaza veneciana. Aquella mañana, Agamben estaba totalmente poseído por su Genio. No era él, era más que él y mostraba su mejor aspecto, ese que solemos asociar a la palabra “genio” y que yo, hasta leer su artículo, no había comprendido cabalmente. Leerlo me ha producido una emoción cálida. Como si lo hubiera escrito para José Ángel y para mí, por si no nos habíamos enterado.

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30 de noviembre de 2005
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Al Norte y más allá

París. 6h 17m de la tarde. Línea 4 del metro. Dirección Porte de Clignacourt. Follón apresurado de pasajeros que van para su casa. Sentados uno al lado del otro un hombre y una mujer leen en una inmovilidad petrificada sin hacer caso a la turba que les rodea. Tienen un solo periódico y ambos se hunden en el mismo artículo.

Una sobredosis de mala educación permite, pisando pies y golpeando costillas, comprobar la primera intuición. Sí, son latinos; peruanos quizás. Tienen en sus manos “el juguete rabioso”, el periódico boliviano que utiliza como cabecera el título de la novela de Roberto Artl. Papel blanco y limpia tipografía. El artículo explica que Alberto Fujimori nunca se fue del poder.

Estamos en París, con el primer frío que quema la piel de verdad y estos dos – milagro de la lectura – se encuentran en el calor de la primavera de Santiago al lado del “Chino” que nunca se fue pero tampoco puede regresar a Perú. El periódico debería citar al famoso verso del poeta chileno Vicente Huidobro para describir la situación: "los cuatro puntos cardinales son tres: el Sur y el Norte". Fujimori se queda en el Sur y para estos dos lectores, que por fin se hablan con acento peruano al bajar del metro a la estación Réaumur-Sébastopol, el Norte se extiende hasta París.

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30 de noviembre de 2005
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El Boomeran(g)
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