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Morales, la novela que viene

Con la victoria de Evo Morales en los comicios de Bolivia, se plantea una pregunta para la literatura de América latina: ¿Qué se hace con un cocalero de Cochabamba? Con un Simón Bolívar, un José Martí, un Pancho Villa o un Juan Perón, ya se sabe lo que puede la literatura. Pero con un campesino habrá que inventar un género nuevo. No cabe la novela clásica del caudillo.

La figura del hombre que domina a la vez los poderes civil y militar es un rasgo específico de la escena política del mundo hispanoamericano. Y lo gracioso, para nosotros los lectores, es cómo pasó aquella figura de la historia a la novela. El Señor Presidente, Yo, el Supremo, El otoño del patriarca, etc. La lista es larga e insuperable. A pesar de los esfuerzos de Gore Vidal, no hay una gran novela del poder máximo en la otra América. Los escritores franceses no pudieron a pesar de tener con Napoleón, quizás, el mejor prototipo del caudillo dispuesto a liberar a toda Europa de la ausencia de su poder imperial. (Una excepción: la trilogía de Patrick Rambaud, que obtuvo un premio Goncourt hace unos años vale más que un vistazo. Su técnica recuerda la fluidez sobresaliente de Dumas).

Volviendo a Morales, al “Evo”, como dicen allá, no se puede considerar el bloqueo de la carretera hacia La Paz como una campaña militar de primer orden. Aureliano Buendía, un mero coronel, promueve “treinta y dos levantamientos armados” en la más famosa de las novelas de Gabriel García Marquez. ¿Cuántos camiones hay que detener en los Andes durante cuántos años para rozar, meramente rozar, esa leyenda? La magnitud de la victoria del futuro presidente de Bolivia se mide en ese simple dato: corresponde a un modelo de estadista tan nuevo que no existe en las novelas. Desde Doña Marina (la Malinche de la conquista de México) no faltan las figuras trágicas en la población indígena. Pero figuras de poder, nada, y las novelas no les hospedan como tal.

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19 de diciembre de 2005
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Místicos

La religión, la necesidad de acudir a un Ser Supremo en busca de ayuda, se cuela por todas partes, sobre todo en aquellos que creen no necesitar a nadie. Son los que más fácilmente se ponen de rodillas. A propósito de la destrucción del litoral valenciano, acabo de oír que “se trata de una zona de alto valor ecológico”. Lo decían en la tele nacional catalana, una mina de eufemismo y corrección política desde que la controlan los de Carod. No han dicho “una zona de gran valor natural” o “paisajístico”. No. Su valor es “ecológico”, lo cual quiere decir que es un lugar considerado valioso por la ciencia de la ecología. No por sus habitantes o visitantes, sino por los expertos en ecología. El litoral valenciano es, por lo tanto, una zona de extensión universitaria. No pueden construirse más monstruos de cemento porque irían contra la ciencia. No porque sea una salvajada, un latrocinio, una inmoralidad, sino porque es poco científico. Evidentemente, la ciencia es aquí la invitada de piedra. Los políticos y periodistas (¿habrá que empezar a escribir los “polidistas”?) utilizan la palabra “ciencia” como los curas usan la palabra “revelación”, como un término mágico que garantiza la verdad y la vida eterna. No hay en ellos, sin embargo, mayor respeto por la ciencia que en los que viven de echar el Tarot. Informa el siempre excelente Florencio Domínguez que el terrorista Kándido Aspiazu, el que le pegó dos tiros a Ramón Baglietto, responde en una entrevista a un periodista alemán: “Yo no soy un asesino. Maté por necesidad histórica”. Es uno de los mejores ejemplos que he leído de religión enquistada en el cerebelo de un creyente. Este energúmeno dice estar respaldado por la Historia, como Franco decía estar respaldado por Dios. La “necesidad histórica”, viejo término estalinista, ha sobrevivido hasta nuestros días en su forma más degenerada y leprosa. Hace pocos días tuve una disputa similar a propósito de la Historia Trascendental del Arte, sección Música, departamento de Dodecafónicos. Dije que no hay tal cosa como una “necesidad histórica” que justifique el valor de un artista o de su obra. Se me lanzaron a la yugular los creyentes del Arte Revelado. Este país está enfermo de Historia Sagrada.

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19 de diciembre de 2005
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Dislexia

Estoy tratando de ser de izquierda, pero no tengo claro qué significa eso exactamente. Si uno es de izquierda ¿Está a favor de la guerra en Irak, como la izquierda inglesa? ¿O en contra, como la derecha francesa? ¿Uno es nacionalista como Evo Morales? ¿O nacionalista como Le Pen? Y, por cierto ¿Uno está a favor o en contra de los subsidios agrarios? Porque la política de subsidios agrarios europeos ha sido en las últimas semanas el mejor ejemplo de la dislexia del nuevo orden mundial. Ha terminado por ceder ante los golpes de todos los flancos en la reunión de la Comunidad Europea y en la de la OMC. En la primera, el liberalismo británico la ha acusado de ser un lastre económico costoso e ineficiente. En la segunda, los países pobres consideran que la protección de los cultivos europeos crea pobreza e injusticia, porque no permite competir libremente a los productos de América Latina o África a pesar de que tengan mejor calidad y precio. Ésta crítica, encabezada por el representante brasileño, es la piedra de toque de la izquierda latinoamericana encabezada por Lula. Y es una crítica incómoda. ¿Qué puede responderle la izquierda europea? ¿Puede aceptar que sus campesinos pierdan sus subvenciones? Y si defiende esas subvenciones ¿Con qué autoridad puede pedir un mundo más justo? Y, ya por ponernos pesados ¿Lula es de izquierda? Porque el liberal Álvaro Vargas Llosa lo considera un peligro para el libre mercado, pero los sectores disidentes de su propio partido lo acusan de no haber cambiado nada en realidad. Cuando el mundo no se acomoda a nuestros parámetros, es posible echarle la culpa al mundo. Pero parece más sensato revisar nuestros parámetros. Los referentes de izquierda y derecha que servían para describir un mundo polarizado no parecen capaces de explicar un mundo con una economía globalizada. Y sin embargo, sí hace falta un discurso que oriente los cambios. Porque hay mucho que cambiar. La propuesta de extrema izquierda es volver el sistema de revés. Ahora, eso es más una queja que un programa. Mientras se nos ocurre cómo cambiar el mundo, parece que tanto los antisistema como los más moderados están de acuerdo en la necesidad de reglas iguales y negociaciones justas, del tipo “yo quito mis subsidios pero tú abres tu mercado a mis servicios”. Los antisistema consideran que creer en una negociación justa es iluso debido a los abismos económicos que separan a unos países de otros. Los más moderados creen que es lo único que cabe hacer para reducir las desigualdades. Recientemente, el escritor Jorge Benavides me dijo: “antes queríamos cambiar el mundo. Ahora nos conformamos con que no se venga abajo”. Va a ser eso, ser de izquierda: tratar de que se pongan de acuerdo los leones antes de que se coman el circo.

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19 de diciembre de 2005
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Las putas del Gabo

Al leer la selección de los mejores libros del año 2005 en el Financial Times, veo cinco novelas traducidas al inglés. Si descartamos una del israelí David Grossman y el último libro del japonés Haruki Murakami, que se convierte con razón en un éxito en todas partes, quedan tres escritores de América Latina: Rodrigo Fresán (Argentina), Pedro Juan Gutiérrez (Cuba) y Gabriel García Márquez (Gabo, un país en sí mismo).

No sorprende la presencia de Fresán. Desde Historia argentina no se discute su talento y Jardines de Kensington, que se basa en la vida de J.M. Barrie, el creador de Peter Pan, era un imán para lectores ingleses. Pero hay que pensar en cómo valoramos los escritores al ver Gutiérrez y Gabo en la lista. Todos hemos oído decir, cuando no lo decimos, que Gutiérrez es pura chabacanería, sexo barato y suma vulgaridad. Bien, aquí esta. No con Nuestro G.G. en La Habana, un largo cuento que utiliza la figura y la supuesta flema de Graham Greene, sino con otro libro de chabacanería, sexo, etc. ¿Despreciamos la innegable energía de Gutiérrez?

Pero es la presencia del Gabo la que más da para reflexionar. De Memoria de mis putas tristes se dijeron muchas cosas negativas en el mundo hispanohablante. Al leer el Financial Times, me atrevo a decir ahora que fue por una razón sencilla: la presencia de emociones y visiones que ya habíamos encontrado en novelas, cuentos y artículos del escritor. Los anglosajones, que no han leído tanto a Gabo, no tuvieron dudas al descubrir la traducción. Y lo pusieron sin pensarlo dos veces al lado de otra obra de otro premio Nobel: La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata.

Busco la reseña del libro de Gabo que escribió John Updike, en julio pasado, en “The New Yorker”. Dice con entusiasmo que ese libro “no habla tanto de amor como de vejez y enfermedad” y añade: “La belleza dormida solo tiene que dormir”. Al esperar del Gabo una historia de amor que sea más que el mero sueño de una adolescente, no se puede alcanzar la visión filosófica de Updike resumida en su última frase: “el setentón Gabriel García Márquez, aprovechando que sigue vivo, ha compuesto, con su gravedad sensual de siempre y su humor olímpico, una carta de amor a la luz que se apaga”.

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16 de diciembre de 2005
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Contra los cultores de la nada elegante (II)

Según el testimonio de un sobreviviente del campo de concentración de la ESMA, el oficial Ernesto Weber confesó su crimen: “Lo cagamos a tiros y no se caía, el hijo de puta”. El hijo de puta en cuestión, aquel árbol que se resistía a caer a pesar de los hachazos, era el escritor Rodolfo Walsh. Ese día de marzo de 1977 se enfrentó solo a un grupo de comandos, que lo emboscaron en la tan porteña esquina de San Juan y Entre Ríos, armado con una pistola de pequeño calibre. Y resistió los balazos hasta ganarse la admiración de sus enemigos, que Weber expresó con renuencia delante de los torturados. Pensaba en Walsh porque acaba de dictarse procesamiento contra diez de sus presuntos asesinos, entre los que se cuentan figuras tristemente célebres como Jorge Tigre Acosta y Alfredo Astiz. El juez Sergio Torres no sólo los acusó por el asesinato, sino también por haberse apropiado de bienes del escritor, entre los que figuraban varios textos literarios. Y este dato, el de los asesinos que se aseguraron de llevarse los relatos de Walsh, me hizo pensar otra vez en tantos escritores inanes de hoy, los cultores de la nada elegante de los que hablaba en el blog anterior. Estoy seguro de que los asesinos y secuestradores no estaban en condiciones de valorar una pieza literaria, pero sí entendían que algo en apariencia tan nimio como un cuento podía hacerles, aunque más no fuese a la larga, un daño enorme. El hecho de que una reciente encuesta haya consagrado al cuento de Walsh Esa mujer como el mejor de la literatura argentina (por encima de Borges, nada menos), sugiere que la intuición de los victimarios no estaba descaminada.

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Si la violencia uniformada arrasase otra vez la Argentina, ¿se preocuparían los asesinos por destruir los textos de algún narrador contemporáneo? Buena parte de los escritores de hoy parecen haber asumido que el libro es un artículo suntuario, y en consecuencia frivolizaron sus ficciones para hacerlas más semejantes a un bien de consumo: escriben para un público al que le sobra un poco de dinero para dedicar a la cultura, pero que se siente demasiado viejo para comprarse un iPod o invertir en un piercing. Llenan páginas con divertimentos, ejercicios de estilo que nunca deberían haber cruzado los umbrales del taller literario, o en su defecto producen textos áridos con los que pretenden convencernos de que hablan de temas importantes cuando, seamos honestos, están a años luz de cualquier cuestión medianamente trascendente para nuestras vidas. No me sorprende el dato que Héctor Feliciano comentaba en su blog de ayer, sobre la caída de las ventas de los libros de ficción en los Estados Unidos a partir del 11 de septiembre. Algo similar pasó en la Argentina de las últimas décadas, un fenómeno que se acentúa cada vez que la crisis transforma el calor en combustión. La gente busca verdad en los libros. Y los libros ofrecen dos tipos de verdad: la que se desprende de la información y del análisis, y la que se deriva del hecho artístico. La primera verdad suele ser constante y confiable, y se la requiere más cuando la realidad apremia. La segunda verdad es variable y esquiva, y suele funcionar mejor en aguas más calmas, cuando existe un margen para la reflexión y la contemplación. Pero aquel que atribuya la caída en la valoración de la ficción tan sólo a la espectacularidad de lo real, se estará mintiendo a sí mismo. Los escritores tienen la mayor parte de la responsabilidad en este fracaso. La gente los lee menos porque no están aportando su cuota de verdad artística. Los escritores no interpretan las necesidades profundas de los lectores, básicamente porque han dejado de interpretar las suyas propias. Durante siglos los escritores importantes fueron aquellos que estaban deseosos de transformarse a sí mismos y que encontraban en la literatura el mejor medio posible para concretar esa transformación. Ahora los escritores no buscan verdad alguna, ni siquiera íntima; ni buscan transformar nada, ni dentro ni afuera suyo. Se contentan con ocupar un pequeño nicho de la sociedad que les permite una módica figuración a cambio de arriesgar nada y de no conmover a nadie. Son plumas flojas, flojas en calidad, flojas en sustancia, que expresan almas flojas.

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Necesitamos escritores que no se caigan ni aunque los caguen a balazos.

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16 de diciembre de 2005
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Pájaro solitario

Es cada vez más raro oír voces individualizadas y conscientes de su individuación. Abundan las inconscientes, la pura chifladura, pero suelen ser efímeras. Como los locos, aquellos que osan tener voz propia, viven aislados. Son unánimemente atacados por la voz colectiva, gregaria y niveladora, aunque siempre hay un pequeño grupo de seguidores que les da su aliento. Lo que atrae de esas voces aisladas (a veces recluidas en celdas de aislamiento) no es tanto el contenido concreto de lo que dicen como su misma afirmación individual. Al escuchar esas voces solitarias reconocemos, por contraste, la tremenda extensión homogénea de la voz colectiva, el desierto de lo convencional, de lo que paga. Comprendemos entonces que el monólogo es lo propio de la colectividad, no del solitario. Uno de estos escritores-en-su-isla es Gabriel Albiac, tan odiado por muchos (peor que odiado: despreciado, burlado, befado), como admirado por otros. Acaba de editar un Diccionario de adioses en Seix Barral, a partir de sus artículos periodísticos. Se puede disentir de lo que expone, pero la argumentación siempre tiene pericia de esgrimidor. Y música. He aquí un buen intérprete. Sviatoslav Richter tiene un disco dedicado a piezas de salón de Tchaikovsky, una música trivial, pero a la que el gran pianista dota de un dramatismo que parece ascender del infierno. Quedan ya muy pocos escritores que nos interesen por su música. Sobre todo si es fáustica. Albiac, especialista en Spinoza, es fáustico. En el libro de Albiac hay dos secciones que no tienen desperdicio. La dedicada a los nacionalistas con el subtítulo de “Idénticos” y la dedicada a los antisemitas con el subtítulo de “Judeofobia”. Albiac es uno de los escasísimos publicistas españoles que no teme hablar claro contra el terror islámico sin excusas humanitarias y piadosas. Alguien a quien es difícil imaginar en una mesa para la “Alianza de civilizaciones”. Sólo por eso ya vale la pena. La música de Albiac es, en ocasiones, la de la gran épica social ochocentista. Les copio un párrafo:

“Ser anticapitalista no es nada. Anticapitalista puede definir un proyecto de futuro: utópico o no. Anticapitalista puede definir un reaccionario proyecto de retorno al más oscuro feudalismo: el de los espadones Castro o Chávez, el de los teócratas Bin Laden, Arafat o Yasín. Nostalgia de lo peor: socialismo feudal, “agua bendita con que el clérigo consagra el despecho aristocrático”. Hoy, Marx lo llamaría “socialismo coránico”. O bien, demencia: es más sencillo, y no menos preciso”.

Quien así escribe ha leído mucho Marx, mucho Bakunin, y, creo yo, a Heine. Pero también a Balzac. La percusión es de Bakunin, la cuerda de Marx, pero la sección de metales es de Balzac.

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Patinazo: No era el premio Nacional, sino el Cervantes. Ya decía yo...

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16 de diciembre de 2005
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Cadáver exquisito

El miedo a la muerte es la razón de ser de buena parte de la cultura: la religión nos ofrece la ilusión de perdurar. El arte nos permite trascender (bueno, según). Las funerarias nos buscan una casa –ataúd o mausoleo- para que nos visiten y así nos traten en cierto modo como a vivos. Nos resistimos a morir por todos los medios, e inventamos todo tipo de ficciones para crear la ilusión de perdurar. Pero ahora, gracias a la tecnología, los cadáveres se han vuelto portátiles. Podemos llevar al abuelo engastado en un anillo, o a nuestros padres incrustados en un par de bonitos pendientes. Incluso, si tenemos el temperamento, podemos hacernos un collar con todos nuestros parientes. Ahora, una empresa suiza convierte nuestros restos en diamantes. Como lo lee. Un proceso químico somete nuestras cenizas a altas temperaturas y presiones para transformarlas en cristales brillantes. Y ha sido un éxito. En menos de dos años, han llegado a recibir 60 pedidos mensuales en Europa y otros cien en Japón. Gente de todo el mundo quiere resistir al tiempo en forma de joya. Sin duda, se trata de la manera más decorativa de desafiar a la muerte. En España, el precio oscila entre tres y quince mil euros, y el negocio se expande rápidamente, porque en algunas regiones de este país, el porcentaje de incineraciones duplica la media europea. La cifra resulta extraña en un país tradicionalmente católico, ya que la Iglesia no ve con buenos ojos la incineración de los cuerpos. Y sin embargo, no lo es tanto. Quienes creen en una religión –católica o no- creen en efecto que la gente no muere, o no muere enteramente tras la muerte física. El diamante les ofrece la posibilidad de acompañar a sus muertos todo el tiempo. Y les ahorra los viajes al cementerio. Además, a diferencia de la urna de cenizas, el diamante no mancha la alfombra cuando se cae al suelo. Si hay algo de lo que podemos estar seguros, no importa lo que hagamos, es de la muerte. Pero hay formas y formas de llevarla. Pruebe una muerte de bisutería y páguela en cómodas cuotas. El único problema es que si al final no se siente satisfecho, no podrá reclamar su dinero de vuelta.

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16 de diciembre de 2005
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Rulfo en francés

Pedro Páramo tiene ropa nueva, dice el crítico Pierre Assouline en su blog literario. La ropa nueva es una nueva traducción al francés, por Gabriel Laculli, de la novela de Juan Rulfo. La publica la casa Gallimard en su colección Du monde entier aprovechando el cincuentenario de la obra. La novela tiene como tapa una de las fotografías que tomó Rulfo. Se ve la calle vacía de un pueblo aplastado por el sol. Es una fotografía del vacío: cielo inmenso, pavimento desierto, unas siluetas perdidas. Como siempre con Rulfo se adivina que hay fuerzas que rigen el mundo. No se ven, pero allí están y lo sabemos todos.

En un mail, Gustavo Guerrero, que atiende el sector hispanoamericano en Gallimard, me recuerda que su editorial no se demoró en publicar la novela. Roger Caillois, entonces director de la colección La Croix du Sud, “se interesa en la novela prácticamente desde el momento de su aparición, inicia la negociación de los derechos en 1957 y concluye el contrato de edición en abril de 1958. Traducida por Roger Lescot, en un volumen que comprende además tres cuentos de El Llano en llamas (“Luvina”, “Anacleto Morones” y el propio “El Llano en llamas”), Pedro Páramo sale de la imprenta el 6 de enero de 1959 y lleva el n°21 de La Croix du Sud”.

¿Qué pasó después? Nada, o más bien lo que dice Assouline “a los clásicos, hay que retraducirlos cada veinte años”. Aún más a este primer Pedro Páramo que fue modificado por su autor y rescatado en una verdadera operación de cirugía filológica. En 2001 con la ayuda de su traductor, Gabriel Laculli, y el apoyo de una introducción firmada por J.M.G. Le Clezio, Gallimard consiguió promover entre los críticos de la prensa francesa una nueva traducción el El Llano en llamas del mismo Rulfo. Le Clezio es un autor de la casa Gallimard, influye en su comité editorial, pero tiene fama de “honestidad literaria” para decirlo de manera brutal. Su prólogo “resultó importantísimo para la recepción del libro en Francia”, reconoce Guerrero. Apoyándose en el éxito del rescate del libro de cuentos, ahora Gallimard pasa a la novela.

Claro que no puedo decir nada sobre la calidad de la traducción. Las traducciones no se hacen para los lectores que leen en ambos idiomas. Todavía me gusta más Rulfo en español. Pero como francés, y después de leer esa nueva traducción de un tirón, puedo explicar lo que ubica la obra de Rulfo en un lugar especial del mundo hispanoamericano. Son dos cosas. La primera es la calidad de sus diálogos. Hasta Rulfo, algo retórico en el castellano, hacía pensar que era imposible sacar diálogos tan fluidos en español como en inglés. Rulfo demostró lo contrario: sus diálogos aceleran la narración. Segundo punto: su prosa tiene la potencia de una expresión directa, moderna, que a mi parecer solo dos escritores consiguieron antes de la explosión del “Boom”: Juan Rulfo y el Onetti cuentista. Es la escritura que va, sin perderse en el camino, la escritura de la novela moderna.

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15 de diciembre de 2005
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Un artista

Presento el libro de un amigo en un local onírico de la Plaza Real de Barcelona, donde los socios se reúnen para fumar en pipa. Recuerda vagamente a los antiguos fumaderos de opio, o aquellos locales sarracenos en los que sonaba el burbujeo del narguile. Este amigo escribe por placer, edita sus propios libros y se gana la vida con una empresa dedicada a la música clásica. Es un gozo hablar de un libro que sólo responde al deseo de su autor. Somos una veintena de personas, todos del círculo del escritor. El suyo es un relato de amores perversos, a medio camino entre la novela galante del XVIII y el Buñuel de la etapa mejicana. En el coloquio, los asistentes abundan en las perversiones del autor y la poco conocida sexualidad de las personas gravemente tullidas. Nos falta J.G. Ballard. En el círculo del escritor encuentro a alguien a quien no veía desde la adolescencia. Alto, corpulento, desabrochado. Como yo, parece una cama sin hacer. Mantiene, sin embargo, el viejo ímpetu autodeprecativo. Esta generación es incombustible. Cuando le pregunto a qué se dedica dice: “pesco”. Desconcertado, pero con ánimo de no parecer idiota, comento: “serán grandes”. -Muy grandes –dice-. Acabo de regresar de Mozambique. Aún quedan pequeñas islas. Cinco o seis bungalows. Llegas en avioneta. Son avionetas-ricshow. Caen como mosquitos. El invierno pasado me quedé sin un riñón. A esas islas no han llegado las Compañías. Peces colosales, como submarinos. Hemingway era un fatuo. Habla de los peces como si fueran mujeres. Sólo quería dominarlos. ¿Islas en la corriente?. Sí. Le enseña a su hijo a dominar a las mujeres como si fueran peces espada. Las islas. Estás solo. No hay nada que hacer. Lees y pescas. Pescas y lees. No puedes hacer otra cosa. Un relámpago en el aire. Los coletazos de esa bestia metálica. Vuelves a leer. Así, un mes. Islas pequeñas. Cuatro o cinco bungalows. Lees. Luego pescas. Islas en la corriente. Sí. Así es. Su mirada se pierde en el vaso de whisky, un discreto mar color ámbar en el que también creo que pesca enormes peces plateados. Me gusta este hombre al borde del precipicio. La burguesía catalana aún mantiene algunos elementos dignos.

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15 de diciembre de 2005
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Contra los cultores de la nada elegante

En su comentario al blog de ayer, que hablaba del manual para sobrevivir al divorcio de la inglesita de diez años Libby Rees, Andrea M sugería algo brillante: escribir otro manual que se llame Cómo sobrevivir a los hijos cuando uno se divorcia. Me pareció una gran idea, dado que, como la misma Andrea M argumenta, no hay nada más difícil que tolerar la mirada de Bambi de los críos cuando los hemos hecho sufrir con nuestras decisiones. Una de las cosas que más me sorprendió de mi propio divorcio fue la dimensión de la devastación emocional. Había imaginado que el desamor y el resentimiento causarían estragos, pero nada comparable a lo que viví en realidad. Creo que cuando existen hijos el divorcio se parece mucho a una bomba atómica: mata cuando estalla, pero también mata después, y durante años, a consecuencia de la radiación. Recuerdo el momento en que dejé a mi hija más pequeña en la escuela, el día siguiente a la mudanza de mi propia casa. Me despedí como siempre, me fui a tomar el tren y me puse a llorar como un chico en la punta del andén. Así que ya saben: si alguna vez se encuentran a un hombre o una mujer llorando en el extremo de la estación, trátenlos con cariño, porque son ciudadanos de Hiroshima.

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Hablando de divorcios, y de hijos, y de sufrimientos mensurables en años, me pregunté por qué nunca había leído acerca de un sufrimiento parecido en ninguna novela. (Me imagino que deben existir unas cuantas novelas que describan con maestría la zozobra de un divorcio, pero en todo caso no las conozco, o por lo menos no vienen a mi mente de buenas a primeras: acepto recomendaciones.) Y acto seguido volví a pensar en algo que nunca deja de sorprenderme. ¿Por qué existen tantos escritores que escriben de cualquier cosa, menos de la vida? Los suplementos culturales suelen endiosar a gente dedicada a la contemplación de los rizos que crecen dentro de los rizos, cuyo único talento discernible es el de consagrar un enorme esfuerzo a describir nimiedades con detalle, o el de fingir que hacen literatura porque trabajan con los despojos de los grandes, o el de consagrar pavadas con argumentos rimbombantes, eso sí, siempre llenos de citas y guiños arcanos. A veces leo algunos párrafos de sus textos y juego a adivinar cuándo fue la última vez que hicieron el amor. (Nunca bajan de los diez meses, aunque algunos parecen no practicarlo desde hace años, al menos con alguien más allá de sus propias personas.) También me pregunto cuándo habrá sido la última vez que se arriesgaron a pisar la calle para visitar un barrio distinto del propio, o para enfrentarse a un adversario más corpóreo que el de las entidades fantasmales contra las que está de moda protestar. O si alguna vez se habrán perdido en una ciudad ajena, desprendiéndose voluntariamente de la muleta de los mapas.

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Estos escritores no tendrían eco alguno si no contasen con amigos manejando suplementos culturales, y además con un público que experimenta similar aversión por la vida. A veces leo el correo de los medios dedicados a la cultura y encuentro comentarios de lectores que, para avalar una idea que pretenden propia, citan la carta que el escritor Hans Sirup le envió a Elsa Dumbkopf en 1935, y que ésta a su vez publicó en el diario Der Unwiederbringlich Dumm en 1938, y me digo: “Hermano, conseguite una vida”. Get a life, como se suele decir en inglés. Porque está claro que necesitan una vida, e imperiosamente.

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Un señor de quien no sé nada (y por lo cual no mento su nombre, dado que si lo hiciese sugeriría un conocimiento que no tengo) dijo alguna vez que una de las razones por las que la raza humana tiene una opinión tan mala de sí misma es porque obtiene buena parte de su sabiduría de los escritores. Si todos fuesen Shakespeare, todavía. Pero por cada William hay un millón de cultores de una nada elegante.

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15 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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