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Más allá del paraíso

Acabo de descubrir que a la editorial francesa Métailié no le gustaba el título de la novela de Mauricio Electorat: La burla del tiempo. No se podía vender así a los franceses. En Francia, el libro se titula: Sartre et la Citroneta. Se supone que la mezcla del apellido de un filósofo famoso con el apodo latino de un carro es más atractivo. Digo atractivo pues, de entender este título, ni soñarlo. Una “citroneta” hace pensar en francés a una bebida con limón, a una película neo-realista italiana, a un líquido para fregar el suelo con sabor a cítricos, a todo menos a lo que para los franceses se llama una “2 chevaux”, una “deuche”, aquel carro Citroën con su inagotable motor de dos cilindros.

Después de arremeter contra la estupidez de los editores, voy a desplegar la mía. De manera irracional siempre relacioné a Mauricio Electorat con Carlos Franz. Ambos son chilenos, sus talentos no tienen nada parecido, pero ambos publicaron novelas cuyo título hacía referencia al paraíso. El Paraíso tres veces al día para Electorat y El lugar donde estuvo el paraíso para Franz. Esta última es una maravilla extraña: un libro que podría tener a Graham Greene como autor, lo que provoca una mezcla de admiración por su calidad y de dudas sobre su autenticidad. Aun más después de leer la ultima novela de Franz, El desierto, que no se parece de ninguna manera a este “lugar donde estuvo el paraíso”.

El desierto tampoco tiene algo que ver con La burla del tiempo, pero leer una novela lleva a recordar la otra. Esta vez sí puedo vincular a los dos autores, pues ambos libros cuentan la historia del retorno de un exiliado: Laura en la obra de Franz, Pablo en la de Electorat. Ambos tienen una resonancia externa: Berlín y París. Ambos se basan en los fallos de la memoria después de los tiempos de la dictadura. Franz es un novelista clásico, con un dominio fuerte de un relato largo; Electorat es un corredor de fondo que compite en la categoría “collage” con mezclas de tonos y de escrituras. Sus falsas cartas de intelectuales franceses movilizados en contra de la dictadura son, para un francés, lo mejor, lo más cómico de su novela.

No hay que dudar, lo mejor de Francia no es Sartre, es la citroneta. Pero en el caso de Chile y de su tragedia, los dos libros establecen una verdad única del desierto del norte a la capital: todos perdieron con la dictadura. Todos. Los que se quedaron, los que se fueron, y Chile.

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22 de diciembre de 2005
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La Balcells

El martes pasado fui hasta la Universidad Autónoma de Barcelona para asistir al doctorado honoris causa de Carmen Balcells. El salón del rectorado estaba lleno a rebosar. Si alguien hubiera puesto una bomba habría desaparecido un sesenta por ciento de la edición y un cuarenta por ciento de la literatura española. Los discursos oficiales fueron más distendidos y simpáticos de lo que suele ser habitual en estos sucesos. La respuesta de Carmen Balcells, antológica. A ella le gusta presentarse como una chica de pueblo que inadvertidamente ha montado un pollo tremendo en la mejor casa de putas de la ciudad. Y se excusa con una falsa timidez perfectamente imitada. No es una chica de pueblo. La conozco desde que comenzó a convencer pacientemente a los escritores de que cobrar por escribir era de izquierdas. Si uno compara la situación legal de los escritores de entonces con la de ahora, hay una distancia similar a la que media entre vivir en Mogadiscio o en Zurich. Esa distancia se ha recorrido, en buena medida, gracias a ella. Los editores dicen que la odian, pero la aman a escondidas porque saben que también ellos se han beneficiado con los cambios. Ya sé que eso nada tiene que ver con la calidad y que cuando Valle Inclán, Onetti o Benet cobraban miserias, eran artistas de un coraje superior a cualquiera de los actuales. No hablo de la decadencia de occidente, no soy Spengler, sino de la dignidad de unas personas que secularmente habían vivido de la mendicidad. Antes, en invierno, los escritores se ponían periódicos debajo de la camisa para protegerse del frío. Ahora ya pueden comprar camisetas de lana. Me parece un avance tan considerable como el de la penicilina. Y nadie vaya a creer que lo digo porque soy cliente suyo o por amistad. Lo que más admiro en Carmen Balcells no es su talento comercial sino su vida. La batalla de aquella muchacha paternalizada por Carlos Barral que comenzó defendiendo a cuatro escritores desconocidos y ha acabado recibiendo ofertas milmillonarias de un agente neoyorkino cuyo nombre no recuerdo, y me alegro. Viene a ser como la historia de Ronaldinho, pero con gente alfabetizada, en género femenino, y con más ropa encima. Una novela que nadie escribirá porque ya se encargaría ella de que no la publicara ni dios.

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22 de diciembre de 2005
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Qué risa

Curiosa, la contraposición que establece Cioran entre Beckett, poeta del Fin del Mundo, y Nietzsche, profeta de la Aurora de un Mundo Nuevo. De un retrato de 1970, uno más de los muchos que dedicó a su amigo, copio este párrafo:

“La más descabellada de todas las utopías es la del superhombre. Anunciando en la parte fastidiosamente «constructiva» de su obra un nuevo tipo de humanidad, Nietzsche cayó en el ridículo y mostró su ingenuidad; no hace falta ser en absoluto profeta para ver con claridad que el hombre ha agotado ya lo mejor de sí mismo, que está perdiendo la compostura, si es que no la ha perdido ya. «El universo entero apesta a cadáver», dice Clov en Fin de partida, esa respuesta a Zaratustra”.

¡Caramba! Nunca habría pensado que Beckett respondiera a Nietzsche. Seguramente Cioran lleva el agua a su molino y el superhombre nietzscheano no es lo que él imagina. Los ingleses de la época decían que el superhombre nietzscheano era Margaret Thatcher. Me parece cierto, sin embargo, que la obra de Beckett es una rotunda negación del valor de la vida. Los personajes de Beckett, sin duda, creen preferible no haber nacido, como los coros de Sófocles. Una posición que hoy sería abucheada. En eso, se advierte que pertenece a otro siglo. ¡Qué contraste con nuestro coro habitual! A pesar de las quejas y agravios, nuestro mundo es oficialmente interesante, ameno, bondadoso, comprometido, lúdico, solidario, en fin, el mejor de los mundos posibles. Una desesperación trágica como la de Beckett sería hoy considerada reaccionaria o resentida. Pero la seriedad de Beckett se sustenta sobre una indiscutible ironía, un humor pletórico. En tanto que la diversión oficial es de una severidad tediosa, lacrimógena, de señoritas del Sagrado Corazón. ¡Cuánto más vitales son los negativos suicidas de Beckett que los afirmativos vitalistas hodiernos! Aunque, eso sí, los humanos hemos agotado lo mejor de nosotros mismos. Un amigo dice que lo agotamos en cuanto se acabó el imperio asirio babilónico, último momento realmente serio de la humanidad.

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21 de diciembre de 2005
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El texto, ¿cuál texto?

En el movimiento acelerado que provoca la distribución de herramientas digitales dentro de la audiencia, no hay un sitio con mayor protagonismo en el mundo que http://www.myspace.com. Allí se resuelve el encuentro tan difícil entre un creador y su público. Hasta tal punto que ya se piensa en lo que parecía imposible: la fragmentación de la cultura popular de masa convertida en una suma de pequeñas creaciones donde lo peor convive con lo mediocre.

Un artículo de Los Angeles Times, es decir del diario de la capital mundial de la industria del ocio, lo toma muy en serio y merece ser estudiado si uno lee el inglés: http://www.calendarlive.com/printedition/calendar/cl-ca-mass18dec18,0,2714783.story?coll=cl-calenda

Aún más interesante es la visita del propio sitio myspace.com donde la creación utiliza un número limitado de formas: blogs, foros, músicas y, claro, fotografías. Los profetas que anunciaban la desaparición del texto en un mundo poblado de pantallas se equivocaban. Pero con una monotonía implacable, el texto utiliza el fragmento y el diálogo como formas. No existe otra arquitectura para agrupar frases. Me pregunto si se camina así rumbo a la matanza de la escritura o, al contrario, a la exportación exitosa de la literatura hacia otro soporte.

Los papeles del sonido y de la imagen no cambian de manera significativa cuando se utiliza Internet para su difusión. Queda por demostrar lo que pasará con el texto. ¿Va a perder su amplitud al salir en pantalla o va a inventar un género nuevo? Por el momento, como francés, cada vez que leo blogs y foros, pienso en lo que habría dicho Jacques Chardonne (1884-1968), novelista y editor, que solía decir al recibir manuscritos en su editorial Stock: “il faut décourager les beaux-arts” (hay que desanimar a las bellas artes).

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21 de diciembre de 2005
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Sangre caliente

Se supone que como escritor, uno tiene derecho a poner a sus personajes en cualquier situación que se le ocurra, sin importar cuán indigna. (Aunque a veces hay excepciones, como podría dar fe Arthur Conan Doyle, que debió resucitar a Sherlock Holmes para no ser linchado a manos de su público.) Hay escritores que tratan a sus criaturas como moscas y que no parecen temblar al someterlas a tormento; escriben a sangre fría. En mi experiencia particular, suelo sufrir al escribir esos trances tanto como, imagino, sufren mis pobres personajes al vivirlos. En cualquiera de los casos, tenemos licencia para hacer esto del mismo modo en que Bond la tiene para matar: es parte del proceso creativo, y de la necesidad de generar drama ficticio para ponernos en condiciones de asimilar el drama real que la existencia nos presenta a diario. Roncagliolo se manifestaba ayer obsesionado por el tema, en especial desde que vio la película Capote. Durante la gestación de A sangre fría Truman Capote manipuló a gente real como si fuesen criaturas de ficción. Más allá del resultado literario, la actitud fue y es repugnante. Cuán distinta de la actuación de Rodolfo Walsh, que además se adelantó varios años a la edición de A sangre fría con la creación de la novela de no ficción Operación masacre (1957). Lejos de manipular personas para acomodarlas a la conveniencia de su creación literaria, Walsh expuso su vida para que una historia silenciada por conveniencia política llegase al gran público. Tanto Capote como Walsh crearon textos admirables; pero sólo uno de ellos es además admirable como persona.

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De allí en más, a Capote ya no le fue tan bien cuando trató de seguir manipulando a gente real; no le quedó más remedio que manipularse a sí mismo, convertiéndose en personaje. Walsh, por su parte, siguió arriesgándose. Hasta que lo mataron. Murió asesinado el 25 de marzo de 1977, un año y un día después del golpe que marcó el inicio de la dictadura, cuando trataba de repartir ejemplares de su Carta Abierta a la Junta Militar. No recuerdo cuándo leí ese texto por primera vez, presumo que no antes de 1983 ó 1984, cuando la dictadura agonizaba o ya había muerto, aunque más no fuese formalmente. Lo que sí recuerdo es el escalofrío que me produjo y mi otra reacción, la de preguntarme: ¿cómo sabía este tipo todas esas cosas en 1977, cuando la mayor parte de los argentinos recién empezaba a descubrirlas al promediar los años 80? Es simple. Las sabía porque quería saberlas. Porque tenía los ojos abiertos. Los buenos escritores, como Capote, tienen los ojos abiertos: nunca se les escapa un detalle de los que conviene a su narración. Los grandes escritores, como Walsh, tienen los ojos abiertos para verlo todo. Hasta lo que no les gusta, hasta lo que no les conviene.

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Hay una verdad fáctica, reproducible hasta el infinito, que es el objeto del periodismo, o del género literario de la no ficción. Pero existe además una verdad propia de la ficción. Aunque parezca inasible, no es nada difícil de identificar. Bastan las primeras páginas de cualquier novela para percibir si el escritor está escribiendo desde un lugar de su alma desnudo y vulnerable, si escribe así porque no concibe mejor forma de conocerse a sí mismo y de conocer el mundo que ésta, la que le proporciona el extraño mecanismo de la ficción; o si tan sólo está escribiendo así para imitar a alguien, para plegarse a la temática du jour, para consagrarse en algún cenáculo o simplemente porque escribir es la mejor excusa que encontró para no vivir una vida plena. Daría cualquier cosa por escribir la biografía de Walsh. La vida de Capote, por cierto, me tiene sin cuidado.

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21 de diciembre de 2005
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Huracán Evo

Evo Morales ha ganado las elecciones bolivianas con más de la mitad de los votos en la primera vuelta, el respaldo más contundente que ha recibido un gobernante de ese país desde la transición a la democracia. La inesperada magnitud de su victoria permite prever un arranque confiado, ya que sus opositores no podrán desestabilizarlo rápidamente. A nivel regional, tal arranque significa la creación de un frente energético nacionalista en ambos extremos del Pacto Andino: Chávez tiene petróleo y Evo, hidrocarburos. La pareja tratará de convertirse en la reserva energética de una América Latina alternativa al Área de Libre Comercio propuesta por los Estados Unidos. Hasta ahora, el único país andino que ha firmado el Tratado con Norteamérica es Perú. Ahí, la victoria del MAS representa un espaldarazo para la opción nacionalista del ex militar Ollanta Humala, que ya figura segundo en las encuestas. En los países que aún no firman, Ecuador y Colombia, la entrada en escena de Evo es un balón de oxígeno para los disidentes del neoliberalismo. Ahora bien, las últimas elecciones venezolanas han mostrado que Chávez pierde fuelle. El respaldo con que va a gobernar –apenas una cuarta parte del país- no convence. Tras años de sufrir un país dividido, en el que ambas partes están dispuestas a paralizar las instituciones y las empresas con tal de demolerse mutuamente, los venezolanos han mostrado que están hartos de toda la clase política. Su silencio electoral, que no favorece a nadie, se puede interpretar como una demanda de unidad. Por abandono, Chávez ha copado todos los cargos en disputa en los últimos comicios, pero un gobierno sin interlocutores puede terminar por precipitar su desgaste. La oposición boliviana, en cambio, está mucho mejor articulada. El nuevo presidente tendrá contrapesos tanto en el Congreso como en el Senado, en los que no tiene mayoría. Sin duda, lo mejor para Bolivia sería lograr un consenso que les permita abandonar la parálisis que han ocasionado las sucesivas crisis. Las primeras palabras de vencedores y vencidos permiten vislumbrar la posibilidad de hacer las reformas que saquen de la miseria a Bolivia sin aislarla económicamente. Si un consenso así es posible, no sólo lo agradecerá el país del altiplano, sino toda la región andina y toda América Latina, que afronta un decisivo año electoral.

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21 de diciembre de 2005
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Capote

La semana pasada, en este mismo portal, Héctor Feliciano informaba sobre la caída en las ventas de ficción en beneficio de la no ficción en los EEUU, especialmente después del 11S. Pocos días después, Marcelo Figueras recogía el testigo y añadía que muchos escritores han renunciado a decir nada sobre la realidad –ni siquiera en la ficción- y, con ello, han perdido contacto con los lectores. No he dejado de pensar en eso, sobre todo después de ver la película Capote, en la que un excepcional Philip Seymour Hoffman encarna al autor de A sangre fría. La película narra precisamente el nacimiento del género que Capote llamó “novela de no ficción”. Y fue un parto con fórceps. Capote contrató abogados para que mantuviesen a sus personajes vivos mientras investigaba. Conforme avanzaba en el texto, crecía en él –y en su editor- la convicción de que cambiaría la historia de la literatura americana. Y no le faltaba razón. Pero el final que necesitaba esa novela perfecta era la ejecución de sus protagonistas. Y llegado el momento, no vaciló en mover las piezas para acelerarla o, por lo menos, asegurarla. Capote no sólo llegó a los límites del talento sino, sobre todo, a las fronteras de la moral. Manipuló a un condenado a muerte y dispuso de su vida sin considerar que también estaba consumiendo la suya. Consiguió una novela brillante. Y luego nunca fue capaz de escribir otra. Janet Malcolm dice que todo periodista es “moralmente indefendible”, porque utiliza a personas reales y lee sus historias desde el punto de vista de su provecho propio. Y todos los que hemos hecho entrevistas sabemos que a menudo el entrevistado se siente extrañado ante la edición que hacemos de sus palabras. La extrañeza es similar a la del que escucha su voz en una grabadora. Pero no tiene que ver con el sonido, sino con el contenido de lo que dice. Al menos los novelistas inventan sus mentiras. Los periodistas, en cambio, las toman de la realidad. ¿Es posible hablar de la realidad con la misma actitud que de la ficción? Por lo general, escribimos en tercera persona y afirmamos sin cautelas, como si lo que dijésemos fuese verdad independientemente de nosotros. Eso no es problema cuando informamos sobre la firma de un acuerdo comercial o el resultado de un partido de fútbol. Pero al tratar con historias humanas, las cosas se complican. En la realidad no hay narradores omniscientes. Estamos condenados a formar parte de ella, a ser personajes que miran a otros y hablan con ellos desde el laberinto de nuestras propias historias, siempre con la ilusión de narrarlos, como un triste remedo de Dios.

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20 de diciembre de 2005
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París sin luces

Existe un verso magnífico de Ezra Pound: “los artistas son las antenas de la raza”. Es verdad: los artistas captan de manera anticipada lo que tiene que ocurrir. Parece que es lo que pasa con la novela de Santiago Gamboa El síndrome de Ulises. Nunca la leí pero la voy a leer después de descubrir una entrevista con el novelista colombiano en “Ñ”, la revista cultural del grupo Clarín. Sale en el número fechado 29 de noviembre.

La suscripción a ese semanal de papel llega atrasada a París, claro, pero no quita nada de lo bueno que fue entrevistar a Gamboa sobre la marginación de los inmigrantes en los suburbios, que es el fondo de su novela. Me gusta la entrevista por el cariño sincero del entrevistado por la “ville lumière” (ciudad luz), como se le dice. Gamboa escribió, dice, sobre un París que no tiene tanta luz y que es más bien “la ciudad de las barriadas, la de los suburbios, la ciudad fría y lluviosa donde la gente camina sin grandes esperanzas, donde todos luchan por sobrevivir”.

Gamboa recuerda lo que los políticos franceses olvidaron: “la palabra inmigrante está cargada de una circunstancia de urgencia y necesidad, de una búsqueda de una vida mejor”. Los inmigrantes no son enemigos, buscan vivir y no más. Parece que bastaría leer la novela para descubrir lo que se aprendió de manera costosa con los motines. La literatura como premonición. Cuando la “commune” de París incendió el castillo de les Tuileries en 1871, Flaubert fue a visitar las ruinas al día siguiente y decía a los paseantes: “nada de esto habría ocurrido si ellos hubieran leído La educación sentimental”.

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20 de diciembre de 2005
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Este libro te salvará la vida

No recuerdo cuándo fue que comprendí que existía una separación entre la literatura “seria” y la que simplemente producía placer. Imagino que de niño no percibiría más diferencia que la que me marcaban entre los libros que me estaban permitidos y los libros de los adultos. (Mi padre escondió una vez una novela picante de Irving Wallace, pero se olvidó de esconder El amante de Lady Chatterley; a esa altura ya había comprendido que las novelas de los grandes apuntaban a otro tipo de placer.) Lo cierto es que durante largos años pensé que, más allá de las obligaciones escolares, no existía otra razón para agarrar un libro que no fuese la de visitar otro mundo para divertirse como loco. Quizás mi abuelo haya tenido algo de culpa en la pérdida de mi inocencia. Debía yo tener 10 años cuando le pedí una revista de Batman y me preguntó muy seriamente “cuándo iba a dejar de leer esas cosas”. Pero pronto entendí que la prédica de mi abuelo carecía por completo de autoridad. El gordo se leía todas las novelitas del Oeste de Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía, tenía la obra entera de Dumas fils publicada por la mexicana Tor y también unas ediciones de los libros de Ian Fleming que incluían fotos de las películas de James Bond. ¡Era el menos indicado para recomendar lecturas serias!

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Recordé todas estas cosas cuando leí la lista que Stephen King confeccionó con los libros que, a su juicio, eran los mejores de este año. Más allá de la lista en sí, que incluye cosas discutibles (como el último Harry Potter), algunas elegantes (como Saturday de Ian McEwan, la última de Cormac McCarthy y la novela aún inédita de A.M. Homes, cuyo título es impagable: Este libro te salvará la vida) y muchos policiales (George Pelecanos, Michael Connelly, Elmore Leonard), lo que me impresionó fue que los libros favoritos de King no fuesen los que le iluminaron el alma, ni los que lo apabullaron con su estilo y con su erudición, ni los que convenía mencionar para quedar como un erudito, sino los que le habían producido más placer, y punto. “Las novelas,” se explica King en el artículo de Entertainment Weekly, “siguen siendo la mejor opción para el entretenimiento. Hasta un libro de tapas duras es más barato que dos entradas de cine, y más aun cuando le sumás el precio de la nafta, el estacionamiento y el pago de la babysitter… Además los efectos especiales son siempre perfectos (porque se los inventa uno)… y aunque leo aproximadamente 80 libros al año, no me he cruzado con las gemelas Olsen ni una sola vez”.

……………………

No voy a discutir el derecho de los autores a escribir obras que pretendan algo más que entretener. Pero me reservo, como lector, el derecho a exigir que los libros me entretengan de manera insoslayable: si no cumplen con ese ABC, si no respetan ese imperativo categórico, no dudo en cerrarlos y en olvidarlos. Por supuesto, mi noción del placer ha variado con los años (hoy siento placer leyendo a Shakespeare, cuando hace años hubiese sido algo impensable), pero sigo exigiéndole al autor, ya se trate de Homero o de Stephen King, que me convenza de las bondades de emprender el viaje –y eso significa, sí o sí, que me entretenga. Quedó atrás la época en que sufría al leer un libro por deber intelectual, o porque estaba de moda. Nunca sentí la tentación de leer a Proust. Nunca terminé The Virgin Suicides, y tampoco Middlesex. Leí a Kundera a fines de los 90, cuando ya había dejado de ser cool, porque una amiga insistió y porque La insoportable levedad del ser me partió la cabeza desde la primera página. Creo que no hay que separar la lectura del placer, habida cuenta de que existen tantas interpretaciones del placer como personas, porque la marca que un libro deja en nuestras vidas es directamente proporcional a ese disfrute. Y estoy convencido de que un libro puede salvar la vida, porque la mía fue así salvada muchas veces. Siempre que leo un listado de novedades, o cuando atiendo a un artículo como el de Stephen King, lo hago en busca del libro que me la salvará la próxima vez.

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20 de diciembre de 2005
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La buena conciencia

Durante la pasada semana un amigo acompañó a Olivier Rolin en su paseo literario por España y vivió una escena digna de Bouvard et Pècuchet. Al llegar a Madrid fueron invitados a un almuerzo con altos cargos de la Embajada de Francia. La administración francesa cuida a sus escritores... aunque no a todos por igual. Durante el almuerzo la conversación derivó hacia Finkielkraut y la reciente entrevista que concedió a un diario de Tel Aviv. A pesar de saberse sobradamente que la transcripción había sido falseada por el diario, la campaña feroz contra Finkielkraut por apoyar al gobierno de Israel contra los palestinos le ha convertido en el chivo expiatorio de todos los islamistas. En realidad, le están pasando factura por haber dicho que los incendios de los barrios periféricos parisinos no fueron motivados por la pobreza y la marginación sino por causas mucho más profundas que atañen tanto a los inmigrantes como a los franceses de pura cepa. Un alto funcionario, creyendo que así halagaba a Rolin, viejo izquierdista del 68, comentó que Finkielkraut había aceptado una invitación de la FAES para hablar del asunto. El funcionario añadió que a partir de aquel momento ninguna institución cultural dependiente de la Embajada invitaría jamás al filósofo. Pero Rolin hace años que ha dejado atrás el totalitarismo y sus posiciones políticas están muy próximas a las de Finkielkratut, de modo que le explicó con calma y extensamente al funcionario los fundamentos del estado de derecho, los principios del republicanismo humanista y el necesario respeto a la libertad de expresión, sobre todo por parte de los responsables del Estado. Al funcionario no le sentó muy bien el almuerzo. A quienes viven del dinero público les encanta castigar. El motivo es lo de menos. ¡Da tanto gusto mostrarse poderoso! ¡E incluso perdonar! ¡Qué grandeza, la compasión! Hay algo peor que la fraternidad de los represores: la fraternidad de los cretinos.

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20 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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