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Economía y delito

La novela más original de la edición europea (o mundial) acaba de publicarse en España. Se titula El año que tampoco hicimos la Revolución y su autor es el Colectivo Todoazen (Editorial Caballo de Troya). Este colectivo lo forman el economista J.G. (que declara unos ingresos brutos anuales de 26.000 euros), el sociólogo I.E. (14.000) y el escritor B.C. (9.500). No es difícil de adivinar quién es B.C. El libro narra en 365 páginas los acontecimientos que tuvieron lugar a lo largo de un año, de mayo a mayo de 2004/5, y su argumento es relativamente simple. Se trata de una novela de misterio: ¿por qué la población de aquel lugar no se amotinó y pasó a cuchillo a sus representantes políticos, procediendo luego a colgar de las farolas a los banqueros, financieros, plutócratas y oligarcas? Viene a ser como Las viñas de la ira, de Steinbeck, pero aquí. Los acontecimientos que se narran son espeluznantes. La novela comienza con un motín en una prisión catalana. Sigue luego con los beneficios de bancos y cajas de ahorro españoles, los de las grandes empresas, los monopolios disfrazados, los grandes consorcios. De vez en cuando ese relato se interrumpe para desarrollar una segunda línea novelesca, la de los despidos, traslados de empresas, desubicaciones, multiplicación del precio inmobiliario, estancamiento de salarios, acelerada subida del precio de subsistencia y así sucesivamente. El texto se ve hábilmente entrecortado con asesinatos, robos, asaltos, reclusiones forzosas, juicios y condenas, dramas de inmigrantes, prisiones. De vez en cuando, una entrevista o una carta añade una nota de emoción, como la muy tremenda de Lothar Baier antes de suicidarse. Todos y cada uno de los sucesos está rigurosamente copiado de la prensa diaria. El colofón del libro es un poema de Bertold Brecht (Resolución de los Comuneros) que debería ponernos en pie y salir a la calle para incendiar sucursales de banco. En lugar de eso, aquí estoy, escribiendo como un idiota. Por lo menos ya saben dónde tienen toda la información económica del año 2004/5 en España, situada en un contexto sociológico aterrador y dispuesto con el montaje artístico de Walter Benjamín en el Libro de los Pasajes. Es la novela del año. Y todo lo que cuenta es real como la vida misma. Al igual que el Colectivo Todoazen, este redactor se asombra de que vivamos en el paraíso, según dice el gobierno, y que el único problema del país sea la metafísica nacionalista. También se asombra, habiendo conocido la prensa de resistencia contra el franquismo, que la opinión pública española se parezca tanto a la de Ceacescu.

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7 de diciembre de 2005
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Defensa del patrimonio

Se ha dicho todo sobre la mala relación de Francia con EE.UU. Y con Inglaterra, ni hablar desde Napoleón. Pero me parece que todavía no hemos visto nada. Ahora, los anglosajones amenazan el patrimonio francés. ¿Qué queda del patrimonio en un país plagado por el desempleo, con motines en los suburbios de sus metrópolis y un estado en quiebra? Bueno, queda Proust. Los quince libritos de la colección blanca de la NRF que componen “En busca del tiempo perdido”. Chirac entra y sale del hospital, los jóvenes árabes queman carros, la deuda pública alcanza el 120% del producto interior bruto, pero queda Proust.

Es donde aparecen los anglosajones pues la casa editorial Viking Penguin acaba de publicar una nueva traducción de la obra maestra de Proust y basta leer el título de los dos primeros libros para entender la polémica. En francés, la primera parte se llama “Du côté de chez Swann”. C.K. Scott Montcrief, el primer traductor de Proust al inglés propuso en su época un magnífico “Swann’s way” que suena aún mejor que el idioma original. En el Reino Unido, en la nueva traducción, ese título sale ahora como “The way by Swann”, una creación oligofrénica cuyo única inspiración tiene que ser lo que se lee en camisas y pantalones: “Polo by Ralph Lauren”. No hay ninguna razón para cambiar el status de Swann que pasa a ser mero creador de un camino (way) en lugar de ser su propietario. (En Proust, no hay otra propiedad que la de las emociones proporcionadas por una experiencia recordada).

Pero la cosa no se detiene en el primer volumen. Viene el segundo: “A l’ombre des jeunes filles en fleurs”. Montcrief propuso para esa poesía imposible de traducir (en francés “la fleur de l’âge” significa la juventud) un “Whithin a budding grove” que da la idea de una masa vegetal a punto de florecer sin arriesgar la vergüenza de una metáfora barata: una jovencita es una flor. Pero los anglosajones, tanto los ingleses como los americanos, cometieron ese crimen al poner sobre la portada “In the shadow of young girls in flower”. Ya no estamos en Ralph Lauren sino en la moda hippie... No me importa que Chirac se lleve muy mal tanto con Bush como con Blair pero Proust, por favor.

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6 de diciembre de 2005
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Los exhumadores de historias

Cuando me enteré hace ya algunos años de la existencia del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), su historia me fascinó por muchos motivos –pero en especial por uno. Los muchachos del Equipo son aquellos que desde los años ochenta dedicaron su vida a la identificación de los restos humanos que el terrorismo de Estado produjo durante la última dictadura con profusión y métodos que sólo pueden ser tildados de industriales. Cuando comenzaron tenían poco más de veinte años, eran estudiantes de medicina y de antropología: sabían poco y nada y contaban con poco más que unas palas y unas escobillas, pero al sonar la oportunidad le pusieron el cuerpo (los forenses diplomados habían declinado la oferta, marcados por el miedo) y estuvieron a la altura de la Historia: no eran iluminados, sino tan sólo gente que decidió no dar la espalda al dolor. Me fascinó también que a consecuencia de aquella decisión original hubiesen privilegiado el contacto con los familiares de las víctimas a la Academia, o a las instancias del Poder. Ellos se entrevistaban con la pobre gente que había perdido hijos, sobrinos, hermanos. Les solicitaban toda la información posible sobre el desaparecido, hasta sus archivos médicos, en busca de pistas que permitiesen reconocer los huesos. Y en caso de triunfar en la identificación, volvían a entrevistarse con los familiares y acompañaban el camino final de los restos hasta su descanso en una tumba con nombre y apellidos. El suyo era un trabajo científico, pero que sólo adquiría su real dimensión en el contacto con aquellos con hambre y sed de justicia. También me sedujo el relato de su propia construcción, gente que comenzó bajo el ala del antropólogo forense Clyde Snow (amigo de Michael Ondaatje, el autor de El paciente inglés, que hasta se animó a convertirlo en personaje de su última novela, Anil’s Ghost) y que lentamente fue armando su saber profesional, sin apoyo oficial y casi sin subvenciones, en una época que ni siquiera contaba con la tecnología de identificación del ADN. Desde aquel origen, los muchachos del EAAF han exportado su triste savoir faire a infinidad de países que han sido víctimas del terrorismo de Estado y de la guerra, contribuyendo con la exhumación de una verdad a la que se había querido matar. Han estado en El Salvador y en el continente africano, han estado en Bosnia y en los parajes bolivianos donde contribuyeron a identificar los restos del Che Guevara –un esqueleto que carecía de manos. El presidente Kirchner acaba de otorgarles un justo premio, que funciona al menos como el comienzo del reconocimiento que esta gente merece. Su historia es de las pocas cosas que nos produce orgullo en medio de tanta destrucción. En una década que se caracterizó por la traición de los líderes al mandato popular (en las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, entre otras tantas renuncias), los muchachos del EAAF fueron de las pocas cosas que nos permitieron conservar viva nuestra esperanza en la Justicia. Pero lo que más me fascinó del trabajo de los antropólogos forenses fue la manera en que se parecía a la labor de los narradores. En esencia, se valían de unos pocos, escasos elementos (huesos, en su caso, así como los narradores parten de una idea, o de una línea argumental, o de una simple inspiración) para tratar de erigir desde allí una historia completa, un universo entero. Se trata de darle carne a quien no la tiene, nombre a quien no lo tiene. ¿O no nos afanamos los narradores a diario para convertir a los desaparecidos, a aquellos sin entidad ni identidad, en aparecidos?

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Hace algunos años escribí un artículo sobre el EAAF para la revista española Planeta Humano, a instancias de mi maravillosa amiga Ana Tagarro. Ese texto sigue siendo lo que más me enorgullece de toda mi carrera periodística, por el trabajo que me demandó y por la gente que me obligó a conocer. Lo incluyo aquí a pesar de su longitud, a sabiendas de que se trata de una historia increíble que vale la pena desde el principio al fin:

…………………… Ver texto completo en documento adjunto de Word.

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5 de diciembre de 2005
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Decir la verdad

Cuenta Jean Piaget que cuando contaba muy pocos años un hombre trató de secuestrarlo en pleno centro de París. Iba acompañado por su niñera y la esforzada muchacha opuso una resistencia tan feroz que logró poner en fuga al criminal, no sin antes recibir heridas en el rostro. Recordaba el epistemólogo con nitidez a las gentes que acudieron en ayuda de la heroica niñera, e incluso el uniforme de los policías que levantaron acta del suceso. Muchos años más tarde, la niñera sufrió una repentina iluminación religiosa y entró como pupila en un establecimiento cristiano. Escribió entonces una carta a los padres de Piaget pidiendo perdón por sus mentiras. Todo había sido un invento. Ella misma se había autolesionado para impresionar a sus patrones y conservar el empleo. Junto con la carta, devolvía el reloj de oro que le habían regalado en agradecimiento por su valentía. El relato histórico se mostraba falso. No así el recuerdo de Piaget, el cual sería para siempre verdadero. Se pueden desmentir los hechos, pero no pueden borrarse los sentimientos hacia atrás. Este es el peligro que trae consigo la presencia de niños o jóvenes inmaduros en algunos juicios que tratan de establecer una verdad relacionada con la memoria. Acaba de suceder en Francia, tras la absolución más escandalosa de la historia judicial francesa. Y está pasando en Barcelona, como en su día denunció Arcadi Espada a raíz de los procesos por pederastia en el barrio de El Raval. No de otro modo se experimentan algunos sucesos históricos (derrotas, humillaciones, agravios) basados en hechos demostradamente falsos, pero que siguen viviéndose como emocionalmente verdaderos por los nacionalistas. El establecimiento de una verdad aceptable tropieza con dos obstáculos. El primero, por la izquierda desorientada, presenta la verdad como un puro resultado de los intereses de los poderosos. Por la derecha, en cambio, la verdad sólo puede ser establecida por la tradición y la autoridad. Encontrar una verdad posible es tarea de artistas, científicos y filósofos. Una novela como Demonios, de Dostoievsky, dice la verdad sobre los grupos terroristas actuales. Filósofos como Michael P. Lynch, en su reciente estudio divulgativo La importancia de la verdad (Paidós), ayudan a evitar relativismos y fundamentalismos. Los científicos denuncian a los falsos expertos y los fraudes disfrazados de investigación académica. Una triple alianza. El resto es publicidad.

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5 de diciembre de 2005
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Barcelona legalize

“Cientos de plantas de marihuana asoman en los balcones de Barcelona” titulaba hace tres años el Periódico de Cataluña. El artículo citaba a un consumidor y sembrador con el récord de haber conseguido quince plantas hembras -es decir, fumables- en sus últimos 36 intentos: "Barcelona es una ciudad abierta, tolerante. El cultivo no molesta a nadie y la cantidad es claramente para consumo propio. Los jueces no suelen autorizar un registro por cuatro macetas". El 28 de julio de este año, informaba El País: “seiscientos pacientes se someterán en Cataluña, a partir del otoño, a un tratamiento con extracto de marihuana para comprobar el poder de esta planta para mitigar los síntomas de determinadas patologías. El protocolo de este estudio pionero lo tiene listo la Generalitat catalana y sólo pendiente de la firma del Ministerio de Sanidad. Los pacientes, afectados de cáncer, patologías neurológicas y sida, serán seleccionados en los seis hospitales catalanes que participan en el plan y que dispensarán el fármaco, un spray sublingual que contiene todos los principios activos del cannabis”. El 14, 15 y 16 de octubre, se realizó en Barcelona la Feria del Cáñamo, una convención que convocó a los principales comercios de un negocio que mueve 30 millones de euros al año sólo en España. Vendían macetas, fertilizantes, vaporizadores, pipas, papel de fumar, semillas, vídeos didácticos sobre el cultivo, desmenuzadores, bongs, camisetas alusivas, chocolates de cáñamo, helado de cáñamo, cerveza de cáñamo… Pero no vendían marihuana. Eso es ilegal. Barcelona ha alcanzado un equilibrio llamativo en el tema de la marihuana. Tolera su uso, consumo, promoción, circulación y experimentación pero prohíbe estrictamente la venta. No sé si eso es una doble moral o un consenso social que satisfaga a todos los sectores sociales. O quizá no haya diferencia entre ambas cosas. Para un vistazo al negocio: www.lamarihuana.com

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5 de diciembre de 2005
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De arcos y de blancos

Estaba viendo No Direction Home, el documental de Martin Scorsese sobre Bob Dylan, y me quedé colgado de un comentario de Allen Ginsberg sobre el artista como inspirador. Ginsberg dice que inspira aquel que expresa verdades que hasta segundos antes todos intuíamos, sin saber cómo decir. A Dylan le cabe el sayo, eso es indudable. Durante décadas encendió bengalas que aun con la fugacidad de una canción, han iluminado el camino por el que solemos peregrinar a oscuras. Pero Ginsberg me dejó pensando en algo que iba más allá de Dylan. A esta altura decir que los grandes artistas nos inspiran es apenas un lugar común. La cuestión sería, en todo caso: ¿qué nos inspiran, y qué clase de inspiración buscamos en las obras de arte? Hay tantas respuestas a esos interrogantes como personas, puesto que decodificamos cada obra de acuerdo a nuestra propia e intransferible necesidad. Hay gente que busca que un artista refrende lo que ya piensa, o siente; gente que busca seguridad en el arte: confort. Hay gente que espera ser desafiada, gente que espera que un artista cuestione su sistema de valores; gente que espera que un artista haga temblar su mundo. Todos, por cierto, disfrutamos ocasionalmente de una novela, una música o una película ligera: está bien que podamos olvidarla al instante de haberla consumido. Pero algunos necesitamos también de otro tipo de obras, que no sólo se consuman, sino que se consumen: novelas, músicas y películas que no acallaremos en nuestras almas por más que lo deseemos con desesperación; porque no fueron concebidas para que dispongamos de ellas, sino más bien para que ellas dispongan de nosotros.

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Muchos admiran a ciertos artistas por la perfección con que ejecutan su instrumento. Si yo venerase la técnica impecable, preferiría escuchar Blowin’ in the Wind en la versión de Peter, Paul and Mary; sin embargo prefiero la voz destemplada de Dylan, porque siento que la forma en que rompe con las normas del buen cantar es indivisible de lo que la canción me inspira. Esas palabras suenan muy distintas en la voz de alguien quebrado que en boca de tres universitarios que armonizan como si nunca hubiesen puesto un pie en la puta calle. Yo admiro a Borges como escritor. Es uno de los pocos autores argentinos cuyos libros conservo al alcance de mi mano, en el sector de la biblioteca más próximo a mi escritorio. (Los otros son Roberto Arlt y Rodolfo Walsh.) Pero su obra no me inspira; o en todo caso no me inspira otra cosa que no sea la necesidad de depurar mi propio estilo como narrador. Y la perfección del estilo tiene poco que ver con los motivos que me impulsaron a escribir en el principio, y que siguen impulsándome cada día. Siento en todo caso afinidad con Rodolfo Walsh, el autor de Los oficios terrestres y Operación masacre. Porque en Walsh convive la persecución del párrafo perfecto con el ansia de que ese lenguaje interpele y modifique la realidad de la que participa lo quiera o no, lo busque o no. Walsh trabajaba para producir el mejor relato posible, convencido de que la perfección de ese relato colaboraría con la construcción del mejor mundo posible; puede sonar a utopía, lo entiendo, pero si no hablamos de utopía cuando hablamos de arte, ¿de qué demonios estamos hablando? Me gustan los artistas que me impulsan a escribir mejor. Pero los artistas que me inspiran son los que me impulsan a vivir mejor.

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En Walsh vida y obra eran lo mismo, dos instancias distintas de un movimiento único. Se potenciaban la una a la otra, y sólo tenían sentido si se las leía en conjunto: ética y estética como yin y yang, necesariamente inseparables. (Uno de los grandes músicos argentinos contemporáneos, Luis Alberto Spinetta, lo puso hace tiempo de manera concluyente: Es difícil producir una obra hermosa si uno no tiene una vida hermosa.) Me cuesta entender a aquellos para quienes la estética es un valor absoluto, algo autosuficiente, que no necesita de otro alimento que no sea aquel que se provee a sí misma. (Esta cuestión de la pureza tan cara a los estetas me sonó siempre a la exégesis de la raza aria.) Valoro y respeto el lenguaje, pero a diferencia de otros escritores, no consigo endiosarlo. A pesar de su riqueza insondable y de su complejidad (que por cierto, jamás lograré dominar del todo), no consigo más que verlo como lo que es: un instrumento. Precioso, sublime incluso; pero instrumento al fin. Algo que nació para cumplir con una función que lo supera, que expresa una realidad que va más allá de sus características (y por ende de sus limitaciones) físicas. Yo practico arquería y me cruzo todo el tiempo con gente que tiene arcos mejores que el mío. Lo que también veo es que una vez en el campo, lo que muchos hacen con ese arco soberbio es, ay, lamentable.

……………………………… El lector abstracto no existe: uno es un lector concreto, de un sexo concreto, una edad concreta, que proviene de una cultura equis y es dueño de un saber puntual. Como lector de un país marginal, cuya vida es puesta a prueba diariamente por una realidad salvaje, es lógico que Walsh me inspire y que Borges me produzca un placer ligero y exótico. Si uno viviese en una tierra devastada, ¿qué preferiría que le regalasen: una cena en un restaurant de cinco estrellas o un curso de supervivencia? Yo siento que Walsh escribía para mí. No sé para quién escribía Borges. El viejo era un maestro, no seré yo quien lo niegue. Pero convengamos que la mayor parte de las veces hablaba de cosas que nos tienen sin cuidado y que podemos dejar atrás sin resaca alguna una vez cerrado el libro. La obra de Borges es un artefacto cultural tranquilizador, me conforma en tanto se cierra en sí misma y no dialoga con un mundo que parece estar muy distante de sus intereses. Cuando busco verdadera inspiración, yo prefiero los libros que me parten la cabeza, que se desgarran a sí mismos en el proceso de contarse (¡como la voz de Dylan!) y que también me desgarran y me dejan irreconocible durante una temporada hasta que consigo recuperar la forma humana –hasta que consigo rearmar mi propio relato y contarme a mí mismo nuevamente. El autor (los autores, sería apropiado decir) del Antiguo Testamento. Los autores del Nuevo. Homero. Shakespeare. Dickens. Melville. Conrad. Arlt. Bellow. ¡Walsh! Hagan sus propias listas.

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5 de diciembre de 2005
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La ciudad te seguirá

Un día que empieza con “Encuentro” en el buzón del correo es un día feliz. Este sábado fue un día feliz: recibí el número 37/38 de Encuentro de la cultura cubana. No se puede resumir cerca de cuatrocientas páginas editadas con cuidado y, como siempre, imprescindibles para los cubanófilos. Pero hay que destacar una serie fenomenal de gouaches sobre impresión foto-numérica dedicada a los ingenieros cubanos. Son pinturas/fotografías (no sé cómo se puede nombrar aquella técnica mixta) de dos arquitectos habaneros residentes en París: Teresa Ayuso y Juan Luis Morales. Muestran fábricas en ruinas que tienen la gracia surrealista de grandes barcos callados en el campo. Podrían ser un sueño de Delvaux, pero de verdad son hechos por Castro.

“Encuentro” trae también el primer (primero, pues supongo que habrá otros) adiós al hombre que tenía, según sus propias palabras, castroenteritis: Guillermo Cabrera Infante. Basta hojear los textos para descubrir una maravilla. Página 256, Enrico Mario Santí, profesor de estudios hispánicos en la universidad de Kentucky (Lexington) hace la entrega anticipada de parte de lo que será la introducción a una nueva edición de Tres tristes tigres. Como epígrafe reproduce tres versos del poeta griego Constantino Cafavis:

“No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares. La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo”.

Una nota añade que estos versos de La ciudad figuran en la Poesía completa que publicó Alianza editorial. Guillermo Cabrera Infante subrayó los versos en el ejemplar de su biblioteca personal en Londres. Y nosotros, sus lectores deslumbrados por su Habana para un Infante difunto sabemos que el poeta no se equivocó: La Habana se quedó con Guillermo, le siguió hasta Londres.

Ruinas en el campo, ciudad en el exilio: ¡ay! mi Cuba.

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5 de diciembre de 2005
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Excitantes

"Ayer, con el voluminoso libro filosófico de Iris Murdoch (...) Mi aversión hacia ella ha crecido tanto, que tengo que decir algo aquí”. Este apunte de Elias Canetti en Fiesta bajo las bombas (Galaxia Gutenberg) da paso a uno de los más violentos y crueles retratos de los muchos que contiene el libro dedicado a su etapa inglesa. Canetti describe con la delicadeza propia de un cirujano de prisión turca la seducción, copulación y mutua frustración sexual que arrastró durante dos años con la suave novelista inglesa. No explica, sin embargo (eso lo sabemos por otros testimonios), que en ocasiones se acoplaban en la alcoba del piso superior, mientras la esposa de Canetti entretenía al turbado acompañante de Iris en el salón de la casa. Repugnantes escenas que según Canetti fueron provocadas por la estupidez de Iris. En el texto se despacha con una abyecta descripción del cuerpo de la pobre mujer, con especial delectación en sus pies planos y sus andares de osa. El odio es tan intenso que incluso el voyeur más impúdico siente un cierto rubor. Canetti necesitaba odiar para escribir. En un reciente artículo de Ritchie Robertson se cita a un personaje, Robert Neumann, que fue “objeto de odio perdurable” y también “ídolo de odio”, usado por Canetti como utensilio sádico para excitarse a escribir. Sólo si odiaba intensamente lograba que su pluma lubricase hasta manchar el papel, del mismo modo que otros escritores, como Yeats, concibieron sus mejores páginas movidos por un intenso deseo amoroso. Quedan aún muchas páginas de Canetti dictadas por el odio y guardadas en los archivos de la Biblioteca Municipal de Zurich. Cada año se editan unas cuantas, regularmente traducidas por la admirable Galaxia Gutenberg, pero muchas no se pueden publicar antes de 2004. Canetti era consciente de que sus notas eran cuchillas oxidadas que hurgaban en heridas abiertas y que a él le encantaba retorcer la punta. De modo que decidió ser bondadoso y ahorrar sufrimientos, una vez muerto. ¡Qué diferencia con el odio de Bernhard! También al austriaco le excitaba el odio, pero jamás se permitió un descenso a la abyecta prensa amarilla. Es la diferencia entre un gran artista y un malogrado, por más Premio Nobel que le cayera. No. Estoy exagerando. Muchos escritos de Canetti merecen el Premio Nobel. Por ejemplo, su estudio sobre las cartas de Kafka a Felice. Por ejemplo: “Hitler según Speer” (en La conciencia de las palabras). Aquí el odio está bien dirigido.

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5 de diciembre de 2005
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Los clásicos griegos

El secretario de la escuela preparatoria número 3 de Guadalajara debe ser el hombre más formal que he conocido en mi vida. A pesar de que lleva corbata y podría ser mi padre, me recibe lleno de reverencias, me llama maestro, y celebra “esa puerta abierta que es la feria del libro, una magna aproximación intercultural entre nuestros pueblos hermanos”. O algo así. -Maestro ¿Y qué le parecen las piezas oratorias de Demóstenes? –me pregunta. -No lo sé. No las he leído. -¿Y no cree usted que la literatura se ha apartado lamentablemente de la influencia rectora de los griegos? -Sí, bueno. Supongo. Creo que lo decepciona mi ignorancia de los clásicos, pero de todos modos me lleva al auditorio, donde unos cien adolescentes se han reunido para mi conferencia. He decidido hablarles de sexo, que es el único tema que se me ocurre que no los va a aburrir. Y como están a punto de terminar la escuela, también les hablo sobre el oficio de escribir, por si a alguno le interesa. Pero no sé qué reacción causan mis palabras. Los chicos no se distraen ni conversan entre ellos, pero tampoco se muestran repectivos. No se ríen de los chistes, por ejemplo. Son cómo lápidas. Al terminar, percibo que encima del escenario hay un mural revolucionario, en el estilo historicista de Diego Rivera, pero más simple. Mide unos 3x10 metros y representa la liberación de América Latina. A un lado figura el Che Guevara y el águila norteamericana, amenazadora. Al centro aparecen los héroes de la independencia y la revolución mexicanas. Y al otro lado, los ídolos latinoamericanos: en orden ascendente, Sandino, Ortega, Fidel, y el más grande y alto, como el horizonte de la libertad latinoamericana, Alan García. Tengo que sobreponerme al susto. -¿Ése es Alan García? –pregunto tratando de no creerlo. -Pos sí, maestro –me explica el secretario-. El mural es de 1987. Yo traté de sugerirle al pintor que quizá el retrato del señor García fuese un poquito prematuro, pero ya ve usted. Es que ustedes los artistas son muy sensibles, maestro. Luego me regresan al hotel. Creo que voy a leer a los clásicos griegos.

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5 de diciembre de 2005
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A un héroe anónimo

En respuesta al texto de ayer sobre los relatos que marcaron nuestra infancia, Djuna recogió el guante y mencionó sus favoritos. Uno de los que anotó llamó mi atención: “Moby Dick, naturalmente,” escribió en su comentario. Lo primero que pensé fue que el libro de Melville había cruzado por mi mente al redactar mi propia lista, pero que lo había desechado porque durante mi infancia sólo había leído versiones adaptadas. Los libros que yo había mencionado eran relatos que un niño puede leer en su versión original: las novelas de Salgari o Dumas (que leí en la ediciones de Tor que pertenecían a mi abuelo Ángel), La espada en la piedra, David Copperfield. Pero sin dudas no es posible que ningún niño más o menos convencional lea Moby Dick tal cual Melville la escribió. Es una novela larga, densa, abrumadora y compleja, cuya música constante es la desolación de la existencia: Moby Dick la asume y la lleva hasta sus últimas consecuencias, con una impiedad que no he vuelto a encontrar en la literatura –tan sólo en King Lear y en ciertas escenas de Beckett–. La pregunta que se me ocurrió entonces fue: ¿quién habrá sido el primer editor a quien se le ocurrió que Moby Dick podía ser versionada como un relato infantil? Por lo pronto, debe haber sido alguien que se arrogó el derecho cuando Melville ya había muerto; porque de haber estado vivo el pobre Herman lo habría ido a buscar y lo habría colgado de un árbol para luego destriparlo. ¿Su novela más dolorosa, más terrible, más ambiciosa, convertida en un pasatiempo para niños? Melville padeció en vida el sufrimiento de aquel que no obtiene el reconocimiento esperado, pero aun así no debe haber imaginado, siquiera, un destino semejante; nada más fácil que malinterpretar la versión infantil, que sin dudas le habría sonado a burla póstuma. Está claro que las imágenes que Moby Dick sugiere a simple vista son atractivas para todo público: la mar interminable, la ballena blanca y el capitán obsesionado por la cacería. Lo más probable es que el editor no haya leído nunca el original. Debe haberle pedido a un empleado que fatigue el libro para después relatarle la historia, y haber concluído, al oír la sinopsis, que era un material lo suficientemente colorido como para atraer la febril imaginación infantil. Algo parecido a lo que hacen todavía hoy la mayor parte de los productores de cine: pedirle a un subordinado que resuma la anécdota de una novela en dos palabras, para proceder a la reserva de derechos si le parece un material potable para la pantalla.

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Pero también existe la posibilidad de que se haya tratado de un editor responsable, que leyó Moby Dick hasta la palabra finis y aun así tuvo ánimo suficiente para imaginar que los niños valorarían la historia tal cual era. Porque algunas historias clásicas han sido edulcoradas, como la de Robin Hood, que suele culminar con el regreso triunfal de Ricardo Corazón de León para evitar a los lectores la amargura de los tragos por venir. O La sirenita en su versión disney-ficada. Pero no Moby Dick, que hasta en su relectura más pedestre culmina siempre de la misma manera: con Ishmael flotando en el océano aferrado a un ataúd. ¿Será posible concebir una imagen que describa con mayor precisión el destino último del ser humano? Si el caso fue como aquí imagino, este editor debería ser considerado un héroe. Al igual que aquel que intuyó que La Ilíada y La Odisea podían ser bien recibidas por los más pequeños. Al igual que aquel que versionó Las mil y una noches. Y La Morte d’Arthur. Y Dr. Jekyll and Mr. Hyde. En su momento Charles y Mary Lamb adaptaron las obras shakespirianas a la forma del relato corto, pensando en la formación de los más pequeños. Sus textos familiarizaron a varias generaciones de ingleses con las historias del dramaturgo de Stratford, aunque no con su poesía. Aquella decisión de los Lamb, suscrita por sus editores, tampoco estuvo exenta de locura. ¿En qué habrán pensado cuando imaginaron que esas historias de ambición, venganza, locura, celos y crímenes indescriptibles podían ser adecuadas para el paladar de un niño? Cualquiera que haya sido la razón, le debemos a los Lamb y al editor de Moby Dick en plan infantil y a aquellos que pusieron a Poe y a Homero y a Victor Hugo y a Conrad y a Lovecraft y al Quijote a circular entre los niños, a todos ellos les debemos, insisto, una deuda tan enorme que se vuelve impagable. Porque hicieron posible que quedásemos expuestos a historias imperecederas en el momento más tierno de nuestra existencia, y al hacerlo nos modificaron para siempre. Desde entonces hemos creído que el marco en que transcurrían nuestras vidas podía ser tan bello y trascendente como aquellas historias. Sin las versiones infantiles de Melville, de Shakespeare y de tantos otros gigantes, nuestra existencia hubiese sido infinitamente más pobre.

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2 de diciembre de 2005
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