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Miembros censurados

Que los penes sigan siendo censurados fuera del ámbito gay o el cine independiente es un síntoma del mal acomodo de la masculinidad en los cánones establecidos. Si bien se ha sobreexcitado la anatomía femenina, redondeando senos y sombreando pubis desde la mirada del hombre, resulta de un recato absurdo que en tiempos de fluidez sexual exista tan escasa normalización del desnudo masculino frontal. Como si el sexo del hombre fuera sucio, antiestético o cómico. Un tabú. Disturba la mirada, sube grados de contenido sexual y pone de manifiesto la contradicción: hemos vivido inmersos en una falocracia, pero la visión de un pene hace levantar los hociquillos de unos y otros.
El revuelo causado en la última edición del Festival de Toronto por las secuencias de El rey proscrito en las que el actor Chris Pine muestra su miembro, o la reciente eliminación por parte de Facebook del mítico desnudo de Burt Reynolds sobre una alfombra de piel de oso, dan fe de lo infantil que resulta ese repudio pertinaz de la virilidad expuesta. Hace un par de años, en San Petersburgo colocaron una réplica del David de Miguel Ángel en la vía pública, y una vecina, Inna Lvovna, montó un pollo descomunal. “¿Cómo han podido poner a este tipo sin pantalones en el centro de la ciudad, cerca de un colegio y una iglesia? Este gigante afecta negativamente a las almas de los niños”, se quejó la mujer. Las autoridades, incluido el director del colegio, trataron de convencerla de que no era denigrante ni peligroso, no confundía a los chavales –al contrario– y que se trataba de un desnudo artístico. Pero ella siguió empeñada en vestir al David. El episodio recordaba a lo que pasó con aquel Cristo de la Minerva, esculpido por un maduro y abiertamente gay Miguel Ángel, al que se le acabaría cubriendo el sexo con un pequeño lienzo de bronce. ¿Cómo íbamos a enfrentarnos al pene de Dios, hecho hombre?
Nuestra mirada es hoy mucho más recatada que en tiempos del Renacimiento, cuando el arte europeo abrazó la tradición visual grecolatina del desnudo para ampliarla sin pudor. La Royal Academy de Londres acaba de anunciar para la próxima primavera la exposición The Renaissance Nude, donde podrá admirarse la libertad con la que Rafael, Tiziano, Durero o el propio Miguel Ángel se enfrentaron al cuerpo, idealizado y también envejecido, a veces amanerado, otras cristalino, voluptuoso o sin distinción de sexo y sin rubor. La posición moral, y estética, del desnudo es paradójica. Unos lo utilizan para protestar, y ya aburre, otros para escandalizar, que casi es peor, y así falos y pezones están vedados por las compañías de Silicon Valley con el fin de mantener blanco el mantel, pero en sus propias redes se producen multitud de confusiones y aberraciones respecto a la relación con el cuerpo.
Acaso el día en que no censuremos más penes, la percepción de nuestros cuerpos, y nuestra manera de relacionarnos, sea más sana y nosotros algo más renacentistas.
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15 de octubre de 2018
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La catedral y el niño

Creo obligado advertir que si bien La catedral y el niño es una gran novela no resulta fácil entrar en ella, primero porque Blanco Amor poseía un léxico extraordinariamente rico y, por desgracia, gran parte del mismo se ha perdido en la actualidad. Y si el lector quiere hacerse una idea de a qué me refiero al hablar de riqueza le invito a leer en la página 32 de la presente edición la descripción que se hace de la indumentaria de la tía Pepita, una solterona de clase media pero sin apenas ingresos, por lo que se supone que vestía “como todo el mundo” y que mo era precisamente una marquesa pese a la complicada indumentaria que se pone encima para salir a la calle.

                En segundo lugar cuesta de entrar en esta novela porque  Blanco posee un lenguaje que además de rico e informativo, narra, reflexiona, crea imágenes y metáforas pero también juzga y arriesga porque en todo momento trata de ir más allá de la apariencia. O dicho de otro modo: Blanco narra de una forma que obliga a tomar partido porque construye un universo moral y el lector actual está demasiado acostumbrado a permanecer en una zona de confort que le permite desentenderse con toda facilidad si algo de lo que se cuenta le inquieta o incomoda porque le basta con cambiar de canal. Aun así, quien decida hacer frente a las mencionadas dificultades iniciales verá recompensado con creces su esfuerzo porque, como digo, es una gran novela en la que se narra la historia de Luis Torralba, un niño que a la edad de ocho años se encuentra en la injusta tesitura de tener que elegir entre su padre, un tarambana sin escrúpulos que está dilapidando la fortuna heredada por su esposa, y ésta, la madre, mujer abnegada que por amor defiende a su hijos y acepta las disposiciones de su entorno para impedir que el marido dilapidador tenga acceso a la fortuna familiar, pero que también por amor se sigue viendo a escondidas con él (“Solo para hablar”, puntualiza en algún momento) y le facilita los medios para que siga derrochando hasta provocar la ruina de todos.

                Paralelamente asistimos a la complicada entrada en el siglo XX de la ciudad de Auria (aunque puede llamarla Ourense quien lo prefiera) dominada por una casta clerical más atenta a defender sus privilegios que a predicar la doctrina de Cristo con el ejemplo; unas clases dirigentes regidas por unos principios éticos y sociales que van a ser muy cuestionados con la llegada del nuevo siglo y unas clases populares analfabetas, rijosas, supersticiosas y serviles pero tratadas con la simpatía de quien, en el fondo, sabe que forma parte de ellas. Los hechos narrados son en gran parte autobiográficos (el propio Blanco Amor fue abandonado por su padre a una edad parecida a la del protagonista), aunque para disipar cualquier duda antes de empezar hay una oportuna cita de Lope de Vega que dice: “…y esta no es una historia sino cierta mezcla de cosas que pudieron suceder”. Pero ahí está la llegada del ferrocarril, el automóvil y la electricidad, la progresiva aceptación de las ideas liberales y las primeras reivindicaciones de los derechos civiles de las clases trabajadoras.

A todas estas la catedral, “un inmenso navío entre pequeñas embarcaciones movedizas”, es “la soberbia terca y permanente de una conciencia inmortal y sus campanas, las voces admonitorias que arrojaban, hora tras hora, sus palabras de muerte sobre el gárrulo bracear de los humanos que se agitaban, allá abajo, aparentemente desentendidos, por sus sendas de hormiguero”. Sin embargo, el desacompasado desarrollo del niño y la ciudad llega a ser tan determinante que hace obligada la huida del primero, ya convertido en un joven dueño de su destino. Y elige la emigración, un recurso tan de la tierra que por ejemplo en Argentina, el destino final tanto de Luis Torralba como del propio Blanco Amor, “gallego” ha terminado siendo equivalente a “español”. La última imagen desde el tren que le lleva al puerto camino de América, es la “torre grande de la catedral, enhiesta, poderosa, feudal casi […] Al final brillaron en la atmósfera los hierros de su cruz casi como un pectoral puesto sobre el pecho del cielo”.

                Blanco Amor maneja con gran eficacia otro recurso literario que choca un poco al principio, porque consiste en hacer coindcir la voz narrativa del niño con la del adulto que años después revive los sucesos de su infancia.- A la vista de los desmanes cometidos desde Joyce en adelante contra al arte de escribir novelas tal como lo entendían Dickens, Balzac y compañía, esta superposición de voces puede parecer irrelevante. Pero de entrada, cuando se está describiendo la ciudad de Auria desde la mentalidad de un niño de ocho años, resulta chocante que después de un simple punto y aparte se diga:”Pero Auria no era un pueblo religioso, al menos en el sentido en que el inocente jacobinismo indígena lo denominaba cubil del fanatismo, y a la catedral, en el verso de un poeta excomulgado, monstruo hidrópico”. Por fortuna la editorial ha tenido el acierto de encargar a Andrés Trapiello un prólogo  en el que el lector queda cumplidamente informado acerca de las circunstancias que rodearon el nacimiento y posterior andadura de esta notable novela.

 

La catedral y el niño

Eduardo Blanco Amor

Prólogo de Andrés Trapiello

Libros del Asteroide

   

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12 de octubre de 2018
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Reservado

Ocurrió cuando ya acababan los aplausos. La mujer de la fila de delante se levantó con un cartel adherido al trasero. “Reservado”, se leía. Se escucharon algunas risitas mientras ella miraba confusa a su alrededor, sin entender nada. En unos minutos se había convertido en una especie de intocable, una pantomima de sí misma al haberse sentado en un sitio vedado. Pensé en la multitud de personas que se van de esta vida sin que sus posaderas conozcan el confort de un silla exclusiva, gente de buen conformar que se sienta donde puede, que incluso permanece de pie cuando los vips impuntuales atraviesan la sala para ocupar su puesto; ellas de puntillas para no taconear en exceso, ellos cabizbajos aunque ufanos por pertenecer a esa élite que les garantiza simbólicamente un lugar mejor que el del resto en el mundo.
Hubo un tiempo en que los reservados de los restaurantes tuvieron ascendencia. Pudientes o caprichosos que querían evitar la exposición pública le conferían un aire de privacidad a sus comidas, en las que se suponía que hablarían de cosas importantes. Daba igual que fueran agujeros de madera oscura, sin ventanas, tapizados con estilo masculino, porque lo habitual era que allí conspiraran bigotes y corbatas. Su aire rancio presagiaba el ocaso. Y se impuso lo diáfano. Las élites, cada vez más cuestionadas y radiografiadas, han empezado a despeinarse. A veces veo a ministros viajando en clase turista como acto político en sí mismo. No están cómodos, los escoltas al lado, apretados en el sándwich aéreo, pero no cejan en su intento de ser ejemplares y simular vaciarse de privilegios.
Ríos de tinta se han vertido para advertirnos de los muchos peligros que el populismo esconde, y, en cambio, qué poco se ha glosado ese renovado elitismo –presentado más neutramente como “tecnocracia”– que reacciona contra la culpabilización de las élites de todos y cada uno de nuestros males y ansía alcaldías y gobiernos. En verdad son dos caras de una misma moneda: ambos insisten en que las ideologías han caducado para presentarse como opciones prácticas, convencidos de que las ideas no importan, sólo los resultados. El populismo organiza el Estado como una casa en la que todos deben sentirse cómodos y activos, mientras los tecnócratas sueñan con gobernar como se dirige una empresa de trabajadores eficientes y motivados. El punto en el que chocan es, precisamente, el que atañe al trato de favor: los primeros, partidarios del igualitario “de todos o de nadie”, consideran que es extractivo y antidemocrático, negando incluso la venia a quien lo merece, mientras que los segundos, más que acostumbrados al protagonismo, se benefician de él sin cuestionarlo, creyendo que llevan pegado en el culo el cartel de reservado.
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10 de octubre de 2018
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Sonoro


Lo mismo le sucedía a Proust, para quien la música era un espejo sideral, ultramundano, de lo que él quería escribir
 

Hace unos días tuve ocasión de hablar sobre Schubert en un programa de Radio Nacional y la Fundación March. Me preguntaron sobre la afición a la música seria entre los escritores españoles. Es una pregunta clásica y todos sabemos la respuesta. Ha habido pocos escritores españoles aficionados a la música seria. Yo conocí a uno de ellos, Juan Benet, que fue quien me descubrió la música para piano de Schubert, repertorio que entonces, hacia 1970, era casi desconocido en nuestro país. Benet escribió un libro entero, Viaje de invierno, bajo el influjo del Winterreise y de una pieza tristísima de Schubert, el Vals K., cuya partitura suele incluirse en las sucesivas ediciones de la novela. ¿Cómo había llegado esa rareza a sus manos? Es un misterio. A Benet la música, como a Bernhard, le servía de espejo para la escritura. Recuerdo un día que se reía a carcajadas en uno de los movimientos rápidos de un cuarteto de Mendelssohn. "Esto lo tengo que escribir", me dijo, pero nunca he localizado el reflejo de esa música en su prosa.

Lo mismo le sucedía a Proust, para quien la música era un espejo sideral, ultramundano, de lo que él quería escribir. Oía a Saint-Saëns, a Fauré o a Wagner y de inmediato veía en su cerebro aquellos sonidos traducidos en soberbias frases literarias. De hecho, algunos de sus personajes son verdaderos fragmentos musicales, como la célebre Sonata de Vinteuil. En uno de los momentos más hermosos de la promiscuidad entre literatura y música, Proust pagó de su bolsillo al conjunto de Gaston Poulet para que tocaran en su dormitorio (un horno forrado de corcho) cuartetos de Beethoven, Fauré y Franck que escuchó sepultado bajo los edredones. Le costó una fortuna y los músicos nunca habían sudado tanto. Pero valió la pena.

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9 de octubre de 2018
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Niña Valeria

Hay un cuadro, un óleo sobre lienzo de 208 cm de altura por 264 cm de largo, pintado por Édouard Manet en 1863, cuyo título en español fluctúa entre "Desayuno sobre la hierba" y "Almuerzo en la hierba", pasando por "Desayuno en la hierba" y "Almuerzo sobre la hierba", un lienzo que nunca ha dejado a nadie indiferente, ya entonces, y tampoco ahora cuando se contempla en París en el Museo de Orsay. Es un cuadro de carácter realista, aunque pueda anunciar los comienzos del impresionismo, en el que cuatro figuras humanas disfrutan de las delicias del campo en las cercanías de París, en concreto en las orillas del Sena y en el mismo río.

 

¿Qué figuras son esas? En segundo plano una mujer vestida con una ropa ligera, una especie de camisón, está metida en el río con el agua hasta las rodillas. ¿Qué hace, lavarse?; quizá sería mejor apuntar que se está refrescando. En primer plano dos hombres elegantemente vestidos, dos dandis, sentados sobre la hierba, podríamos decir que recostados, conversando pausadamente e ignorando a la persona que se encuentra entre ellos, también sentada sobre la hierba, una persona que es una mujer... que está (va) desnuda.

 

La situación, socialmente inaceptable, no sólo en 1863 sino en la actualidad, tiene un componente de gran interés, que es la causa por la que traigo a colación el cuadro, y es el de su condición psicológicamente imposible; no existe en esta representación una lógica social pero tampoco psicológica que permita la actitud, de normalidad, cotidianidad, desinterés de los dos hombres ante la presencia apabullante, contigua, inmediata, de un ser humano desnudo; algo chirría ahí.

 

El protagonista, el narrador de Solenoide, la novela central, para mí, de la obra de Cartarescu, conoce a una niña de nueve años, Valeria, en la escuela en que trabaja de profesor, y establece con ella una relación especial. Cartarescu es un autor volcado en las peripecias de sus héroes, en este caso, un profesor y su alumna, en una secuela del episodio de los reciclajes en la escuela, la invasión de material reciclado en las aulas hasta aproximarse a la asfixia, narrado con la misma pasión aritmética de El Ruletista, el relato en que el protagonista agota la probabilidad de seguir vivo cada vez que aprieta el gatillo y gira el tambor del revólver. 

 

En esta secuela pues, con la que disfrutamos como locos, Cartarescu desgrana párrafos, frases perfectamente elaboradas para conformar una historia autónoma con apariencia de narración maravillosa, un cuento de hadas, La Niña Valeria y su Jarrón Resplandeciente, que como otras muchas en Solenoide, está extraña pero hábilmente ligada al texto general, una historia que disfruta de una peculiar característica: carece totalmente de atmósfera sexual; un hombre adulto, tras escuchar la crónica feérica de una niña que hace equilibrios sobre las vías del tren y es poseedora de un jarrón mágico, se encierra, en el cuarto de la niña, con la niña, una noche en que casualmente sus padres están ausentes (y se supone que por ahora no van a volver), y despierta en el lector, quizá más en el lector educado en el nuevo puritanismo, en lo políticamente correcto y en el Me Too (el Yo También), algunas dudas acerca de si el hombre adulto experimentará ciertas reticencias ante el riesgo de que alguien corra a avisar a la policía. Esta secuencia, la de la reclusión en el cuarto de la niña de un profesor y su alumna, carece, como ya hemos dicho, del más mínimo ápice de sexualidad y, si tenemos en cuenta que sexualidad y suciedad han ido siempre de la mano, al menos hasta el descubrimiento de la ducha y en especial del bidé, esto crea un violento contraste, dentro del mismo libro Solenoide, entre este episodio de la Niña Valeria, que calificaré gozosamente de inverosímil, con la prolija descripción de las anomalías físicas del protagonista en el primer capítulo; descripciones sólidamente embadurnadas por un hálito pegajoso, sucio, de miseria física, que podrían encuadrarse sin ningún problema en la categoría de chismes de lavabo a la que son tan aficionadas las capas rurales y menestrales. Esta forma de sexualidad primitiva, este repaso a las partes íntimas más repugnantes de su cuerpo, o, peor aún, a las excrecencias que, quizá por suciedad, le crecen en esas partes, tiene una interesante coda tras tanto realismo: la secuencia fantástica, siniestramente humorística, en la que nuestro héroe se desprende de la mugre acumulada durante el servicio militar, despojándose de una segunda piel hecha de suciedad, como quien se quita un traje de neopreno, colgándolo luego en un perchero al modo de un abrigo.

 

Ya digo, Cartarescu, además de un genio de voz exuberante, alucinada, es un genio del regate, del desconcierto, de la creación de espacios socialmente inaceptables, psicológicamente imposibles, como el del cuarto de la niña, tan próximo al lienzo de Édouard Manet.

 

 

 

 

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8 de octubre de 2018
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‘Formentor- sur-mer’

Qué hacen más de ochenta escritores y periodistas concentrados en un hotel de lujo con leyenda literaria y glamur cos­mopolita debatiendo sobre vírgenes, diosas y hechiceras? Sucedía el pasado fin de semana en Formentor, entre cortinas verde pino y azules mansos. Los convocados no se entregaron al sexo libre –y si lo hicieron, habrá que aplaudir su fina discreción–, a diferencia de sus antecesores mucho más libertinos y alcohólicos. No estaban llamados a arreglar el mundo ni a resolver los constructos que han maniatado durante siglos a las mujeres. Pero con ingenio y solvencia mostraron cuán deformes han sido las interpretaciones sobre arquetipos fe­meninos y construyeron un relato conversacional que exaltaba la verdad poética de ­Safo o Virginia Woolf, asumía la ­androginia de la voz creativa, resucitaba a Molly Bloom, Cleopatra, Casandra o Las tres hermanas de Chéjov con lecturas refrescadas.
Qué contar y qué callar; escribir sobre la realidad o desde la fantasía, escapar o enfangarse. Así arrancó la introducción a la obra del ganador del premio Formentor 2018, Mircea Cartarescu, de quien aprendimos algunas palabras de su rumano. “Suena a pura teología”, ­comentaba el editor Jorge Herralde, y así es como el autor de Solenoide (Im­pedimenta/Periscopi), una de las novelas más sorprendentes del año, siente la escritura: una religión. Durante su infancia gris metálico en la periferia de Bucarest guardaba el dinero que su madre le daba para comprar bocadillos y lo convertía en libros. Apenas comía, o mejor dicho, sólo comía libros. “¿Por qué escribo? ¿Porque sí?”, citó de Samuel Beckett.
Emmanuel Carrère también expresó con determinación de qué forma las letras le redimieron: “Escribir en primera persona me salvó la vida, o al menos mi vida de escritor”. “Exponerse y arriesgar”, fueron sus palabras más repetidas, y en verdad sentías el temible fondo de miseria que ha desbrozado el escritor. El director de la Fundación Santillana, ­Basilio Baltasar, alma de les Converses de Formentor, hizo una lectura del Eurípides feminista que acabó por aterrorizar a los atenienses, advirtiéndoles acerca de la tragedia que podía caerles encima si se casaban con otra mujer que no fuera la suya. Y recordó la frase de Jasón a Medea –que hoy en día sigue siendo la frase–: “Si lo hago es por tu bien”. Esa terrible displicencia. Pierre Assouline evocó, a propósito de Marguerite Duras, la escritura desnuda y salvaje, y confesó que se enamoró de su voz: “La voz de un escritor es su escritura”. Mientras que Cartarescu, con su porte aflamencado y otras palabras, venía a decir lo mismo: “Escribir es no decir nada, escribir es escuchar”. Y entonces se dio paso a un bufet de palabras libres.
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3 de octubre de 2018
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Dioses y acróbatas

 

En 1996, cuando inició con ‘Misión: imposible' lo que iba a ser una extensa serie cinematográfica, Brian De Palma hizo una exhibición de ‘hubris' respecto a la divinidad que siempre ha estado en lo más alto de su olimpo: Alfred Hitchcock. Las citas y remedos hitchcockianos, llevados a cabo sin la menor angustia de las influencias, abundan en su filmografía (especialmente en ‘Fascinación', ‘Vestida para matar' y ‘Los intocables de Eliot Ness'), pero en la citada primera entrega fílmica de la serie televisiva creada en 1966 por Bruce Geller De Palma aplicaba con suprema inteligencia y gran despliegue de medios técnicos el molde de los ‘set pieces' del maestro británico, con un peculiar añadido que sellaría el espíritu de las misiones imposibles posteriores: la destreza saltarina del siempre protagonista, Tom Cruise, encarnando a un héroe poco flemático y valiente hasta la extenuación de sus dotes gimnásticas. La larga peripecia final desarrollada en el tren de alta velocidad Londres-París era así una filigrana de montaje vertiginoso y un alarde de malabarismos rayanos en lo milagroso.

Han pasado más de veinte años desde aquel comienzo brillantísimo, en el que las exigencias de lo cosmopolita (el espectador viaja mucho en cada una de las películas acompañando al agente Ethan Hunt) y lo aparatoso (pantallas sabias, armas parlantes, transmisores de alta gama) tenían un complemento artístico de primera magnitud; la constante inventiva visual del narrador De Palma estaba jalonada por los contrapicados de la cámara, creando el efecto metafórico de unas órbitas superiores cernidas sobre los humanos que pululan debajo mientras les amenazan peligros sin cuento.

El estreno del sexto episodio, ‘Misión: Imposible-Fallout', permite repasar un conjunto que, sin haber dado ninguna otra obra del calibre magistral de la firmada por el autor de ‘Carrie', ha mantenido una coherencia temática y estética que no se encuentra, a mi juicio, en películas seriales como las de James Bond, Mad Max o ‘El planeta de los simios'. Esa impronta de las seis misiones consecutivas del agente del FMI (que no responde, hay que aclararlo para los suspicaces, a las iniciales del Fondo Monetario Internacional, sino a una unidad especial del espionaje norteamericano, Fuerzas de Misiones Imposibles) yo la achaco a la personalidad de Tom Cruise, coproductor de todos los títulos, más que a una astucia de los estudios que los financian, Paramount Pictures. Cruise atrae a las mujeres y ellas se sienten -en la ficción al menos, y cuando ya el actor se va aproximando a los sesenta años- poderosamente atraídas por él, pero el rasgo definitorio de Ethan Hunt es su falta de coquetería; se trata de un anti-donjuán, y por ello es la antítesis de James Bond, lo que evita, en las más de trece horas de metraje que acumulan las seis entregas de ‘Misión: Imposible', la reiterada promiscuidad y las picardías de cama del agente creado por Ian Fleming, cansinas a fuerza de ser no solo inevitables sino tan cuantiosas. Cruise/Hunt, fibroso y bien parecido aunque reducido de estatura, gusta de inmediato, y las bellezas femeninas, no pocas de rasgos mestizos, le gustan a él, pero algo se interpone y aplaza el conocimiento carnal del chico y la chica: el deber moral y la falta de tiempo, haciendo así solo imposible -en una saga que posibilita volar sin alas, trepar al Himalaya, sobrevivir a la explosión del Kremlin y a las ‘mascletàs' de las Fallas- la sencilla mecánica erótica. ¿Primacía del amor de verdad o cienciología?

 Si mi memoria libidinal no me traiciona, únicamente en ‘Misión: Imposible II', dirigida en 2000 por John Woo, y famosa por su fusión de procesiones de Semana Santa sevillana y falleras valencianas en un mismo sacrificio ritual, había una escena explícita de sexo. En el resto de las películas hay amores tenues y más bien fieles entre el agente Hunt y unas mujeres caracterizadas no tanto por su hermosura como por su fuerza, su tesón, su pegada y un repertorio acrobático nada desdeñable, llamando la atención asimismo sus apariciones cuando se las creía muertas (Julia, la única esposa llevada al altar, interpretada por Michelle Monaghan) o desaparecidas en la maraña de las dobles y triples identidades, caso de Ilsa Faust (Rebecca Ferguson).

 Escrita y dirigida por Christopher McQuarrie, el único que ha repetido en la puesta en escena, la reciente ‘Misión: Imposible-Fallout' es una película tan previsible como impecable, con dos grandes momentos de bravura. El de mayor tirón comercial es el duelo de los helicópteros en las montañas escarpadas de Cachemira (rodado en unos picos del norte de Europa), trepidante y asombroso en la truca, no toda digital. Más memorable me resulta, sin embargo, un breve lance de la parte que trascurre en París, cuando Hunt ayuda a la mujer-policía francesa herida en la estación de metro de Passy y una mirada les une en el deseo y les abre la promesa de un romance o una cita. Pero ella tiene que ser evacuada en una ambulancia, él ha de seguir salvando el mundo allí donde le necesiten, y está además la traba del francés, que él como buen americano no habla.

McQuarrie, oscuro cineasta nacido en New Jersey, tenía para mí una nota alta en su curriculum en tanto que seguidor deliberado de la cadena de ‘hubris post-hitchcockianas' en su anterior ‘Misión: Imposible: Nación secreta' de 2015. Sin el talento de Brian De Palma, pero con gran determinación y algún guiño de buena factura cómica, McQuarrie introducía en ese film una variante o trasunto de uno de los más geniales ‘set pieces' del autor de ‘Vértigo', el atentado político durante el concierto en ‘El hombre que sabía demasiado' (1955). El escenario de Hitchcock era el Royal Albert Hall, la música, dirigida desde el podio por el propio ‘compositor de la casa' Bernard Herrmann, una pomposa cantata del inglés Arthur Benjamin, siendo como se recordará responsables de que el magnicidio fracase Doris Day y James Stewart. McQuarrie filma en la Ópera de Viena durante una representación de la póstuma obra maestra de Puccini ‘Turandot', y prolonga los prolegómenos, teniendo él a tres presuntos asesinos, una vistosa escenografía oriental, un teatro mayor y un gran dispositivo de armas, algunas muy ingeniosas. Hitchcock creaba ansiedad con un cortinaje, el cañón de una pistola antigua, el rostro enjuto del asesino en potencia y dos timbales; McQuarrie disfruta como un niño subiéndose, con Cruise y toda su parafernalia, a las altas tramoyas del coliseo, donde se traslada la acción y la resolución feliz. Comparar a cualquier cineasta vivo con Hitchcock es temerario e injusto, pero ser respondón a los dioses constituye un gesto noble digno de reconocimiento.

 

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2 de octubre de 2018
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Rey de tablas

No puedo entender por qué no figura en nuestros teatros, de modo institucional, una semana de Valle Inclán cada temporada
 

En mi ya larga vida he visto bastantes obras de Valle-Inclán sobre los escenarios, pero no todas, ni siempre presentadas con acierto. Esto es una extravagancia. En Inglaterra puede uno ver obras de Shakespeare todos los meses del año y todas ellas. ¿Que no cabe la comparación? Pues no sé si habrán observado que Inglaterra se ha ido pareciendo cada vez más al teatro de Shakespeare y España sigue sin tener otro espejo que las obras de Valle. Es nuestro Shakespeare porque nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de los personajes de su teatro.

En Inglaterra ya no se matan mediante veneno, puñaladas o espada, pero es porque ahora los asesinatos son inmateriales. La primera ministra recibe todos los días 11 muertes digitales, muchas de ellas enviadas por sus amigos y parientes. Nosotros ya no vemos por las calles a los nómadas mostrando en un carro al niño hidrocéfalo con el que ganan unas monedas limosneras. Ahora el niño hidrocéfalo suele ocupar un puesto en la Administración desde donde hace rodar los dineros hasta las cloacas del comisario. No puedo entender por qué no figura en nuestros teatros, de modo institucional, una semana de Valle-Inclán cada temporada en la que podamos ver reflejado (y quizás corregir) algún vicio nacional o por lo menos avergonzarnos de él. Se acaba de publicar el quinto y último volumen de la obra completa de Valle en la gran Biblioteca Castro. En esta espléndida conclusión, además de un extenso ensayo de Margarita Santos Zas, vienen las 11 piezas de teatro más asombrosas de aquel escritor asombroso. Las 11 deberían figurar en cartel todas las temporadas. Su potencia crece con los años porque cada día nos describen mejor. Constátelo: se estrena ahora, en octubre, Luces de bohemia.

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2 de octubre de 2018
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De dónde salió todo esto

La Nicaragua bajo opresión hoy día, nunca la hubiéramos imaginado cuando luchábamos por la utopía de la revolución. Los jóvenes de ahora, perseguidos a muerte, son como nosotros entonces, una generación que, igual que esta, convirtió sus ideales en convicciones.
 
El poder pasó de manos de una casta familiar a las de unos guerrilleros inexpertos. Y, por primera vez, no había un caudillo. Las tres tendencias en que el Frente Sandinista se hallaba dividido poco antes del triunfo, aportaron cada una tres miembros a la Dirección Nacional, un cuerpo de nueve personas sin cabeza visible.

De ese delicado equilibrio dependía el consentimiento, y por tanto la adhesión de todas las fuerzas guerrilleras, que tenían su referente único de autoridad en un colectivo, y no en un solo hombre. La ruptura del equilibrio implicaba el riesgo de una lucha intestina, con miles de armas en manos de los combatientes que apenas tomaban respiro de la guerra de liberación recién concluida, mientras se iba articulando el nuevo poder.

Este fenómeno de mutua contención explica el surgimiento de la figura de Daniel Ortega. No era ni histriónico ni demagogo, como, por ejemplo, Tomás Borge. No tenía dones oratorios, ni era carismático. Lo que para un político resultan desventajas obvias, fueron para él ventajas.

En 1985, por lo mismo, resultó electo presidente de la república, y secretario general de la Dirección Nacional. Pero eso tampoco creó al caudillo. El colectivo, con sus pesos y contrapesos, seguía rigiendo las políticas de gobierno, las fuerzas armadas y de seguridad, y el propio partido.

En cada sesión el primer punto de la agenda era la crítica y autocrítica. Cualquiera que hubiera sobrepasado sus límites tenía que mostrar firme propósito de enmienda. Pecados de vanidad y soberbia, exceso de figuración.

Estos antecedentes no los ofrezco para arrojar luz sobre los aciertos y fracasos de la revolución, sino para explicar cómo la utopía ha llegado a convertirse hoy en distopía. Esa forma de poder equilibrado se hizo pedazos con la derrota electoral de 1990, cuando la dirección colectiva terminó desintegrándose.

Y la revolución misma, con su cauda de ideales y promesas, desaciertos y errores capitales que fueron pagados al precio de la derrota electoral, desapareció para siempre. Es de esa dispersión y de esa desarticulación que Ortega fue surgiendo como caudillo cuando sembró la primera semilla de su poder arbitrario al proclamar que iba a "gobernar desde abajo".

Es decir, con asonadas en las calles, huelgas fabricadas, barricadas, choques con la policía con saldo de muertos y heridos, decidido a frustrar el gobierno legítimo de doña Violeta de Chamorro. Así se ganó la lealtad de quienes, engañados por la promesa de retorno al poder por la fuerza, empezaron a verlo, con nostalgia agresiva, como encarnación de la revolución perdida, y se reagruparon a su alrededor. Viejos combatientes, colaboradores históricos, líderes de los sindicatos en escombros, remanentes de las organizaciones populares.

Se reinventó a sí mismo en la soledad, y se apropió de los símbolos de la vieja revolución, de sus consignas, de su retórica antimperialista y anti oligárquica, y soportó tres derrotas electorales, sin lograr superar nunca la cota de un tercio de los votos.

En el 2000 pactó con el expresidente liberal Arnoldo Alemán una reforma de la Constitución que rebajaba al 35% los votos para ser electo en primera vuelta. A cambio, le abrió al otro las puertas de la cárcel, condenado por lavado de dinero. Ortega controlaba ya los tribunales de justicia.

Y aunque la Constitución le prohibía reelegirse, hizo que sus fieles magistrados de la Corte Suprema decretaran que semejante prohibición era nula. Es decir, la Constitución fue declarada inconstitucional.

Cuando en 2006 ganó otra vez la presidencia, se prometió que nunca volvería a perder. Y con los centenares de millones proveniente del petróleo de Chávez, asumió también el control del Consejo Supremo Electoral y los demás poderes del estado. Y fue copando a la Policía Nacional, y al Ejército.

También pactó con su acérrimo enemigo el cardenal Obando y Bravo, arzobispo de Managua. Y con los empresarios: a cambio de plenas garantías para prosperar en sus negocios, les quedaba vedado el territorio político. Y creó, con ventaja, su propio poder empresarial, gracias al petróleo venezolano.

Sin embargo, ahora, tras más de 400 muertos, todo ese poder pensado para siempre se ha cuarteado. La última encuesta de Cid Gallup así lo muestra: Ortega conserva apenas un poco más del veinte por ciento del electorado, es decir, la fidelidad básica que consiguió en sus años de soledad.

Tarde o temprano tiene que aceptar que el país no puede volver a las condiciones en que se hallaba antes del 18 de abril, cuando empezó la ola de protestas masivas. Que no hay compatibilidad posible entre el caudillo que se apropió de una revolución ya muerta, y la sociedad nicaragüense de hoy, que no acepta nada que no sea la democracia.

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2 de octubre de 2018
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¡Guardadles la espalda!

En los años de plomo, cuando ETA afinaba su puntería con propios y extraños, el número de escoltas llegó a rozar en Euskadi los 3.000, y hasta 5.500 hubo en toda España, según cifras de la Asociación Española de Escoltas y Profesionales de Seguridad (ASES). Llegaban a la simbiosis con aquellos que protegían, discretos aunque con mirada de águila y los pómulos marcados a fuerza de contraer los músculos en señal de alerta. Algunos de sus usuarios, los más laxos, querían imaginarlos como esos guardianes de los ricos que acaban haciendo de chico para todo: aún recuerdo cómo dos hombretones, custodios de la entonces ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, le sacaban a sus perros en el barrio de las Salesas. Los que frenaban insultos y balas trabajaban entre 12 y 15 horas diarias, y cobraban en 1997, el año del asesinato de Miguel Ángel Blanco, alrededor de un millón de pesetas al mes. Un dinero que nadie cuestionaba, todo era poco cuando se trataba de plantar cara a la amenaza terrorista. Esta encuadraba en su punto de mira a políticos, empresarios, periodistas e incluso disidentes de la banda; hubo años en que las víctimas casi llegaron a cien. Después de anunciarse la disolución de ETA , los escoltas empezaron a reciclarse. Y algunos se propusieron asistir a las víctimas –mejor dicho, supervivientes– de los malos tratos. En 2016 se creó en Bilbao una asociación sin ánimo de lucro, Edemm, que ofrece guardaespaldas a mujeres amenazadas por la violencia machista, y hoy más de cincuenta mujeres vascas cuentan con su protección, según el Departamento de Seguridad del Gobierno vasco.
Ya van 26 mujeres y 23 niños asesinados en lo que llevamos de año. La pasada semana escuchábamos una doliente petición de perdón, la del presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Juan Luis Ibarra, tras el asesinato de Maguette Mbeugou, quien había pedido una orden de alejamiento que nunca obtuvo. “Esto es un fracaso de la justicia con mayúsculas”, asumió Ibarra. El primer mea culpa que recuerdo por parte de aquellos que deberían proteger con todos los recursos a quienes son perseguidos por la sinrazón de un machismo totalizador, propietario de vidas subrogadas que aniquila a su antojo ante un clima de fatiga social. Con prejuicio y distancia.
A las malas lo sabe Itziar Prats, a quien una magistrada –no es la primera– le cuestionó si su miedo era de verdad o de pacotilla, y le negó la tutela judicial. Sus dos hijas murieron esta semana acuchilladas por su padre. Que me expliquen por qué ella o cualquiera de las que denunciaron amenazas, no han podido tener protección policial en casa y en la calle. Salvar sus vidas y las de sus hijos debería quedar al margen de cuestiones monetarias: ni la sociedad ni el Estado pueden seguir echando cuentas ante una de las lacras más abyectas que destripa un futuro manchado de sangre inocente.
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1 de octubre de 2018
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El Boomeran(g)
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