Javier Fernández de Castro
Creo obligado advertir que si bien La catedral y el niño es una gran novela no resulta fácil entrar en ella, primero porque Blanco Amor poseía un léxico extraordinariamente rico y, por desgracia, gran parte del mismo se ha perdido en la actualidad. Y si el lector quiere hacerse una idea de a qué me refiero al hablar de riqueza le invito a leer en la página 32 de la presente edición la descripción que se hace de la indumentaria de la tía Pepita, una solterona de clase media pero sin apenas ingresos, por lo que se supone que vestía “como todo el mundo” y que mo era precisamente una marquesa pese a la complicada indumentaria que se pone encima para salir a la calle.
En segundo lugar cuesta de entrar en esta novela porque Blanco posee un lenguaje que además de rico e informativo, narra, reflexiona, crea imágenes y metáforas pero también juzga y arriesga porque en todo momento trata de ir más allá de la apariencia. O dicho de otro modo: Blanco narra de una forma que obliga a tomar partido porque construye un universo moral y el lector actual está demasiado acostumbrado a permanecer en una zona de confort que le permite desentenderse con toda facilidad si algo de lo que se cuenta le inquieta o incomoda porque le basta con cambiar de canal. Aun así, quien decida hacer frente a las mencionadas dificultades iniciales verá recompensado con creces su esfuerzo porque, como digo, es una gran novela en la que se narra la historia de Luis Torralba, un niño que a la edad de ocho años se encuentra en la injusta tesitura de tener que elegir entre su padre, un tarambana sin escrúpulos que está dilapidando la fortuna heredada por su esposa, y ésta, la madre, mujer abnegada que por amor defiende a su hijos y acepta las disposiciones de su entorno para impedir que el marido dilapidador tenga acceso a la fortuna familiar, pero que también por amor se sigue viendo a escondidas con él (“Solo para hablar”, puntualiza en algún momento) y le facilita los medios para que siga derrochando hasta provocar la ruina de todos.
Paralelamente asistimos a la complicada entrada en el siglo XX de la ciudad de Auria (aunque puede llamarla Ourense quien lo prefiera) dominada por una casta clerical más atenta a defender sus privilegios que a predicar la doctrina de Cristo con el ejemplo; unas clases dirigentes regidas por unos principios éticos y sociales que van a ser muy cuestionados con la llegada del nuevo siglo y unas clases populares analfabetas, rijosas, supersticiosas y serviles pero tratadas con la simpatía de quien, en el fondo, sabe que forma parte de ellas. Los hechos narrados son en gran parte autobiográficos (el propio Blanco Amor fue abandonado por su padre a una edad parecida a la del protagonista), aunque para disipar cualquier duda antes de empezar hay una oportuna cita de Lope de Vega que dice: “…y esta no es una historia sino cierta mezcla de cosas que pudieron suceder”. Pero ahí está la llegada del ferrocarril, el automóvil y la electricidad, la progresiva aceptación de las ideas liberales y las primeras reivindicaciones de los derechos civiles de las clases trabajadoras.
A todas estas la catedral, “un inmenso navío entre pequeñas embarcaciones movedizas”, es “la soberbia terca y permanente de una conciencia inmortal y sus campanas, las voces admonitorias que arrojaban, hora tras hora, sus palabras de muerte sobre el gárrulo bracear de los humanos que se agitaban, allá abajo, aparentemente desentendidos, por sus sendas de hormiguero”. Sin embargo, el desacompasado desarrollo del niño y la ciudad llega a ser tan determinante que hace obligada la huida del primero, ya convertido en un joven dueño de su destino. Y elige la emigración, un recurso tan de la tierra que por ejemplo en Argentina, el destino final tanto de Luis Torralba como del propio Blanco Amor, “gallego” ha terminado siendo equivalente a “español”. La última imagen desde el tren que le lleva al puerto camino de América, es la “torre grande de la catedral, enhiesta, poderosa, feudal casi […] Al final brillaron en la atmósfera los hierros de su cruz casi como un pectoral puesto sobre el pecho del cielo”.
Blanco Amor maneja con gran eficacia otro recurso literario que choca un poco al principio, porque consiste en hacer coindcir la voz narrativa del niño con la del adulto que años después revive los sucesos de su infancia.- A la vista de los desmanes cometidos desde Joyce en adelante contra al arte de escribir novelas tal como lo entendían Dickens, Balzac y compañía, esta superposición de voces puede parecer irrelevante. Pero de entrada, cuando se está describiendo la ciudad de Auria desde la mentalidad de un niño de ocho años, resulta chocante que después de un simple punto y aparte se diga:”Pero Auria no era un pueblo religioso, al menos en el sentido en que el inocente jacobinismo indígena lo denominaba cubil del fanatismo, y a la catedral, en el verso de un poeta excomulgado, monstruo hidrópico”. Por fortuna la editorial ha tenido el acierto de encargar a Andrés Trapiello un prólogo en el que el lector queda cumplidamente informado acerca de las circunstancias que rodearon el nacimiento y posterior andadura de esta notable novela.
La catedral y el niño
Eduardo Blanco Amor
Prólogo de Andrés Trapiello
Libros del Asteroide