Skip to main content
Category

Blogs de autor

Blogs de autor

Mostrar comentarios

De la misma forma en que al salir del baño del aeropuerto una máquina nos invita a elegir caritas verdes o rojas para valorar su limpieza, los lectores de nuestros artículos pueden clicar en una pestaña para opinar sobre ellos, aunque algunos lo confundan con orinar. En los inicios de la prensa democrática, escribir una carta al periódico era algo serio que precisaba de tiempo, sello y buzón. De un esfuerzo.

Cuando a los columnistas nos animaron a añadir nuestro correo electrónico en la firma, me asombré ante tal fiebre epistolar. Era yo una debutante con foto cándida, por lo que algunos lectores, casi siempre hombres, me llamaban “niña”, “chata” y hasta “pizpireta”. Había quienes me animaban a elevar el nivel, y más de una pesadilla tuve de las que te encuentras con el culo al aire en plena calle, ante la risotada pública y la vergüenza propia. Otros, en cambio, me regalaban ideas, me corregían con respeto, y diría que hasta me mandaban sus propias columnas.

Por un lado está la grandeza de Aristóteles, El Greco o Petrarca. Una palabra suya merece genuflexión, piensa esta plumilla ante tanta majestad. Los hay que dejan una firme huella digital y, de forma recurrente, amplían nuestras miradas con audacia. Y por supuesto no faltan los que te tratan de botarate, quienes se pasan de listillos ni los maliciosos. “Debe de tener un sobresueldo del PSOE”, me escribió Simple Minds tras un artículo sobre Pedro Sánchez, a lo que el majísimo Lector Voraz respondió: “Qué poca categoría de comentario”. Y por un perfil sobre Brad Pitt, un alias me llamó “chochito espumeante”, tremendo piropo para una mujer en la menopausia. Ese día, mis elegantes compañeros cerraron el buzón. A veces dan veredictos cortos: “Menuda tontería”; otras piden más autocrítica: “Los periodistas deberían también autoexaminarse ante ese muro de lamentaciones y odios que les hace cada vez menos libres, creíbles y profesionales honestos”.

La disciplina en la verificación sigue siendo la esencia del oficio, como recoge el libro de Kovach y Rosenstiel Los elementos del periodismo. Todo lo que los periodistas deben saber y los ciudadanos esperar. Hoy, en pleno debate sobre el poder de los bulos y el incestuoso baile entre ciertos políticos y periodistas, el ejercicio de la crítica es tan imprescindible como el respeto. Servidora lo tiene por ustedes antes de poner una coma, elegir el título, editar lo que pueda dañarles o ser malinterpretado, asumiendo que no siempre se acierta.

Hace un par de años, un comentarista que debatía con agudeza y erudición volcó su desdicha en mí: yo había escrito de esa figura tan colosal en mi infancia, la mujer del médico, y él captó ligereza en el tono. Con gran aflicción añadió que su esposa, ya fallecida, había sido una gran mujer de médico. Es la única ocasión en que pedí a los administradores si podían ponerme en contacto con él, pues su expresión me había conmovido. No hubo respuesta, su firma se evaporó en el mar de Alias y yo me quedé sin poder decirle que también soy mujer de médico.

 

Leer más
profile avatar
9 de mayo de 2024

Elias Canetti e Iris Murdoch

Blogs de autor

¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta?

¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta? Creía que evidentemente sí, pero me ha sorprendido la cantidad de conocidos que, tras publicar un artículo sobre la apertura de los diarios secretos de Elias Canetti, me dicen que habían dejado de leer al autor de Masa y poder, desencantados por los crueles exabruptos de su diario inglés, un libro editado gracias a un ardid que esquivó el embargo de los 30 años de la muerte del escritor. «A un poeta hay que leerlo, no conocerlo», se curaba en salud el propio Canetti, quien aconsejaba la conveniencia de «admirar a distancia». Pocos intelectuales de su época salen indemnes en sus apuntes, pero tampoco él es indulgente consigo mismo, tal vez porque tuvo el coraje de llevar más lejos que Michel Leiris su promesa de exponerse por entero, incluido lo infame. ¿Quién no sentiría un vértigo, si se nos amenazara con hacer público todo lo que nuestros smartphones saben de nosotros?

Hay una confesión de Canetti escrita el 1 de mayo de 1954 (es decir, durante su aventura con Iris Murdoch) en la que, ¿por descuido?, mezcla la primera y la tercera persona: «Necesito ser claro sobre lo que significa mentir para mí y por qué necesito mentiras. Tal vez miente [sic] para preservar la independencia mental; o conducirle [sic] a una existencia multifacética que, como hombre tranquilo y reflexivo, no puedo tener, atrapada, cada vez más profunda y complicadamente, por mentiras. Siempre tengo que recordar exactamente lo que le he dicho a esta persona y a aquella, y como nunca me rindo ante nadie, me veo obligado a continuar este juego con ingenio y circunspección. Es como si viviera en muchas novelas al mismo tiempo, en lugar de escribirlas. Necesito la incompatibilidad de estas ficciones juntas, la tensión entre ellas…»

El juego de espejos entre mirada y reflejo del observador que se observa y que podría ser el momento germinal de una novela, me recuerda al Kafka de Preparativos para una boda en el campo. En ella el yo narrador permanece acurrucado en la cama como un insecto, mientras su doble fantasmal viaja al encuentro de su novia. En el caso de Canetti, con poco talento para la ficción, la imagen del mentiroso se queda congelada, pillada en falta, sin atreverse a abandonar el espejo ni a vivir una vida narrativa propia.

Canetti no quiso publicar sus textos más crueles y vengativos, aunque tampoco los destruyó, sabiendo que un día aparecerían. No hay buen aforista que no haya visitado las zahurdas de Plutón o se pierda en retóricas angelicales. «Era posible —escribió— discutir con él miles de títulos, siempre y cuando no se entrara en demasiados detalles», pero también advertía «no olvides que para algunos eres tan tonto como pueda serlo para tí el más tonto de todos».

Quienes buscan un retrato vengativo de Canetti en los libros de una de sus amantes, Iris Murdoch, olvidan los demonios personales de la escritora y que ella amó a otros grandes intelectuales de ambos sexos. Uno de ellos, Ludwig Wittgenstein, se preguntaba «¿De qué sirve estudiar filosofía si todo lo que hace por ti es permitirte hablar con cierta plausibilidad sobre algunas cuestiones abstrusas de lógica, etc., y si no mejora tu pensamiento sobre las cuestiones importantes de la vida cotidiana…? Verás, sé que es difícil pensar bien sobre la "certeza", la "probabilidad", la "percepción", etc. Pero, si es posible, aún así es más difícil pensar, o tratar de pensar, de verdad honestamente sobre tu vida y la vida de otras personas. Y el problema es que pensar en estas cosas no es emocionante, sino que a menudo es francamente desagradable. Y si es desagradable, entonces es más importante... No puedes pensar decentemente si no quieres hacerte daño. Lo sé, porque soy un evasivo (shirker)».

II

A Canetti le gustaba el gossip, como a su admirado John Aubrey, que en sus vidas breves contaba que Hobbes nació cuando su madre se puso de parto por miedo a la invasión de la Armada española  o que Francis Bacon había muerto a consecuencia del resfriado que cogió cuando quiso demostrar que  la carne de pollo podía conservarse rellenando de nieve el buche. “A shilling life will give you all the facts”, decía Auden.

Aquí les dejo, para que comparen,  cómo relatan Canetti e Iris Murdoch su primer encuentro sexual.

Elias Canetti : «Lo extraño vino después de besarnos. El diván sobre el que yo dormía estaba cerca. Sin que yo la tocara, ella se desnudó por propia iniciativa, rápidamente, podría decirse que con rapidez fulminante, llevaba ropas que no tenían que ver ni remotamente con el amor, de lana, poco estéticas, pero allí estaban arrugadas en un montón sobre el suelo, y ella ya se había  metido debajo de la manta en el diván. No tuve tiempo de contemplar sus vestidos o de contemplarla. Permanecía inmóvil  e inmutable, apenas noté que penetraba en ella, no sentí tampoco que ella notara nada, quizá yo hubiera sentido algo si se hubiera resistido.Pero no había nada de eso, como tampoco de alegría. Lo único que noté es que sus ojos se tiñeron de oscuro y que su piel flamenca rojiza se volvió aún más rojiza».

(Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses)

Iris Murdoch: «C. [Canetti] tiene todos los significados mitológicos imaginables para mí. Y va mucho más allá de mis horizontes. Me trata físicamente con violencia y nunca me deja sola. Me toma rápida, abruptamente, como en un solo movimiento, me besa inquieto y tira mi cabeza hacia atrás salvajemente. No hay una fase tierna y tranquila como la de Franz [Baermann Steiner]. Cuando estamos satisfechos, no nos tumbamos uno al lado del otro, sino que nos miramos con una especie de divertida hostilidad. Es un ángel y un demonio al mismo tiempo, terrible por su distancia y el misterio de su sufrimiento».

Peter J. Conradi: Iris Murdoch. A Life

Leer más
profile avatar
6 de mayo de 2024
Blogs de autor

Dignidad y filosofía

La primera condición de la praxis filosófica pasa por asumir (glosando a Francisco Brines) que antes del lenguaje nada y después del lenguaje nada. Y como el después es inevitable, asumir nuestra condición de paréntesis entre nada y nada. Y si en la condición finita reside lo trágico de la vida para el hombre, en la asunción de la misma reside su dignidad. Pues sólo la lucidez respecto a nuestra condición (que retorna en los momentos de imposibilidad de la mentira, así en los sueños) lleva a pensar, es decir, a responder a lo que alude Aristóteles, cuando sostiene que todos los humanos por su singular condición aspiran a simbolizar y conocer.

Y de esta dignidad aparta todo orden social que imposibilite o dificulte el que todos y cada uno de nosotros tengamos momentos de confrontación a lo que somos. Todo orden social que nos mantenga distraídos de lo esencial, ahora por el trabajo sin sentido (el trabajo en el que nada de las capacidades que nos singularizan como seres humanos se fertiliza), ahora por las modalidades de ocio presentadas como escapatoria al primero, y que no son más que complemento en el conjunto de la vida errática.

En un momento álgido de los Manuscritos del 44, tras exponer la miseria inherente a la división del trabajo manual e intelectual y, en el seno del segundo, la perversa modalidad que supone la división de disciplinas en compartimentos estancos,   Marx se refiere a sí mismo, diciendo que en la sociedad que tiene en mente, su jornada se distribuiría en actividades múltiples: “cualquiera puede realizarse en una rama que él desea, la sociedad regula la producción general y en consecuencia hace posible para mí el hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado al atardecer, hacer teoría crítica tras la cena, exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca cazador, marinero, pastor o crítico”.

Pero esta superación en su persona de la miseria de la división del trabajo no haría de él una suerte de diletante, sino alguien susceptible de confrontarse a  las interrogaciones que no pueden dejar de plantearse al alma humana, precisamente por su destierro originario, su elevación sobre la condición natural y su búsqueda de nuevo arraigo. En otro párrafo de este mismo texto, en el tercer manuscrito, Marx indica que la sociedad que surgiría de la abolición de la propiedad privada supondría conciliación de naturalismo y humanismo, es decir, tanto superación del conflicto entre el hombre y la naturaleza, como de los conflictos entre el hombre y el hombre y entre necesidad y libertad.

No hay por qué compartir la visión optimista de Marx en el texto que acabo de evocar y sobre el que volveré. Basta con aceptar que el problema nos concierne, que el espíritu humano no rehúye el lugar dónde se juega su destino, se rebela ante la mutilación de sus potencialidades innatas.

Así la práctica política sería el instrumento a través del cual se aspiraría a una sociedad en la que cada ser humano llegaría a estar en condiciones de asumir lo que ser humano implica. La práctica política buscaría una Polis griega sin esclavos y sin condena a Sócrates. Una Polis en la que las reflexiones que Sócrates mantiene con sus discípulos hasta el momento mismo de ingerir la cicuta serían en efecto cosa de todos. Una Polis trágica, como contrapunto de una Polis resignada a la aceptación de la miseria material y el extravío del espíritu en falsos problemas y querellas.

Leer más
profile avatar
3 de mayo de 2024
Blogs de autor

La pandilla

'Abril es el mes más cruel en la gran alcoba’, inicio del poema “Railroad Farewell” (1973), publicado en libro por primera vez en Cónsul (1987), constituye uno de los pocos elementos que podrían dar carácter de "generación" a mi nexo con el grupo de amigos aficionados a la carne de ternera con los que, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, visitaba a diario, en la ciudad de Barcelona, cuando esta no era lo mismo que Cataluña, las galerías de arte y las librerías de viejo. Me refiero a Félix de Azúa, Pedro Gimferrer, Leopoldo María Panero, como componentes del grupo y, me refiero, como elemento característico del agrupamiento generacional, al intercambio de manuscritos y otros croquis; es decir le paso a Félix de Azúa ese texto y él lo corrige sustituyendo "gran alcoba" por "gran estancia", dado su proverbial alejamiento de las cosas del amor y conduciendo así a Eliot al brumoso interior de una estación de ferrocarril. Luego, el término "estancia" fue devorado por el mundo de la publicidad y volví al término primigenio, "alcoba".

Un segundo elemento que también podría dar carácter de generación, en esa línea de intercambio, es la cita que Pedro Gimferrer utiliza al final de su primer libro, Mensaje del tetrarca (1963); se trata de los dos últimos versos del poema “Antiguo” (1961) que aparecerá luego en mi primer libro, De las condiciones humanas (1964), cita que, como la que la acompaña, de Edgar Allan Poe, pasará a mejor vida en ediciones posteriores.

Tercer elemento sería el artículo de Leopoldo María Panero “Última poesía no-española”, publicado en junio de 1979 en Poesía. Revista de ilustración poética, en el que enumera a algunos poetas coetáneos suyos prestando especial atención a los componentes del cónclave barcelonés.

Estoy hablando de mí, de no considerar como generacional la relación establecida con Azúa, Gimferrer y Panero durante los sesenta y setenta, aunque puede, y de ello es buena muestra su participación en la celebrada antología Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet, que la relación literaria entre ellos fuera más sólida y, también hablo, de que, curiosamente, años después, se acuñara, con diversas variantes, el rótulo referido a mi persona, ‘padre nutricio de la secta novísima’, en especial a partir del capítulo “Biografías” del volumen titulado Pasiones literarias (2001), editado por Mónica Monteys Pi, volumen recopilatorio de un ciclo de conferencias celebradas en el Instituto Francés de Barcelona.

O sea que una posición excéntrica respecto al movimiento novísimo no descarta ciertos vínculos geográficos, cronológicos, sociales y culturales con su núcleo, con sus componentes más preclaros, y que los elementos antes señalados permitan que algunos teóricos y periodistas culturales mantengan el discurso, pese al tiempo discurrido, de mi prelatura, o al menos de mi pertenencia tangencial a esa etapa del campo minado de las generaciones literarias. Y como incómodo remate, un hecho sumido ya en una letal nebulosa, el manuscrito del poemario que, al ingresar en el ejército, dejé, casi di en custodia, a uno de los vates carnívoros y que, al regresar del frente, él y unos testigos de la entrega, negaron su existencia; Homenaje a Perse (1961), se llamaba el libro, parcialmente reproducido a partir de unos apuntes en Edad del insecto (2016).

Leer más
profile avatar
29 de abril de 2024
Blogs de autor

Las tribulaciones de Jack Kerouac

Algunos escritores conforman geografías que se pueden recorrer. A veces las buscas pero otras veces te salen al paso como recuerdos de una vida que no has vivido. En París se pueden recorrer los espacios por los que se deslizó Proust, pero también por los que se movió Kerouac. Tardé mucho en darme cuenta de que el primer hotel de la capital francesa donde estuve trabajando como portero de noche, el hotel du Vieux-Paris, había sido el de la generación Beat. Mientras estuve en él nadie lo comentaba, pero la última vez que pasé por París se me ocurrió volver al viejo hotel de mis años jóvenes y lo vi lleno de fotos de la generación Beat. El nuevo dueño valoraba ese momento de la historia del hotel, y lo utilizaba como gancho publicitario. Hablé con él, y mientras tomábamos bourbon, me contó que en la misma barra sobre la que reposaban nuestras copas, se había apoyado Kerouac cuando llegó a Francia para investigar sus orígenes familiares. En aquella feliz ocasión el escritor había tenido una iluminación que él mismo se encargaría de referirnos en Satori en Paris.

Kerouac tenía muchas iluminaciones, y le sobrevenían sobre todo cuando estaba borracho. Cuentan que en Nueva York tuvo más de cien iluminaciones, tanto en la Horatio Street, donde pasaba épocas junto a Gregory Corso y sus camellos y panteras, como en el Corner Bistro, uno de los bares con más solera de Nuevas York, donde sirven excelentes cervezas y todos los whiskys americanos que puedas imaginar. Todavía se nota que fue el bar de los beats. Sus camareros practican la buena filosofía de la tolerancia, y el ambiente siempre resulta tan bohemio como familiar. Enseguida te sientes como en casa, mientras miras desde la ventana la apacible Jane Street, como la miraba en otro tiempo Kerouac.

Me contó una vez un escritor que toda esa fiesta que describe Kerouac en Los vagabundos del dharma, se llevó a cabo en Nueva York, pero que la trasladó a San Francisco porque narrativamente funcionaba mejor. Me asombró esa revelación. Hasta los escritores más realistas buscan el efecto literario, y Kerouac lo buscó siempre.

Recuerdo haber leído Los vagabundos del dharma a los diecisiete años, a la sombra de una barca de pescadores en Vilanova i la Geltrú. Eran los años setenta del siglo pasado. No había turistas en Vilanova; estaba solo en aquella playa descuidada y llena de barcas, tras haber recorrido el norte de Italia. Leyendo Los vagabundos percibí que el orientalismo de la generación Beat había sido más profundo de lo que parecía. Kerouac manejaba muy bien el dialecto budista. No era ninguna broma, aunque llegaba a aburrir un poco con tanta jaculatoria. Dos partes de la novela me conmovieron especialmente: la visita a la casa de su familia, en la América profunda, y la etapa en la que el narrador sube a la montaña y se convierte en guardabosques. En ambos momentos llegas a escuchar la respiración del silencio, y la prosa de Kerouac se torna profunda y musical. Desde la intimidad de aquella playa de Vilanova era fácil viajar a los bosques de América con un guía tan fabuloso. El opio no hubiese tenido sobre mí un efecto tan narcótico.

Desde Vilanova, me traslado otra vez a Nueva York mucho más rápido que en un avión, a la velocidad del deseo, a esa vertiginosa velocidad llego a la Gran Manzana para reunirme con Jack, o con algunos de sus representantes en la tierra. Suele frecuentar el Corner Bistro un poeta español que a cambio de una copa te explica todo lo que hay que saber sobre la generación Beat y muy especialmente sobre Jack Kerouac.

Nuestro amigo piensa que Jack era un ingenuo con cierta vena lírica pero sin verdadera capacidad para crear una tragedia de nuestro tiempo, una verdadera tragedia. Fitzgerald había dicho: “Dadme un gran personaje y escribiré una gran tragedia”. Kerouac tenía buenos personajes pero, a diferencia de Henry Miller y del mismo Fitzgerald, ya no creía en los grandes relatos, y había empezado a deslizarse hacia la muerte sin darse cuenta. Sus últimos años fueron patéticos. Algunos periodistas televisivos conseguían que pareciese un payaso reaccionario y bobalicón. Era dueño de un estilo jazzístico y resultón, pero su pensamiento desfallecía, no era un verdadero pensamiento. Probablemente no lo necesitaba. Hay novelistas que no piensan, o que cuando piensan comienzan a hacerlo peor. Jack lo hacía peor cuando pensaba, mucho peor, y su buen amigo Corso le dio un consejo: “No pienses, Jack. Te perderás. Yo nunca pienso cuando escribo”.

Así que Jack ya no pensaba nunca, ni cuando escribía ni cuando no escribía, y eso acaba pasándote factura. Con ese proceder, acabas descuidándote, y te dan enseguida la medalla de oro de la estupidez. A Jack se la dieron. Antes que a él, ya se la habían dado a Fitzgerald, otro genio que pasaba por ser un perfecto idiota los últimos años de su vida.

Jack bebía mucho todos los días, con una avidez desbordantemente dionisíaca. La gente ignoraba que en realidad era la reencarnación de Dionisio en una tierra de promisión en la que nunca había faltado el alcohol, ni siquiera en los años más odiosos de la Ley Seca

Los periodistas esperaban a que Jack se embriagase para hablar con él. Kerouac era más divertido cuando se emborrachaba, pero también más estúpido. Una cosa no iba sin la otra. La famosa dialéctica de los opuestos que se juntan. Lo peor de Jack era eso, sus amigos lo comentaban en el Corner Bistro, lo peor de Jack era lo indisolublemente unidas que estaban en él la genialidad y la idiotez. Parte de su encanto emanaba de esa suerte de alquimia no tan rara en América.

Al principio, muy al principio, Kerouac soñó con ser un emisario de la América profunda, luego soñó con ser el emisario de su propia generación, moviéndose por el maravilloso triángulo de Paris, San Francisco y Nueva York. Los reyes del mambo guiados por él. Y en algún momento trágico quiso representar al patriota. Stella, su última esposa, se lo dijo bien claro: “Jack, cuando uno empieza a hablar de la patria está acabado”.

El núcleo duro de la generación Beat no era patriota. Se lo impedía su sentido del honor. Se trataba de ser dignos, nada más, y eso implicaba denunciar la indignidad de América. El patriotismo no formaba parte de la identidad Beat. Ya solo por eso, se ubicaban a miles de años luz de Whitman, aunque venerasen al poeta de las hojas de hierba y de las masas.

Los miembros más solventes y reflexivos de la pandilla Beat (porque, como la generación del 27, eran en realidad una pandilla), sentían que a veces Jack les traicionaba con sus peroratas insoportables, pero lamentaron su muerte mucho más que la prensa estadounidense, que siempre lo había tratado con desprecio y que hizo lo mismo al confirmarse que Kerouac había cambiado definitivamente de residencia.

Supongo que cuando se fue echaron en falta su calor, sus talento, su increíble sentido de la amistad. Había sabido retratar como nadie a su generación, y entre ágiles fraseos y turbulentos fracasos había conseguido darle a sus narraciones un aire levemente épico. Era lo suficientemente astuto como para saber que la novela o recurre periódicamente a la épica, o desaparece como género. En ese y otros aspectos, su aliento fue muy positivo, y yo se lo agradeceré siempre.

Acabo mi geográfica personal de Kerouac en Madrid. Era la época en que asistía el rodaje de Carne trémula de Almodóvar, y pasaba por una calle junto al rectángulo verde del canal de Isabel II. Allí se hallaba un bar llamado Jack Kerouac, en el que me detenía todos los días. Su dueño era un amante de toda la obra de Kerouac, y a deferencia del poeta del Corner Bistro, no le gustaba que hablasen mal de Jack. Conocía muchos momentos de la vida del escritor: su infancia en Lowel, la revelación divina que tuvo a los seis años, cuando oyó a Dios decirle que le esperaban décadas de desdicha, que moriría sumergido en dolores espantosos, pero que se salvaría. Y salvado está, por supuesto. Nadie va a poner en duda que Jack se ha salvado. Por eso puede inspirar a personas muy diferentes.

El dueño del bar acaricia los libros de Kerouac publicados por Anagrama y me dice: “Para mí ha sido siempre una estrella que hace más soportable esta puta negrura. Jack miraba como a mi me gusta mirar, con suave profundidad, como si tocase jazz. Qué quieres que te diga, tenía muy buen oído, conocía la materia que se traía entre manos, y se podía permitir el lujo de la bondad. ¿Te apetece otra copa del bourbon que más le gustaba a Jack?”

Leer más
profile avatar
28 de abril de 2024

Sembrando trozos de banano, División Costa Rica, circa 1920s. United Fruit Company photograph collection, Baker Library, Harvard Business School (UF54.046).

Blogs de autor

‘Calufa’ y don Quincho: Dos visiones de la república bananera

En el corazón de la memoria, la historia y la literatura de Costa Rica se encuentra el camino de una empresa agrícola que cambió la forma de trabajar la tierra, plantar, cosechar, distribuir, mercadear y publicitar su producto. Y cambió la historia del país y de su región.
Cuando la United Fruit Company (UFCo) nació en Boston en 1899, su producto—que provenía de las plantaciones del norteamericano Minor Keith en las llanuras caribeñas de Costa Rica—era apenas conocido en Estados Unidos. Medio siglo más tarde, el banano había desplazado a la manzana y la naranja como la fruta preferida en el desayuno, y su consumo se había transformado en símbolo de prosperidad y exotismo en la mesa de las familias norteamericanas.
Pero en los países caribeños donde se cultivaba, las plantaciones bananeras adquirieron otra fuerza, otro significado. Fue en los bananales donde se destruyó la selva tropical y cientos de sitios arqueológicos, se formó la producción en masa y la inmigración transnacional en masa. En las plantaciones de la UFCo se fundaron los primeros sindicatos, al alero del incipiente Partido Comunista. En Costa Rica, la compañía bananera transformó el paisaje y la población en las dos costas: en el Caribe en la primera mitad del siglo XX, con la llegada de trabajadores de Jamaica, cuyos descendientes siguen siendo hoy una parte importante de esa zona, y en el Pacífico Sur, en los años siguientes, con la llegada campesinos del Valle Central, de Nicaragua y de Panamá. Eso sí: pese a que la UFCo se ufanaba de traer el desarrollo al país, estas regiones siguen siendo las más pobres y atrasadas.
De las penalidades de los trabajadores bananeros se escribieron las primeras, y muchas de las mejores novelas de realismo social y denuncia política la región. No hay ninguna otra empresa privada en el mundo sobre la que hayan escrito cuatro premios Nobel de literatura: le dedicaron novelas y poemas el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (quien lo ganó en 1967); Pablo Neruda (1971); Gabriel García Márquez (1982) y Mario Vargas Llosa (2010).
Las grandes novelas bananeras de Costa Rica, si bien no son tan conocidas a nivel mundial como las de estos titanes de las letras, forman la espina dorsal de dos caminos centrales en la literatura del país, y merecen ser mucho más apreciadas fuera de sus fronteras. También permiten entender lo específico de la literatura tica y su relación con la auto-percepción de los intelectuales costarricenses.

‘Calufa’, el zapatero autodidacta

Nací el 21 de enero de 1909, en un barrio humilde de la ciudad de Alajuela. Por parte de mi madre soy de extracción campesina. Cuando yo tenía cuatro a cinco años de edad, mi madre contrajo matrimonio con un obrero zapatero, muy pobre, con el que tuvo seis hijas. Me crié, pues, en un hogar proletario (…) Tuve que abandonar los estudios, fui aprendiz en los talleres de un ferrocarril y, a los dieciséis años, me trasladé a la provincia de Limón, en el litoral Atlántico de mi país, feudo de la United Fruit Company, el poderoso trust norteamericano que extiende su imperio bananero a lo largo de todos los países del Caribe.

Así comienza lo más parecido que hay a una autobiografía de Carlos Luis Fallas (Calufa, como le llamaban sus amigos). Lo escribió, como carta de presentación, cuando se publicó la edición mexicana de su obra maestra, Mamita Yunai, en 1957.
Calufa ya era un escritor consagrado, el libro ya había sido traducido a media docena de idiomas, y el autor ya había publicado con éxito tres novelas más. Sin embargo, explica que ‘tuvo’ que abandonar los estudios, como si se justificara ante los lectores por su abandono del colegio.

En Puerto Limón trabajé como cargador, en los muelles. Después me interné por las inmensas y sombrías bananeras de la United, en las que por años hice vida de peón, de ayudante de albañil, de dinamitero, de tractorista, etc. Y allí fui ultrajado por los capataces, atacado por las fiebres, vejado en el hospital.

Se presenta como protagonista, víctima y testigo. Por eso se siente con derecho a contar: sabe de lo que habla.
En 1931 volvió a Alajuela, aprendió y ejerció el oficio de zapatero, ingresó en el movimiento sindical, intervino en la organización de huelgas, recordando, “Fui a la cárcel varias veces; resulté herido en un sangriento choque de obreros con la policía, en 1933; y ese mismo año, con el pretexto de un discurso mío, los Tribunales me condenaron a un año de destierro”.
El destierro debía cumplirlo precisamente en Limón, en la zona bananera. Eso le permitió participar activamente en la gestación y sostenimiento de la gran huelga bananera de 1934.
De su experiencia como trabajador bananero (‘liniero’) y dirigente sindical, Carlos Luis Fallas saca el material de la novela Mamita Yunai, que se volvería célebre en su país y que resulta indispensable para entender el fondo, entre la fiesta y la tristeza, entre la rebeldía y la resignación, del alma tica.
La novela tiene como personaje central a Sibaja, un trabajador empeñoso y militante comunista, y sus entrañables amigos de desventura: el cabo Herminio, un inmigrante nicaragüense que se desloma trabajando para la Yunai y al final mastica con rabia el dolor de su juventud perdida, y Calero, un niño grande, inocente, solidario y perezoso quien, en la escena más dramática del libro, sucumbe aplastado bajo el arbolón que está cortando para abrir terreno al banano.
Luego de sus años bananeros, el escritor volvió al Llano de Alajuela, en el Valle Central, subsistiendo con el oficio que heredó de su padre: el de zapatero.
Tras Mamita Yunai, Fallas publicó Gentes y gentecillas, un relato costumbrista y amargo, en 1947, y luego se volcó al mundo de la infancia: publicó dos novelas de jóvenes traviesos que descubren entre travesuras y golpes el mundo de los adultos: Marcos Ramírez, de 1952, y Mi madrina, en 1954.
Y pese a lo exitoso de su obra, esto es lo que dice sobre sus quehaceres literarios:

En mi vida de militante obrero, obligado muchas veces a hacer actas, redactar informes y a escribir artículos para la prensa obrera, mejoré mi ortografía y poco a poco fui aprendiendo a expresar con más claridad mi pensamiento. Pero, para la labor literaria, a la que soy aficionado, tengo muy mala preparación; no domino siquiera las más elementales reglas gramaticales del español, que es el único idioma que conozco, ni tengo tiempo ahora para dedicarlo a superar más deficiencias.

Pero el mundo literario de izquierda, sobre todo sus camaradas comunistas, no compartían su visión tan crítica sobre su escritura: Pablo Neruda alabó Mamita Yunai, promovió su publicación y traducción en los países de la Europa socialista, e incluso introdujo a su personaje más dramático y memorable, el trabajador bananero puro corazón, indolente y sentimental Calero, en los versos sobre la UFCo en Canto general.
El último discípulo de Calufa, Víctor Manuel Arroyo, apunta en la breve biografía del zapatero devenido escritor (publicada en 1973 en la serie ¿Quién fue y qué hizo?, del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes de Costa Rica): “Dedicó su vida a luchar para que sus excompañeros de infortunio no bogaran, sin brújula y sin vela, en aquel horrible mar. Y esa actitud generosa”, culmina Arroyo, “cualquiera que sea la posición que se tome en las trincheras, merece el más profundo respeto”.
Hoy Mamita Yunai se lee y estudia en las escuelas de Costa Rica.
Este es el fragmento más citado de Mamita Yunai:

“Todo en el miserable caserío era monótono y desagradable. Las dos filas de campamentos, una frente a la otra a ambos lados de la línea, exactamente iguales todos: montados sobre basas altas; techados de zinc que chirriaban con el sol y sudaban gotillas heladas en la madrugada; construidos con maderas cresotadas que martirizan el olfato con su olorcillo repugnante, y pintados de amarillo desteñido. Al frente, los sucios corredorcillos en los que colgaban las hamacas de gangoche, lucias y deshilachadas por el uso constante. Arriba, colgando de los largos bejucos, tendido de punta a punta en los corredores, chuicas socios y sudados, casi deshaciéndose. Abajo, infestándolo todo, el suampo verdoso”.

En La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica (1993), un ensayo de las investigadoras Margarita Rojas, Flora Ovares y María Elena Carballo y el investigador Carlos Santander, se define lo esencial de la “novela bananera”, de la cual Mamita Yunai es el ejemplo más claro y célebre.

El imperialismo resulta entonces un dato fundamental para comprender las relaciones hombre-naturaleza en la obra. No sólo explota a los hombres, sino que, además, el extranjero destruye el ambiente. Todas las calamidades, como el abandono de los trabajadores del Atlántico, la emigración de los negros, la miseria social y moral de los indios, la degradación individual de Herminio, Calero, cabo Lencho y otros personajes, tiene su origen en la Bananera.

Calufa era un narrador nato, un lector compulsivo, un contador y escuchador de historias impenitente. Escribió como un torrente, como le salía. Sus libros no son doctrinarios. Sus personajes no son acartonados. Una voz, desde adentro, escuchaba lo que él iba escribiendo. Y así encontró sin buscarlo el personaje del narrador y lo sacó como se saca un bagre del río, intacto con su vocabulario, su retórica, su ritmo y su respiración.
Recluido en su finca de Alajuela, escribiendo, militando y paseando por los bosques, con una mala salud de hierro que lo acompañó desde sus días bananeros, Carlos Luis Fallas murió el 7 de mayo de 1966, a los 57 años. Sus restos yacen en el Cementerio Obrero junto con 12 cuerpos más, en una bóveda prestada y sin lápida de identificación.

Don Quincho Gutiérrez, el dandi comunista

Joaquín Gutiérrez Manguel nació en 1918 en Limón, en el Caribe caliente, hijo de un finquero blanco. Era nueve años más joven que Calufa. Hoy es recordado especialmente por su cuento infantil Cocorí, que durante años fue lectura obligatoria en las escuelas ticas. Nació en un hogar burgués, en el que aprendió francés e inglés (sus traducciones de las obras de Shakespeare son celebradas y han sido usadas para puestas en escena en Costa Rica). Pero Joaquín Gutiérrez fue un militante comunista tan consecuente como Calufa, y la militancia social y política impregna su literatura en aún mayor medida que la de éste.
Su primera novela, Manglar, introdujo técnicas como el fluir de conciencia, las descripciones impresionistas del paisaje y el tema de la liberación de la mujer. Una maestra viaja de San José a Guanacaste, al rudo mundo rural del Pacífico norte, y en esa experiencia crece su conciencia social, se enfrenta a sus deseos sexuales, toma decisiones, madura, se transforma. Manglar ya fija la pauta de toda la literatura de Gutiérrez: sus protagonistas son adolescentes que crecen, cambian, descubren el mundo y el sexo de forma confusa, intensa. Así como las escenas clave en Calufa son a pleno sol, las de Gutiérrez pasan de noche: en las penumbras sus jóvenes se sorprenden de sus propios impulsos y decisiones.
En sus tres novelas centrales, los protagonistas se enfrentan a las injusticias y se rebelan. Pero no son pobres que encuentran su lugar de clase en el Partido Comunista y el Sindicato. Son hijos de pequeños burgueses, que abren los ojos a la injusticia que azota a los otros.
Puerto Limón es la contracara de Mamita Yunai: es el mundo de los desmanes de la compañía y las protestas de los linieros desde el punto de vista de un burgués: el sobrino de un pequeño productor que le vende sus racimos a la United Fruit.
Silvano es un joven idealista que vuelve a la casa de su tío en Limón desde San José tras terminar sus estudios secundarios. No sabe qué hacer con su vida, ni dónde encajar en el mundo de los grandes donde ha sido arrojado tras una adolescencia despreocupada en la capital.
Los personajes que representan las opciones que se le abren están bien dibujados: del lado de los “explotadores”, el tío de Silvano, un pequeño finquero pragmático pero de buen corazón, que cuida su negocio y que se opone por principio a las demandas de los trabajadores.
Y en el otro lado, un sagaz y deslenguado sindicalista nicaragüense a quien llaman Paragüita seduce a Silvano desde la culpa de clase y el desafío a su hombría.
Silvano se va separando del mundo del tío, pero tampoco entra de lleno en la propuesta revolucionaria y viril de Paragüita. Nunca formará parte del mundo extraño de los peones revoltosos, pero cada noche que pasa en los debates del cuadrante lo separa de un posible futuro de administrador de finca bananera. Se hunde en tierra de nadie.
En el final de Puerto Limón irrumpe la naturaleza incontrolable en la historia y en la prosa: una tormenta tropical de fin del mundo provoca un accidente mortal. Muere el tío y muere Paragüita. No queda claro si Silvano causó la tragedia, si pudo evitarla y no quiso, si no había nada que hacer y su confusión lo hace sentirse culpable, o si todo sucede en una pesadilla donde termina matando en sueños y en su conciencia a los dos polos de una decisión que no podía tomar.
Al final, el aturdido muchacho sube a un barco anclado en el puerto de Limón, y se aleja de su dilema irresoluble. Así hizo Gutiérrez: se embarcó con rumbo a Chile.
Así como el Sibaja de Mamita Yunai es un alter ego del mismo Calufa, exaltado y dramático pero basado en su experiencia en las plantaciones bananeras, el Silvano de Puerto Limón es una explosión literaria de Gutiérrez, el adolescente hijo de un pequeño finquero limonense, el campeón de ajedrez en San José, el militante del Partido Comunista. Como su personaje, en 1939, después de publicar su primer libro de poesía, Joaquín busca una puerta de salida.
Un campeonato mundial de ajedrez en Chile es su oportunidad. En Santiago publica, en 1947, Cocorí y Manglar. Tres años más tarde, Puerto Limón.
En 1973, lo sorprende el golpe de estado de Pinochet, y su mundo se viene abajo. Vuelve a Costa Rica 34 años después de su partida. Tras su vuelta, publica en San José sus novelas, que en su propio país adquieren cabal significado, y termina sus días como un titán de las letras ticas. Muere en San José en octubre del 2000. Hoy su estatua, con su alta y nervuda apostura patricia, se erige a un costado del Teatro Nacional de Costa Rica.

Encuentro desde lados opuestos de la brecha social

Es difícil imaginarse dos escritores y dos personajes más distintos que estos titanes costarricenses de la novela bananera: por un lado, Joaquín Gutiérrez, el dandi comunista a la europea, exquisito traductor de Shakespeare, que mira el mundo con seguridad desde su altísima y ondeante mata de pelo blanco; por otro, Carlos Luis Fallas, el campesino tosco que atisba siempre el mundo de los adultos desde la altura poética del niño pobre y por eso gran observador. Pese a sus diferencias, fueron grandes amigos: se frecuentaron en las montañas y llanos de su país y en las capitales de los países socialistas. En las memorias de Gutiérrez, Los azules días, se relatan varios de esos encuentros y las chanzas y pullas de su relación fraterna.
El mundo complejo y brutal inventado por la United Fruit Company desató la imaginación de estos grandes escritores. Cuando el viento de la historia haya terminado de borrar las gestas y tropelías de la compañía que implantó un nuevo mundo económico y nuevas preguntas sobre la identidad y la patria, estas novelas seguirán hablándonos de la fragilidad de los pobres, del significado de la amistad, de los compromisos ideológicos y de la búsqueda de un lugar en el mundo sibilino y cambiante de los intereses y los sentimientos. En definitiva, son grandes creaciones sobre la naturaleza humana. El banano es la excusa.
Pero en sus enormes diferencias, Calufa y don Quincho logran pintar, a cuatro manos, el panorama completo de la república bananera en su esplendor.

 

Publicado en el número especial de abril de 2024 sobre Costa Rica en la Harvard Review of Latin America en castellano e inglés. 

Leer más
profile avatar
26 de abril de 2024

El peón en el tablero de Irène Némirovksy (Salamandra, 2024)

Blogs de autor

Irène Némirovsky y la historia de un desencanto en época de crisis

En 1934, cuando se publicó El peón en el tablero, Irène Némirovksy (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) explicó en una entrevista radiofónica que la inspiración de su obra, entonces ya reconocida en Francia, era el entorno que mejor conocía; esto es, el integrado "por desequilibrados que abandonaron el entorno en el que normalmente habrían vivido, y que no pueden adaptarse a una nueva vida sin conmoción y sufrimiento". Para esta su primera entrega en la editorial Albin Michel, siguió tirando del hilo -un arco que va de El malentendido (1926) a Los perros y los lobos (1940)— de su árbol genealógico, de cuyas ramas caían, una vez maduros, nouvelles y relatos.

En el presente título la autora se propuso, como apuntó en su diario, hacer un retrato del "hombre de 1933" o, dicho de otro modo, de la malaise existencial de ese momento. Para ella aquel fue un año de transición personal: cambio de editorial, muerte del padre y mayor estrechez económica, que la obligó a acelerar el ritmo de escritura. Con las futuras ventas en mente, Némirovsky optó por el naturalismo en detrimento de la experimentación, sin olvidar que al público "le entusiasma que le describan la vida de los "ricos".

Esto incluye su caída en desgracia, como es el caso del protagonista, Christophe Bohun, un oficinista veterano de guerra que odia la mediocridad de su oficio, herencia de los negocios mal llevados de su padre, un "David Golder" con ecos del progenitor de la propia Némirovsky, Leonid, otro empresario hecho a sí mismo para quien la acumulación de riqueza era un imperativo.

Aunque la obra parezca hablarnos de un momento concreto, Némirovsky, con este puente entre generaciones, describe un patrón histórico típico de los cambios de época -aquí la Primera Guerra Mundial y el Crack del 29, que arrasaron con el mundo de ayer-, en el que cada generación reacciona de manera distinta y a menudo contraria a las otras: aquí la de los emprendedores que conocieron la bonanza financiera (el abuelo reconoce: "quizá nosotros nos lo comimos todo antes de que llegaran ellos [la generación posterior]"), la desencantada (el padre, que ni siquiera es capaz, enfermo de nostalgia, de volver a experimentar amor) y la rebelde (el nieto, que no se siente culpable "de que todo por lo que merece la pena vivir cueste dinero").

El acercamiento estético es próximo al lenguaje cinematográfico, pues el narrador se intercala con las voces fragmentarias en off de los personajes. "¿De qué sirve quejarse? Hay que resignarse, cerrar los ojos y, sobre todo, no pensar, no pensar...", dice uno con aliento chéjoviano, ante tal páramo existencial.

Leer más
profile avatar
25 de abril de 2024

Cervantes

Blogs de autor

Con los ojos abiertos

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, canta Pablo Milanés en Años. Ahora que llega la fecha de la ceremonia de entrega del premio Cervantes que recibirá el gran Luis Mateo Diez, primer ciudadano de Celama, hago las cuentas y ya han pasado seis años desde que en un abril parecido subí las escalinatas del púlpito del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para decir mi propio discurso.

Y revisando la lista de premiados, que a medida que crece va alejándome en el tiempo, encuentro, con no poco gozo, que entre los últimos dominan los poetas, Ida Vitale, Joan Margarit, Francisco Brines, Cristina Peri Rossi, Rafael Cadenas, un justo reconocimiento de que la poesía está en la esencia de nuestra literatura. Sin ella, la prosa no existiría.

En aquel discurso de Alcalá en 2018, recordé lo que había ducho sobre la poesía otro premio Cervantes, José Manuel Caballero Bonald, al recibirlo en 2012; “esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas ‘profundas cavernas del sentido a que se refería San Juan de la Cruz’¨.

El 23 de abril es el día internacional del libro, cuando se conmemora la muerte de Cervantes, de Shakespeare y del Inca Garcilaso, y tiene lugar la ceremonia de entrega del premio Cervantes. El mes florido de la primavera boreal. Pero en Nicaragua abril es el mes más cruel, como enseña Elliot en La tierra baldía.

Lejos de la primavera, abril es en Nicaragua el mes ardiente de la estación seca que allá llamamos verano, el mes “del viento caliente, y el aire que huele a quemado”, como recuerda Ernesto Cardenal en Hora O, “los soles borrosos y rojos como sangre/y las lunas enormes y rajas como soles, /y las quemas lejanas, de noche, como estrellas…”

El miércoles 18 de abril, pocos días antes de que tuviera lugar la ceremonia del Cervantes aquel año de 2018, un grupo de jubilados que protestaba en las calles de la ciudad de León contra la decisión del régimen de elevar el monto de las cotizaciones del seguro social, al tiempo que cargaba un gravamen sobre las pensiones de los asegurados, habían sido agredidos por una turba oficialista, y las imágenes de los ancianos derribados y pateados en el suelo, transmitidas por los teléfonos móviles habían provocado nuevas manifestaciones de `protesta en Managua y otros lugares, que fueron creciendo en la medida en que eran reprimidas.

Los antimotines de la policía trataban de disolver por la fuerza bruta las manifestaciones, los estudiantes universitarios a la cabeza, y comenzaron a caer derribados los árboles de la vida, las extrañas armazones de fierro con poderes mágicos plantadas en calles y plazas, y la represión, ahora en manos de los paramilitares, empezaba ya a sumar muertos. El lunes 23 de abril, cuando subí al púlpito del paraninfo en Alcalá de Henares, el número de asesinados llegaba ya a veinte, y en los meses siguientes iría creciendo hasta alcanzar más de cuatrocientos, muchos de ellos víctimas de francotiradores.

Las protestas habían alcanzado a movilizar a la comunidad de nicaragüenses en Madrid, y el domingo, el día anterior a la ceremonia del premio, se celebró una demostración en la Puerta del Sol, a la que asistí junto con Gioconda Belli. Una muchacha prendió en mi camisa un lazo de luto, y esa noche, de regreso en el hotel, saqué de la carpeta el discurso que tenía preparado, y agregué a mano un párrafo inicial, que luego pasé al ordenador: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser república”.

No podía ser de otra manera. Tenía que dar congruencia a mi discurso, que era una alabanza de mi propia lengua cervantina, y dariana, y a la vez una declaración de fe en el poder de las palabras. Una literatura con los ojos abiertos: “Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio…somos más bien testigos de cargo.”. Y el lazo de luto que me había dado la muchacha nicaragüense, lo llevé prendido a en la solapa. Un duelo aún vivo.

Tres años después, cuando volví a Madrid para presentar mi novela Tongolele no sabía bailar, venía ya a vivir aquí como desterrado. Después me quitarían la nacionalidad. El tiempo, implacable que pasa mientras nos hacemos más viejos, y Pablo Milanés en mi memoria, cuando, como si fuera ayer, nos abrazamos en la puerta de la librería Alberti de la calle del Tutor, donde se hizo la presentación, hasta donde había llegado él en silla de ruedas, un abrazo que sería un adiós porque ya nunca volvimos a vernos.

Leer más
profile avatar
23 de abril de 2024
Blogs de autor

La chimera

Hacía tiempo que no veía algo que me gustara tanto. La chimera de Alice Rohrwacher es un tesoro cinematográfico en el que la nostalgia por lo analógico se convierte en el único hilo posible para garantizar algo de cordura. Dirigida con maestría por la cineasta italiana -también directora de Lazzaro Felice y Le meraviglie, imperdibles-, esta película es un testimonio de su habilidad innata para tejer historias que trascienden lo convencional. Desde Kraftwerk a Battiato agilizando la banda sonora, pasando por una Isabella Rossellini que cada vez se parece más a su madre, las tumbas de una Italia expoliada… Podría parecer que la belleza de lo roto no es más que un simple mito.

Ni siquiera puedo decir que me haya gustado por la suculenta puesta en escena, más bien me ha maravillado por todas las veces en las que rompe con lo convencional, se aleja de lo que pensamos que va a ocurrir; la disrupción del imaginario propio. Y ese final, qué dolor...

En el corazón de esa quimera late un amor imposible, una búsqueda desesperada que lleva al protagonista, Arthur, a terribles actos de perdición en su obsesión por encontrar a Benjamina, su amor, su vida, la que nunca estuvo hecha para los ojos del hombre. En su frenética huida hacia adelante, Arthur colisiona contra lo invisible, el enigma, mientras se cruza con una variada galería de personajes. Sin embargo, aquí lo importante es el telón de fondo, ese algo distinto, especial, la esencia del cine italiano se manifiesta en un certero esplendor: desde los personajes pícaros hasta las paredes desconchadas, la tierra que ensucia la ropa, el bullicio de los niños y sus piojos, los carabinieri, la red ferroviaria de un país en crisis total, la herencia de las narices griegas, el soniquete toscano... Cada detalle captura la esencia del neorrealismo italiano, y en las manos talentosas de Alice Rohrwacher, esta herencia cinematográfica queda revitalizada.

 



Leer más
profile avatar
21 de abril de 2024
Blogs de autor

“Desterrado en la tierra”

He señalado aquí en múltiples ocasiones que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad de seres de lenguaje, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.  Pero desde su origen en Jonia, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad. De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den hoy departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos de manera literalmente heroica.  En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.

En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y desde luego las llamadas ciencias sociales. Pero en todos los casos la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. Por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos: la filosofía es aspiración a una confrontación en los límites de lo incondicionado, voluntad de un doble y radical propósito.

Mueve al filósofo el deseo de retornar a la frontera en la que, por arrancar a hablar, se separó de su mera animalidad, convirtiéndose en animal de razón. Y ello no para retornar al otro lado, para identificarse a su mera animalidad, sino para venir a ser espejo de tal frontera y contemplar el desarraigo intrínseco respecto a la condición natural que la misma supone. Y aquí el segundo propósito.

Asumiendo que la razón y el lenguaje son el marco al que se adapta todo lo que acontece para el hombre y todo proyecto que este emprende, mueve al filósofo la exigencia de apurar las potencialidades de los mismos, aspirando a alcanza ese extremo simétrico  de lo que constituyó el origen en la animalidad: aspiración paradigmáticamente encarnada en el proyecto platónico de encontrar la matriz del campo eidético,  el soporte último  de la red de ideas que filtra nuestra existencia global: tanto nuestra percepción del entorno natural,  como el lazo con los otros seres de razón y el “diálogo consigo mismo” que da pie al sentimiento de subjetividad.

Esta segunda aspiración encierra quizás la misma dificultad que el proyecto de alcanzar el horizonte. Y ello por razones intrínsecas a las que se añade aquello que el mismo Platón denominaba “la cárcel del alma”, el hecho de que nuestra animalidad frena en la tarea, de que, por su origen en la carne “el verbo se despeña” y, en consecuencia, no ignorando ser tierra (de nuevo Octavio Paz) “saberse desterrado en la tierra”:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/

Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

Leer más
profile avatar
19 de abril de 2024
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.