Skip to main content
Category

Blogs de autor

Blogs de autor

Alegato contra el servicio militar

1. Hoy se sortea la clase 1970
El 31 de mayo de 1988, en la página 9 del Buenos Aires Herald apareció un artículo sobre una extraña ruleta que ese día decidiría la suerte de miles de varones argentinos de 18 años, “La lotería más excitante”.
“Los números redondos y brillantes que decidirán qué ciudadanos nacidos en 1970 tendrán que cumplir con el Servicio Militar Obligatorio el año que viene están empezando a dar vueltas en el momento en que usted lee este artículo con el café o el mate de la mañana. Hoy, martes 31 de mayo, a las 8 de la mañana, el futuro de miles de compatriotas se decide en una lotería.
“Cuando digo ‘el futuro’”, prosigue el artículo, “no sólo me refiero al año en que los jóvenes aprenden a matar, a obedecer órdenes sin pararse a pensar en sus consecuencias, a sufrir cualquier humillación que se le ocurra al oficial o suboficial en cuyas manos la lotería los haya arrojado. No hablo de los deberes ‘normales’ del colimba (corre, limpia, barre), servicios fundamentales a la patria”.
¿A qué se refería entonces el autor de este texto escrito y publicado en inglés hace 34 años cuando decía que el servicio militar podía tener efectos mucho más graves que las típicas humillaciones y castigos que se veían en la comedia de Carlitos Balá Canuto Cañete, conscripto del Siete?
Comienza con dos datos: En 1986, la revista El Periodista publicó un informe oficial que determina que entre 1983 y 1985, más de cien conscriptos murieron en “extrañas circunstancias” mientras hacían el servicio militar; y en 1987, el Frente de Oposición al Servicio Militar (FOSMO), dirigido por Eduardo Pimentel, “recogió docenas de historias de jóvenes torturados con electricidad, encontrados muertos o abandonados sin cuidado médico, como un soldado informado como ‘suicidio’ cuya familia descubrió en su cadáver una herida de fusil y ninguna muestra de pólvora en sus manos o su pelo”.
Y termina con el caso del conscripto Mario Palacio, quien murió en Campo de mayo el 24 de abril de 1983, “luego de ser salvajemente golpeado por un grupo de oficiales y suboficiales y abandonado hasta que su condición fue irreversible. Dos conscriptos que servían con él testificaron sobre lo que vieron y fueron amenazados de muerte. Ambos desertaron y ahora viven en Brasil. Las Naciones Unidas los considera refugiados.”
Todavía me impacta una frase al final de ese artículo de 1988, que conservo en su página original amarillenta:
“Hoy ningún padre o madre sabe si su hijo adolescente va a salir vivo del servicio militar. Si sobrevive, de seguro no va a volver siendo el mismo. ¿Nos hemos preguntado si este cambio es para mejor o peor, o si nosotros los civiles tenemos la misma definición de ‘hacerse hombre’ que quienes manejan hoy nuestras fuerzas armadas? Tal vez muchas de las pesadillas que ocurrieron en este país desde 1905, el año en que se introdujo el Servicio Militar, tienen algo que ver con esta educación militar autoritaria.”
Ese artículo lo escribí yo, en el comienzo de mi carrera como periodista.
Trabajé mis primeros cinco años como reportero y después editor de Política y responsable de la sección de Medio Ambiente del Herald, y ahí aprendí mucho de lo que hoy enseño como profesor de periodismo.
Recuerdo bien la tarde en que escribí ese artículo. Sentía que estaba diciendo algo para mí importante. Algo para lo que había decidido dedicarme a este oficio.
Seis años antes, como conscripto de la Armada Argentina, yo había luchado en la Guerra de las Malvinas. Durante los ochenta todavía me acosaban las pesadillas de la guerra, no soportaba los petardos y fuegos artificiales de año nuevo, mi corazón dejaba de latir cuando escuchaba un estruendo inesperado. Me reunía con mis camaradas del Apostadero Naval Malvinas para contarnos las historias que ya nadie quería escuchar. Estábamos empezando a ser veteranos de guerra.
Y me acerqué al FOSMO: no sólo por mis compañeros muertos y heridos y las historias de suicidio de veteranos que desde el mismo 1982 empezamos a contarnos, como dolores propios. Sentía que había algo intrínsecamente perverso en la colimba, desde la experiencia de la instrucción, en mi caso en Puerto Belgrano en abril y mayo de 1981, hasta que llegamos a Buenos Aires y juramos la bandera en el patio de la Escuela de Mecánica de la Armada, el 25 de mayo de ese año.
Hoy voy a ese lugar, muy cerca del Casino de Oficiales, donde se torturó y asesinó a tantos, y me impresiona recordar lo chicos, lo ignorantes que éramos nosotros.
“¿Juráis defender la Patria hasta perder la vida?”, aulló el almirante.
“Sí, juro”, gritamos al unísono.
Exactamente un año después perdía la vida en medio de un bombardeo nocturno uno de mis compañeros, en Malvinas.

2. Recuerdos amargos de autoritarismo cotidiano
La literatura, lo sabemos, encierra y refleja destellos de las verdades más profundas de la experiencia humana, muchas veces más potentes y certeras que las investigaciones científicas y periodísticas. Para mí, dos textos narrativos, uno argentino y el otro español, me llevan al corazón del servicio militar como modelo educativo: la educación de los jóvenes como soldados, para que sigan pensando como soldados cuando vuelvan a la vida civil y contribuyan a un país-cuartel, una sociedad de silencio y obediencia, de seguir órdenes y cultivar la crueldad como forma de relación.
Guillermo Saccomano hizo el servicio militar en un regimiento de la Patagonia en 1969. En 1990 publicó Bajo bandera, el primero de sus luminosos libros que leí con deleite y dolor. Ahí estaba condensadas mi propia experiencia de colimba. El libro es una sucesión de cuentos crueles, que se entrelazan al final en un nudo donde se juntan los personajes, como si los cuentos buscaran anudarse en novela. Las historias están basadas en los recuerdos del Saccomanno soldado.
Al final, una escena escalofriante. Una docena de cuarentones que se reunían cada año para recordar su tiempo bajo bandera, visita el regimiento y el teniente coronel hace formar a los colimbas para escuchar su hueca arenga sobre cómo la experiencia militar templa los espíritus de patria y hombría.
Nos dio rabia pensar que cada uno de nosotros, con los años, contaría sus historias del cuartel como los tramos de una épica personal y excluyente que magnificaría con el deshojamiento de los almanaques. Cada uno contaría sus historias con embriaguez, exaltado, sobrando al auditorio, reinstalándose frente a sus defecciones cotidianas en una dimensión heroica. Quizá también algún día contrataríamos un micro para hacer una excursión al pasado, a este cuartelito que, mirado desde una ventanilla, era más insignificante de lo que uno podía recordar y pensaríamos, como esos doce tipos, en el tiempo ido, melancólicos, con nuestras barrigas, nuestras canas y nuestras calvicies.
-La verdadera colimba es el matrimonio, pibe- dijo uno.
Y otro:
-La verdadera colimba es el laburo.
Y otro más:
-La verdadera es todo lo que pasa después.
Y quizá también, algún día, olvidaríamos que alguna vez, precisamente en ese año, habíamos prometido:
-El día que tenga un hijo voy a hacer todo lo posible para salvarlo de la colimba.
En una reseña de Bajo bandera, publicada en su potente blog Resistirse es fútil en mayo de 2017, el escritor y cineasta Alejandro Schonfeld destaca que, además de la maestría que ya mostraba el joven Saccomanno, este libro inclasificable es pionero en poner esa experiencia tan extendida entre los varones argentinos del siglo XX en el reino de la literatura.
Es asombroso, pero por el momento me parece que Saccomanno, y recién a comienzos de los '90, fue el primero en gestar una verdadera oposición desde el arte a la existencia del Servicio Militar Obligatorio (SMO). Si bien Los pichiciegos de Fogwill también puede ser entendida como oposición al SMO (…) todos sabemos que es más bien una novela sobre Malvinas, y Malvinas es un tema aparte, mucho más profusamente tratado desde todas las artes que el tema de la colimba a secas. Y antes de eso, ¿qué había? ¿Cómo se problematizaba la existencia de la colimba antes de los '90? No se la problematizaba.
Schonfeld enumera conflictos donde murieron conscriptos antes de Malvinas: “en el enfrentamiento entre azules y colorados, en el levantamiento de Valle y en algunos episodios más, como el Operativo Independencia), los conscriptos muertos "de a uno" en cumplimiento del SMO, que venían muriendo desde siempre en situaciones como la del soldado Carrasco -por accidentes en las prácticas, por abuso de autoridad, por sadismo puro de sus superiores, por negligencia...-, fueron leídos hasta los '80s como "cosas que pasan", y no recibieron un trato especial desde la cultura. Y lo más importante, ni los conscriptos muertos en lote ni los conscriptos muertos sueltos generaron en la sociedad la condena del SMO en sí, hasta Malvinas.
Y concluye con algo esencial: “Se hablaba de que la colimba tenía que ser más humanitaria, más digna, más profesional, más corta, más útil, pero no se hablaba de que no tenía que existir. El sentido común indicaba que la colimba SÍ tenía que existir, pero estaba mal planteada”.
Tan natural era que pasar un año en un regimiento o buque de guerra era una experiencia formativa necesaria para terminar de educar a los argentinos, que recién con la muerte del soldado Omar Carrasco en Zapala, Neuquén, el 6 de marzo de 1994, después de ser salvajemente golpeado y luego ocultado más de un mes en el regimiento, la sociedad miró a los ojos el horror de la colimba y aceptó su abolición, aunque en esa época muchos estudiosos de temas militares concluyeron que el Caso Carrasco fue el detonante pero que el fin del servicio militar tuvo más causas económicas y logísticas que humanas.
Pero como dice Schonfeld, Carrascos había habido muchos, y en los últimos años, gracias al tesón de centros de excombatientes de Malvinas como el CECIM de La Plata, salieron a la luz torturas y malos tratos incluso en medio de las montañas de Malvinas.
En 1997, la película Bajo bandera, dirigida por Juan José Jusid, con Miguel Ángel Solá y Federico Luppi, combina episodios del libro de Saccomanno con el caso Carrasco. La acción transcurre en 1969, la época del libro.
En el film se ensamblan de tal manera que el relato de ficción verdadera del gran escritor parece como si hubiera sido escrito después, no antes, del hecho que sacudió la conciencia nacional hace 30 años.
El miedo, la crueldad, la soberbia cerril de los oficiales, la obediencia bovina de la tropa, la deshumanización de los conscriptos, la colimba como educación para un país en eterna dictadura.

3. La mili: en España el franquismo sobrevive a Franco en los cuarteles
Antonio Muñoz Molina, andaluz de Úbeda, hizo el servicio militar español en 1979-1980, y en el convulso País Vasco, en plena transición de los 40 años de dictadura franquista a la frágil democracia. En 1995 publicó sus memorias de “la mili”, Ardor guerrero.
Como Bajo bandera, Ardor guerrero es un libro juvenil de un autor hoy consolidado, que luego transitará por muchos otros temas y territorios, y que fuera galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013.
La “mili” de Muñoz Molina se parece mucho a la colimba de su colega argentino, y es interesante cómo ambos usan las herramientas de la literatura, desde la narrativa de ficción hasta el ensayo literario, para recrear un mundo cerrado, de masculinidades en formación, donde el modelo militar de “hacerse hombre” lleva a estos machitos a despreciar a las mujeres, a los débiles, a los distintos, a los intelectuales y al intelecto, y a perder en la identidad colectiva del soldado obediente todo atisbo de singularidad y pensamiento crítico.
Esta era la tarea de la instrucción, los primeros meses de la mili, según Muñoz Molina:
“Había que aprenderlo todo y olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no solo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo (…)”.
En un artículo académicos sobre Ardor Guerrero, el profesor Aleix Romero Peña destaca en las memorias cuarteleras de Muñoz Molina el tema esencial de la perdida de la individualidad y su reemplazo por un ‘yo’ colectivo sometido al arbitrio cruel del jefe.
“El paso por la mili implica, tal y como puede leerse en Ardor guerrero, una constante alienación que pone en suspenso la preexistente identidad civil de los reclutas –arrebatándoles incluso su nombre, sustituido por un sistema de matrículas: «yo me llamaba J-54», recuerda Muñoz Molina –. El fin último es la pérdida del yo individual, sacrificio imprescindible para entrar en un nuevo mundo dominado por la jerarquía, la brutalidad y la arbitrariedad”, dice Romero Peña.
La novela de no ficción de Muñoz Molina tiene muchas otras aristas interesantes. Como andaluz, de la España profunda, enviado a un regimiento en el País Vasco en plena transición, el soldado se transforma en ariete de lo más casposo, cerril y anticuado del “ser español” ante el sospechoso vasco. En sus horas libres fuera del cuartel, los soldados se encuentran con otro desprecio, distinto al del sargento: el de una población que los ve como enemigos, como representantes jóvenes del viejo franquismo, en retirada pero no vencido.
Como fuerza de ocupación dentro de su propio país, este recluta vive con miedo a un ataque de ETA y desarrolla un odio duradero hacia “el enemigo interno”.
Nosotros también tuvimos colimbas arrojados a lo bruto a una guerra contra un enemigo interno. ¿Quién estudió o transformó en novela en Argentina la tragedia de los conscriptos de la generación anterior a la de Malvinas, los que fueron al monte en Tucumán con el General Antonio Bussi, los que sirvieron en el casino de oficiales de la ESMA o de Trelew?

4. Obediencia debida: conscriptos en la larga dictadura chilena
En la época en que escribí ese artículo sobre la ‘lotería de la colimba’ en el Herald, entrevisté a un miembro de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) presidida por Ernesto Sábato. Le pregunté qué habían escuchado en los testimonios y habían decidido no poner en el informe y en el Nunca más.
Me pidió que no lo publicara en mi artículo y que no citara su nombre. No publiqué sus palabras entonces, y no revelaré quién es ahora, pero diré aquí, cuando esta persona ya no está, lo que me dijo y que me atormenta desde el momento en que lo escuché.
Me dijo que un ex conscripto declaró ante la CONADEP que en un regimiento del interior los oficiales los obligaron a violar en grupo a una detenida, uno tras otro, hasta que esta mujer murió. A los autores del informe les pareció demasiado espantoso. Y no se pusieron de acuerdo sobre qué decir sobre estos soldados. ¿Eran víctimas, eran victimarios, eran las dos cosas?
Ese es el tema central de un libro fundamental sobre la experiencia del servicio militar en la dictadura chilena: Las guerras dentro de los cuarteles, del historiador Leith Passmore.
Fue publicado en inglés en 2017 y el año pasado la Editorial Universidad Alberto Hurtado lo publicó en castellano. En la presentación (en el aula magna de la universidad, donde yo trabajo) dieron su testimonio dos representantes de uno de los muchos grupos de ex conscriptos que en Chile luchan por sus derechos: una pensión, beneficios médicos y psicológicos, y reconocimiento por parte del Estado del daño que les hicieron en nombre de la patria.
Hablé con ellos. Eran hombres tristes, heridos por dentro: ni siquiera tenían el costado heroico y orgulloso que caracteriza a muchos de mis compañeros de Malvinas.
Las guerras dentro de los cuarteles es un libro doloroso. Combina entrevistas en profundidad con decenas de ex conscriptos de los 17 años que duró la dictadura chilena (más de 370.000 vistieron uniforme, la casi totalidad de las clases bajas), con testimonios escritos y grabados, algunos inéditos, otros presentados a las comisiones de la memoria de los crímenes del pinochetismo.
“Esta experiencia”, relata el libro, “representa una ruptura fundamental en sus vidas y la recuerdan en términos de un patriotismo traicionado, las ambiciones frustradas y una masculinidad quebrantada por la confesión, la culpa, los castigos arbitrarios, la tortura sufrida y el trabajo forzoso. Además, rememoran este pasado desde su precariedad económica y problemas de salud del presente, y a menudo con referencia a las cicatrices físicas, emocionales y psicológicas que atribuyen a su período de conscripción”.
El 6 de mayo de 2023, la periodista Lisette Fossa, del medio digital chileno Interferencia, entrevistó a Passmore, y entre otras preguntas sobre su investigación, inquirió:
- Una de las cosas que se hablaba incluso en los años noventa es que en el servicio militar “te lavaban el cerebro”, sobre el enemigo, las rutinas, etc… Según su investigación ¿se instalan ideas en los jóvenes que hacían el servicio militar? ¿Y qué ideas se les trataba de inculcar?
- Claro, veo un intento en la formación de romper los vínculos con la sociedad civil. Porque supuestamente el enemigo estaba dentro de la sociedad civil, fuera de los cuarteles, el enemigo interno; por lo tanto, había un intento de romper los vínculos con la sociedad civil y formar unos nuevos, con los compañeros, la institución, para generar lealtad, más que la lealtad al pueblo o la familia. Y algunos de los ex conscriptos hablan de ese “lavado de cerebro” y dicen que salieron “pinochetificados”, como uno dice.
Eso pasa porque la narrativa del momento tenía que ver con una “guerra interna”. Muchos entraron con una ignorancia política o indiferencia política importante, y en algunos casos salieron con esa perspectiva, que en algunos casos quedó y en otros no duró. Pero ese proceso de romper vínculos no es único en el mundo, se da en los ejércitos del mundo, es bastante normal.

5. La muerte del conscripto Franco Vargas
El sábado 27 de abril murió durante una marcha en Putre, a 2.160 km al norte de Santiago, el conscripto chileno Franco Vargas, de 19 años. El servicio militar es voluntario hoy en Chile, pero muchos jóvenes de clase baja lo hacen como vía para una carrera como suboficiales, por vocación militar o de servicio público o recomendados por sus familias como forma de adquirir hábitos de disciplina.
Según un comunicado del ejército, el soldado “presentó problemas respiratorios durante un descanso en medio de una marcha de instrucción desde el Campo de Entrenamiento Pacollo hacia el Cuartel Militar de Putre. El soldado conscripto fue inicialmente estabilizado por los equipos de la enfermería del regimiento y luego fue enviado a un centro de salud local, en donde se confirmó su muerte”.

Pero en el mismo comunicado la fuerza armada informó que otros 45 soldados conscriptos de la misma unidad sufrieron un cuadro infeccioso de origen respiratorio, y que dos de los afectados fueron trasladados hasta el Hospital Militar de Santiago, mientras que cinco —de los cuales dos están en estado grave— se encuentran internados en el Hospital Juan Noé de Arica”. El diario El País dio cuenta de que los 38 efectivos restantes se encuentran aislados en la unidad militar, y en noticias de diarios, radios e informativos de televisión del país, numerosos padres y madres de los conscriptos dijeron que no podía ver ni comunicarse con sus hijos.

Una semana más tarde, el noticiero de Tele13 difundió un audio en el que un compañero de Vargas decía a su familia que el soldado “avisó que no iba a volver si iba, no lo pescaron (no le hicieron caso). Después, él, a gritos, pidió que por favor pararan, que se iba a morir. No lo pescaron de nuevo. No le dieron mayor atención”.
En el audio se escucha: “Y ahí él se desplomó. Quedó lejos de cualquier parte que se pudiera evacuar. Lo llevaron arrastrándolo con un brazo en el hombro. Arrastrándolo hasta un punto en cual lo pudieran evacuar”, aseguró en uno de los audios. “Ahí cerca de la autopista, cuando llegó el camión, pero ya era tarde, no tenía signos vitales, no se movía. Yo mismo lo vi a él estaba desplomado en el suelo”.
Desde el momento en que se supo la noticia, muchos la relacionaron con la mayor tragedia en el ejército chileno en tiempos de paz: en 2005, 44 conscriptos y un suboficial murieron congelados en un ejercicio de montaña en Antuco. La madre de Vargas y las de sus compañeros internados o aislados relatan en medios chilenos las condiciones paupérrimas de salud, vestimenta e instrucción, y los malos tratos y castigos corporales a los que son sometidos.

6. La lección de una gorra blanca
La primera lección que yo aprendí en el servicio militar es que si no robas, te castigan. La segunda: que para salvarte, te tienen que dejar de importar los demás.
La escena aparece en el libro de Passmore, en los relatos de Saccomanno y de Muñoz Molina, y en mis propios recuerdos y en un objeto valioso que guardo en mi armario.
El objeto es una gorra marinera, blanca (ahora gris pálido) con los bordes hacia arriba, como el gorrito de Coquito, el del Capitán Piluso. Tiene en el borde un nombre marcado con birome, sobre el que está sobreimpreso otro, el mío. Fue la primera noche, en Puerto Belgrano, mi lugar de instrucción naval. Alguien perdió el gorro. Lo robó a otro, éste a otro más, hasta que alguno me robó el mío. Yo aprendí rápidamente la lección: en un descuido le saqué el gorro a un compañero que había ido al baño. No iba a ser yo el castigado.
El castigado fue, obviamente, el único que, al ser robado, no siguió la cadena. Fue honrado y honesto. Dijo que se lo habían robado. Todos respiramos aliviados cuando este conscripto fue castigado. Varios se rieron. Habíamos aprendido la primera lección: a robar.
El gorro en mi armario me recuerda esa importante lección de la colimba.

7. La lección del Martín Fierro
El gran novelista y ensayista Carlos Gamerro funda el nacimiento de la literatura argentina en dos relatos antagónicos: Facundo o Martín Fierro. Los dos son violentos, crueles, apasionados, y representan cosas opuestas. Para Sarmiento su Facundo era la “barbarie” contra la que quería erigir su país de “civilización”. Para José Hernández, el gaucho matrero es la rebelión del de abajo.
Y Martín Fierro, nuestro poema nacional, es la épica del desertor al servicio militar.
El gaucho Fierro se escapa de la leva forzosa, que lo quiere llevar a los fortines para fajarse con los indios en nombre de una patria de latifundistas que estaba borrando de la pampa a gauchos como él. La patrulla lo encuentra y en el combate desigual donde quieren llevarlo a la fuerza al servicio militar, el bravo sargento Cruz se pone de su lado.
Cruz comete un crimen todavía mayor que el de Fierro: se pone a combatir del lado del enemigo. Por decencia, por justicia, porque no soporta que maten a un valiente. Para cualquier lector del Martín Fierro, ese es nuestro lado.
También por Fierro y por Cruz, estoy en contra de la colimba.

Publicado en Revista Anfibia el 15 de mayo de 2024

Leer más
profile avatar
26 de julio de 2024
Blogs de autor

Indicación de la sangría

Poco sabemos de la vida de Juan Bautista Xamarro. Sólo que fue residente en Corte, barbero de los pajes de S.M. (Su Majestad), que estuvo casado primero con Magdalena de Tamayo y después con Ana María Maldonado, y que otorgó testamento el 16 de febrero de 1623 ante el notario Francisco Hernández, falleciendo en Madrid, donde vivía en la calle Tudescos, y donde fue enterrado, en el cementerio de San Martín.

Xamarro es conocido por publicar en 1604, en Madrid, en la Imprenta Real, el libro Conocimiento de las Diez Aves Menores de Jaula, su canto, enfermedad, cura y cría; tratado del que circulan multitud de ediciones, a menudo facsímiles. También, de Xamarro, la Biblioteca Nacional de España guarda el manuscrito Tratado de la dentadura, sus enfermedades y remedios, en el que se le referencia como ‘barbero napolitano’ pero, nuestro interés se centra en otro título, en Indicación de la sangría, publicado en Valladolid, también en 1604 y del que no se conserva ningún ejemplar aunque es citado reiteradamente en listados de obras de enfermería, listados que acostumbra a encabezar en compañía del volumen, también de 1604, Defensa de las criaturas de tierna edad, de Cristóbal Pérez de Herrera.

Ayer, 23 de julio de 2024, estuve cerca de un ejemplar de Indicación de la sangría, eso sí titulado Indicaciones de la sangría y firmado como J.B. Zamarro. Entraba yo a recibir la comunión en la capilla de Santa Orosia, en la catedral de Jaca, y al levantarse uno de los fieles quedó libre el extremo de un banco; fui a sentarme pero el fiel volvió a recoger algo que había olvidado; fue todo muy rápido, había poca luz, y los movimientos de esa persona resultaban nerviosos, casi catatónicos; además su cuerpo y/o sus ropas desprendían un insoportable hedor a podredumbre, a catacumbas, que quizá nubló mi vista. Pero diría, casi aseguraría, que el objeto, legajo más que libro, llevaba, en su cubierta, que me pareció de madera o cuero, el título en cuestión, Indicaciones de la sangría, con el nombre Zamarro acompañado, de forma errática, por las letras J y B. [El Hospital Viejo de Jaca (mediados del XVI), cercano a la Catedral, está inmerso en una profunda remodelación; comentan los vecinos que, de noche, se ven y oyen raros personajes recorriendo las estancias, ahora sin ventanas, introduciendo objetos de variada forma en sacos de arpillera]

Leer más
profile avatar
26 de julio de 2024
Blogs de autor

Sepulcros blanqueados

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Sois semejantes a sepulcros blanqueados que, se muestran hermosos por fuera; pero dentro sólo encierran huesos de muertos e impureza." (Mateo, 23-27).

Marlow, narrador protagonista en la obra de Conrad “El corazón de las tinieblas”, evoca este pasaje bíblico como preámbulo de su toma de contacto con una compañía colonial en la hoy capital de la Unión Europea.

"Llegué a una ciudad que siempre me hace pensar en un sepulcro blanqueado. Prejuicio por mi parte sin duda. No tuve dificultad en encontrar las oficinas de la compañía. Era lo más grandioso de la ciudad”.

La compañía que tan singular presencia tiene en " la ciudad sepulcral" (así será denominada por el autor en lo sucesivo) es la “Societé Anonyme Belge pour le Commerce du Haut – Congo”, en esa época en dura competencia con la holandesa “Nieuwe Afrikaansche Handels- Vennoostchap”.

Comentaristas de la obra de Conrad señalan que un simple delegado principal de una de estas compañías tenía autoridad sobre un distrito que podría suponer la superficie de Bélgica y Holanda reunidas; distrito en el cual su poder sobre las poblaciones locales era absoluto, con imposiciones bajo forma de trabajo, entrega de marfil, etcétera, y castigos tremendos en caso de resistencia.  En un momento del relato se evoca el ideario que justificaría la expansión en tierras africanas: “Cada estación de la compañía debe ser un faro en el camino hacia mejorar las cosas, un centro de comercio, sin duda, pero también un marco de humanización, progreso, instrucción”.  Todo ello en conformidad al espíritu de la “Asociatión Internationale pour l’ Exploration et la Civilisation en Afrique” que presidía el propio soberano belga Leopold II.

El triunfo del fariseísmo, en cualquiera de sus modalidades, pasa porque el protagonista no sea meramente hipócrita. Sea cual el objetivo valor moral de su acción efectiva, el fariseo ha de tener la satisfacción subjetiva de responder a lo único de lo que pueden estar satisfecho, a saber, hallarse del buen lado. Pues, en ausencia de riqueza afectiva o creativa, estar del buen lado es el último y único Bien que sustenta su satisfacción, Sólo se permite a sí mismo - ¡y de hecho se exige! - contar entre los buenos.  El resto de su existencia es obediencia, obediencia no vivida subjetivamente como tal, sino como expresión de la propia inclinación; obediencia oscura y, en consecuencia, oscuro resentimiento.

Implacables, los que están del buen lado arrojan a los díscolos a las “tinieblas exteriores”. Arrojar a la tiniebla, a veces consiste simplemente en empujar a los arcenes del espacio considerado limpio, eficiente y moralmente correcto. Es entonces literalmente la suficiencia del fariseo bíblico tan frecuente en nuestros pagos: “Gracias te doy Señor por no ser como ese”.

Pero en el caso de la narración de Conrad, lo que se arroja a la tiniebla son las costumbres, las creencias y hasta las lenguas propias de poblaciones enteras, consideradas como ajenas a la humanidad y en consecuencia susceptibles de ser extirpadas hasta la transformación (“civilización”) de aquellos que las siente como el propio ser.  Pero si la dignificación es falaz, sin embargo, la miseria y destrucción que sus impulsores generan es bien real. En su periplo por los dominios congoleños de Leopoldo II, el narrador de la novela de Conrad, intentando cobijarse por un momento en la sombra de los árboles vecinos a una suerte de cantera, descubre el destino de aquellos que ya no son aptos para trabajar en la misma:

“Agachados, tumbados, sentados entre los árboles, aferrados a la tierra, medio difuminados en la penumbra, expresaban todas las actitudes de sufrimiento, abandono y desesperación (…) Este era el lugar al que se habían retirado para morir. Morían lentamente, no eran enemigos, no eran criminales, no eran ya seres terrestres, eran sombras de enfermedad e inanición, yaciendo confusamente en la penumbra verdosa”.

Leer más
profile avatar
24 de julio de 2024
Blogs de autor

El fútbol

Durante años el fútbol estuvo criminalizado en nuestro país por haber sido el primer embajador internacional de la dictadura franquista. Aquel régimen utilizó los éxitos del Real Madrid y el legendario gol a la URSS de Marcelino –un gallego en el club de Zaragoza–, mientras en lugares como Inglaterra o Argentina no eran pocos los intelectuales, algunos muy de izquierdas, que escribían literatura épica con el balompié. Los uruguayos Mario Benedetti y Eduardo Galeano, por ejemplo, o el filósofo alemán radicado en Cambridge, Ludwig Wittgenstein, sostuvieron un verdadero romance con el fútbol y la teoría del juego, lejos de ese componente alienante que muchos diagnosticaban desde España y también Borges.

Curiosamente, el Real Madrid había sido el club más republicano antes de convertirse en estandarte del nuevo régimen político. En su dilatada trayectoria ha tenido jugadores cercanos al Opus Dei como Zoco, pero también a maoístas confesos, el bávaro Paul Breitner, sin ir más lejos. Una dicotomía política que, según parece, va a mantener durante la próxima temporada, con Daniel Carvajal mostrándose abiertamente derechista y su nueva estrella, Kylian Mbappé, escorado a la izquierda solidaria y multirracial.

En realidad, el fútbol siempre ha sido políticamente ambivalente, y ahora lo estamos comprobando por mor del triunfo de la selección en el Europeo de naciones. Lo ha sido incluso en el Barça, la entidad que se jacta de ser “més que un club”, pero que también tuvo su propio idilio con Franco, al que condecoró en varias ocasiones y nombró socio de honor en tiempos de Narcís de Carreras y también de Agustí Montal. Detrás de los clamores independentistas recientes se ocultaban de su pasado las diversas recalificaciones urbanísticas que permitieron al Barça construir su flamante Camp Nou al abandonar Les Corts o la influencia diplomática del franquismo para sellar con éxito el difícil fichaje de Kubala.

Con el Valencia también ha pasado lo mismo. Fue profundamente franquista tras la guerra civil para, décadas más tarde, convertirse en el club popular por excelencia de la menestralía urbana y los agricultores de la huerta. Hasta la transición y las riñas identitarias. En el momento más dulce del equipo, con la llegada del gran Mario Kempes, el Valencia se vistió del azul de la senyera, anatema para la izquierda de entonces. No fueron pocos los valencianos progres que se hicieron del Barça y abjuraron de aquel Valencia “blavero”. Se perdieron a Marito con las calzas caídas y aquella extraordinaria final en el Bernabéu contra el Madrid.

Más ambivalencias. Otro filósofo profundo, por más que coqueteara con el nazismo, Martin Heidegger, fue un persistente aficionado del Bayern Munich. Al otro extremo, el pensador francés y marxista por excelencia, aunque huidizo del comunismo oficial, Jean Paul Sartre, ejerció de seguidor ferviente del París Saint Germain, ahora en manos del capital petrolífero de la autarquía qatarí. Su gran polemista, Albert Camus, escribió incluso un libro dedicado a este deporte: Lo que le debo al fútbol, su experiencia como portero cuando era universitario en la liga argelina.

En un programa cultural de la televisión holandesa, hace ya un cuarto de siglo, y en presencia de personalidades de la talla del antropólogo Richard Rorty, el novelista también Nobel John Coetzee o la zoóloga Jane Goodall –la de los chimpancés africanos–, el formidable pensador George Steiner se explayó a gusto con el fútbol: “Cuando Maradona corre con la pelota hacia el gol, 2.500 millones de corazones palpitan a la par –vino a decir–. Ningún evento similar ni siquiera fue imaginado. Ni Shakespeare ni Beethoven tuvieron ese poder de suspender las emociones humanas. No sé qué concepto sociológico sirve para esta emoción planetaria”. De eso se trata, no de política, sino de pulsión humana y telecomunicaciones universales.

También han puesto a caldo a nuestros jugadores por hacer payasadas durante la fiesta de exaltación en Madrid de su triunfo. Ninguno de ellos debe haber leído a Camus o a Steiner, claro está. Tal vez el exvalencianista Juan Mata, lector de poesía, o Miguel Pardeza, miembro culto de la Quinta del Buitre. Puede que ni siquiera Pep Guardiola, que se las da de intelectual haya estudiado a Platón o a Kant para estimular a sus jugadores, a lo sumo se habrá enganchado a las meditaciones de Marco Aurelio o al arte de la guerra de Sun Tzu, que suelen venir a cuento para extraer algún que otro aforismo recurrente antes de una “batalla” balompédica.

En la estupenda serie sobre la Premier inglesa, Ted Lasso (Apple tv), se muestran de modo entrañable las interioridades de un vestuario profesional londinense. El propio entrenador, Lasso, es un poco bobo, aunque con un gran corazón, mientras sus jugadores hacen el idiota constantemente. Son jóvenes, ricos y famosos, algunos muy descerebrados y los más procedentes de ambientes desclasados o de países extraños. Al final, gracias a la humanidad y humildad del propio Lasso consiguen crear un grupo animoso y vencedor. La España de un entrenador discreto como ha sido Luis de la Fuente se ha fundamentado en eso mismo. No pidamos más, no le saquemos peras al olmo ni caigamos en el politiqueo tan español. No es nada frecuente que un futbolista profesional tenga la labia de Jorge Valdano, pero alcanzan a saber que su Dios es redondo, como tituló el mexicano Juan Villoro.

España, la Roja ya sin medias negras, estaba congraciada con los dioses, sorteó las dificultades siempre que lo necesitaba. En un fútbol cada vez más homogéneo y globalizado –no como en la época de Martin Amis–, redescubrió que contra el bloque bajo y la presión constante que ahora tanto se llevan –y que aburre a las ovejas–, nada mejor que la ancestral receta del extremo burlón y el mediapunta creativo: las historias de un niño de diecisiete hijo de emigrantes, de un bailongo pamplonica cuya memoria viaja en patera, la de un andaluz ahora parisiense cuya progenitora fregaba pisos o la de un emigrante catalán a Zagreb y Leipzig, dos ciudades perdidas en el imaginario latino. Y a lo lejos, un portero hijo de guardia civil y de madre ertzaintza​​. ¡Qué bien lo pasamos emocionándonos con su fútbol chispeante!

Leer más
profile avatar
22 de julio de 2024
Blogs de autor

Yo, el engreído, o Yo, el arrogante

 

He ensayado en varias ocasiones, todas fallidas, remedar aquel glorioso título “Yo, el jurado, la novela policíaca de Mickey Spillane, mal llevada al cine, protagonizada por su héroe habitual, Mike Hammer. Ahora tanteo un “Yo, el engreído” o quizá un “Yo, el arrogante” como rubro de un breve escrito acerca de esa cualidad inherente a la clase escribana y, en concreto, a un caso particular, el mío, tras la publicación, por el profesor Joaquín Fabrellas Jiménez, del ensayo La condición radical. Aproximación a la obra lírica de Francisco Ferrer Lerín (2023).

Abundan, en reseñas y artículos sobre mis libros, frases de este cariz: ‘célebre creador contemporáneo de gran talento’, ‘padre nutricio de la Secta Novísima’, ‘un autor raro, querido y admirado por personas con criterio’, ‘escritor de culto que se mantiene ajeno a las modas’, ‘gusta de sonreír a las verdades’, y así multitud de ditirambos y alucinaciones que giran en torno a mi ya baqueteada figura. Ha sido pues oportuna, para serenar los ánimos, y pienso en los míos, la edición, por el sello zaragozano Libros del Innombrable, del manual firmado por Joaquín Fabrellas, un texto reposado y casi exhaustivo acerca de mi obra lírica que, olvidando la frivolidad de declaraciones como las citadas, se adentra en el estudio severo de un modo de escribir poesía que, ya desde mi descubrimiento de Saint-John Perse allá en los comienzos de la década de los sesenta, vi como empeño posible y deseable. Un manual, La condición radical, cuya consecuencia inevitable, sin embargo, ha sido acrecentar mi arrogancia, mi egotismo descarado, al comprobar la singularidad de los valores que Fabrellas certifica como propios de mi literatura.

Queda claro, por lo tanto, que me gusta que se hable de mí, pero que se hable bien; esa tontería atribuida a Dalí de que lo importante es que se hable de uno aunque se hable mal, no va conmigo. Quiero decir pues que tengo perfectamente localizada la única reseña negativa que consta en mi abultadísima fortuna crítica, la reseña del libro misceláneo de poemas La hora oval (1971, con textos que arrancan en 1959), firmada por Leopoldo Azancot, publicada en La Estafeta Literaria, que me atribuye la intención de querer descubrir el Mediterráneo. Aunque también se produce otro agravio, he de aceptarlo, el día en que soy recriminado, esta vez de palabra pero luego en papel, durante una entrevista para un pasquín universitario, por mi condiscípulo Andrés Pérez Jofaina, al acusarme de usar el humor en la redacción del texto “Rinola Cornejo y el estrangulador de Boston” publicado en Papeles de Son Armadans con el beneplácito, por tanto, de Camilo José Cela; en síntesis dice Jofaina, quizá refrendado por Borges, que el humor degrada, dejémoslo para los contadores de chistes, que las palabras se las lleva el viento pero la literatura, la alta literatura, la poesía, queda impresa para toda la eternidad, y no debe ser mancillada. En cuanto a la reseña de La Estafeta, señalar, además, que Leopoldo María Panero, llamado, por cierto, “Panecillo”, por el grupito barcelonés de poetas, me la recordó no sé cuántas veces, advirtiéndome que iba a obrar en mi contra de cara a mi carrera de escritor, o no sé si dijo de poeta. Panecillo, como varios miembros de aquel clan al que yo también pertenecí y que me resisto a denominar generación, se tomó en serio, desde el comienzo, su condición de poeta y cualquier tropiezo podía descolocarlo. De todos modos esos tres episodios, Azancot, Panero y Jofaina, no me afectaron, quizá por no dar, en aquellos años, a mi actividad poética, por lúdica y fácil, ninguna importancia o, quizá, por mi condición, ya entonces perfectamente infatuada y vanidosa, descrita a la perfección por Félix de Azúa, aunque aplicándola a cierto escritor de postín cuyo nombre no oso pronunciar por estar todavía más o menos vivo: ‘XXX es una vejiga repleta de petulancia catalana’.

Ahora no me resisto, antes de concluir este artículo, a facilitar un par de apuntes indispensables para la Historia de la Literatura, al menos de la literatura del barrio barcelonés de San Gervasio. El primero es el dato preciso sobre la ubicación del lugar del examen al que me sometió Jofaina; sentados en una sillas de escay y con la grabadora sobre una mesa de formica en la cafetería Don Pancho, ya desaparecida, situada en la esquina de la calle Aribau y Travesera de Gracia. El segundo apunte es fruto de mi traducción instantánea al español, por deformación profesional, del apellido Spillane, que los diccionarios precisan como ‘derrame’, y que me retrotrae a los tiempos de bachiller en el Colegio Nelly de la calle Calvet de Barcelona, cuya asistencia religiosa era cubierta por un bonachón e inofensivo cura catalán, quizá llamado Padre Feliu, y por otro cura, vasco, voluminoso, grasiento, cuyo apellido sí recuerdo a la perfección pero que prefiero dejar en el anonimato, sacerdote que nos confesaba, a los alumnos, durante sudorosas y sofocantes sesiones, embutidos, abrazados, confesor y confesado, en un angosto habitáculo, una caja de madera imitación de un confesionario, que apestaba a hombre sucio y en el que éramos interrogados insistentemente acerca de las características de nuestras masturbaciones, en especial sobre si estas finalizaban con o sin derrame.

Leer más
profile avatar
19 de julio de 2024
Blogs de autor

Ítaca es hoy un spa

Vivimos en transición constante a pesar de habitar nuestro microcosmos, bien agarrados a su dibujo para no perdernos; una mónada de las que hablaba el filósofo Leibniz, la guarida mental donde nos definimos y reafirmamos. Miro la llave de madera que me han entregado en el hotel, una delgada lámina con su código invisible, y pienso cómo era yo cuando sostenía las llaves de acero enlazadas a un cordón con una borla granate. Las mismas que se devolvían en recepción y ocupaban pequeños casilleros en una fácil metáfora visual de las habitaciones, produciendo en nosotros diferentes matices como el olor a óxido que nos quedaba en las manos. Vamos cambiando sin percibirlo: nuestros dedos no sienten lo mismo al leer el periódico en papel que posando las yemas sobre la pantalla. Los mostradores, por ejemplo, son hoy más etéreos, menos parapetados. Y BlaBlaCar asciende como la app que más ha crecido este año: muchos jóvenes no quieren ya tener coche propio, pues prefieren los viajes colectivos y más sostenibles. También se sienten más cómodos en una habitación doméstica que en la de un hotel, y no se trata solo de una cuestión económica.

La continua fluctuación nos fascina tanto como nos apabulla, pero no hay otra opción que la de embarcarnos en la nave del tiempo, sin trasnochada melancolía. Urge abrir nuestra mónada y compartir el vaivén de preferencias, o tendencias, que varían nuestra relación con los objetos, incluida la nevera. Piensen si no en aquellos que nos acostumbramos a la leche de avena, e incluso nos entregamos a la religión vegetal de los jugos de arroz o quinoa, y ahora somos alertados de la resurrección de la leche de vaca. “La vamos incorporando a poquito, para que no siente mal”, me recomienda un nutricionista. Igual que un antidepresivo, pienso mentalmente sopesando sus beneficios –“vemos huesos de cristal porque nadie toma leche”– y recordando indigestos malestares. Cuando afirmo, cuál exalcohólica, que no quiero volver atrás, el nutricionista me alerta de que la avena “tiene antinutrientes” y me recomienda que, en todo caso, la tome de almendras. Me apesadumbra tanta indiferencia hacia mi paladar, hecho de costumbres y poco amante de los sobresaltos.

La ideología del bienestar sigue tratando de reparar las grietas que produce la voraz cadena de producción. De ahí al boom de los coachs­ que introducen una dosis de pensamiento mágico en las rutinas cotidianas. Hoy todo es holístico, aunque poco tenga que ver con el pensamiento holista. La pretenciosidad envuelve la sencillez para asombrarnos, y nos ofertan amplios surtidos de sales y panes, tan mal considerados en la dieta saludable. Hace años los huevos tenían que comerse con moderación, y hoy, en cambio, disponemos de barra libre. Entonces, en los gimnasios recomendaban tablas aeróbicas mientras que ahora exaltan las pesas. Entrenamiento-fuerza, te recomendarán si tienes más de cuarenta años, además de stretching o pilates, sin olvidar la meditación con ocho ciclos de respiración profunda. No será nadie si no toma diversos complejos vitamínicos, bayas de Goji, cúrcuma, kale y otras nuevas estrellas del herbolario. Y cuando por fin seamos devotos feligreses de lo saludable, probablemente nos cambien la pauta al cabo de un año, porque habrán descubierto que aquellos hidratos prohibidos ayer son el nutriente principal de nuestro cerebro. Y es que Ítaca, el prometedor destino del poema de Kavafis, no será ya sabiduría y experiencia, sino el nombre de un spa en el que desmayarnos.

Leer más
profile avatar
18 de julio de 2024
Blogs de autor

Los espejos cóncavos

Este año se cumple el centenario de la publicación de Luces de Bohemia, la pieza teatral de don Ramón del Valle Inclán, que apareció primero por entregas en 1920, y se estrenó muchos años después, primero en París en 1963, y en España hasta en 1970.  Cien años del esperpento.

El protagonista, Max Estrella, un escritor ciego fracasado que peregrina por distintos parajes de Madrid, define con precisión el concepto de esperpento en uno de los diálogos con don Latino, su compañero de jornada: “el esperpentismo lo ha inventado Goya…Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”.

Detrás de los ojos que no pueden ver de Max Estrella, están los de Valle Inclán, capaces de penetrar su época a través de la óptica deformada de los espejos cóncavos, en los que se refleja una realidad que por muy grotesca, ridícula o extravagante que parezca, no deja por eso de ser verdadera. Lo trágico en la envoltura de lo risible. Todo viene de Goya, de los monstruos alados de los sueños de la razón, de los disparates que meten el buril en la entraña oscura del poder represor, el poder felón, que es ridículo, prohíbe y manda callar, y lo empuja al exilio.

Disparates, prisiones, suplicios, libertad. “Usted no es proletario”, le dice el preso a Max Estrella en el calabozo donde va a parar; “yo soy el dolor de un mal sueño”, responde. El mal sueño de la razón. La pesadilla de la imaginación. Todo entra en la órbita del esperpento. El poder felón al que Goya pone delante de sus espejos cóncavos, es venal, y lo es desde antes, desde Cervantes: “que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes”, dice en La ilustre fregona; y lo sigue siendo cuando Max Estrella entra en el despacho del ministro, su “amigo de los tiempos heroicos”. Llega a pedir justicia porque ha sido reprimido por la policía, y agobiado por la miseria, el ciego termina aceptando dinero “porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo, sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles”.

La acción de Luces de Bohemia discurre cuando España aguanta aún el peso de la restauración, y sobre todo, el peso de la derrota de la guerra de 1898 contra Estados Unidos por la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, un desastre que marca al país, y marca a la generación de intelectuales de la “generación del 98”: el propio Valle Inclán, Baroja que creía en las virtudes regeneradoras de las viejas hidalguías castellanas, y Unamuno, que quería enterrarlas.  Y Ramiro de Maeztu, quien dirá en Hacia otra España, haciendo un inventario de esperpentos: "este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos…".

Es cuando llega Rubén Darío desde Buenos Aires con el encargo del diario La Nación de escribir la crónica de la derrota, de lo que resulta su libro España Contemporánea. La España que él también mira reflejada en los espejos cóncavos, los supliciados de semana santa, “doña Virtudes”, la reina regenta María Cristina, con fama de avara, que los jueves santos lavaba los pies de los mendigos, y los nobles, que, también como una expiación de culpas, les servían luego la comida en vajilla de plata. Todo como en una toma negra de Los olvidados de Buñuel, que viene también de Goya y viene de Valle Inclán.

En la semana trágica de 1909, el año de la muerte de Alejandro Sawa, el escritor sevillano a quien encarna Max Estrella, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja. Otro aguafuerte de la serie infinita de Goya, otro esperpento de Valle Inclán, otra toma de Buñuel.

La España de los espejos cóncavos que Darío ve es también la del entierro de la sardina, ya la gente olvidándose de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros.

Y Valle Inclán agrega dos esperpentos más, de paseo entre las tumbas de un cementerio. Él mismo, “viejo caballero con la barba toda de nieve, y capa española sobre los hombros, es el céltico Marqués de Bradomín. El otro es el índico y profundo Rubén Darío”.

El último de los poemas de Darío será un poema negro, en que relata una peregrinación fantasmagórica a Santiago de Compostela en compañía, otra vez, de Valle Inclán.

Una vuelta de tuerca. Porque en Luces de bohemia, otra vez entre espejos en el café Colón, Darío recita para Max Estrella, después de un diálogo sobre la muerte, la última estrofa de ese poema desolado: ...la ruta tenía su fin/y dividimos un pan duro/en el rincón de un quicio oscuro/con el Marqués de Bradomín….

 

Leer más
profile avatar
15 de julio de 2024
Blogs de autor

Jünger & Escohotado

En la novela Eumeswil, Jünger nos presenta a un narrador que es, dependiendo de la situación, un Trabajador, un Anarca, un Emboscado y un Gran Silencioso. Me atrevería a definir a Escohotado siguiendo las mismas figuras, que lo emparentan mucho con el protagonista de una narración donde la utopía y la distopia vienen a ser la misma cosa.

1.Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Trabajador.

Decía Jean-Michel Palmier que el fundamento que hace posible la figura histórica del Trabajador de Jünger no hay que buscarlo en el idealismo alemán sino en Nietzsche y en su voluntad de poder. He ahí la clave para acercarse a Escohotado: diríase que el destino de Escohotado se concretó en su voluntad de desarrollar potencias y en la alegría de conseguirlo. Contaba Deleuze, basándose en Espinosa, que la alegría llega cuando conseguimos colmar una potencia y desplegarla hasta extremos que ni siquiera nos atrevíamos a imaginar. La tristeza, por el contrario, sería sentirse despojado de una potencia que habíamos creído que estaba a nuestro alcance, y que se ha desvanecido misteriosamente. Tiempo tuvo Escohotado de experimentar los dos extremos de esa balanza emocional, pero exhibió siempre un vitalismo tan contundente y nabokoviano que uno tiende a creer que en él pesó mucho más la alegría que la tristeza, porque para Antonio el trabajo era la fiesta secreta que le permitía desarrollar sus potencias. En todos sus escritos sentimos su aliento y su respiración en el ritmo de sus frases, en el vaivén de sus ideas, en las intromisiones del narrador cuando menos te lo esperas, creando tejidos textuales donde la información general se mezcla con la personal, siguiendo un camino en zigzag que el lector siente como materia viva, fluida y de una acidez suave pero muy penetrante. Antes de arañar acaricia, y pelea consigo mismo y con el lector. A veces es torrencial, otras veces muy conciso, otras conjetural, otras explícitamente estadístisco, otras árido, pero nunca tanto como para resultar molesto si sigues de verdad la línea de su pensamiento y no te obsesionas con algunos momentos de su discurso.

Su amor a la fiesta y su espíritu dionisíaco no le impidieron dejar tras él una obra considerable. La vida le deparó placeres y sobresaltos que gestionó y destiló como un alquimista.

2. Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Emboscado.

Dice Jünger al comienzo de La emboscadura:

«Irse al bosque», «emboscarse», lo que detrás de esas expresiones se esconde no es una actividad idílica. Antes al contrario, el lector de este escrito habrá de disponerse a emprender una travesía que da que pensar, una caminata que conducirá no sólo allende los senderos trillados, sino también allende los límites de este libro.”

Ahí quería llegar siempre Escohotado, a los límites de su narración, de sus creencias, y fue naturalmente un emboscado. La tumultuosa Ibiza podía ser el lugar del emboscamiento si tienes una casa lejos del mundanal ruido, si bien el ruido forma parte de la naturaleza. Y también la furia.

Su recorrido por la jungla de las drogas tiene que ver con el emboscamiento, pues las drogas pueden ser buenas amigas del emboscado, permiténdole además cartografiar la experiencia del viaje. A pesar de empezar su trayectoria filosófica como aristotélico, o quizá por eso, Escohotado siempre estuvo abierto a la experiencia de los límites.

3.Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Anarca.

Recordemos al Anarca de Eumeswil. Además de ser un historiador distante y lúcido, muy preocupado por ciertas figuras y momentos de la historia, trabaja de camarero para el tirano por las noches, en una especie de pub que el Cóndor ha instalado en algún lugar de su castillo. Está cerca del príncipe pero lo mira con distancia, como si para él el Cóndor fuese solo una figura estructural. En sus últimos tiempos, Escohotado anduvo bastante cerca de los príncipes del comercio. Algunos lo iban a visitar y hasta posponían el viaje en el avión privado para poder conversar más tiempo con Antonio. Me gustaría saber qué pensaba exactamente él en ese y otros momentos. El Anarca de Eumeswil es bastante simpático, pero sospechamos que solo muestra a los demás la punta de su iceberg personal. Quiero pensar que Escohotado hacía algo parecido.

En Los enemigos del comercio vemos un duelo singular de altos vuelos. Escohotado contra Marx en las arenas del Coliseo filosófico. Puede parecer un ensayo pero uno lo siente como una gigantomaquia que traspasa la vida real. Marx escribió tres tomos de su Capital, Escohotado le responde con tres tomos de su Comercio. A Escohotado le gustaba el juego, la geometría y las simetrías. Escohotado quiere mirar a Marx de frente, como la persona que fue, no como la que él creyó que era. Puede oler el humo de sus puros, su sudor en la biblioteca de Londres, cuando escribía El Capital. Escohotado señala a Marx y lo agrede con frases lapidarias:

-El marxismo es la religión del no ser. Parece que hay sustancia, parece que hay naturaleza, pero es el reino de la nada.

Asombra que en cuatro frases dichas con naturalidad aparezcan referencias a los presocráticos, a Aristóteles, a Marx y a la filosofía existencial. Escohotado ha sorbido tanto a Marx, se ha adentrado tanto en él, que en algún momento se producen unas bodas químicas de naturaleza paradójica y Escohotado empieza a desbocar sus ideas en un estilo tan poliédrico como el del Marx, como si quisiera acabar con él usando un látigo parecido, si bien para decir lo contrario. Es un efecto narrativo y a la vez es pura voluntad de poder, de poder liquidar a Marx, que en otro tiempo fue su padre espiritual. La lucha tiene cierta estructura novelesca. Hay un tejido de razones pero también de emociones.

Uno puede llegar a creer que Escohotado ve más enemigos del comercio que los que ha tenido y tiene, pero esa es otra historia que excede el espacio de este artículo. En Escohotado me interesa más el combate, pues solo en el combate, en su acción envolvente, se ejerce la voluntad de poder. ¿Quién gana el litigio? Es difícil saberlo. Parecía que el marxismo estaba muerto pero ha regresado, en su forma más radical, a través de algunas variantes de la deconstrucción, y su influencia es notable en el mundo académico y estudiantil, tanto en Europa como en América.

Nos queda una figura, la última, que la vamos a formular en forma de interrogación.

4.¿Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Gran Silencioso?

El Gran Silencioso es uno de los conceptos más atractivos de la última fase de Jünger. Está estrechamente vinculado a las otras figuras, al Trabajador, al Emboscado y al Anarca, pues los tres son silenciosos. Todos actúan y observan, pero solo el Emboscado, el Anarca y el Gran Silencioso defienden su libertad como fieras sutilísimas.

El Gran Silencioso sería la figura que cierra, o que “encuaderna”, en el sentido lacaniano del término, las otras figuras de Jünger y las culmina vinculándolas al Gran Silencioso de verdad: al Ser de Sein und Zeit. En el gran silencio del Emboscado se va destilando la flor del pensamiento. Si nos fijamos en Escohotado, advertimos que sólo a través de muchas horas de silencio se hace posible la travesía que llevó a cabo, si bien cuando dejaba atrás los libros podía convertirse en un discípulo de Trimalción y echar la casa por la ventana. Dicho lo cual, me aventuro a indicar que de todas las figuras de Jünger, la del Gran Silencioso es la que peor cuadra con Escohotado, sobre todo si pensamos en lo mucho que se prodigó en los medios de comunicación, pero entraba dentro del sistema de alternancias que Escohotado había establecido entre el silencio y la palabra.

Leer más
profile avatar
12 de julio de 2024
Blogs de autor

La virtuosa flema del hombre demorado…

En los antiguos tratados, ya caídos en desuso, se aludía a la vida de los hombres, al pasar de los años, el curso del tiempo, el flujo de la misma memoria, el viaje súbitamente emprendido al nacer y encaminado a través de lánguidos meandros hacia el oscuro nicho de la sepultura. Si la metáfora fuera todavía elocuente, se entendería mejor la nostalgia que inspira el viejo y renqueante vagón del ferrocarril. El traqueteo, la somnolencia, la contemplación del paisaje, la tardanza, la ondulación del tiempo que se conjura con la demora y la delicada predisposición a llegar tarde y a deshora. ¡Qué fortuna la del hombre retardado! Dilatando el camino, postergando la hora, posponiendo el momento de llegar al dudoso destino.

Resulta tan extraña la obsesión por la velocidad. ¡Como si la urgencia nos llevara a un lugar deseable! Cuando lo único que a ciencia cierta se sabe es que con rapidez se llega antes al osario de la fosa común. ¿Cómo se ha tramado la fingida alianza con el tiempo? ¡Creer que se le puede someter! Se dice a menudo: hay que ganar tiempo. ¡Si nadie lo puede atrapar! Él nos envuelve, atraviesa y ensarta. La vieja maestría consistió en apartarlo y espantarlo: ¡vade retro! El gran arte de los hombres antiguos. Acompasar los pasos del cuerpo al pulso vital del organismo. La insólita armonía natural auspiciaba una altiva soberanía: la lentitud. ¡La verdadera majestad! ¡El tempo lento!

Una multitud enloquecida por la falta de tiempo, computada por los minuteros del reloj digital, se desplaza a gran velocidad, se apresura, acelera y, finalmente, se precipita. Masas de seres acuciados se lanzan, se arrojan, se tiran de cabeza al agujero del tiempo. Engullidos por la falsa ilusión de la puntualidad. Y nunca se preguntan: ¿a dónde vamos a parar?

A principios del siglo xix se pensó que el ferrocarril era una aberración industrial, un sacrílego desafío al orden del tiempo natural. ¡Si nos vieran ahora! ¡Encajonados en los trenes de alta velocidad! Movilizados por la ingeniería, reclutados por la innovación, acelerados por la obsesión. Pero añorando en secreto aquellas locomotoras, con el carbón ardiente en sus calderas, el silbido en sus válvulas de vapor, zarandeando al pasajero, tan orgulloso de su virtuosa flema de hombre demorado.

Se oye decir que las invenciones de la técnica consuman los saltos evolutivos de la civilización. Pero este ir a toda prisa, sin cesar, ignorando el desenlace de la velocidad, embutidos en la máquina que ha tergiversado y atrofiado la dimensión del tiempo, no es una de ellas. Más bien ha sido una demoníaca precipitación la que nos ha llevado a padecer la apremiante y condenada falta de tiempo. La maldición del hombre contemporáneo y la fatalidad de nuestra época: cuanto más veloz sea el desplazamiento, más escaso será el tiempo de vida disponible.

¡Ah, maligno ingenio! ¡Diabólica paradoja!

¿Y cómo podrá leerse la novela del mundo? Si uno ha sido despojado de ese otro tiempo alegremente muerto, felizmente inútil, mudo y retenido, silencioso y suspendido. ¿Cómo entrar en el tempo narrativo de la escritura, en el laberinto de la imaginación, en el mundo del lenguaje sin medida temporal? ¿Acaso no ha sido siempre la lectura de la novela un abstraerse de toda coacción? Abandonar la hostigada premura y penetrar lenta y pausadamente en el relato original.

¡A la basura los manuales de lectura rápida!

Subíos al tren más tardo y pausado que encontréis y sumíos en la indolente y ensimismada resistencia, en la parsimonia vital, en la displicente arrogancia del hombre demorado. Ajeno al requerimiento de la puntualidad, a la alarmada obcecación que moviliza a una multitud urgida por la enardecida ilusión de llegar a tiempo. La frenética aceleración del ir y volver a toda velocidad, perfeccionada mecánicamente por las primicias que comprimen y reducen el tiempo de vida… ¡Al demonio la alta velocidad!

Sacad de vuestra biblioteca los libros entrenados1 y revivid el salvífico hábito de la lentitud. Instalaos en el escenario de la imaginación novelesca —el mundo sin tiempo— y subid a un vagón renqueante y rezagado. Asumid como estilo vital la noción del tempo lento. Sin su astuta sabiduría, sin su artesanal inteligencia, pereceremos atenazados por un poderoso remordimiento: haber desperdiciado el único tiempo de vida que nos fue prestado.

1 Jorge Semprún, El largo viaje; Patricia Highsmith, Extraños en un tren; Bohumil Hrabal, Trenes rigurosamente vigilados; Paul Theroux, Tren fantasma a la Estrella de Oriente; Christopher Isherwood, El señor Norris cambia de tren; Mauricio Wiesenthal, Orient-Express: El tren de Europa.

 

Este texto está publicado en la revista Jot Down nº 47



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
12 de julio de 2024
Blogs de autor

La historia –nacional– como texto y como pretexto

Resulta sorprendente comprobar lo poco que saben de historia los españoles, de su propia historia. No es de extrañar, por otro lado, teniendo en cuenta los enfrentamientos ideológicos y territoriales padecidos, en especial durante los siglos XIX y XX, centurias en las que se redactaron muchos manuales sobre historia a beneficio de quienes los promovían. Para cuando los historiadores contemporáneos se han enfrentado con pretendido rigor al devenir hispánico, han encontrado serias reticencias cuando no refutaciones ad hominem heredadas de la llamada visión carpetovetónica y la épica de cartón piedra del franquismo por un lado, pero también de las ficciones románticas de los nacionalismos periféricos por el otro, a las que pertenece, sin duda, la narrativa reciente del procés catalán y también la de Joan Fuster sobre los valencianos elaborada en los años 60.

Dos son las falacias más comunes en estas historias de españoles para no dormir. Una es la que presupone la existencia de un país uniforme, grande y además libre, desde que se unieron en santo matrimonio Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, sobrepasado el ecuador del cuatrocientos. La segunda, la que cree que el Reino de España es tan particular como plural, un caso excepcional, plagado de naciones, idiomas y tradiciones muy diferentes, un caso único en Europa. Nada más lejos de la presumible realidad que los estudios serios del pasado revelan.

Empecemos por la idea de España como nación única e indivisible, que contra lo presupuesto, no es conservadora sino de origen liberal. Y, curiosidades perversas del destino, fue la II República el momento de máximo españoleo intelectual, solo quebrado por la cuestión catalana (“la traición catalana” en opinión del progresista republicano Manuel Azaña). No obstante, y a pesar del gran recibimiento a las tropas “nacionales” del general Franco en Barcelona y de la existencia de varios batallones catalanes en su ejército, el franquismo decidió sumergirse en una visión de España marcada por las películas tan maniqueas como horteras de Cifesa (Agustina de Aragón, Alba de América, La leona de Castilla…) y una suerte de andalucismo de pandereta que ahondaba en nuestras diferencias con Europa, tal como se regodea en La niña de tus ojos de Fernando Trueba siguiendo la biografía de Florián Rey e Imperio Argentina.

Del otro lado de la balanza, durante los últimos años de la dictadura y en los primeros de la transición, y como reacción al rapto de la idea de España por parte del franquismo, nacerá un antiespañolismo furibundo, una especie de nueva leyenda negra en amplios sectores de la izquierda e incluso entre demócratas moderados en las periferias del país, incluyendo a buena parte de la intelectualidad y el artisteo en general. España en realidad es una nación de naciones, se dice desde entonces, retomando las viejas nociones de Ortega y Gasset, quien había hablado en los años 20 de un país invertebrado, compuesto por las Españas diversas, cuyo “rompeolas” es Madrid.

Pero no somos tan singulares en el contexto europeo, ni por asomo. La historia nacional de nuestros vecinos en el Mediterráneo, los italianos, por ejemplo, resulta más rocambolesca todavía. Entre la caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V y la unificación del país a mediados del XIX –también de tintes ilustrados–, Italia discurrirá a lo largo de más de mil cuatrocientos años dividida en numerosos reinos, principados, ducados, marquesados o serenísimas repúblicas. Y aún hoy, las diferencias y rivalidades entre el norte rico padano y el mezzogiorno (el sur empobrecido) parte en dos el alma de cualquier buen italiano tricolor. Sólo el fútbol de su selección y la pasta parecen conjugar a los italianos.

Tampoco ha sido muy homogénea la historia de los alemanes. Primero crearon con Herder la teoría como reacción a su cultura racionalizada, posteriormente unificados a partir del último tercio del siglo XIX, y no como nación sino bajo la figura de un Imperio Alemán, aglutinante de cerca de cuarenta formas distintas de organización política, desde reinos a margraviatos o ciudades libres. Al recomponerse Alemania como república al término de la II Guerra Mundial lo hará como una federación de landers (territorios) y un estado libre, condición diferenciada que se otorgó a Baviera, el antiguo reino del siglo XIX. El idioma-dialecto bávaro (junto a su hermano austriaco, ambos más latinizados que el alemán estándar), en cambio, será reducido a un espacio popular sin proyección académica. De vuelta a Kant.

Más compacta, desde luego, es la historia de Francia, pero solo desde el punto de vista territorial. Francia, que vive jornadas inciertas en lo político y social, se ha convertido actualmente en un crisol de etnias y religiones. Un país en fase conflictiva, a pesar de su espíritu laico y humanístico, como consecuencia de su intenso pasado colonial. Los diques de la asimilación liberal francesa están rotos y no sabemos predecir cómo se va a digerir esa situación en los próximos años. De hecho, en Francia están prohibidos los estudios demográficos de carácter étnico, de tal suerte que se hace muy difícil abordar la magnitud del multiculturalismo francés, origen del apogeo lepenista.

La de Inglaterra, en cambio, es una historia también para no dormir. La del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que así se llama su Estado y así es en su realidad cotidiana, en este caso con plena conciencia popular por parte de las cuatro naciones que lo conforman –y juegan al rugby por separado entre ellas…–. A quienes les interese el tema, les aconsejo abonarse al nuevo canal de Documentales en la plataforma de Movistar. Busquen allí el serial sobre los orígenes del Reino Unido a cargo del historiador anglonigeriano David Olusoga, que incluye ligeras entrevistas a ciudadanos de la calle sobre sus opiniones y sentimientos nacionales. A los españoles les vendría de maravilla fijarse en el nacimiento de la Gran Bretaña con el Tratado de la Unión en 1707, y el del Reino Unido con Irlanda incorporada en 1800.

Resulta inenarrable el capítulo que empieza en el museo de la Marina inglesa cuando se desenrolla una bandera gigante de España. La escena recuerda la llegada del Guernica de Picasso a Madrid procedente de Nueva York. Se trata del estandarte del buque San Ildefonso, hundido en la batalla de Trafalgar (otoño de 1805), una enorme rojigualda con el escudo coronado de un castillo y un león, que se llevaron los británicos a su isla como botín simbólico de una gran victoria naval. La enseña fue utilizada en la capilla ardiente del almirante Horacio Nelson, abatido en esa misma batalla que significó su mayor triunfo y gloria póstuma. Nelson, quien hoy se enseñorea en el corazón londinense de Trafalgar Square, fue el primer héroe británico, ya no inglés. Y sus funerales sentaron la tradición ceremonial que se repetiría en sepelios posteriores, de la reina Victoria a Isabel II, incluyendo el de Winston Churchill y el muy literario de Eduardo VII, tan maravillosamente narrado en el arranque novelado de Los cañones de agosto de Barbara Tuchman.

Mientras tanto, es muy posible que la mayor parte de los españoles desconozca siquiera dónde está el cabo geográfico de Trafalgar ni quién fue el vasco Churruca, ni habrán leído la novelita del señor que da nombra a las avenidas de Pérez Galdós.

Leer más
profile avatar
11 de julio de 2024
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.