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20 diciembre

¡Ah! El viejo espectáculo de la corrupción. ¡Cuánta indignación suscita! Y sin embargo ¿a quién se dirige este clamor? ¿Quién atenderá la súplica?

Como una voraz marabunta de termitas en un caserón abandonado, los  comisionistas sobornan a quién se ponga por delante. No se andan con remilgos. Son hombres de fortuna y su fortuna es inmensa.

Lo que está en juego.

Un fatigado empleado a punto de jubilarse contempla el curso de su vida. El miedo a la escasez, a una edad de la que nada cabe esperar salvo la penuria de una pensión exigua, le hará maldecir. ¿Hice bien no haciendo nada?

Esto es lo que está en juego.

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20 de diciembre de 2006
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MICROTRAUMATISMOS

El verdadero poder del ciudadano no procede ya de ser elector sino consumidor.

El elector, tal como están las cosas, deposita su voto y prácticamente muere.  Su existencia política pasa a engrosar la materia de las encuestas y los sondeos, la masa que llena alguna manifestación sin consecuencias y, sobre todo, compone al sujeto abstracto sobre el que hablan los políticos en sus proclamas y los intelectuales en sus artículos de opinión. Es el sujeto al que se refieren con amanerado respeto los líderes pero que de ninguna manera les importa demasiado. Concretamente al político le importa el ciudadano sólo como votante; la larga temporada restante es la de un discurrir ondulante que sólo gana pulso y soflama al aproximarse el día de las urnas.

Los consumidores imponen, en cambio, mucho más. Un consumidor actual, con conciencia de la calidad, instruido en el ejercicio del consumo, escéptico respecto a los anuncios o los discursos, escaldado por mentiras y estafas, exigente en la relación calidad precio, no es tan fácil de embaucar (aunque a mí sigan timándome).

El consumidor moderno sabe mejor lo que quiere y aquello que le pertenece, ha adquirido mayor conocimiento de sus derechos y aspira a realizarlos con plenitud. Le faltan todavía, sin embargo,los medios para ejercerlos con prontitud y eficiencia, lo que parece regatearle aún el sistema y su Administración. 

El ministerio de Sanidad y Consumo español ha sido hasta el momento más lo primero que lo segundo y más un organismo represor que promotor. Fomentar la ciudadanía en el siglo XXI es desarrollar la energía del sujeto consumidor como sujeto crítico, como sujeto participante, como sujeto político a un grado que no ha conocido la historia y que no conocerá ya la política agotada en su anacronismo y su deterioro moral.

A la idea de polis sucede el domus. Esta terminología que empleó Michel Maffesoli se corresponde con el vector que traspasa mi libro Yo y tú, objetos de lujo. La actual organización política con su inoperatividad democrática y su irreversible corrupción deriva en un desengaño cada vez más incurable y extensivo.  Los individuos desean formar comunidades, crear agrupaciones, conectarse pero desconfían de todo aquello que huela a guardarropía político. Lo político es un mal en coincidencia con un tiempo del mal político.

Otro mundo es posible y  su ordenación responderá más a las vinculaciones espontáneas inspiradas en los deseos y necesidades de la  vida común que en los solemnes ideales de tiempos pasados.

Si la política es Proyecto, el Gran Proyecto como tal ha concluido. Nuestra existencia en la cultura de consumo carece de un trazado fijo y vertical. Nuestras vidas se bifurcan, se trifurcan o comienzan de nuevo con una elasticidad, movilidad y variabilidad trabada en horizontales.

El proyecto, lo político, se nutre de un anhelado fin a la manera de la metafísica mientras nuestra realidad es laica y rechaza el Gran Final. Muchos fines, cortos, transmutables, vecinos, componen el mundo del consumidor y en él se demanda radicalmente un derecho que, realizado a través de  microtraumatismos, transformará decisivamente lo social.

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19 de diciembre de 2006
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El nuevo nombre de la brutalidad

Me enteré leyendo un artículo del Clarín dominical firmado por Ana Barón, corresponsal en Washington: la última moda entre ciertos adolescentes norteamericanos es lo que se llama bum hunting, esto es la reunión de chicos para salir a cazar homeless por las calles y molerlos a palos –literalmente hablando, hasta matarlos en más de un caso.

Entre 1990 y 2005, 165 personas sin techo fueron asesinadas por muchachitos que, una vez detenidos, alegaron que solo los movía la intención de “divertirse”. Para peor muchos de estos críos graban la escena y la cuelgan en la red o editan en video. Ryan McPherson, de 18 años, cedió los derechos de su material por millón y medio de dólares y ya vendió 300.000 copias desde el año 2001. Poco tiempo atrás, en Calgary (Canadá), cinco jóvenes decidieron emular a McPherson. Armados con una cámara, salieron en busca de un homeless y cuando lo encontraron lo molieron a palos y le partieron una botella en la cabeza. No lo mataron de puro milagro. Michael Roberts, de 53 años, no tuvo tanta suerte. Cuatro chicos de entre 14 y 18 lo encontraron en el bosque al que había ido a fumar marihuana. Le pegaron, se fueron, volvieron, le pegaron otra vez más, se alejaron, regresaron y lo castigaron nuevamente, se fueron y terminaron volviendo una última vez: en esta ocasión lo hicieron armados con un palo con un clavo en su extremo, que le incrustaron a Roberts en la cabeza, produciéndole la muerte. Hoy el mayor de esos “chicos” purga una condena de 35 años en una prisión de Jasper, Florida, pero el peso de esas penas parece no tener efecto disuasorio alguno: la “moda” parece difundirse cada vez más, en buena medida a través de medios como la red.
Algunos dicen que matar a un homeless se ha convertido en una suerte de rito de iniciación para ingresar a un grupo. Las pandillas han existido siempre, pero hasta no hace mucho ingresar a ellas requería algo parecido a una prueba de coraje. ¿Cuál es el coraje necesario para apalear entre varios a un viejo hambriento e indefenso? 

Yo pertenezco a la generación para la cual Singin’ in the Rain es, ante todo, la canción que cantan Alex (Malcolm McDowell) y sus drugos en La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, mientras muelen a golpes a un homeless y se cagan de risa. El domingo por la tarde, poco después de haber leído la noticia de la cual les hablo, vi por primera vez la Singin’ in the Rain de Gene Kelly y Stanley Donen. (Les juro que nunca la había visto completa antes, más allá de los clips clásicos que conoce todo el mundo.) Me pareció una película llena de imaginación y de exuberancia, una postal del espíritu humano consagrado a la creación de algo bello. La disfruté como loco y después sentí un poco de tristeza. Quizás porque entendí hasta qué punto el uso de la canción en La naranja mecánica entrañaba la corrupción de ese belleza, el trastocamiento más completo de su sentido: una canción hermosa funcionando como banda sonora de algo horrible; y quizás porque también me pesaban esos chicos perdidos, que seguramente crecieron en una circunstancia ajena a toda noción de belleza. Deben haber sido castigados e ignorados y brutalizados sistemáticamente durante sus cortas vidas, deben haber soportado la casi total aniquilación de su alma, para que ya no les quede otro entusiasmo que el de la violencia más cruel, ni más música que la de un hueso al quebrarse.

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19 de diciembre de 2006
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BUENA/MALA EDUCACIÓN

Muchas veces tengo la sensación de que por delicadeza, una forma de educación, he perdido muchas cosas en mi vida. Quizá no hayan sido tantas, es posible que no muy importantes, pero una, dos, tres, mil veces he tenido la sensación de perder el tiempo. De dedicar el tiempo llamado libre -incluso el otro, el que no es libre, el atado al deber, a las obligaciones, a los trabajos y los días- a cosas, gentes, conversaciones, entretenimientos y otros menesteres que me interesaban entre poco y nada. Pero uno, por la educación, la costumbre o los hábitos sociales, termina haciendo lo contrario de lo que desea. Muchas veces me propongo no hacer caso a la cantidad de “pesados” que uno se va tropezando en su vida. No siempre lo consigo. Es más, yo diría que casi nunca. Admiro a los que se saben liberar de los “plastas”. No conozco el truco.

Por educación muchas veces no decimos lo que pensamos. Incluso decimos lo contrario de lo que pensamos. Por educación no somos críticos. Incluso no criticamos al crítico que tantos méritos hace. Por educación, por delicadeza, perdemos nuestro tiempo.

Sin embargo, el otro día, una tranquila tarde en que me disponía a disfrutar de dos horas y media de lectura en un tren, uno de los mejores lugares públicos para estar a solas con nuestros libros -incluso teniendo que soportar las variadas estupideces que se escuchan desde móviles ajenos-, elegí asiento individual. Si los móviles se ponen antipáticos, una música muy familiar -para no entretenernos- puede sonar en nuestro i pod. Así, más o menos aislado del resto del vagón, con buen libro y un buen whisky con hielo, me disponía a pasar dos horas y media en compañía de Borges visto desde los diarios de Adolfo Bioy Casares. Estaba disfrutando de las pequeñas y grandes maldades. De las historias grandes y de las pequeñas. Me estaba riendo con ese niño que confundió a dos monjas con dos pingüinos… y noto que alguien me saluda, es el intelectual, psiquiatra, académico y memorialista Carlos Castilla del Pino. Sin duda una figura humana e intelectual que me merece todo el respeto y la admiración. Algunas veces he tenido la ocasión de hablar con él de cultura, de música, de historia de este país o de amigos escritores y siempre me ha parecido sugestivo y brillante. Aunque nunca consigo librarme de la sensación de estar siendo estudiado. Más de una vez fui a algunas de sus charlas. Pero esa tarde, precisamente esa tarde de tren en que tenía la oportunidad de conversar con él durante más de dos horas, lo único que quería era seguir en la sola compañía de mi lectura. Llegó un momento delicado. Después de hablar unos minutos en el pasillo, Castilla del Pino me ofreció sentarme a su lado y continuar la conversación… ¿Qué hacer? Como dijo Lenin… Ya me imaginaba entretenido y teniendo que agotarme en mi esfuerzo por mentir. No me gusta tener que decir la verdad a los psiquiatras. Lo normal, lo educado, quizá también lo inteligente, hubiera sido saber usar esas dos horas al lado de un maestro… Pero no sé qué me pasó, cuál fue mi resorte secreto que me escuché diciendo al admirado Castilla: “mira Carlos, veo que llevas un extraordinario libro -las obras completas de Kafka en la edición de Galaxia Gutemberg- y yo estoy enfrascado en este de Bioy Casares… creo que deberíamos seguir como si no nos hubiéramos encontrado”… El sabio sonrío y me dijo: “tienes razón”. Creo que esa tarde gané una batalla. Quizá perdí la oportunidad de una lúcida charla con un intelectual de gran talla. Pero os aseguro que el libro de Bioy sobre lo cotidiano con su amigo Borges mereció la pena.

Otro día, si nada me entretiene, hablaré de Borges. Y de su viuda, María Kodama.

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19 de diciembre de 2006
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19 diciembre

La incursión en el más allá no se considera digna del buen gusto literario. La tradicional desconfianza que inspira el subsidio de la religión –como una recurrente modalidad de la fantasía- se dedica también a ciertos excesos del imaginario narrativo.

En estos casos la verosimilitud canónica del relato no basta para vencer la resistencia, la engreída exigencia de realidad. A regañadientes se admira la destreza del autor que nos lleva hasta el límite de la experiencia pero un extraño sentido de la mesura recomienda no dar ni un paso más.

La lectura de Murakami tiene algo que ver con este recelo cultural.

La minuciosidad descriptiva del autor japonés es un alarde naturalista y pendenciero. Como si de la atención obsesiva a lo más ínfimo o doméstico, la constatación de un cuerpo entregado a su tarea, obtuviera el permiso de ir más allá.

Murakami encauza de un modo magistral la energía de la invención, se deleita en las posibilidades costumbristas de cada escena, y hace malabarismos que a ningún otro se han consentido.

La estructura simbólica de sus relatos exige un ejercicio hermenéutico agotador. Su virtuosismo psicológico es inquietante pero no hay modo de saber a dónde desea conducir al lector. Si a una contemplación extasiada o a una humillada resignación.

Las piezas de su novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo pertenecen a un elegante rompecabezas. Pero su sentido brota y se escabulle como si la hubiera escrito para un huraño grupo de iniciados. Aunque excite la intuición del público que adora a Murakami.

Kafka en la orilla (también en Tusquets) es una nueva versión de la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo: la misma seducción empeñada en desvelar cómo nos envuelve el otro lado del mundo.

La Crónica es un portento de alusiones –a veces brutales. Kafka es un consternado atreverse, un insólito ir más allá. Desafía las leyes de la lógica para contar sucesos ocurridos más allá de la muerte.

Un sacrilegio literario que haría estremecer de vergüenza al Dante.

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19 de diciembre de 2006
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LA ESTAFA DE TELE2

Aviso para usuarios: si reciben una llamada de Tele2 ofreciéndoles el oro y el moro a cambio de abandonar Telefónica, niéguense. La condescendencia del receptor lleva enseguida a un tobogán de abandonos y ordalías que sumen en la máxima desesperación.

No debía ser así puesto que ambas compañías y todas las demás teleco operan bajo las leyes de un país democrático donde se reconocen derechos individuales a los ciudadanos  pero la tenebrosa realidad se impone.

Se impone la realidad a través de los mundos abstractos y oscuros, ilocalizables e intangibles de las Grandes Compañías. Tele2 dispone tanto de nosotros una vez obtenida nuestra aquiescencia para la conexión que podría hablarse de un secuestro o un atentado a nuestros vínculos con el mundo. ¿Un sinsentido tratándose de una empresa de comunicación? Totalmente, pero en ello reside su potencia y su capacidad de devastación anímica porque, sin duda, más allá de nuestro entendimiento prevalece el superentendimiento de la Compañía, su superconocimiento del mundo, de nosotros y de su encriptada intendencia.

La Compañía sabe y domina el todo. Conoce aquello que puede serle de utilidad y lo que podría acaso perjudicarla. En el abstruso universo de las invisibles redes, Tele2 actúa como un saboteador social a través de todo aquel que le entregue su confianza. Promete varias megas más y más baratas para atraer la clientela y una vez captada la credulidad del desdichado ejerce su arbitrio cerrando la posibilidad de reclamación alguna. ¿Darse de baja? Efectivamente existe la posibilidad de cursar un fax con el requerimiento de ser borrado inmediatamente de las listas pero ¿reaccionarán? ¿restaurarán la línea? No hay promesa alguna.

La línea se ha desvanecido en el acto primero de Tele2 como muestra de quién es el Amo. ¿Se es ya de Tele2? Pues Tele2 actúa como un Dios de nuestro devenir telefónico. Y ello en complicidad o no con Telefónica que a su vez adopta una disposición adversa hacia nosotros tras verse preterida por nuestra inocente elección. ¿Nos torturará también Telefónica, ambas en comandita? Tortura absurda, gratuita, vana, podemos pensar. Pero tan incuestionable que no importa lo insensata que nos parezca.

  El sentido se encuentra enteramente en las manos de Tele2 y sus ocultos secuaces mientras nuestro sentido y nuestro sonido, nuestra hilación y nuestro hilo telefónico han emigrado. ¿Se alimentan de él? ¿Juegan con nuestro incomodo telefónico? ¿Les divierte nuestra irritación?
En el fondo del auricular, tratando de obtener algún indicio sobre el futuro que nos espera, parece advertirse murmullos y risas. Uno a otro se comunican la complacencia de haber cazado un incauto más y mantenerlo pendiente de sus menores movimientos. ¿Volverá la línea pronto? ¿Esta mañana, acaso al final del día? ¿Nos resignaríamos a que fuera mañana pero incluso que llegara en un próximo porvenir? Sí y no. Nuestro desconcierto es paralelo al miedo. Sin respuestas ni signo alguno, sin señal ni existencia real. 

Aquella dulce voz que solicitaba nuestra adhesión desbordada de felices promesas ha desaparecido por completo. Solo se escucha en el teléfono ciego y vacío un jadeo fugaz que da paso a un silencio sin fondo, un horror vacui que induce a permanecer distanciado del aparato, prevenido ante los  males todavía peores de que podría valerse Tele2 para exterminarnos impunemente y por capricho.

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18 de diciembre de 2006
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Un hombre para todos los tiempos

Estaba haciendo zapping en la tórrida tarde del sábado, cuando descubrí que Film & Arts emitía A Man for All Seasons. Mi mujer y mi hija más chica presionaban para que saliésemos en busca de algún sitio con aire acondicionado, pero de inmediato me apliqué a ganar tiempo con esas expresiones a las que uno recurre en cincunstancias similares: ahora voy, bañate vos primero y esa clase de cosas. Mi interés por A Man for All Seasons, que nunca había visto antes, tenía que ver en primer lugar con Robert Bolt, guionista del film y autor de la obra original. Bolt siempre fue uno de mis guionistas preferidos, su trabajo junto a David Lean dio lugar a algunas de mis favoritas de todos los tiempos: Un puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago. Pronto descubrí que la película era una especie de Quién-Es-Quién del cine de la época –la película es de 1966, dirigida por el norteamericano Fred Zinnemann-, y me di a mí mismo la excusa de que quería saber qué otros actores famosos iban a aparecer: entré en una escena entre Orson Welles y Paul Scofield, que hace de Tomás Moro, y después fueron apareciendo Wendy Hiller, John Hurt, Susannah York, Leo McKern y hasta Robert Shaw, a quien conocí haciendo de Quint en Tiburón y que aquí interpreta a un desaforado –en todos los sentidos, habría que decir- Enrique VIII.

            La película recrea el enfrentamiento entre Tomás Moro, autor de Utopía, y el monarca inglés. Enrique VIII pretendía que Moro, a quien había nombrado Canciller del reino, lo apoyase en su intención de divorciarse de Catalina de Aragón para desposar a su amante. Moro empleó argumentos políticos, religiosos y hasta de la más pura lógica para tratar de disuadir al monarca, pero cuando comprendió que Enrique no cejaría en su intento –que con el tiempo lo llevaría a romper con la Iglesia católica para crear la Anglicana a su gusto y conveniencia-, optó por encerrarse en un profundo silencio: no bendeciría la unión, pero tampoco la criticaría. Sin embargo Enrique entendió que el silencio de Moro hablaba volúmenes, por lo cual decidió encarcelarlo primero, juzgarlo después, y por fin, ante la certeza de que Moro no daría el brazo a torcer, ordenar su decapitación.

            A simple vista A Man for All Seasons es uno más de esos dramones históricos ingleses (la verdad es que sentía todavía más calor viendo a esa pobre gente tan vestida), pero el debate de ideas que cobija me resultó apasionante –y más actual que nunca. Una escena en especial me pareció brillante. Ya en prisión, Moro recibe la visita de su hija Meg (una jovencísima Susannah York), a quien Cromwell (McKern) le ha permitido acceso confiando en que presionará a su padre para que cambie de idea. En efecto, la inteligente Meg le expone a su padre un argumento sagaz, con el que espera convencerlo: sabiéndolo hombre de fe profunda, le sugiere que no debería caer en la tentación de jugar al héroe, lo cual entrañaría pecado de soberbia.

            Moro le responde entonces: “Si viviésemos en un Estado en el cual la virtud fuese redituable, el sentido común nos convertiría en buenos, y la avaricia nos tornaría santos. Y viviríamos como animales o ángeles en la tierra feliz que no necesita héroes. Pero como vemos, de hecho, que la avaricia, la ira, la envidia, el orgullo, la pereza, la concupiscencia y la estupidez resultan más redituables que la humildad, la castidad, la fortaleza, la justicia y la razón, y en la necesidad de elegir, siendo humanos al fin… quizás sea necesario que resistamos un poco –aun corriendo el riesgo de convertirnos en héroes”.

            En ese momento creí que Moro hablaba con la más irreductible verdad. (Me encantó que convirtiese a la estupidez en uno de los pecados capitales.) Al día siguiente, cuando dejé que las palabras de un irresponsable me dañasen, me descubrí pensando que además de la lucidez de Moro me vendría bien su templanza. Soy una criatura de sangre caliente, recalentada aun más por mi circunstancia estival. Ojalá pueda alguna vez alcanzar el equilibrio del Moro que Bolt creó, su capacidad casi sobrehumana para no distraerse con aquello que no puede modificar y conservar así sus fuerzas –ya que seguimos hablando de energía- para la producción de luz, de amor y de concordia. En un mundo que insiste en relativizar toda opción moral (se comienza tolerando una falta de respeto y se termina tolerando genocidios), este hombre para todas las estaciones del que habla el título debería ser revisitado más a menudo, porque sigue siendo un hombre para hoy; uno como los que casi no quedan.

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18 de diciembre de 2006
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La mejor familia que el dinero puede comprar

-¡Luces, cámara, acción!

El protagonista de la película gatea hacia una bacinica y berrea un poco. Su mamá trata de seducirlo con un chupete para que mire a la cámara, pero él se echa a llorar. Desesperada, la mamá lo carga y lo acaricia. Por toda respuesta, él vomita. El director de la película, sin embargo, no pierde la paciencia. Ya ha tenido momentos de crisis como este.

-¡Corten! –dice. Y vuelven a grabar. En la película final quedarán sólo los momentos felices: el bebé riendo, la mamá feliz, el papá siempre pendiente de su familia perfecta. Todos los momentos tristes o difíciles se cortarán y eliminarán en la sala de edición. Toda la amargura se retirará del montaje final.

Ojalá la vida fuese así ¿verdad?

Pues por solo 3.000 euros puede serlo. Y por unos 11.300, todo el primer año de vida del bebé puede ser editado y narrado en un tierno documental para recordar por toda la vida.

Se trata de un nuevo servicio de video en Nueva York que pone la tecnología audiovisual al servicio de la familia feliz. Piénsenlo: los niños son actores temperamentales e impulsivos. Las películas caseras están llenas de mocosos que se niegan a sonreír, madres al borde de un ataque de histeria y padres que procuran pedir sin gritar que todos se acomoden para la cámara de una maldita vez. La espontaneidad, que le dicen. En cambio, una empresa como Moments to Remember envía a un equipo de profesionales para crear la imagen que siempre quisiste ver de tu familia.

Por supuesto, a esos precios, los únicos que pueden pagar el servicio son los padres adictos al trabajo que nunca están en casa. Hablamos de un país en que el 20% de las personas con ingresos elevados trabaja en condiciones extremas: más de sesenta horas por semana, a ritmo muy acelerado y con responsabilidad por las pérdidas y ganancias de su empresa. Para muchos de estos padres y madres, el dinero contrarresta el tiempo que no pueden dedicar a sus familias.

La cuestión es que todo es ficción. La familia hecha de momentos ideales es una creación del productor que un consumidor compra: su objetivo no es retratar sino ocultar la vida cotidiana.
Queremos la vida perfecta, y queremos ser los padres perfectos, pero sobre todo, queremos pruebas de lo bien que lo hacemos. Los videos son de gran ayuda. A fin de cuentas, si tus niños son impresentables, puedes encerrarlos en su cuarto y ponerles a tus amigos el video. También puedes verlo a solas por la noche, para vivir esos momentos que la realidad no te ofrece. El problema es que aún no puedes mandar al video al colegio, donde la profesora siempre se mostraría feliz con esos personajes perfectos, obedientes y bien integrados. Tampoco puedes comer con ellos y preguntarles cómo les fue, o llevarlos a jugar fútbol. Inevitablemente, debes convivir con tus hijos imperfectos de carne y hueso. Pero no pierdas la fe. La ciencia está trabajando en eso.   

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18 de diciembre de 2006
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¿RIP AUGUSTO PINOCHET?

Es la necrológica menos esperada: un asesinato post-mortem del dictador chileno que murió la semana pasada, en The Weekly Standard, el semanal de los neoconservadores de Washington cercanos a Bush. La revista pide a sus lectores ahorrar sus lágrimas y utilizarlas para otro muerto. «Chile consiguió su éxito a pesar de él» dice el subtítulo del artículo firmado por John Londregan, profesor de la Universidad de Princeton y gran conocedor de Chile.

La celebración de los mercados es una mera herramienta pinochetista en el momento de esconder los paredones, afirma el artículo. La brutalidad de Pinochet no tenía nada que ver con las necesidades de la economía, añade el texto que recuerda los errores de la junta militar: una moneda sobrevalorada y la extraña decisión de convertir las deudas privadas en deuda pública. Fue un regalo para ciertos amigos del dictador.

De manera global, el gobierno de Pinochet, en su voluntad de privatizar, permitió una corrupción cuyo tamaño completo queda por descubrir. Lo que provoca la rabia de Londregan es la aceptación ahora, hasta en la Rusia de Putin, de que las ideas económicas de Pinochet eran buenas y punto. Eran buenas, sí, dice el profesor, pero por razones equivocadas. Los alemanes nunca celebraron a los nazis después de la Segunda Guerra Mundial por tener autopistas y el carro VolksWagen. Los nazis fueron una catástrofe para Alemania. De la misma manera, en Chile «nada justifica los crímenes cometidos» por Pinochet, ni su política económica.

Me encanta leer esto. No sé si tiene que ver con la posición muy débil de Bush en Washington. Por lo menos, sus amigos ideológicos, se ubican un poco mejor.

Última nota: a los que están dispuestos a leer otro artículo sobre Chile recomiendo una excelente encuesta sobre el papel creciente de las mujeres en el país de la presidenta Bachelet. Lo firma una editora, Lorn Scott Fox, en The London Review of Books. No la conozco pero obviamente sabe de qué habla.

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18 de diciembre de 2006
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DESCONECTADO/DESENGANCHADO

Viajo, trabajo, hablo, me callo y escucho. También leo. De vez en cuando leo, sí. También duermo. No mucho, pero sí más de lo que nunca lo hice. Me hace falta. Serán los años. O será algo parecido al aburrimiento. Lo malo es que el sueño, los sueños, no aseguran la carencia de aburrimiento. Durante mucho tiempo he estado acostándome tarde. En eso no seguí el camino de Swann. Ni el camino de Marcelo. Ni el de Luis Alberto de Cuenca. He sido, soy, demasiado trasnochador. ¿Qué es demasiado trasnochador? Nunca nada demasiado.

¿Por qué al listo -demasiado culto, casi abrumador, tan perfecto en sus lecturas, tan imperfecto en tantas otras cosas-  Jorge Luis Borges no le gustaba nada Gracián? Tampoco me deslumbra Gracián, pero ante tantos capullos de la corrección liberal/lectora y otras liberalidades de la arrogancia anónima de estos foros tan abiertos, me dan ganas de refugiarme en el más sincrético de los cinismos. Llevo unos días callado. Tampoco tenía nada urgente, ni turgente, que decir.  Estaba en el extrarradio. Es decir, fuera de casa. Y para mí fuera de casa es muy difícil seguir enganchado en esta historia del “boomeran”. No es verdad que la zona wi fi sea una zona universal en los hoteles. Al menos en los modestos hoteles de cuatro estrellas en que suelen alojar a los diletantes culturales de mi estilo. Y no hay nada mejor que te pongan las cosas difíciles, es decir que no te lo pongan en bandeja, para buscar la excusa y no tener nada que decir, nada que contar. Los hay más rápidos, más hábiles, más ordenados y más enganchados, enchufados o como se llame esta cosa de la red, pero yo no soy de esos. Y lo siento, de vez en cuando lo siento. Me gustaría poder contar, haber contado en “caliente” algunas cosas que pasaron en unos días en que fuimos convocados para recordar al memorioso Borges.  Pero no soy Funes. Además, no tomo apuntes.

No estuvo tan mal esa curiosa reunión con María Kodama. Entre otros, pasaron por allí, por un curioso pueblo de Sevilla llamado Tomares, José María Álvarez -sí, aquel novísimo, ese al que muchos recuerdan como “el Rimbaud” de Cartagena, ese que en una generación nos dejó tocados de algunas alas viajeras y poéticas con su “Museo de cera”- , Felipe Benítez Reyes o Luis Alberto de Cuenca, entre otros más o menos borgianos. ¿Quién qué es poeta, escritor, lector, no es un poco, mucho o demasiado borgiano? Allí estuvimos, cerca de Sevilla y lejos de la casa de Juan Antonio Maeso, al que cada noche -es un escritor de esa tribu de los que no conducen, pero beben- teníamos que acompañar hasta su casa en medio de ninguna parte.

Pues eso, que no es tan fácil estar enganchado. Y que tampoco es tan fácil recordar algunas cosas cuando seguimos durmiendo poco. Es posible que cuando sea mayor, cuando sea otro, cuando me llame de otra manera, me reconvierta en otra cosa, en otro tipo. Ahora sigo siendo uno que, por más que engañen las apariencias a algún cretino de pijismo estético y otras pequeñeces, nada tiene que ver ni con papás noeles ni con gaspares llamazares. Yo que tantas cosas he sido, nunca he sido nada de eso. En fin, ahora no quiero recordar algunas cosas. Como todavía me acuerdo de algunas, mañana intentaré contarlas. Si la cosa wi fi no se pone antipática.

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18 de diciembre de 2006
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