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LA NOVELA IMPOSIBLE

¿Puede todo la novela? Sí, como género literario la novela es insuperable y los ensayos de Milan Kundera lo afirman con talento y una abundancia de ejemplos del siglo XVIII. Pero estamos en el siglo XXI. Es decir, en un mundo mucho más virtual que la realidad descrita por Voltaire o Laurence Sterne. Hoy existe la realidad aplastante de la pantalla electrónica. Gran competencia para la novela.

Así se debe entender una noticia que va y viene entre justicia, libros y dinero: el magnate de los medios Rupert Murdoch cancela para siempre la publicación del libro de O.J. Simpson: If I did it, here's how it happened (Si lo hubiera cometido, así es como sucedió). ¿Cuál es el género de este libro de O.J. Simpson? Es, de manera formal, una novela; es decir, el producto de una imaginación, pero es una novela-fe de error frente a la historia. Simpson, estrella del fútbol americano, consiguió una doble hazaña durante su proceso, hace unos años, en una corte californiana: convencer a todos de que era culpable del asesinato de su esposa y del amigo de ella, y salir ileso del tribunal, al destrozar la acusación del fiscal con los argumentos de sus abogados.

Las imágenes del proceso llenaron por completo los programas de las cadenas de televisión por cable. Simpson negó de manera continua ser el autor de los crímenes y millones de personas escucharon sus declaraciones a lo largo de días y días de transmisión. Ahora pretendía con su libro «imaginar» el doble asesinato que nunca cometió; es decir, contar lo que hizo conjugando verbos en condicional.

La editora del libro, Judith Regan, no tiene duda sobre la naturaleza del texto: es una confesión. Acaba de explicarlo en un largo texto en inglés. Afirma que lo más fácil para confesar lo que una persona no puede o no quiere decir es, para esa persona, hablar de una mera hipótesis. Pero aquí tenemos una diferencia fundamental en la reacción del público: la mentira de Simpson frente a la justicia era algo que se podía entender; pero su franqueza, dentro de una supuesta obra de ficción, es, según todas la reacciones, algo insoportable. Se trata de un acto de mal gusto, han dicho varias personas a la BBC. Y Judith Regan, que tiene una historia de éxitos en la industria de los libros, se equivocó por completo, dice The Guardian.

Más allá de la indignación frente a la manera de pisotear la memoria de las víctimas, se nota una verdad ineludible en el episodio: una novela puede ser una obra inspirada por la realidad, puede utilizar personajes reales y hechos comprobados, puede ser la confesión de la persona más despreciable del mundo (caso de Les bienveillantes, de Jonathan Littell, que arrasa en ventas en Francia con el testimonio de un nazi especializado en eliminaciones masivas de poblaciones), todo es posible, sí, con la novela, pero bajo una condición: debe ser una obra de imaginación. El error de Simpson/Regan no es el mal gusto, es un error de conjugación: la verdad no se dice con el condicional. En los tiempos modernos se cuenta en presente del indicativo.

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22 de noviembre de 2006
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AMORES PERDIDOS

Tiempo perdido. Amores perdidos. Polvo serás, más polvo enamorado. En realidad estaba pensando que la lista más importante es la de los amores que no fueron, los que no serán, incluso algunos que fueron sin tener que haber sido. Tantas cosas hemos sido, pero no hemos sido los que recibieron el abrazo de aquella que tanto deseamos. También le pasó a Borges y supo hacer un poema, triste, breve, hermoso… No sé, en realidad pensaba escribir sobre el premio a la mejor labor editorial. Fui jurado. Y me sentí cómodo con el premio. El premio fue para Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.

Tenemos muchas deudas con el Círculo de Lectores. Las hemos seguido teniendo con Galaxia. Y por supuesto con Gutenberg, un buen tipo. Y cuando pensaba escribir sobre la felicidad que nos proporcionó, la que sigue proporcionando, la editorial de galaxia abierta a las librerías, se me cruzaron las listas.

Esa manía de ordenar los gustos, las pasiones, las músicas, los libros y las amadas. ¡Me encantan las pelirrojas! Sobre todo las que se llaman Katherine Hepburn. También las que se dejan enamorar por un bruto hombre tranquilo. Incluso, cuando fui pequeño, me gustaban las pelirrojas y pecosas fueran de Boston, de California o Rita Pavone. ¿Era pelirroja Guillermina Mota? Da igual, me encantaba. Pues eso, nunca fuimos abrazados por ellas. De lo otro, ni hablamos. Y como no tengo más que decir no me callo porque diré algo más.

Estoy contento con el premio a Galaxia/Círculo por mi memoria antigua y por mis placeres recientes. Por los libros que le encargaron a Eduardo Arroyo, los de Juan Goytisolo incluidos. Por el Kafka de Pepe Hernández. Por los de Barceló, Amat y por el placer de volver a viajar con Gulliver con Pérez Villalta. Pero también les doy las gracias por Gómez de la Serna, Baroja, Vargas Llosa y por muchos rusos o de los países del este que estuvieron perseguidos por esos archivos que guardaban los del KGB. Gracias por Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva y por Joseph Brodsky. Gracias por muchos más, por ejemplo, gracias por Canetti, por Sophia de Mello y por Eugenio Montale. En fin, gracias porque cuando fui pequeño, leí a los rusos y ahora que soy mayor los sigo leyendo. Y por otros amores que nunca serán.

Dice un bloguero que hay que dejarse al menos un libro sin leer para hacerlo antes de morir. Eso me hace recordar aquello que le pasó a Pepe Isbert. Uno de nuestros más grandes actores. Ese hombre pequeño de voz ronca, narices grandes, talla corta y enorme capacidad para fingir. Era un hombre muy católico, un hombre conservador, pero hizo algunos papeles que fueron una crítica a todo eso que él pensaba. Una mujer se había enamorado de él, ya una vieja gloria a punto de terminar su carrera. Aquella señora le sometía a un cariñoso acoso. Hasta que el actor encaró la situación diciendo: “Señorita me queda un polvo, uno solo, y se lo tengo prometido a mi mujer… Perdóneme”.

No sabemos cuántos nos quedan. Esperemos que nos queden algunos más. Y ciertamente muchos libros por leer. Gracias a algunas editoriales tenemos la sensación de que nunca llegaremos a las lecturas necesarias. Así será. Pero ¡menos mal que nos quedan algunas editoriales! ¿Haremos la lista de nuestras diez principales? Un día de estos tengo que hacer mi lista.

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22 de noviembre de 2006
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La esperanza negra

Más de 1.700 personas desbordan el Gusman Center for the Performing Arts de Miami para la que sin duda será la presentación más concurrida de la feria del libro. El hombre que esperan, sin embargo, no es un escritor. Su testimonio, The audacity of hope, se ha colocado rápidamente en las listas de ventas de este gigantesco país, pero no compite con novelas o poemas sino en todo caso con libros como My father, my president, las memorias de una hija de George Bush papá. Y es que el orador de esta noche, Barack Obama, no es un inventor de historias, sino la esperanza del Partido Demócrata en las próximas elecciones presidenciales.

Aunque hace un par de años era un ilustre desconocido a nivel nacional, Obama ha despertado rápidamente las esperanzas de todos los demócratas que detestan a Hillary Clinton, que son muchos. Obama lo tiene todo: es hijo de un inmigrante africano y una norteamericana blanca, ha barrido en los comicios por Illinois y además se opuso en 2002 a la guerra de Irak que Hillary sí apoyó y que ahora es percibida como el mayor desastre del gobierno republicano. Incluso el perfil bajo de Obama durante sus años como senador juega a su favor en comparación con una Hillary famosa por su ambición y desgastada tras quince años de imagen pública. Como si fuera poco, es joven, guapo, alto y decididamente carismático.

Esto último se  percibe desde que entra en escena. Su gigantesca sonrisa no cabe en el escenario. La ovación que lo recibe durante un minuto entero. No lleva corbata. Su simpática informalidad lo hace parecer un Will Smith presidenciable, con una diferencia: puede hablar durante media hora con párrafos perfectamente articulados enlazando todos los temas de interés sin perder la atención del público. Sabe hacer mención a su propia historia personal, sabe dónde poner las anécdotas y dónde los chistes, pero también sabe introducir en el discurso su visión del país. De hecho, este evento luce una calculada ambigüedad entre presentación de libro y mitin político.

Lo más impactante de Obama es su capacidad de articular proyectos satisfaciendo a todos los públicos: por ejemplo, propone una nueva política energética, que ofrezca a los granjeros norteamericanos trabajo en la producción de nuevos combustibles ecológicos para que el petróleo pierda importancia. Si baja el precio del petróleo, los enemigos de EE. UU. como Irán no podrán financiar sus programas nucleares. Tampoco será necesario financiar experimentos bélicos en Extremo Oriente. El dinero así ahorrado se podrá usar para mejorar los sistemas de seguridad social, y todo con los correspondientes beneficios ecológicos. En ese plan, Obama apunta a la vez al voto rural y al urbano, al pacifista y al paranoico belicista, a los más pobres y a los más ricos.

En efecto, a pesar de expresarse con excepcional claridad, Obama es un maestro de la ambigüedad. Aunque se opuso desde el principio a la guerra de Irak, su discurso es conciliador. Sus críticas a Bush son matizadas y a menudo sobreentendidas por la complicidad del público. Sobre el matrimonio gay, su respuesta es quizá. Constantemente repite que sus propuestas benefician a los norteamericanos sin importar su partido. De hecho, constantemente se refiere a los políticos como gente que no va a cambiar las cosas por sí misma. Su mensaje parece ser: “si no te gustan los republicanos, soy tu candidato. Si no te gustan los demócratas, también. Incluso si no te gustan los políticos. El hecho de que yo sea un político y un demócrata no debe confundirte”.

Así, aunque aún no expresa su decisión de postularse, Obama parece reunir el rompecabezas perfecto para convencer a todos. Al final, en la ronda de preguntas, el público lo llama “presidente”. Se los ha metido en el bolsillo. Pero mientras abandona el escenario en medio de una ovación de pie, es claro también que a su campaña le falta un detalle: el dinero. Y en ese punto, nada despreciable, Hillary es imbatible.

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22 de noviembre de 2006
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LA PIEDAD Y EL SEXO

En algún texto de Freud, pero no sé cuál, debe relacionarse el erotismo con la piedad.

La excitación sexual tiene que ver con plantar cara frente al otro cuerpo, vencer o ser vencido en la pugna apasionada ante un contrincante amoroso, encender o ser encendido en una hoguera más allá del territorio racional.

La razón mata la simiente del amor o la redondea de una hermosa perfección tan previsible que disuade la hecatombe.

Toda locura de amor se apoya, en cambio, en una rueda excéntrica que cruza desde el miedo a la aventura de la indeterminación.

La piedad, entonces, ¿puede excitar? Sólo excita aquella piedad que guía hasta un preciso grado de posesión, que envuelve al otro en un delirio narcisista. La piedad connota con el erotismo en sus partes oscuras y con nosotros en sus puntos blandos.

Cuando la piedad puede comprehender al desvalido hasta hacerlo posesión absoluta, de este apresamiento se desprende un zumo dulce que se confunde con la propia succión infantil. La succión no tanto de otras sustancias ajenas como de nuestra misma bondad maternal.

Amar al desvalido, al pobre, al mendigo, encuentra su correspondencia en los incontenibles impulsos sexuales hacia los sirvientes o las sirvientes; hacia la suprema voluptuosidad de regodearse en el olor y el sabor de la miseria, en la completa posesión de lo prohibido, extenuados en los márgenes de lo distante, marginal y ajeno. La perversión, grado máximo de la inversión, halla sus modelos en esta manera insólita de conjugar la caridad con el sadismo, el gusto con la repulsión, el placer con la náusea.

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22 de noviembre de 2006
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El peligro de las superficies

Estoy en Barcelona, invitado por el MIDA (Mercado Internacional de Desarrollo Audiovisual) para presentar mi novela La batalla del calentamiento ante productores de cine españoles. Me acompaña el director Marcelo Piñeyro, con quien ya trabajé en Plata Quemada y Kamchatka. Marcelo leyó La batalla cuando todavía no era más que un original, y desde entonces manifestó su deseo de dirigir la adaptación al cine.

...Y aquí estamos, pues. Recién llegados, y como siempre pasmados por la belleza de una ciudad de esas que no solo seducen, sino que se comprometen con uno en una historia de amor. Hay ciudades que son pura superficie: bellas, sí, y rebosantes de promesas que casi siempre se traducen en satisfacciones efímeras. Pero hay otras -y Barcelona es una de ellas, al menos para mí- cuyo encanto va mucho más allá de la profundidad de la piel. Lo mismo ocurre con las mujeres: algunas prometen un rato de diversión, pero las que a uno lo iluminan de verdad son aquellas de las que vale la pena enamorarse.

Anoche vimos The Black Dahlia, la película de Brian De Palma que adapta la novela de James Ellroy, inspirada a su vez por un célebre crimen irresuelto. El film tiene sus momentos, aunque en líneas generales es un disparate. Cualquiera que haya disfrutado L.A. Confidential haría bien en salir disparado en otra dirección, para evitarse el sufrimiento. The Black Dahlia tiene problemas de guión y problemones de casting: Josh Harnett, que va de protagonista, no puede sostener una película ni con la ayuda de una estructura de hormigón. (Algunos actores, como Hillary Swank, hacen lo que pueden, pero no les alcanza; me gustó mucho la chica que hace de la actriz asesinada, Mia Kirshner: su tristeza taladra la pantalla.

Pero uno de los problemas principales pasa por la forma en que De Palma maneja la época en que transcurre el relato. Los años 50 son muy tentadores para un cineasta, y más aún si la historia transcurre en Los Angeles: hablamos de Hollywood, del glamour, de las starlets y del trasfondo de droga y corrupción política. Lo que De Palma hace con esa imaginería es tan sólo lo obvio: juega con las figuritas. Sin otra dirección al respecto, los actores se limitan a jugar también. Josh Harnett juega al duro con corazón tierno. Scarlett Johansen juega a la mujer sensual, disfrazada con ropa ceñida al talle y rígidos peinados de peluquería. Ninguno de ellos parece gente viva, tan solo arquetipos, muñecos de cera con movimiento. Interpretan la época y a sus personajes como pura superficie. Librados a su suerte, actores de talento probado como Fiona Shaw se acercan peligrosamente al ridículo.

Ese es el problema con las superficies relucientes. Si uno se obsesiona con ellas, se quedará en la cáscara. The Black Dahlia no nos induce nunca a pensar que estamos viendo la época tal como fue o podría haber sido, sino tan solo una representación epitelial, puro diseño de producción y nada de espíritu. (¿Debería pensar que se trata de un mal generacional, dado que De Palma y Scorsese son coetáneos?)

Barcelona también es hija del diseño (el hotel en que paro es una maravilla funcional, por ejemplo), pero basta con perderme en cualquier callejuela lateral para que me sienta vivo. Es una de esas ciudades en las que no me molestaría nada vivir. Pero nunca viviría en esa ciudad de Los Angeles que pinta The Black Dahlia.

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22 de noviembre de 2006
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Más guerra, es la madera

La notable colección del Reino de Redonda acaba de publicar uno de los clásicos más estimulantes de la moderna historiografía, La caída de Constantinopla, de Steven Runciman. El director de la colección es alguien que sabe de literatura. Más específicamente, alguien que conoce las novelas como el mejor cardiólogo pueda conocer el corazón humano y sus válvulas. En un epílogo que le ha añadido al libro, dice Javier Marías que aún siendo un indudable libro de historia, se lee como la mejor de las novelas. Es totalmente cierto. Es una de las mejores novelas que he leído en mi vida.

Como bien expone Marías, el arte de Runciman, el cual adivina el peligro de novelizar sobre un asunto tan dramático como el derrumbe del imperio oriental, el fin de Bizancio, la desaparición del mundo clásico, le aconseja neutralizar al máximo todos los recursos figurativos y poéticos, de modo que es justamente esa neutralidad, esa desnudez, la prosa sobria y eficaz, lo que otorga una evidente calidad literaria al relato. Y concluye Marías con esta frase:

“Lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay”.

Está muy bien dicho. Marías, que por cierto puntúa como yo, con más intención musical que gramatical, se pregunta si deben respetarse unos confines a fin de cuentas invisibles. Si en el panteón literario inglés figura Gibbon, ¿Por qué no Runciman? ¿O acaso es preciso esperar a que la “historia” sea declarada obsoleta para incluirla en la región literaria, como las historias de Herodoto? ¿Debemos esperar a que los libros de Burkhardt o de Michelet sean totalmente superados por historiadores posteriores para incluirlos entre las mejores narraciones del romanticismo?

Cuando yo daba clases de literatura a alumnos ingleses insistía mucho en que, al llegar al siglo XVIII, leyeran sin falta el informe en el expediente de la Ley Agraria, de Jovellanos. A los sensatos estudiantes británicos les parecía una extravagancia que incluyera un texto considerado técnico en un programa literario. Sin embargo, puedo decir sin esnobismo alguno que lo tengo por uno de los mejores textos literarios del XVIII español, junto con la admirable descripción del castillo de Bellver. Confines invisibles.

Observen ustedes con qué arte concluye Runciman su capítulo V.

“A fines de marzo, cuando el ejército turco marchaba por Tracia, Constantino mandó buscar a su secretario Frantzés y le pidió que hiciera un censo de todos los hombres de la ciudad –incluidos los monjes- capaces de portar armas. Cuando Frantzés finalizó su tarea, vio que había únicamente cuatro mil novecientos ochenta y tres griegos útiles y algo menos de dos mil extranjeros. Constantino se quedó aterrado ante la cifra y rogó a Frantzés que no la divulgara. Pero los testigos italianos llegaron a idéntica conclusión. Contra el ejército del sultán de unos ochenta mil hombres y sus hordas de tropas irregulares, la gran ciudad, con sus veintitrés kilómetros de murallas, habría de ser defendida por menos de siete mil hombres”

Y a continuación titula su capítulo VI: “Comienza el asedio”. Es algo estupendo.

Por cierto que algunos lectores del blog habrán observado que el censo se hizo exclusivamente entre hombres, incluidos los monjes, siendo así que las mujeres tenían prohibido participar en la guerra. Por fortuna, un atavismo semejante ha sido ya corregido gracias a la lucha de las feministas contra el poder masculino y en la actualidad muchas mujeres independientes y libres participan en las guerras como soldados profesionales. Y cada vez son más numerosas y aguerridas.

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22 de noviembre de 2006
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DEMOCRACIA EN APUROS

Hay días terribles para América Latina; este martes es uno de ellos. Hace tiempo que no hemos visto una perspectiva tan mala.

1. México. Andrés Manuel López Obrador se transformó ayer en un payaso de la democracia al proclamarse «presidente legítimo» de su país. Es un payaso que tiene audiencia en un país azotado por la pobreza. Pero es un payaso que no hace reír: su orgullo, es decir su esencia íntima, que no es la de un demócrata, pone en peligro la democracia mexicana menos de diez años después de la sujeción permanente al PRI. Democracia recién renacida y ya socavada.

2. Bolivia. Era ineludible: se sabía antes de la elección de Evo Morales como presidente que, tarde o temprano, habría un conflicto entre los Andes y la media luna amazónica. Desde ayer, ya lo tenemos. Seis de los nuevos prefectos del país rompieron ayer con el presidente boliviano. No quieren saber nada de lo que llaman su «prepotencia política». Los prefectos son tan legítimos como el presidente del país: son productos del voto directo de los electores. Democracia con conflicto interno.

3. Colombia. El «difícil momento», como dice hoy el diario El Tiempo, del presidente Álvaro Uribe no es otra cosa que una mayor sospecha sobre la legitimidad de su gobierno. Los rumores sobre la proximidad de su gabinete con los líderes paramilitares se transformaron en un escándalo con la publicación en la prensa del contenido del ordenador personal de Rodrigo Tovar («Jorge 40»). Su gobierno parece apoyado por parlamentarios que reciben dinero de paramilitares y estimulan matanzas. Democracia bajo sospecha.

4. Venezuela. Faltan menos de dos semanas para la elección a la presidencia de Venezuela y ya llega la polémica. El candidato Manuel Rosales dice que, según las encuestas, está al nivel del presidente Hugo Chávez en las intenciones de voto. La existencia de un complejo dispositivo electrónico, que incluye máquinas registradoras de las huellas digitales de los votantes, basta para configurar un entorno de miedo y de sospecha. Ya conocemos el resultado: habrá denuncias de fraudes. Democracia sin posibilidad de renovación.

5. Porvenir. No hay razón de ser optimista. América Latina no consigue establecer como norma una democracia que ya recibe en Europa otra denuncia, la de no pertenecer al mundo posmodernista. ¿Quizás es la razón de los descalabros democráticos en América Latina? Unos líderes que no quieren arreglar lo que ya no funciona muy bien en los países donde fue inventado.

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21 de noviembre de 2006
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LEER ANTES DE MORIR

Hace meses, creo que cuando era un tranquilo comentarista -antes de ser un pasota bloguero o lo que yo sea en este lugar- comenté un libro muy de moda en el Londres de principios de año. El libro se llama: 1001 libros que hay que leer antes de morir. El responsable del equipo seleccionador de las lecturas -solamente narrativas, no se incluyen los libros de pensamiento, poesía, ciencia…- que debemos hacer para poder morirnos con la tranquilidad de no haber perdido mucho el tiempo es Peter Boxall. Y el resultado era descorazonador para todos los escritores en español que no fueran Javier Marías, Laura Esquivel, Isabel Allende, García Márquez, Vargas Llosa, Pérez Galdós o Cervantes. El resto era silencio. Uno se podía morir tranquilamente sin haber leído a los demás en nuestro idioma. Incluso algunos de los que estaban tenían solo una breve reseña. Está claro que la literatura tiene fronteras. Tiene la gran, la mayor de las fronteras, el idioma… después vienen todas las demás.

Ahora, cuando me disponía a componer mi lista, no sabía si empezar por las músicas o las letras, por las películas o las secuencias, por las rubias o las morenas, por Extremadura o por Segovia, cuando el mensajero llamó a mi puerta. Unos libros. Uno era la esperada edición española de aquel curioso y arbitrario libro inglés.

Esperaba la edición de este libro por muchas razones. Por mi espíritu banal de entretenerme con las listas, por poder leerlo en mi idioma y, sobre todo, porque la edición estaba encargada a mi admirado José Carlos Mainer. El muy apreciado estudioso de nuestra literatura, el profesor Mainer y su equipo -entre los que se encuentra Jordi Gracia, tan estimable conocedor de entresijos literarios de las dos orillas del español- prometían un acercamiento razonado a lo imprescindible de nuestra literatura, que así se incorporaba con normalidad a los 1001 y les quitaba espacio a unos para hacer un hueco a los nuestros. Interesante selección, con su punto de morbo y su evidente arbitrariedad.

Uno lee, escucha o mira lo que le da la gana. ¿O quizá no tanto? Es posible que lo que estamos escuchando, mirando o leyendo desde hace tiempo sea lo que algunos deciden que tenemos que escuchar, mirar o leer. En cualquiera caso me suelen gustar las propuestas de Mainer, me fío y me fijo en sus juicios. También, inevitable en toda selección, me sorprenden las ausencias. Y aún más, algunas presencias. Si tengo tiempo y voluntad las comentaré.

Pero en lo que sí me he entretenido es en contar cuántos libros españoles y latinoamericanos están en la lista. Cuando digo libros es porque algunos, no demasiados, tienen más de un libro. Y cuando digo españoles digo los pocos en catalán, y uno o ninguno en eusquera y gallego. Todos traducidos al español. Y cuando digo latinos sólo me refiero a los escritos en castellano. Hay más o menos 176 libros de nuestra cultura. Unos setenta son escritos por latinoamericanos.

El escritor con más obras es Galdós, con cuatro. Y con tres obras están Borges, Cervantes, García Márquez, Marías, Valle Inclán y Vargas Llosa. Con dos obras, Benet, Bioy Casares, Bolaño, Cela, Clarín, Cortázar, Delibes, Gómez de la Serna, Marsé, Mendoza, Millás, Muñoz Molina, Piglia, Pombo, Puig, Rulfo, Sender y Unamuno. Los que tienen una obra son demasiados para incluirlos. Pero sí contaré que los últimos incluidos son Trapiello y Julia Navarro. Los primeros, El cantar del Mio Cid y el Arcipreste de Hita.

Los que quieran listas aquí tienen dónde entretenerse. Ah, y me gusta mucho esa frase de Eduardo Mendoza rescatada para la solapa de la hermosa y muy ilustrada edición de Grijalbo: “Si tuviera que llevarme un solo libro a una isla desierta, preferiría ahogarme en el naufragio”. Yo tampoco.

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21 de noviembre de 2006
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El pecado es otra cosa

En El nombre de la rosa, Umberto Eco creó al personaje de un monje terrible, Jorge de Burgos, que estaba convencido de que el efecto de la risa era pernicioso, llegando a rozar lo demoníaco. Tan seguro estaba de que el humor es un signo de impiedad, que era capaz de matar para evitar su propagación, o por lo menos de suponer que era preferible morir a reírse. Según parece, en la Iglesia de hoy hay descendientes de este monje ocupando altos puestos en el Vaticano. El secretario de Benedicto XVI, Georg Ganswein, ha salido a protestar en contra de la existencia de humoristas dedicados al, ¿cómo llamarlo?, humor papal. Ganswein dijo que determinados sketches radiales y televisivos ofenden a hombres de la Iglesia –entre los cuales, habría que aclarar, figura él: la comediante Rosario Fiorello creó un sketch radial en el que Ganswein va a comer a un restaurant llamado La Ultima Cena, pide una porción de pescado que multiplica por veinte y responde a un teléfono móvil que usa como ring tone al Hallelujah de Handel.

La semana pasada, un sketch de la televisión italiana satirizó el peso que la figura del difunto Juan Pablo II tendría sobre el actual Papa. Harto de que lo comparen con su antecesor, Benedicto –interpretado por el comediante Maurizio Crozza- estallaba y se ponía a bailar tap y a hacer malabarismos con naranjas mientras preguntaba: “¿Puede el Papa Wojtyla hacer esto? ¿Y esto otro?” Rápidamente Ganswein salió a defender a su empleador, diciendo que las imitaciones de Benedicto “deberían terminar pronto”. El diario L’Avvenire, que pertenece a la Conferencia Episcopal Italiana, llegó a hablar de “fundamentalismo satírico”. Hoy en día el pobre Bin Laden sirve para todo. Por suerte salió el columnista de La Repubblica Francesco Merlo a decir algo que muchos pensamos: “Es difícil resistirse a la tentación de burlarse de un Papa que parece haber sido criado en bibliotecas, en lugar de entre la gente”.

Mientras Ganswein y compañía se desgarran las sotanas, uno que ve de afuera se limita a disfrutar del buen humor. Como el de este chiste que Paolo Rossi contó por TV: “La Santísima Trinidad se gana un viaje gratis y tiene que decidir dónde quiere ir. Dios Padre elige Africa y Jesús Hijo opta por Palestina, pero el Espíritu Santo insiste: quiere ir al Vaticano. Cuando le preguntan por qué, responde con simpleza: ‘Porque nunca he estado ahí’”.

Yo soy de los que cree, más bien, al igual que Guillermo de Baskerville, que el Diablo es la fe sin sonrisa. (La fe sin música, agregaría además, siguiendo a Hildegarde von Bingen, que en su obra Ordo Virtutum sostenía que el Diablo no podía cantar.) Yo soy de los que cree en el Jesús que, invitado a una boda, no tenía empacho alguno en salir a bailar. Yo soy de los que cree que, si en efecto está detrás de la Creación, basta con abrir los ojos para comprender que Dios tiene un gran sentido del humor: ¿de qué otra manera puede interpretarse que los genitales masculinos tengan esa forma tan graciosa, o la existencia del ornitorrinco?

Como la comediante Rosario Fiorello, considero que la sonrisa no puede ser nunca un pecado.

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21 de noviembre de 2006
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COMER POCO

En estos tiempos, comer mucho es de mala educación pero además acorta la vida. La acortaría siempre pero ahora la longitud de la vida importa más, puesto que se ha comprobado la posibilidad de actuar sobre ella y haber experimentado, a partir del medievo, que la muerte nos mata individualmente y no en manadas, en cuanto feligreses, guerreros y castas. Tener que soportar la carga de la propia muerte supone responsabilizarse de la propia vida. Para alargarla al máximo, en la mayor parte de los supuestos o para acortarla también, en encrucijadas escogidas.

Entre tanto, comer mucho o demasiado obliga a quemar, junto a los miles de calorías adicionales, un puñado de años probables. El estremecimiento de este saber se difunde a menudo por los dietistas y, en especial, por una clase de elegantes médicos que no se ganan la vida recetando complejos menús adelgazantes sino recomendando, tan sólo, comer poco: la mitad del plato, la mitad del vino, sólo una bola de la tríada en la copa del helado. Comer poco es indescriptiblemente fino. Trasmite sensación de dominio y de suficiencia interna; energía de autocontrol y superior autonomía.

Si los objetos nos resultan tan fascinantes y seductores se debe principalmente a que no nos necesitan en absoluto. Somos nosotros quienes los necesitamos a ellos. Igualmente, quien denota que no necesita comer mucho –o incluso nada- se emancipa de una dependencia en cuanto a sujeto que favorece su poder de seducción en cuanto objeto.

Uno de los pecados más deplorables es la gula. Casi todos los pecados al expresarse demasiado provocan asco pero la gula viene a ser lo más próximo a lo abundoso, excrementicio y nauseabundo. Tácitamente se admite, siendo o no verdad, que quien vive obsesionado por la mesa padece insatisfacciones eróticas. Seguramente no es verdad. También entre gastrónomos se repite que será del todo imposible practicar los siete pecados capitales porque, dicen, “¿gozando de la gula y la lujuria, de quién puede sentirse envidia?”

El auge del arte culinario con la profusión de espacios mediáticos sobre el refinamiento de los gustos y la confección de platos, ha situado destacadamente las recompensas del paladar y del estómago. Pero el estómago –no el paladar- pertenece -¿para qué engañarse?- a los órdenes más vulgares del cuerpo.

Cuando menos se mencione el estómago mejor. O cuando se enseña, como ahora en las mujeres, debe ser en su máxima vaciedad. Todo estómago prominente o sólo discretamente notorio hace decrecer el valor general de la figura.

La estética se asienta en la planicie del aparato digestivo, tal como si su interior no guardara bulto alguno y en su tránsito no se conociera ningún elemento residual. La meseta del espacio es emblema de juventud y la señal unívoca de estar en forma.

Comer mucho incrementa, de otro lado, la misma problemática interior. Hace poco se demostró que un alto consumo de calorías favorecía el Alzheimer, el cáncer. El Parkinson o la diabetes. Puede que comer poco no propicie un alargamiento de la existencia por sí solo pero ayuda a sortear patologías muy criminales y, a primera vista, provee de un perfil especialmente cool para el naturalismo del siglo XXI.

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21 de noviembre de 2006
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