La vez anterior que vine a Miami, desde mi hotel se veían los islotes que llaman cayos. La mayoría de ellos están sembrados de edificios modernos color pastel y unidos por larguísimos puentes formando un paisaje de ciencia ficción tropical, como si se hubiesen derretido los polos y el agua hubiese invadido la ciudad.
Algunos de los cayos, como Key Biscayne, en vez de edificios tienen mansiones gigantescas con yates en la puerta. Existe un tour en bote por las casas de los famosos: Shakira, Alejandro Sanz, Julio Iglesias, Shaquille O’Neal. La gente contrata el tour no para ver a sus personajes favoritos, sino para saber cómo viven.
Esa vez, el año pasado, tuvimos una noche decadente con mi amigo el escritor Daniel Alarcón. Primero fuimos a una fiesta en una casa decorada con armaduras medievales y cuadros abstractos. La casa llegaba hasta el mar, pero además tenía una piscina, en medio de la cual flotaba un caimán sobre una colchoneta. Nunca supimos si estaba vivo o disecado. Nadie se ofreció para averiguarlo. En algún momento, pasó a mi costado la guionista de Sex and the city completamente borracha. El comentario general era:
-Ahí está otra vez la guionista de Sex and the city completamente borracha, como siempre.
A las doce de la noche en punto, todos los invitados cogieron sus cosas y se fueron. Daniel y yo nos fuimos al hotel Delano con un joven escritor americano de esos que tiene 21 años y ya ha ganado diez millones de dólares. Tras atravesar un lobby lleno de mesas de billar y gente bien vestida, dudamos si sentarnos en los divanes que bordeaban la piscina o dentro de ella, en las mesas de hierro forjado. Al final, de todos modos, no nos quedamos mucho. Una cerveza costaba como veinte dólares. El escritor americano decía:
-Odio a los periodistas que se han leído mi novela. Siempre tienen opiniones. Prefiero que no la hayan leído. Así, yo les digo lo que tienen que escribir.
Fue instructivo.
Este año, desde mi ventana se aprecia un nuevo boom inmobiliario del centro. Los edificios de bancos, hoteles y multinacionales brotan como hongos del follaje. Pero en el suelo, nadie camina. Más allá, en Coral Gables, ni siquiera hay veredas. En el Downtown sí las hay, pero son simbólicas. Esta es una especie de ciudad fantasma por la que nadie va a pie. A lo sumo, circulan entre los edificios unos vagones aéreos de transporte público, con los rieles iluminados de colores, como en una película del futuro. Ayer vi una manifestación de protesta: eran como veinte personas desfilando por una avenida vacía. Parecían una excursión escolar.
Cuando pregunto en el lobby por dónde puedo pasear, el recepcionista me mira como si le estuviese pidiendo una bolsa de cocaína. Simplemente, nadie se lo ha preguntado nunca. Me ofrece un taxi.
El taxi me lleva hacia South Beach por una enredadera de autovías flotantes, y puedo ver el perfil de la ciudad: los edificios costeros recortados contra el cielo, y el nuevo local de la ópera, que tiene un aire al Epcot Center. Todo iluminado de azul, violeta o amarrillo.
Finalmente, me bajo en Lincoln Road y entro en un restaurante de diseño. Se llama Sushi Samba, y ofrece una mezcla de cocina peruana, japonesa y brasileña. El lugar es color naranja, y del techo cuelgan lámparas como sombreros chinos invertidos. Un equipo de cocineros japoneses corta pescado en el centro del local. Hay un DJ al lado. La comida que me dan también es de diseño.
En Miami, todo parece nuevo. Por eso, mucha gente cree que esta ciudad no tiene alma, que es de plástico. Sin embargo, a mí me gusta: yo creo que en eso precisamente radica su alma, un alma auténtica y particular, distinta a cualquier otra ciudad del mundo. Un alma sintética quizá, pero fresca, como un ron con Coca Cola.