


Uno de mis candidatos a libro del año en el mundo editorial hispanoamericano es la novela gráfica Lo que más me gusta son los monstruos (Reservoir Books), de la norteamericana Emil Ferris. Con este libro Ferris, una dibujante de Chicago que hacía su tardío debut después de años de serias dolencias físicas, ganó los premios más importantes de la industria del cómic, entre ellos tres Eisner, y se encontró de pronto en la primera fila del mundo de la narrativa gráfica. Ahora se anuncia una segunda parte y se conjetura sobre quién dirigirá la película.
Lo que más me gusta son los monstruos, ambientado en el Chicago de los años sesenta -con referencias directas al mundo hippie y a la muerte de Martin Luther King-, es la historia de una niña de diez años, Karen Reyes, contada a través de un gran hallazgo conceptual: los cuadernos en los que dibuja y escribe con lapicero a través de la técnica del cuadriculado. Como cada página del cómic es una página del cuaderno de la niña, vemos su autobiografía, filtrada por una imaginación excesiva en la que juega un papel central la reconversión estética del mundo pulp de las revistas de horror. Karen se dibuja a sí misma como una niña lobo convertida en investigadora privada de sobretodo, tratando de descifrar el crimen de una vecina en el edificio en el que vive al mismo tiempo que debe luchar con el bullying en el colegio, enterarse de la enfermedad de su madre y de ciertas verdades inquietantes sobre Deeze, el hermano mujeriego y lleno de tatuajes que idolatra.
El estilo de Ferris puede ser agotador al principio: cada página está recargada de información visual y textual; no hay espacio en el cuaderno que no se llene de garabatos, comentarios, detalles de la familia, etc. La muerte de la vecina, Anka, le da pronto una trama central: la niña lobo nos presenta un muestrario pintoresco de sospechosos del edificio, entre ellos un titiritero con un ojo de vidrio. Cuando la niña lobo se enfoque en la historia de Anka, Lo que más me gusta son los monstruos gana en profundidad y textura histórica: el cómic se abre a la Alemania nazi, al relato de una mujer obligada a prostituirse para sobrevivir.
El estilo de Ferris se mueve con soltura entre la cultura pop (las revistas de horror como inspiración visual y de guión) y la cultura alta (los paseos al Art Institute of Chicago, donde el hermano de Karen sirve de guía y le enseña los vericuetos del dibujo). Los dibujos de los cuadernos, un cruce de Goya con Robert Crumb y Art Spiegelman, son el producto de esa imaginación que absorbe todo y lo traduce a su propia máquina afiebrada, en la que, poco a poco, el hermano playboy se convierte en el personaje central del relato gracias a la información inquietante que surge en torno a él: ¿es el asesino de Anka? Para eso estará la segunda parte.
Dice Ferris que su madre era muy bella y que de niña no quería ser mujer porque vio de cerca la violencia que engendraba la belleza y cómo no se valoraban otras cosas de la mujer. Tampoco quería ser hombre, cómplice y víctima de ese sistema. Ante la falta de opciones la mejor opción era ser un monstruo: alguien que asume su anomalía y desde un lugar marginal lee su entorno. Su novela gráfica gira en torno a mujeres víctimas de la violencia de la historia por culpa de su belleza y hombres perdidos por culpa de ese mismo sistema. Lo que más me gusta son los monstruos es un gran ejemplo de cómo el subgénero del horror puede revelar verdades profundas de un sistema social siniestro: a veces el exceso está en el sistema y la operación estética consiste en reconfigurarlo con recursos excesivos como el melodrama o la parafernalia gótica.
(La Tercera, 9 de diciembre 2018)

Las Fiestas Navideñas son indicadas para los detalles entrañables. Mi esposa, Paloma, es dada a los christmas y a los obsequios; prepara bolsas con dulces, conservas y chucherías, para regalar a nuestras amistades. La inversión, que puede parecer excesiva para un miembro de la rama ortodoxa, como es mi caso, no lo es tanto. Ayer, concretamente, me hizo llevar, por la mañana, dos bolsas a sendas familias, los García-Espejo y los Pérez-Risueño. Pero, por la tarde, ya las habíamos recuperado. Tía Encarna, emparentada con los García-Espejo, y el matrimonio Bofill-Comadira, amigos de mis suegros y propietarios de la casita del Ampurdán donde veranean los Pérez-Risueño, nos las regalaban, cariñosos, cuando coincidíamos, como todos los días, en la puerta del colegio durante la ceremonia de la recogida de los niños.


En la última columna citaba un soneto de Jorge Luís Borges en el que evoca la preocupación de Baruch de Spinoza sobre el infinito, atributo de un Dios que el filosofo mismo forjaría mediante riguroso esculpir de las palabras (lo lleva el tiempo como lleva el río/una hoja en el agua que declina./ No importa, el hechicero insiste y labra/ a Dios con geometría delicada desde su enfermedad, desde su nada,/ sigue erigiendo a Dios con la palabra.). Citaba asimismo un segundo soneto en el que Borges vincula esa forja conceptual del infinito al trabajo de talla de cristales que permitía a Spinoza a la vez ganarse su vida sin sumisión a obediencias y confrontar a la experiencia algunas de sus reflexiones sobre óptica.
Innumerables son los estudios académicos sobre Spinoza e incluso son varias las obras con intrínseco peso filosófico que toman como punto de arranque sus reflexiones. Me atrevo sin embargo a decir que nadie se ha acercado a la obra del filósofo de forma tan rigurosa y conmovida como Jorge Luis Borges: labra un arduo cristal: el infinito/mapa de Aquel que es todas sus estrellas.
"El cristal y el infinito". Quizás el cristal como promesa de un reflejo de lainfinitud. Tras leer la columna a la que dí ese título, Gotzon Arrizabalaga, profesor de filosofía en lengua vasca me puso en la pisa del siguiente.
"De todas las cosas bellas para los ojos, ninguna tanto como los cristales. El goce de los ojos al mirarlos, es un sentimiento sagrado, porque para los ojos los cristales no tienen edad. Cuando pensamos que su ayer es de mil años y que permanecerán sin mudanza al cumplirse otros mil, sentimos la emoción religiosa de considerarlos fuera del Tiempo. La luz de los cristales tiene algo de oración." Ramón del Valle Inclán (1916) La lámpara maravillosa. Primera parte "El anillo de Giges", capítulo V.

Canetti creía que era imposible separar el poder político de la manía persecutoria y el delirio interpretativo. Insistía en ello con mucha frecuencia. Decía que no debíamos caer en falsas esperanzas a ese respecto.
Cada año que pasa, más le doy la razón a ese espíritu lúcido y auténtico, aunque no siempre esté de acuerdo con su visión del mundo, el poder y el deseo.
Ay, las fortalezas de sombra bajo las que se despliegan las cloacas por las que fluyen y fluyen y fluyen los intereses creados y los pactos sombríos hacia un río más negro que el Esepo.
Canetti creía que era imposible la inocencia cuando fundías tus deseos con los deseos de la masa y jugabas con las palabras como un viajante de comercio.
Canetti creía que la libertad solo llegaba cuando huías de la gramática de las órdenes y te convertías en un ave emigrante, amante de las verdades denudas y los misterios del alba. (La verdad emerge a las seis de la mañana, antes de que los foros se llenen de charlatanes y la vida adopte la apariencia y la esencia de una comedia bufa o de una tragedia griega).

Goza Ortega y Gasset de la inquina de muchos espíritus conservadores, quizás porque supo ver con sagacidad algunos de nuestros vicios más irritantes. Recuerdo ahora aquella Meditación de El Escorial en la que interpreta el colosal monasterio como un monumento a un particular rasgo español: el de trabajar de un modo desaforado, heroico, mortífero, hasta el agotamiento, en la construcción de enormidades que luego no tenemos ni idea de para qué sirven. Levantamos imperios o escoriales, luego los miramos con fijeza y rascándonos la barbilla nos preguntamos, ¿y ahora qué hago yo con esto?
Así ha sucedido en las elecciones andaluzas. Nadie (ni ellos mismos) sabe qué clase de propuestas hacían unos y otros, qué región querían construir, qué pensaban hacer para mejorar la vida y el trabajo de la población, su educación, su dignidad. Escondidos detrás del nacionalismo (¡Andalucía es mi madre!), de la ceporrería fachosa (¡mueran las derechas, las superderechas y las archiderechas!) o del cinismo puro (¡ellos son corruptos, nosotros no!), el resultado es, con perdón, un pan como unas hostias. ¿Para qué tanta agitación, tanta energía, tanto trabajo, tanta bandera, tanta gente y tanto sueldo? Ahí está la nueva Andalucía, un caos que simula el regreso del orden.
Los políticos que han ganado se rascan el mentón mientras musitan, ¿y qué hago ahora yo con todo esto? Los que han perdido se rascan el bolsillo. La campaña ha sido una jungla de ideologías y un desierto de ideas. De modo que ¿cómo vas a pactar, si no hay ideas?, ¿cómo se negocia una etiqueta sin mercancía? Sólo se impone esta conclusión: hazte cargo, Sánchez, de lo que pasa cuando uno comparte el rancho y la litrona con los separatistas. Aunque dudo de que se entere.


Hace unos días me tocó presentar en la Escuela de Periodismo de mi Universidad Alberto Hurtado de Chile a dos grandes autores que piensan, sueñan, viajan y sufren con Cuba. Desde adentro y desde afuera.
Uno es el joven cronista cubano Carlos Manuel Álvarez. Nacido en 1989, con la caída del Muro de Berlín y el comienzo del Período Especial. Sus crónicas han sido publicadas y muy comentadas en Gatopardo, El Malpensante, The New York Times y la BBC.
Carlos es el fundador de El Estornudo, revista cubana independiente e irreverente. Tuve el placer y el honor de ser parte del jurado del Premio Gabo de la Fundación García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, que premió el año pasado el perfil divertido y desasosegante Historia de un paria, de Jorge Carrasco, y ahí descubrí el periodismo libre sin pedir permiso, y rebelde sin apretar los dientes, de El Estornudo.
El libro de crónicas de Carlos Manuel, La tribu, fue el producto más impresionante de un taller de Martín Caparrós sobre libros de no ficción. Sus textos son admirados por los popes de la crónica, como Caparrós, que dice en el prólogo que siente sana envidia por este joven cronista, Leila Guerriero y Jon Lee Anderson.
El año pasado fue seleccionado como uno de los 39 autores de menos de 39 más prometedores del continente por Bogotá 39. Hace unos años me contaron que esta selección de más que promesas debe su nombre a la edad que tenía García Márquez cuando escribió Cien años de soledad.
El otro contertulio era el destacado escritor, editor e intelectual chileno Patricio Fernández. El Pato nació en Chile en la misma década que yo, la de los sesenta. Veinte años antes que Carlos Manuel. En una de las muchas páginas memorables de su libro Cuba: Viaje al fin de la revolución, se pregunta qué o quién sería si hubiera nacido en Cuba. Como tantas de sus historias y reflexiones, Pato Fernández es a la vez divertido, ingenioso y profundo: hubiera emigrado. ¿Pero y si se quedaba en la isla?
También me deslumbró el medio que fundó y por muchos años dirigió, The Clinic. Como El Estornudo, siento que The Clinic, como un retrato del Pato hecho revista, trata temas serios con profundidad y con irreverente humor, en países donde la gente es chispeante y el periodismo al uso es solemne.
Descubrí la pluma precisa del Pato Fernández en el capítulo chileno de un libro tremendo, Crecer a Golpes, editado por Diego Fonseca a los 40 años del golpe de Pinochet. Fernández cuenta la historia de Chile a través de la historia de su abuelo. Y al preparar esta presentación, caí en la cuenta de que en el título también hay un fin: El fin de todo lo anterior.
Podía hablar hablado, por supuesto, de su país, de Chile, del que la sabe larga. Pero en esta charla, es la mirada muy conocedora y muy apasionada sobre el país de Carlos Manuel. La mirada desde afuera.
Releí La tribu y leí Viaje al fin de la revolución para mi presentación, y sigo pensando que sus libros, que recomiendo muy calurosamente, dialogan, bailan. Uno se centra en los personajes, en primer plano. El otro echa las luces largas y explica el proceso del fin de la ilusión.
Antes de que se lanzaran a contar y analizar, les dije que me gustaría que hablaran de tres cosas, a tenor del título que le pusimos a esta charla.
Una es el cambio que vino… o que no vino a Cuba. En los dos libros hay una semana en la que todo iba a cambiar en Cuba: la semana en que vino Barack Obama y después vinieron los Rolling Stones. Todo iba a cambiar. ¿Y…?
El segundo tema es el periodismo en Cuba y sobre Cuba. Durante décadas había propaganda y antipropaganda, y como los fanáticos religiosos y fanáticos ateos no dejan de hablar de Dios, estos parecían tener como tema único a Fidel. ¿Está contando el nuevo periodismo cubano otra cosa? ¿Cómo? ¿Para quién?
Y el tercer, sus propias miradas y sus propias obras. ¿Cómo contar un mundo, una isla, de la que todos creen saber y tal vez nadie sabe nada?
No tomé notas de la charla, porque estaba sumergido siguiéndolos y pensando en qué más preguntarles.
Noté a Carlos pesimista respecto del futuro de la isla y de su periodismo. Si bien El estornudo muestra lo bien que escriben los jóvenes cronistas cubanos cuando se dan el permiso, las dificultades son muchas y gran parte de los escritores con anhelo de calidad y libertad se van. El mismo Álvarez vive ahora en México. Y Carrasco también se fue, a EEUU.
Para él fue una decepción que la incipiente apertura de Raúl Castro haya terminado en la llegada de una nueva generación de burócratas, y la formación de un sistema incipiente de desarrollo económico capitalista con férreo control político al estilo comunista, como en China.
Fernández, cuyo libro disecciona a la sociedad cubana con amorosa precisión, marcó los “debe” de su sociedad, mirar hacia afuera, esforzarse por construir su camino hacia una democracia funciona, y de su periodismo: mucha pluma, mucho estilo literario pero todavía falta hacer periodismo de investigación.
No sólo contar las picardías y estrategias de sobrevivencia de los de abajo. Hurgar en los datos de los que mandan. Revolver los secretos de los que mandan y cómo funciona su sistema de poder.

"Lo que hace que los amantes no se aburran nunca de estar juntos es que se pasan el tiempo hablando siempre de sí mismos”, dice François de La Rochefoucauld.
“En los inicios de un amor los amantes hablan del futuro, en sus postrimerías, del pasado" dice André Maurois.
Dos reflexiones irónicas y acertadas que nos obligan a pensar que en el amor los relatos son tan importantes como el sexo, y ocupan más tiempo y espacio.
Dependiendo del argumento de esos relatos, podemos adivinar en qué fase del amor estamos.
