Javier Fernández de Castro
Reconozco que siento una enorme debilidad por los personajes de Edward Abbey, unos frikis irredentos y extrañamente empecinados en salvar a sus semejantes de los peligros que trae consigo el tan denostado Progreso, léase Contaminación y Destrucción de espacios vírgenes, Dilapidación de los recursos naturales, Diseminación de la fealdad y el mal gusto hortera y tantas otras desgracias similares. Lo curioso es que todos ellos están tan absortos con sus ataques incendiarios y volando cosas con cargas de dinamita que ni siquiera parecen enterarse de que los propios contemporáneos a los que pretenden salvar no les apoyan ni les siguen porque no confían en la eficacia de los métodos que emplean lo que para ellos son sólo cuatro locos. Y lo de cuatro, aquí, viene al pelo porque cuatro son los integrantes de la impagable Banda de la Tenaza que protagonizan la novela del mismo nombre (Berenice, 2012). El lector entusiasta tiene ocasión de volver a verlos en acción en ¡Hayduke vive! (Berenice, 2014), en la que la banda vuelve a reunirse para destruir la Super G.E.M.A 4240 W, una aplanadora popularmente conocida como Goliat y que haciendo uso de su fabulosa potencia está a punto de arrasar Nuevo México y el resto de los desérticos estados del sureste americano en los que Abbey sitúa sus novelas, todas ellas plagadas de especímenes similares.
El protagonista de Fuego en la montaña (1962) es un anciano ranchero llamado John Vogelin y que demuestra ser un digno precursor de tan altruistas como fracasados compañeros de fatigas. La desmesura de Vogelin es idéntica a la de aquellos, ya que en esta ocasión planta cara él solo y sin más ayuda que su arma favorita (la palabra NO esgrimida con granítica contumacia) en respuesta a los requerimientos de desalojo que recibe nada menos que del Ejército de los Estados Obtusos de América, como él los llama..
En esta novela el problema, resumiéndolo mucho, es que la Fuerza Aérea dispone por allí cerca de un campo de tiro inmenso pero que se ha quedado pequeño debido al significativo aumento del alcance y la potencia destructiva de los modernos missiles lanzados desde los aviones. Por una simple medida de prudencia el Alto Mando cree necesario expropiar los ranchos cercanos para crear un anillo de seguridad en torno al campo de tiro. Sin embargo, cuando los militares creen haber reunido la firma de todos los propietarios de tierras en los alrededores resulta que uno de ellos, el dueño de un insignificante racho llamado Box V, se niega rotundamente a vender. Es un pedazo de tierra tan árido y dejado de la mano d Dios que el mismo John Vogelin lo describe diciendo que en él “una vaca tiene que caminar un kilómetro para conseguir un bocado de hierba y ocho kilómetros más para echar un trago de agua”. Para animar a los propietarios a que vendan sus ranchos el gobierno les ofrece unas cantidades que nadie más les pagaría nunca por ellas. Pero ante la negativa a vender del último resistente, la presión sobre él es cada vez más agobiante: requerimientos oficiales, sentencias de desalojo, amenazas de evicción forzosa, visitas de diversas autoridades y acoso físico parte de los soldados de servicio en la base y que rompen de continuo con los jeeps las vallas para el ganado bajo la excusa de entrar a cazar liebres. Pero la respuesta del anciano a todo ello es su inamovible NO. El ha nacido y vivido allí y allí quiere morir. O sea que NO vende.
Pero no es del todo cierto que luche él sólo contra el Ejército y la razón suprema de la defensa nacional. Incondicionalmente de su parte está su nieto Billy Vogelin, un niño de doce años que vive con sus padres en Pittsburgh y que todos los veranos atraviesa él solo el país de punta a punta para cabalgar con su abuelo. Y lo tiene clarísimo: si le dejaran no dudaría en abandonar a sus padres y amigos y la carrera que le obligarán a estudiar a cambio de un caballo. Y si no fuera porque se lo han requisado, dormiría con el revólver del abuelo bajo la almohada para hacer frente a los soldados.
La otra fuerza con la que cuenta el abuelo se llama Lee Mackie, el otro ídolo indiscutido de Billy porque era el sempiterno compañero del abuelo en las cabalgadas que hacía ellos dos y el propio Billy por el desierto. Por desgracia Lee acaba de casarse y se ha sacado una licencia de agente inmobiliario, razones ambas que no permiten confiar en que vaya a empuñar las armas cuando vengan las fuerzas enemigas para consumar el desahucio. Además, cada vez que el abuelo le exige que diga de parte de quién está, a Lee le cuesta sudores declarar su fidelidad al amigo para resaltar a continuación la locura que implica hacer frente al Ejército, la Constitución, la Ley, la Defensa Nacional y la opinión general: “¿Estás loco? Con el dinero que te dan podrías vivir tranquilamente en El Paso o donde prefieras”. Pero no. Como la misma inquebrantable terquedad del incombustible Bartleby el escribiente, de Melville, el anciano ranchero prefiere NO.
Dada la inconmensurable disparidad de las fuerzas enfrentadas las cosa no podía terminar bien, por descontado, pero Abbey es un experto en el manejo de situaciones imposibles y mantiene al lector enganchado al relato hasta la última línea.
Fuego en la montaña
Edward Abbey
Traducción de Alba Montes Sánchez
errata naturae