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III. YA LAS CAMPANAS DEL SANTUARIO ESTÁN DOBLANDO…

Valentín Elizalde, “El gallo de oro”, fue enterrado el mismo domingo de su muerte en su humilde pueblo natal de Jitonhueca, en el estado de Sonora, de donde había salido un día sin un peso, en busca de la fortuna que al fin halló, y luego perdió una madrugada, tal como sucede den las historias que cuentan los corridos.

En el aeropuerto de Ciudad Obregón se congregó una multitud para recibir el cadáver, y unas ocho mil personas se unieron al cortejo fúnebre, desde allí hasta Jitonhueca. A lo largo de la ruta sonaron en su homenaje los cláxones de los furgones de carga y de los automóviles, hubo aplausos y gritos, música de mariachis y de conjuntos norteños, y al final, ya cuando iba haciéndose de noche, la carretera fue iluminadas en ambos bordes con largas filas de veladoras.

No en balde, a los 29 años que tenía, era uno de los idolatrados entre la cauda de cantantes de la música norteña. Lo sigue siendo aún después de muerto, sobre todo ahora que su nombre es una leyenda. Al cantar aquella madrugada “A mis enemigos”, el narcocorrido que él mismo había compuesto, sirvió como mensajero del desafío que un cartel mandaba al otro en su propio patio, y pagó con la vida.

Como él mismo lo pidió cantando, fueron a rifarle la suerte.

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6 de junio de 2007
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PESIMISMO NACIONAL

De la misma manera que hay personas pesimistas y optimistas, hay naciones que tienden mentalmente a lo peor y otras a lo mejor.

Estados Unidos es un país netamente optimista y ese espíritu se ha convertido en un atributo nacional semejante a la bandera y actúa míticamente bien a la manera colectiva del “sueño americano” o a la manera individual del “sueño americano”.

España, en cambio, hace demasiados siglos que ha dejado de soñar y, por el contrario, despierta a menudo, como el martes pasado o tantas otras veces, en medio de las tinieblas. De toda Europa, sólo España se encuentra nublada por el terrorismo, y el terrorismo logra no sólo difundir desazón y temor malhumor. La idea de una España soleada y con un destino hacia lo mejor se interrumpe tantas veces y con tan obstinada frecuencia que determina una personalidad trágica y nacional.

El sentimiento trágico de las cosas, la baja autoestima, la presunción de no poder superar el atraso secular fue la tónica de España a través de medio siglo XIX y casi dos terceras partes del XX. La democracia de hace 40 años parecía haber barrido esa basura de sombras y lamentos  pero, ahora, con el fracaso de las negociaciones con ETA y el regreso de la atrocidad, el país ingresa en su crónica madriguera negra.

¿Podrá sanarse alguna vez? ¿Hay remedio para la idiosincrasia pesimista que a su vez genera lo peor para el porvenir? ¿Hay remedio contra la actitud derrotista que siembra la derrota o contra la derrota que puebla de escombros la vida civil?

Martín Seligman, un insigne especialista en depresiones y que ha analizado no sólo el ser de las personas sino de organizaciones, equipos deportivos y países, sostiene que el optimismo se conquista. No se puede ser más alto pero se puede ser mejor, es el título de una de sus obras.

Pocos líderes han disfrutado España que cumplieran esta función terapéutica sobre el carácter nacional. Pero, por si faltaba poco, la presencia actual de no líderes, tipos con tomates en los calcetines como Rajoy o tan débiles físicamente como para no viajar al extranjero o faltar a las comparecencias cruciales, abocan a un vacío donde otra vez la comunidad española se convierte en malestar y los ciudadanos procuran girar  hacia sus intereses de cubículo, susceptibles incluso de verse filtrados por el hollín que desprende el regreso de la carbonización.      

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6 de junio de 2007
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En brazos de Liza Minnelli

Uno de los DVDs que me traje de Barcelona fue New York, New York, el musical de Martin Scorsese. Tenía una versión malísima en cassette cuando New York, New York reclama, por el contrario, encuadre original, definición de imagen, colores netos y el mejor sonido disponible; las canciones de Kander y Ebb –los mismos autores de Cabaret, para que quede claro- no se merecen menos.

La película es despareja. No resulta difícil entender por qué fracasó en su momento. Hay serios problemas de guión, a sus personajes les falta espesor, en especial al Jimmy Doyle que encarna De Niro, que reducido a su pura exterioridad –sabemos qué hace pero nunca podemos intuir por qué, qué demonios lo mueven más allá del más puro y sofocante ego- resulta sencillamente intolerable. Pero hay muchas secuencias memorables: la fiesta inicial, durante el Día de la Victoria; Jimmy fingiéndose herido de guerra en el lobby del hotel; Francine (Liza Minnelli) salvando con su canción la prueba ante un empresario que Jimmy se empeña en arruinar. Además están las canciones de Kander y Ebb y por supuesto la voz de Liza, que por entonces estaba en su mejor hora.

Husmeando entre los extras del DVD, me causó mucha gracia escuchar una queja del productor Robert Chartoff. El hombre dice que estaban convencidísimos de que la canción New York, New York iba a ser un hit de aquí a la China… y sin embargo no pasó nada. Dos años después Frank Sinatra grabó una versión y la canción se volvió omnipresente, convirtiéndose desde entonces en el himno extraoficial de la ciudad. La anécdota me causó gracia porque fue ese asunto, precisamente, el que me valió la simpatía de Liza hace más de diez años, la primera vez que vino a Buenos Aires. La entrevista transcurría hasta entonces por los carriles habituales, hasta que se me ocurrió decirle lo que sentía de corazón: que su versión de New York, New York, esto es la original que figura en el filme, me parecía insuperable, mientras que la versión de Sinatra me parecía criminal, un asesinato liso y llano. Liza abrió entonces la boca como la tapa del horno y dejó escapar una carcajada que no habría desentonado en Sally Bowles. De allí en más me adoptó: durante el resto de su estadía funcioné como su mascota.

La noche de su debut, después de la actuación en el Luna Park, hubo una cena en el restaurant Edelweiss. (Ya sé que conté esta anécdota muchas veces, pero sean indulgentes conmigo: es una de esas historias que me marcaron a fuego.) Sobre el final me atreví a hacer una de esas cosas que no se hacen delante de las estrellas: esto es, dejar de hablar de ellos para hablar de uno. Le conté que durante años mi madre me había despertado con la música de Cabaret, y que así había aprendido yo a amarla: aquellas canciones de Kander y Ebb funcionaban para mí como una promesa matinal, la perspectiva de un día maravilloso. Le conté que mi madre había muerto muy joven, de un cáncer fulminante. Le dije que imaginaba que ella habría dado cualquier cosa por estar donde yo estaba entonces, sentado en una mesa, conversando con Liza Minnelli. Entonces Liza se levantó, dio vuelta a la larga mesa que nos separaba y me abrazó en silencio, durante un rato tan largo que pareció eterno.

Qué lástima que esta mujer no haya tenido hijos. Merecía un destino mejor, quiero decir menos cruel. Como New York, New York, dicho sea de paso.

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6 de junio de 2007
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EL TRIÁNGULO DE BOLAÑO

Dolores de garganta me apartaron de la red unos días. Vuelvo a la pantalla para descubrir una contribución en inglés de Javier Moreno a la geometría de las ficciones de Roberto Bolaño. El gráfico es algo conocido que ya se puso en línea para demostrar que cualquier obra del escritor chileno construye, con otras dos obras, una relación fortísima que configura un triángulo.

El gráfico me da dos ideas:

1. Soy un oligofrénico. El blog El lamento de Portnoy es de primera categoría. Merece una subscripción a su feed. Provoca reacciones de suma cualidad como esta pregunta: "Si Mel Gibson dirigiese la versión definitiva de Lolita de Nabokov ¿en qué lengua muerta la rodaría? ¿en un decadente ruso decimonónico?" (Mi respuesta: en una mezcla de suspiros amorosos y de ruidos de Chupa Chups en la fase terminal del consumo).

2. El triángulo de Bolaño es otra mentira. Como la espiral de Proust (la obra que supuestamente da vuelta sobre sí-misma para llegar al centro de una explicación definitiva). Todas las obras tienen que ver con todas las obras leídas y escritas por todos los autores. No hay gran arte sin plagio disimulado. Scott Fitzgerald dice (en Tender is the night, creo) que la música popular sirve para dar un ritmo nuevo a una emoción eterna que aparece en una nueva generación. Bolaño no consiguió construirse aparte sino hacer lo que hacen todos los escritores: poner una carpa en el territorio de la literatura y convencernos de que se trata de un palacio nuevo y único.

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5 de junio de 2007
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II. VOY A CANTARLES UN CORRIDO MUY MENTADO…

Los carteles de la droga apuntan los nombres de los famosos de la canción norteña, popular ahora en toda América Latina, y buscan reclutarlos. Venden miles de discos, están en todos los programas de la radio, llenan estadios y palenques.  Es un asunto de prestigio para los capos tener de su lado a un cantante, o al conjunto entero, y también un asunto de capricho. Pero también son útiles los artistas a la hora de celebrar sus rumbosas fiestas de cumpleaños, pues pueden tenerlos cantando hasta que da la luz del día, y útiles, sobre todo, para enviar mensajes como el que le costó la vida a Valentín Elizalde, “El gallo de oro”.

Cuando terminó la función aquel domingo en Reynosa, territorio del cartel del Golfo, Valentín salió en compañía de su manager y de un primo que tocaba el clarinete en el conjunto, en busca del vehículo donde los esperaba el chofer, y entonces fueron emboscados desde dos camionetas por “los Zetas”, el brazo armado del cartel del Golfo que tiene a la cabeza a Tony Tormenta, hermano de Osiel. Sólo el primo clarinetista sobrevivió.

En venganza, el cartel de Sinaloa prometió asesinar a todos los integrantes del conjunto “Los tucanes de Tijuana”, famosos también, y aparentemente fieles al cartel del Golfo.

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5 de junio de 2007
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ÁNIMOS

Mi hija sostiene que las personas son aquello que son para nosotros de acuerdo al estado de ánimo que trasmitan. Más escuetamente: “Las personas son un estado de ánimo”.

Hay sujetos que comunican sosiego o buen humor; otras trasladan sus angustias o sus nervios. No siempre es así pero ocurre con algunas personas que basta con que aparezcan por la puerta para que el grupo reciba una sensación confortable. O viceversa.

No podemos cambiar de físico –excepto en los concursos de la tele o en dermoestéticas, y ni eso -tampoco podemos hacer demasiado por transformar nuestro carácter, pero parece posible, al comprender que nuestra actitud induce malos rollos, para los demás y para uno mismo, corregir la actitud.

Individuos que se pasean con un invariable gesto de amargura, tipos pesimistas que insisten en el valor del pesimismo, antipáticos que se enorgullecen del poco aprecio que les merecen los demás.

En incontables casos de este género negativo, la experiencia enseña que puede mejorarse o hasta superarse. De hecho, las consultas de los psiquiatras y de los psicólogos se encuentran también pobladas de gentes que han tomado conciencia de que la felicidad aumenta en la mejor conexión con los demás y echan de menos no incrementar el número y la calidad de sus relaciones.

Muchos de ellos, antes de caer en la cuenta de este problema personal del Estado de Ánimo no comprendían qué apartaba a los otros de su lado o qué poco les duraban en sus cercanías. Simplemente no habían reparado en el mal lado que les daban. O, en que, como ocurre con frecuencia, era él o ella, inconscientemente o no, quien los ladeaba. 

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5 de junio de 2007
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El corazón de las tinieblas

Es fácil deslumbrarse ante las reverencias con que The Yiddish Policemen’s Union, la nueva novela de Michael Chabon (Wonder Boys, The Amazing Adventures of Kavalier & Clay), se prosterna ante algunos géneros venerables. El relato es una ucronía, al estilo de El hombre en el castillo de Philip K. Dick: imagina que fracasado el intento de establecer un Estado israelí en Medio Oriente en 1948, millones de judíos impulsados por la diáspora se establecen en una franja de Alaska, beneficiados por un permiso con fecha de expiración a los 60 años –o sea inminente, en el año 2008. Al mismo tiempo, The Yiddish Policemen’s Union es un policial negro a la manera de Chandler: el detective Meyer Landsman, en plena crisis existencial, debe investigar el asesinato de un joven que resulta ser el hijo de un ciudadano prominente. (Y un candidato al sitial de Mesías de su generación, dicho sea de paso.) En su paisaje mustio y helado y también en el personaje de Berko Shemets, hijo de judío e indígena tlingit, la novela de Chabon despierta ecos de Fargo; no cuesta nada imaginarse a los hermanos Coen dirigiendo la adaptación al cine. Por último, su cast casi ciento por ciento judío (Berko no lo es oficialmente, ya que su madre era indígena) y los coloquialismos que parecen extraidos de El violinista en el tejado nos aproximan a algo que podría ser definido como etno-noir. No me costaría nada cambiar el nombre de Landsman por el de Philip Marlowitz.

Pero la novela es bastante más que sus artificios posmodernos. En los relatos de Dashiell Hammett, el crimen es la expresión puntual de un sistema corrompido hasta la médula: no se trata de la excepción a la regla, sino más bien de una de las características más propias de su funcionamiento. Chabon hace suya esta tesis, agregándole una vuelta de tuerca. Ya no se trata tan sólo de criticar el funcionamiento de este sistema individualista y brutal (el sistema no posibilita el crimen, es el crimen), sino también de contemplar algunos de sus relatos complementarios: los nacionalismos, las etnias, los mesianismos, la pretensión de que la violencia es un recurso político válido. En este sentido, The Yiddish Policemen’s Union es la ucronía para acabar con todas las ucronías. Porque este subgénero sucumbe a la tentación de cambiar la historia de un plumazo, al igual que suele ocurrir con las revoluciones, las invasiones y las guerras. Y en su novela Chabon admite que el intento de establecer un Estado de Israel en Medio Oriente, fracasado en el 1948 de su imaginación, se repetirá en el presente, con la misma necedad, con la misma o peor violencia que la primera vez.

Chabon sugiere que toda ucronía es limitada. Por más que uno altere la Historia de manera artificial, la dinámica humana encuentra siempre la manera de regresar el relato a sus vías originales. De algún modo el mundo que Chabon imagina es mejor que el real, en la medida en que se ahorró los millones de muertos que el conflicto israelí-palestino se ha cobrado desde entonces hasta ahora. (También es mejor porque en su relato alternativo Orson Welles ha logrado filmar Heart of Darkness, cosa que en la vida real nunca consiguió.) En términos generales no logro discrepar con su planteo: si algo resulta evidente, es que aquello que los sionistas de 1948 no sabían o no entendían (o no les importaba entender), tampoco lo entienden los sionistas de hoy. El desarrollo del ser humano como especie es tan lento –y tan orgánico, y por ende incapaz de saltearse etapas o de forzar su desarrollo- como el de cada uno de nosotros. Está claro que ninguno aprende nada antes de tiempo. Lo trágico es que el momento en que finalmente aprendemos lo que debíamos suele ser demasiado tarde para muchos.

La novela es amarga pero esperanzadora. Su final me recordó al de un libro que me gustaba mucho de niño: The Word, de Irving Wallace. Allí un publicista descubre que un quinto Evangelio, certificado en su autenticidad y difundido al mundo por la Iglesia, es en verdad un fraude. Y se ve colocado en el dilema de denunciarlo, o de callar para preservar el estado de gracia que ese “descubrimiento” parece haber sembrado en el mundo. Yo coincido con Wallace y con Chabon: me resulta más fácil, y por cierto más sensato, confiar en un mentiroso profesional como un publicista, y hasta en un policía alcohólico y fracasado, que en el discurso mesiánico de nuestros líderes.

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5 de junio de 2007
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TIEMPO LIBRE

De la misma manera que hay leyes restrictivas en la circulación para tratar de que la gente no muera, deberían implantarse leyes restrictivas laborales para impedir que la gente no perezca. O sea infeliz.

Que todavía no se haya hecho efectiva una limitación real de la jornada laboral es tan grave como no proteger el cumplimiento de cualquiera de los llamados derechos humanos.

La democracia no es posible sin el derecho a un tiempo bastante para sí.  La libertad no es concebible en este siglo sin una desahogada parcela tiempo libre. Esta obviedad se considera sin embargo tan superficialmente que la crueldad se multiplica.

El handicap para la felicidad, la comunicación familiar y la salud general que supone no poder conciliar el trabajo y las relaciones personales queda todavía ignorado por la tenebrosa inercia de la esclavitud. Ser trabajador no debe considerarse equivalente a ser explotado y una democracia moderna comete un fraude radical si no supera pronto esta ecuación.

En una economía de servicios, en una sociedad de la información y la comunicación, la raquítica disponibilidad de tiempo libre representa el rotundo engaño del sistema social. No hay ideología que pueda justificar esta constricción, no hay formación política digna de existir sin atender a los tiempos de vida. El espacio exiguo de la vivienda privada se tiene como un estrago. Pero ¿y el tiempo exiguo para vivir privadamente o no? La más importante y crucial batalla de cualquier partido contemporáneo debería centrarse en las facilidades para disponer de tiempos. La lucha de clases acaso haya derivado en simples clases de vida pero esa simpleza constituye hoy el corazón de cualquier auténtica revolución. Sin una tasa suficiente de tiempo propio, la injusticia social persiste y se multiplica por dos: se prolonga la prisión productiva de antaño y se dobla el sufrimiento con la improductiva merma de la alegría, el recreo y  el amor.    

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4 de junio de 2007
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El candidato no tiene quien le vote

Estuve en Barcelona el pasado domingo para ejercer mi derecho a la abstención. Por la noche celebré la victoria por mayoría absoluta con antiguos votantes del Partido Socialista. Ya no se votan ni a ellos mismos.

Ningún candidato al Ayuntamiento de Barcelona se ha tomado en serio la abstención. Los más cínicos acusan al consejero Joan Saura, director de un área llamada de Participación Ciudadana que nadie sabe para qué sirve. Aunque es evidente que el director del área poca participación ha conseguido, es coherente consigo mismo: dijo que él prefería que los votantes de derechas se quedaran en casa. Cosas de una educación cívica deficiente.

Los más sarcásticos aseguran que la abstención se debe a la colosal satisfacción de los barceloneses. Una befa que no se oía desde los tiempos de Franco. Mis amigos socialistas dicen lo que todo el mundo: que por estos candidatos nadie da un duro. Imma Mayol lo confesó poco antes: son políticos antisistema. Traduzco: contrarios al sistema democrático, porque si no, ya me dirá a qué sistema se refiere.

Puede parecer exagerado que acuse a los políticos barceloneses de poco demócratas, pero lo digo en serio. Es poco democrático el gobierno de un grupo que vive por encima de la ciudadanía y solo se ocupa de ella cada cuatro años. ¿Exageración? Lo sería si les hubiéramos oído reconocer que no tienen ni idea de lo que la gente necesita. Sin embargo, ni uno solo reconoce la menor responsabilidad en el desastre, o sea, en el descrédito de la democracia.

Descrédito supino: las cifras de participación en Catalunya son las más bajas de España, pero las de Barcelona son las más bajas de Catalunya. Y aunque deberían haber figurado en lugar destacado de diarios, televisiones o radios, apenas se han divulgado. Las cifras son estas: se ha abstenido más gente (50,42%) de la que ha votado (49,58%). Y además ha habido un 4% de votos en blanco, es decir, de rechazo frontal a todos los candidatos. Estas cifras son una barbaridad en cualquier ciudad europea. No así en Barcelona, ciudad quizás poco europea.

Artículo publicado en: El Periódico, 2 de junio de 2007.

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4 de junio de 2007
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TEMPLAR

El mejor toreo se hace parando, templando y mandando. Tres virtudes dominadoras e inteligentes. No dejarse llevar por la pasión, el miedo, la rabia, la ofensa, la irritación o el impulso. No ser impulsivo. Una de las varias derrotas de mi vida es no haber conseguido esa tranquilidad. Esa templanza. No soy templado. No sé templar. Tampoco parar, ni mandar. Está claro por qué nunca quise ser torero. Por todo eso y por cobarde. Lo mío, como mucho se acercó al toreo de salón. Un juego de imitación de estilo dónde todo peligro es imaginario.

Tienen razón algunos, casi todos, los que me aconsejaron el otro día un  poco de paciencia. Haber dormido tres noches antes de contestar. Con lo fácil que parece. Con los problemas que te evita. No quiero parecer lo que soy. No quiero parecer impulsivo, nervioso, irritable y, mucho menos, mal educado. Así, aunque sea un poco tarde, vuelvo a pedir disculpas. Vuelvo a mi examen de conciencia. Y como no puedo prometer, no prometo, porque hace tiempo sé que yo no puedo decir nunca jamás. Soy muy poco zen. Muy poco oriental en general. No me entiendo. No me controlo. Peor todavía, me contradigo.
Sí, vivo entre mis contradicciones. ¡Y pensar que mis mejores guías son de esos que han sabido utilizar el sarcasmo, la ironía, la tranquila venganza, la manera fría, lapidaria de contestar y reflexionar sobre casi todo!

Lichtenberg, Bergamín, Karl Kraus y mi más cercano maestro, Stanislaw Lec, no me admitirían en su club. Lo siento porque me gusta estar entre gente más lista. Como castigo tendré que recordar, que escribir muchas veces algunos de sus aforismos, y así conseguir “compensar mi falta de talento con una falta de carácter”. Tengo que tener bien presente que lo habitual es que la compresión sea un proceso lento. Somos animales lentos.  Lec lo dijo bien claro: “Los hombres son lentos de reflejos: por lo general sólo comprenden en las generaciones posteriores”.

¡Qué lástima que no sea capaz de creer en los castigos! Y que además sea muy olvidadizo, soy capaz de arrepentirme muchas veces. Me olvido de casi todas mis promesas. Soy infiel,  puedo traicionarme a mí mismo.

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4 de junio de 2007
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