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LA NEVERA II

Pensaba que no volvería a tener que ocuparme de la nevera pero pese a las erráticas manipulaciones de la asistenta sigue desprendiendo raciones de agua y, lo que es peor, componiendo sobre el suelo unas figuras encharcadas que tienden a expresar desconsuelo o máxima desilusión.

No es, sin embargo, lo único que me aflige. Irresponsablemente la impresora estuvo trabajando dos horas seguidas y se le ha fundido un interior principal. No alcanzo a vislumbrar algo más concreto pero es patente que se trata de una fusión en su centro capaz de determinar el destrozo en la totalidad de  los circuitos. El resultado es que la impresora ha quedado sobre la mesa como un bulto o un túmulo; más oscuro que como lo recordaba y formando un abultamiento mudo e imputador. 

Se parece mucho al caso que ha dejado sin habla ni imagen alguna a mi Canal Satélite Digital con motivo de la tormenta del domingo pasado. Curiosamente soy el único vecino de la finca que ha sufrido esta avería pero creo interpretar que mi problema no se debe completamente a la tormenta sino a la interrelación con los demás artefactos muertos o agonizando que pueblan la casa.

Como en las tribus, estos electrodomésticos crean un conjunto de conexiones internas que los seres humanos, en cuanto elementos de otro orden, no llegamos a percibir en la normalidad. Es, sin embargo, en ocasiones accidentadas como ésta que se trasluce el mundo propio que constituyen y de cuya comunicación procede la actual desarmonía comunitaria. Cualquiera podría dar testimonio de una experiencia doméstica semejante puesto que raramente se estropea un elemento a solas y frecuentemente la rotura cunde en cadena, del televisor al lavaplatos, de la tostadora al aspirador.

Estos individuos han nacido para obedecer, cumplir su función subordinada y apechar con ella a través de los plazos de garantía. Sin embargo, el límite de su docilidad lo marca, al cabo de un tiempo, no su conspicua voluntad de servicio sino su incontrolable estado de salud puesto que todos ellos nacen, actúan y mueren. Por periodos, además, son víctimas de enfermedades de cuyas dolencias sanan completamente unas veces y otras guardan consigo ciertos síntomas hasta el final de sus días. La impresora y el televisor muertos o con el conocimiento perdido se alzan como piezas patéticas pero más sobrecogedora es todavía la delicada circunstancia de la nevera cuyo misterioso diagnóstico induce a contemplarla con la aprehensión de no saber si asistimos a su parcial licuefacción mecánica o el trastorno se responde a un mal absoluto, un proceso terminal que terminará abatiéndola.   

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25 de mayo de 2007
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IV. LITERATURA Y ENTRETENIMIENTO

Ahora termino de leer, por ejemplo, la novela Tratado de las pasiones del alma, de António Lobo Antunes (Lisboa, 1942). Estoy fascinado por la manera en que el lenguaje puede ir iluminando en planos paralelos cada situación, ese juego de espejos tan propio de la poesía y que aquí discurre en el relato de la mano de un verdadero pintor. Cuadros, una galería donde cada cuadro se revela en todos sus detalles mínimos, sin que a la mano diestra se le pierda nada, el paisaje urbano de Lisboa y su decadencia, el derrumbe de lo viejo frente a la irrupción de lo nuevo, destinado desde ya a la decrepitud. Una decrepitud que en la pintura de los personajes, es moral. El mundo se derrumba en sus trazos, y se derrumban las almas. El paisaje político es de miasmas, huele a podrido.

Planos superpuestos, en el tiempo y en el espacio, cada escena traslapada sobre otra, y otra. Entonces mi pregunta: ¿este libro, que plantea la belleza total como clave de la narración, puede ser leído en lo que dura un vuelo corto de avión, como El código da Vinci? Confieso que no. En primer lugar, hay que leerlo despacio, se trata de una lectura compleja, y por tanto, meditada. ¿Cuántos hay dispuestos a meterse en la aventura espinosa de leer un libro así, y llamar entretención a semejante experiencia?

Lean, sino lo han hecho, Tratado de las pasiones del alma, la historia de un juez de instrucción y un terrorista, que tuvieron juntos su infancia. Pónganse entre quienes prefieren el entretenimiento que exige, y no se entrega tan fácil.

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25 de mayo de 2007
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KUNDERA RELEE A GABO

Milan Kundera acaba de releer Cien años de soledad y lo dice en un artículo publicado ayer en el suplemento de libros del diario francés Le Monde. De su opinión sobre la novela, cuya reedición arrasa en este momento la competencia en todas las librerías del mundo hispanohablante, no sabemos nada, pero la obra de Gabriel García Márquez provoca su interés por la demografía literaria con una proposición: “los protagonistas de las grandes novelas no tienen hijos”.

Según Kundera, la mitad de los héroes salen de las novelas sin reproducirse. No hay que entender francés para enterarse de la composición de la lista de personajes sin descendencia en su artículo: el Quijote, los héroes de Stendhal, de Balzac, de Dostoievski, etc. La explicación de aquella esterilidad tiene que ver con la esencia misma de la novela en los tiempos modernos: una disciplina que aísla un individuo para decir todo sobre su biografía, sus ideas, su sentimiento hasta transformarle en el centro del mundo.

Esta visión, según Kundera, corresponde a una especie de sueño: creer que en cada vida cabe todo lo necesario para la realización de un individuo. No es así, opina el autor checo que tomó la nacionalidad francesa: hay un antes y un después en una vida humana; existen los hijos para asumir la inmortalidad de los padres. Pero en Macondo, se termina el sueño: no hay un personaje que aguanta toda la historia, ni la vieja Úrsula, la matriarca de la familia, que muere a los 120 años, es decir mucho antes del fin de la historia. “El centro de la historia no es un individuo sino una procesión de individuos” que tienen nombres muy parecidos, con los Buendia, Arcadio, Aureliano, primero, segundo, etc. Para Kundera, se trata de un cambio mayor. “Tengo la impresión, dice, que esta novela, que es una apoteosis en el arte de la novela, es a la vez una gran despedida a la época de la novela.”

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25 de mayo de 2007
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ESCRITORES EN FERIA

La primera vez que hice una cola en la Feria del Libro de Madrid tenía 21 años, era bastante descreído, y no poco ingenuo. Algo así como un cronopio con pasiones lectoras. Además de las pasiones de todos los caminos salvajes de aquellos años. Era 1974 y Julio Cortázar venía a firmar en la feria. Hicimos la cola, no como la de algunos autores mediáticos de ahora. El autor, aquel gigantón que no envejecía, con su aspecto tan parecido a su icono, firmaba libros y conversaba unos segundos con sus lectores. Con no poca emoción llegamos ante el autor. Casi no supimos qué decirle. El libro novedad que firmaba era Octaedro, en la editorial Alianza. También firmaba el resto de su obra. Su peculiar amabilidad, su interpretación de su propio papel, sus pocas ganas de hablar de los “cronopios”, su cansancio disimulado de tantos lectores que no tendría porqué conocer hicieron de aquel “encuentro” un recuerdo un tanto frustrado, una banalidad, pero también el cumplimiento de un fetichismo que todavía conservamos, de otra manera, con otra relación, con tantos escritores que nos gustan: tener sus libros firmados. Han pasado muchos años. Pero todavía conservo orgulloso aquellas dedicatorias de una primavera de 1974 en la feria de Madrid. No se puede decir que sean muy imaginativas, pero son la firma de un autor que marcó nuestras lecturas y otras cosas. En Octaedro escribe: “Para Javier, cordialmente”. Y en la vieja, usada y querida edición de Rayuela, de Sudamericana, escribió: “Para Javier, con amistad”. Ese me gustó más. No importaba que no fuéramos amigos. Yo podía presumir. El admirado lo había rubricado.

No recuerdo otras colas para conseguir una firma en la feria hasta muchos años después. Ya era un periodista “cultural”, a los escritores los conocía de otras maneras, les hacía entrevistas o tomaba copas con ellos. Pero sí hicimos cola en la firma de Jorge Luis Borges, año 82, y en aquella recordada “Alianza Tres” se publicaba un nuevo título del más venerado de los escritores, un excelente poemario llamado La cifra. Después de la cola, el amable y nervioso Borges, me pregunta el nombre, el apellido le resulta extraño… y lo escribe mal, se lo aviso cuando veo que comienza el error y se queda con error y sin error, más o menos así: “Para Javier Riolyo, con todo aprecio”.

Hoy empieza la feria. La verdad me gustaría volver a la inocencia, a la ilusión de acercarme a un autor admirado para conseguir que una mentira como dedicatoria me hiciera ilusión. No lo haré. Estoy mayor. Y además, me sobran algunas dedicatorias… aunque, pensándolo bien, me faltan muchas. ¿A quién le pediría ahora una dedicatoria?

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25 de mayo de 2007
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Amnesia

Mi amigo Guido ha perdido la memoria. Ocurrió tras un accidente automovilístico en una curva de la carretera. La ambulancia se lo llevó inconsciente. Dos días después, cuando despertó en el hospital, no recordaba su nombre, ni quién era ni de dónde venía. Como si sus recuerdos se hubieran aplastado con el choque.

Su médico me encargó ayudarlo a recuperar la memoria. En sesiones matinales de media hora, yo le iba repitiendo su propio pasado, para ver si lo reconocía. Bueno, más o menos.

Es que la vida de Guido, honestamente, era un desastre. Su novia acababa de dejarlo, y había perdido el trabajo. Su casa era un cuchitril asqueroso. Carecía de encanto personal y de autoestima, de modo que ni él mismo se quería ¿Cómo puedes devolverle esa vida a alguien? ¿Cómo puedes ser tan cruel y decirle la verdad?

Opté por una estrategia alternativa: contarle la vida que le habría gustado tener. Una mañana, pasó por su habitación una enfermera preciosa. Le dije que era su novia, que se habían separado temporalmente antes del accidente, pero que ella seguía loca por él. También inventé que trabajaba en el consejo directivo de una multinacional del petróleo. Y que tenía tres niños muy guapos que tocaban el piano y hablaban cuatro idiomas.

En fin, creo que exageré. Pero funcionó.

Nada más salir del hospital, Guido se mudó con la enfermera y consiguió trabajo como director ejecutivo de Repsol. La siguiente vez que lo vi, se había comprado un Mazda y una casa con piscina, y no me pregunten cómo, pero tenía tres hijos preciosos que hablaban cuatro idiomas y tocaban el piano, aunque uno de ellos destacaba más en sus cursos de violín.   

Creo que esos fueron los mejores momentos de mi amistad con Guido. Viajaba con él a París y a Nueva York, me invitaba a su casa en la playa, me dejaba visitar sus pozos petroleros… Realmente, son momentos que recuerdo con gran cariño.

En uno de nuestros viajes por la Costa Brava, Guido decidió mostrarme cuánto corría su nuevo Maserati. Cuando llegamos a 180, el coche salió volando en una curva y fuimos a parar al mar.

Pasé en el hospital una semana. Y cuando al fin conseguí levantarme de la cama, el médico me explicó que Guido se había golpeado la cabeza, y sufría de una severa amnesia. Era incapaz de recordar nada de su vida anterior.   

Así que éste es un blog de servicio público. Estoy buscando un pasado nuevo que ofrecerle a mi amigo Guido y acepto sugerencias. El mejor pasado será transmitido a la memoria de Guidito y generosamente recompensado. Los resultados serán publicados en el próximo blog.

Hagan sus propuestas, por favor.

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25 de mayo de 2007
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Elecciones hasta en la sopa

¿Es tan sólo mi impresión, o nos están obligando a elegir de forma casi compulsiva? Abro los diarios españoles y los veo tomados por el asunto de las elecciones inminentes, apilando noticias, encuestas y columnas de opinión en estado de frenesí. Los diarios argentinos no les van a la zaga, dado que tenemos encima no uno, sino dos comicios fundamentales: los que decidirán quién será el nuevo alcalde de Buenos Aires y la identidad del próximo (o próxima) Presidente de la Nación. Pero el asunto no acaba ahí, los programas de TV nos llaman a votar todo el tiempo: ¿quién debe salir de la casa de Gran Hermano, qué pareja merece ser expulsada de Bailando por un sueño? La fanfarria es la misma, con módicas variantes: nos dicen que somos importantes, nos llaman a la responsabilidad, ¡nuestro voto puede marcar la diferencia! Sin embargo a veces, en presencia del menú, esto es cuando veo entre qué cosas debemos optar para alimentarnos, me pregunto si estamos eligiendo de verdad o si tan sólo nos estamos habituando a practicar una variante –eso sí, muy democrática- de la resignación.

Que nadie interprete que menosprecio el mecanismo democrático. He vivido tiempo suficiente bajo regímenes autocráticos como para tener claro lo que no quiero. Lo que me genera duda es esta sensación de que el abuso del recurso electivo (¡llame ya, venga a votar!) enmascara el hecho de que cada vez nuestras posibilidades de elegir son menores. Miren si no lo que les pasó esta semana a los demócratas de USA, que aun habiendo vencido en las elecciones no pudieron pasar por encima del veto de Bush y ahí, siguen, colaborando todavía con la Guerra de Nunca Acabar. Miren lo que le pasa a diario a la pobre gente que aquí en la Argentina no cuenta con la bendición del cable: su capacidad de elección se limita a la opción entre Gran hermano y Bailando. (Claro, siempre se puede apagar la TV, pero el ronroneo electrónico es útil para borrar las angustias del día, ¡y además entretiene a toda la familia al mismo tiempo!)

Me gustaría que me llamasen a votar para otras cosas. Creo que tengo derecho, por ejemplo, a hacer pesar mi deseo de que la ofensiva contra el Medio Oriente se acabe de una vez. A votar para que Jerusalén sea nombrada Capital Mundial de la Paz, patrimonio de la humanidad toda. A participar de una consulta formal pero vinculante, a favor de que todos los países sin excepción se sometan a estrictas medidas para la preservación del ambiente. A sumar mi modesto voto a una iniciativa que convierta a la cuestión del hambre en un asunto ya no nacional, sino mundial. Después de todo, estos son asuntos que me afectan directamente como parte del género humano. ¿Por qué debo dejar su resolución en manos de gente que sólo se diferencia en el color de su pasaporte?

Y ya que estamos, me gustaría poder elegir también en cuestiones más ligeras. Hacer que una vez al año las cosas se inviertan y volvamos a la escuela, para ser (re)educados por los niños. Votar para que introduzcan en los programas escolares la educación sensorial (Mayté Palas tuvo esta idea maravillosa, días atrás), que en efecto nos enseñe a sentir mejor: a paladear, a olfatear, a oír, a tocar. Que así como en algunos países todos son soldados y existe una situación de reserva permanente, nos convoquen a todos de tanto en tanto para pasar una temporada escuchando música, o leyendo los libros que nos quedaron pendientes, o simplemente jugando. Que haya vacaciones pagas aun para aquellos que no tienen trabajo. (No me digan que la desocupación no es algo que también hace merecido un descanso.) Que se establezca por ley un espacio diario dedicado a reír, gracias al cual se pueda interrumpir la labor para ver durante un rato a los Hermanos Marx, a Olmedo o a quien el consumidor quiera.

Si me diesen la oportunidad de hacer pesar mi voz sobre estas cuestiones, sentiría que estoy eligiendo de verdad.

Y a ustedes, ¿qué les gustaría poder elegir?

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25 de mayo de 2007
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El condenado anhelo de vivir

No creo que el título elegido por el autor sea el más recomendable, pero sin duda lo es la lectura de su libro. Pankaj Mishra se ha propuesto estudiar la huella del budismo en el mundo y a ciencia cierta que, a juzgar por lo que cuenta en las páginas de Para no sufrir más (Anagrama), ha conseguido seguir su rastro y averiguar dónde se encuentra ahora.

Educado en el seno de una familia hinduista empobrecida, ciertamente cansado de la agobiante tradición nacional, el escritor indio buscó refugio y tranquilidad en una pequeña aldea de los Himalayas con ánimo de sentarse a leer y estudiar todo cuanto se ha escrito sobre el fundador de la única religión sin dios de cuya existencia tenemos noticia.

El resultado es una atractiva y nada piadosa narración sobre la influencia intelectual de un príncipe que hace 2.500 años se parecía más a Sócrates que a Jesús. La investigación llevada a cabo por Mishra considera las formas de religiosidad popular suscitadas por la doctrina budista, pero su agudeza reflexiva se detiene en la esencial contribución del budismo a la filosofía y a la psicología.

El autor adopta la exigencia racionalista anunciada por el Buda y se mantiene escépticamente ajeno a las fantasías mistéricas del temperamento humano. Enjuicia con severidad a los creyentes y no da más crédito a los devotos fascinados por el prestigio oriental –esos vagabundos del Dharma que deambulan con frivolidad típicamente occidental- pues los considera igualmente caídos en el espejismo de la ilusión.

El argumento expuesto por el Sócrates de Oriente –más parecido sin embargo a un médico que a un maestro- se limita a reiterar una nada complaciente consideración: el engaño de los sentidos nos empuja a una inevitable decepción, el ansia defrauda las expectativas, el desengaño produce dolor, propicia el íntimo abatimiento y, finalmente, la silenciosa desesperación que corroe a los hombres.

Guerra, debacle y espanto en un mundo sometido al disturbio permanente ofrecen un penoso espectáculo pero lo único que por el momento parece mitigar su perturbadora influencia es considerar la paradoja del sufrimiento: a más miedo, más dolor.

La propia metamorfosis de Mishra a lo largo de su dúctil y preciso relato, en el que veremos dibujadas las convulsiones anímicas que alteran insistentemente la débil conciencia de su yo, constata este extraño rumor.

Obviamente, el libro concluye, pero el interrogante hilvanado a lo largo de sus 390 páginas queda en el aire. Como todo lo dicho y repetido por los racionalistas de aquél tiempo: la existencia es decepción y el mundo arde por los cuatro costados.

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24 de mayo de 2007
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Una banana póstuma para Kong

Hace algunos días, cultivando el arte del zapping, me enganché otra vez con el King Kong de Peter Jackson. Vi desde que el dramaturgo y guionista Jack Driscoll (Adrien Brody) rescata a la rubia Ann Darrow (Naomi Watts) de las manos de Kong en plena Skull Island, hasta el final a toda orquesta en lo alto del Empire State. Ayer, reincidiendo en la costumbre del saltar entre canales, volví a dar con Kong. Esta vez desemboqué en un acto previo, y me quedé viendo la sensacional escena de Kong en batalla contra los dinosaurios. En ambas oportunidades disfruté como un niño, que es lo que era cuando vi la versión original de Schoesdack y Cooper por primera vez. Creo que en ocasión de su estreno, el tsunami publicitario y el nivel de las expectativas hicieron que este Kong le supiese a poco a la gente –cuando en verdad no lo era, sino más bien todo lo contrario: se trata de una de las películas más espectaculares de la historia del cine, y lo seguirá siendo, estoy seguro, durante muchos años más.

Es verdad que Jackson contaba con dos elementos en su favor por los que cualquier cineasta mataría: una historia maravillosa y el presupuesto más abultado del mundo. Pero a esta altura ya sabemos que una producción multimillonaria y el más desaforado blitz publicitario no garantizan nada: Spider Man 3 costó más cara y es una verdadera porquería que, como suele pasar últimamente, debuta batiendo records y se hunde enseguida, cuando la noticia de su deficiente calidad se torna vox populi.

Las grandes expectativas suelen jugar en contra. Recuerdo haber visto el Dracula de Coppola en la función de su estreno en Nueva York –mi ansiedad era casi intolerable, ¡uno de mis directores favoritos haciendo una de mis historias predilectas!-, y haber salido de la sala medio desinflado: no podía decir que la película era mala, pero tampoco había sido lo que yo esperaba. Con el correr de las semanas lo que yo esperaba dejó de importar y entonces la vi por segunda vez: fue un descubrimiento. En medio de uno de esos montajes paralelos que Coppola hace como nadie (los tres Padrinos organizan su climax sobre el mismo recurso), tuve que reprimirme para no levantarme en la sala y empezar a agitar los brazos dirigiendo una orquesta imaginaria; tal fue la excitación que el brío de Coppola me produjo.

Supongo que la cabeza hace las ligazones que hace por alguna razón. Leyendo la vieja crítica que Vincent Canby hizo de este Dracula en el New York Times, me encontré con una frase que bien podría aplicarse al Kong de Jackson: “Trasciende el camp para convertirse en un testimonio de las glorias de la narración cinematográfica”. En realidad también hay otras frases de Canby que se le aplicarían: “Exhibe el entusiasmo de un estudiante de cine precoz que adquirió mágicamente el dominio de su arte en el nivel de un maestro. Es sorprendente, entretenida y también es siempre un poco too much”. Me puse a hablar de Kong porque al disfrutar nuevamente de su visión sentí que en ocasión de su estreno le cobraron a Jackson su éxito previo con El señor de los anillos. Me pareció que mucha gente iba a ver la película esperando El séptimo sello, cuando no se trataba de una remake de Bergman sino de una película clase B que mezcla géneros y no pretende más que dejarnos con la boca abierta ante sus fuegos artificiales. A mí el King Kong de Jackson me gustó desde el comienzo, qué quieren que les diga. Me tuvo en vilo, me asombró, me hizo reír. Algunas secuencias –como la mencionada de Kong versus los dinosaurios- me parecen magistrales, no sólo por la excelencia de su animación sino por ese aliento propio de los filmes de género, que hace que cuando uno cree que ya nada peor puede ocurrir, ocurre –y que cuando ya no existe manera de salvar al héroe, una salvación se materialice por la intervención del ingenio.

Los mejores momentos de Kong ocurren cuando Jackson narra con el entusiasmo de un aprendiz de brujo. Cada vez que la veo me digo que es posible que el cine haya sido inventado para otras cosas, pero que muy pocas de ellas le sientan tan bien como este tipo de aventuras deslumbrantes.

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24 de mayo de 2007
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LA NEVERA

Estoy asistiendo en casa a un fenómeno muy del gusto de Millás que, como se verá, no tiene ninguna gracia. La nevera supura. Puede calificarse el hecho de otras maneras puesto que la secreción es sólo de agua y llega a formar un charco que no llega a ser ni muy grande ni muy pequeño. Podría definirse como que la nevera llora. O también, como que la nevera padece incontinencia. O, trágicamente, que la nevera sangra.

No es sangre desde luego lo que mana pero lo consecuente con los fluidos interiores de una nevera sería el agua y de este modo la hemorragia presentaría una justa metáfora de su circulación interior.

¿Qué hacer ante este asunto? Todas las reflexiones y aproximaciones razonables que pudieran dar cuenta del mal las doy por revisadas y concluidas. Tampoco dispongo ahora de una asistenta –recientemente operada de un quiste- o una occidentalizada especialista en labores domésticas que aportaran su peritaje.

La única interpretación cabal conduce a un asunto paranormal. El charco aparece azarosamente, no se forma durante la noche o durante el día de una manera justificada y vigilable. La única constatación es que “aparece” a su antojo y en la absoluta soledad. No está cuando se pretende inspeccionar la habitación y se encuentra, ya formado, cuando se llega descuidadamente ante él.  De este modo parece, al descubrirlo, que no soy yo quien observa unilateralmente al charco sino que el charco me aguarda y me mira. Me mira, además, desde su posición baja y aplastada, tal como un mendicante o un ser abatido. Lejos por tanto de sentir irritación ante su regreso mi alma se ve poseída por una lástima inconsolable y por una culpabilidad, además, sin rápidos paliativos. ¿Sufre la nevera un mal medular de importancia y soy incapaz de atajarlo? ¿Seguirá mostrándome estos signos de su padecimiento y continuaré sin ofrecerle algún auxilio?

La acción inmediata sería llamar a un especialista pero si me he resistido hasta el momento ha sido para no reconocer su valor antropológico al fenómeno. Porque, con toda evidencia, no sería un especialista cualquiera el indicado para aportar soluciones, sino alguien tan especial como inquietante.  Tratándose de una avería sin más, un técnico vendría a repararla. Lo embarazoso es haber constatado  que su desajuste procede más del espíritu que del mecanismo en sí, más de un ámbito emocional indefinido que de la materialidad de sus componentes. Efectivamente no será así puesto que nos han instruido suficientemente sobre la radical diferencia entre objetos y sujetos, personas y artefactos, pero cualquier ser sensible que presenciara la lastimera conducta de esta nevera experimentaría más o menos el desasosiego de que doy cuenta.

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24 de mayo de 2007
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UN ESPíA MÁS

Tarde o temprano, la información tenía que salir: Ryszard Kapuscinski trabajaba como espía para el gobierno comunista de su país, Polonia. El diario inglés The Guardian  se hace eco de la noticia al acusar el reportero más famoso del fin del siglo XXI (no se puede olvidar su retrato póstumo del emperador de etiopía) de hacer lo que hacía cualquier persona en los países socialistas: hablar con las autoridades para conseguir un poco de libertad de acción.

Soy incapaz de entender lo que dice el sitio de la edición polaca de Newsweek pero soy muy consciente del talento del hombre cuya fotografía vemos en la portada. ¿Quién es tan ingenuo para creer que Kapuscinski conseguía permiso de salida sin dar algo a la seguridad? Lo importante, lo que nunca sabremos, es lo que callaba cuando tenía que enfrentarse con la ineludible conversación con los hombres encargados de redactar los informes sobre él. Me acuerdo muy bien, en Cuba, trabajando como periodista, que yo hacía lo mismo. Mejor hablar con la persona que hace informes sobre ti. Permite ayudar a esta persona y así no te molesta mucho pues de todas maneras esa persona, pase lo que pase, tiene que entregar algo a sus superiores. Y nadie te impide callar lo fundamental; es decir, lo que involucra la seguridad y la vida privada de otras personas.

Supongo que fue la técnica de Kapuscinski. Estas acusaciones no van a cambiar mi admiración por un escritor que llevó el periodismo al nivel de la literatura. Además, me parece que no está mal figurar en el club de los escritores/espías. Graham Greene, John Le Carré son buenos modelos. Y la verdad es que existe algo peor: los escritores ciegos. Lo que hicieron John Dos Pasos o Sinclair Lewis al ser manipulados por la propaganda oficial en sus visitas a la Unión soviética o la celebración del pacto entre Hitler y Stalin por parte de Dashiel Hammett. Esto es algo que todavía justificaría una portada de Newsweek.

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24 de mayo de 2007
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