Vicente Verdú
No es buena idea, cuando alguien nos cuenta sus penas, salir con otras penas semejantes para darle a entender la solidaridad. La idea de procurar alivio al sufriente comunicándole detalles de otro sufrimiento propio sólo será eficaz si no coincide con el momento mismo en que aquél transmite su dolor, escenifica su tormento, se encuentra, en fin, tratando de ocupar el protagonismo frente al interlocutor fiel. De esa manera el desdichado obtiene beneficio de su fracaso: recicla el fracaso ante el otro, en captación de la atención y la compasión del otro. Consigue el amor o la admiración de los otros a través de la pena y así, al cabo, puede obtener réditos de su minusvalía, obsequios para su tormento, reconocimiento, en fin, para su vida. El desgraciado obtiene pues recompensa y esto es, al cabo, lo que importa. La recompensa en forma de reconocimiento es a lo que aspiramos, puesto que si los demás nos distinguen con su atención y asumen nuestro avatar, estamos salvados. Somos, en definitiva, una unidad alimenticia, una identidad digna de ser expedida y consumida en el mercado general. El mal en nuestras vidas puede reportar bien si obtiene esta legitimación como bien –o argumento- trágico o dramático en la consideración de los otros.