Marcelo Figueras
A esta altura del partido no tengo dudas: E.T. seguirá siendo siempre una de mis películas favoritas. En mi lista personal figuran títulos más prestigiosos, desde El ciudadano, pasando por Lawrence de Arabia hasta llegar a El padrino, pero la sorna con que se suele tratar a Spielberg en general y a este filme en particular me tiene sin cuidado. A 25 años de su estreno –que ocurrió el 11 de junio de 1982, para ser precisos- creo haber obtenido ya la perspectiva necesaria para tener claro que E.T. es una magnífica película (diría más aun: una bella película) y punto.
E.T. tiene todo lo que yo amo del cine. Un relato entretenidísimo, la mezcla adecuada entre fantasía y verdad, humor a carradas, drama desgarrador, suspenso y una visión realista pero no desesperanzada de lo que somos como especie y del rol que jugamos, o deberíamos jugar, en la trama de la vida. Algunos la consideran una película para chicos. En todo caso se tratará de una película para el chico que la mayoría de nosotros no deja nunca de ser, en el mejor de los casos, o como lo pondría Marechal: para el hombre en tránsito hacia el niño. El dolor que Elliot siente ante el divorcio de sus padres no tiene nada de infantil; en todo caso, se trata de la primera herida abierta de su vida adulta. La segunda sobreviene enseguida, cuando la irrupción del marcianito en su vida le muestra cuán necios, y en consecuencia cuán violentos, podemos ser los hombres.
Estoy seguro de que el consejo que el extraterrestre le deja a Elliot antes de partir, ese be good pronunciado con la vocecita tan característica, le sonará infantil a más de uno. ¿Pero no se trata, acaso, del diagnóstico más preciso sobre nuestra situación y lo que nos separa de la felicidad posible sobre esta tierra? ¿No estamos librados a la violencia, a la destrucción sistemática del planeta, al racismo y a la desconfianza que todos sentimos respecto de todos, precisamente porque nos hemos descarriado? Soy testigo del denodado esfuerzo que tantos hacen a diario para poner la mayor distancia posible entre ellos y el niño que fueron, he atendido a infinitas explicaciones y eruditos diagnósticos sobre por qué somos como somos y estamos como estamos, y aun así nada ha logrado borrar el eco de esa vocecita expresando la misma clave que todos conocemos, que todos llevamos dentro de nuestros corazones, más o menos oculta, más o menos enterrada; esa llave a la felicidad, o cuanto menos a la plenitud, que casi todas las religiones han expresado antes de ser devoradas por las instituciones. Be good. Sean buenos. Y punto.
De todas las películas de mi lista, ninguna formula este imperativo con tanta claridad y convicción.