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Sobre los capítulos finales

Esta fue una semana extraña. Que empezó tristemente el sábado, con la noticia de la muerte de la niñita africana. (Una hoja que cae en Etiopía, produciendo temblores a miles de kilómetros.) A mitad de camino me encontré con The End of the Affair, la película de Neil Jordan que adapta la novela homónima de Graham Greene. Releyendo el libro, descubrí un párrafo que había subrayado la primera vez: “Cuán retorcidos somos los hombres, y aun así dicen que Dios nos hizo; yo encuentro difícil concebir a Dios alguno que no sea tan simple como una ecuación perfecta, tan claro como el aire,” escribe el protagonista. En cambio yo creo que si existe algo parecido a Dios, seguramente se nos parece más de lo que sería deseable –incluso en su retorcimiento. Esta pobre criatura lo habría experimentado todo antes que nosotros: la soledad, la confusión, el miedo… y el amor, por cierto, con todo lo maravilloso y terrible que encierra. 

Prosiguiendo con la semanita, anoche fui al DVD club. Para mi sorpresa, encontré que quedaba una copia de una película que llevaba semanas tratando en vano de alquilar: The Fountain, la tercera de Darren Aronofsky –después de Pi y de Requiem for a Dream. Allí estaba, en el estante. Tan sólo una copia. Como si hubiese estado esperándome, ahora que había llegado el momento adecuado.

The Fountain es una película rara, una suerte de 2001: Odisea del espacio, pero de los afectos. No es difícil entender por qué le fue mal comercialmente –en la Argentina ni siquiera llegaron a estrenarla- y por qué tantos críticos la entendieron a medias. (Los críticos son tan generosos con los adjetivos como pobres en materia de sentimientos.) Cuenta una misma historia de tres maneras distintas, o si se quiere, en tres tiempos. En el presente, Tom (Hugh Jackman) es un científico en desesperada búsqueda de cura para una enfermedad tan innominada como mortal. No lo mueve el deseo de gloria, sino la imperiosa necesidad de salvar a su mujer, Izzi (una resplandeciente Rachel Weisz), de los tumores que la están llevando al filo de la tumba. En el siglo dieciséis, Tom se convierte en Tomás, un conquistador español que busca el Arbol de la Vida en continente americano, convencido de que encontrarlo significará la salvación para su reina, llamada Isabel –Izzi es una abreviatura cariñosa del nombre hispano-, cuya vida peligra bajo la amenaza de la Inquisición. (La asociación entre la Inquisición, o sea la fe ciega, y un tumor cancerígeno, no deja de ser interesante.) Y ya en el futuro, Tom es una versión calva y casi traslúcida de sí mismo, que transporta el árbol en que Izzi se ha convertido por el espacio, rumbo a una estrella moribunda que convertirá todo fin en un principio.

El hilo conductor es la necesidad de Tom de preservar la vida de su amor. Hugh Jackman transmite la desesperación de su personaje con una elocuencia que es a la vez maravillosa y terrible. (Como la de Dios mismo.) Al mismo tiempo, Rachel Weisz logra con elementos mínimos sintetizar todo aquello que es amable en el ser humano; y en ese sentido se convierte, por obra y gracia del arte, en aquellos amores que hemos perdido en la vida. Puede que algunos encuentren desconcertante la estructura narrativa, que tiene mucho de literario. De hecho Izzi ha escrito un relato llamado The Fountain, como la película misma, que cuenta la parte de la historia que concierne al conquistador Tomás y a su reina en peligro: antes de morir le deja a Tom el mandato de que termine el último capítulo, y pluma y tinta para que acometa la tarea. Lo primero que hace Tom es tomarse el mandato de forma (apropiadamente) literal: se “escribe” a sí mismo, dibujando en su dedo el anillo matrimonial que ha perdido. (El Tom del futuro se escribe anillos en los brazos, como aquellos que suman los árboles a cada año.)

Pero quizás sea inapropiado perderse en las circularidades de imágenes y relato, en las apropiaciones borgianas y hasta cortazarianas. The Fountain es una película en la que hay que limitarse a sentir y nada más, una película a la que hay que permitirle que ocurra en nuestra alma. Como suele ocurrir en la vida, las cosas verdaderamente importantes son tan simples que a menudo se nos tornan invisibles. Perder a alguien amado es terrible, pero la desaparición física no supone el fin del amor. (Tan sólo el fin del romance.) Los que sobrevivimos tenemos el mandato de escribir el último capítulo, lo cual significa asumir la pérdida y a la vez honrar a quien se ha ido. Y al hacerlo comprendemos que el relato completo no puede ser sino circular, porque así como nuestros átomos provienen de las estrellas, también van hacia ellas.

Esta ha sido una semana extraña. Triste, a menudo. Pero con un capítulo final lleno de esperanza.

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22 de junio de 2007
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II. SARAMAGO: LIBROS MANOSEADOS

En Saramago habla también el poeta que de todos modos admite que al volumen que reúne sus poesías puede quitársele un tercio al menos, y no pasaría nada. Todo el mundo habla de la muerte de la novela, dice, pero nadie habla de la muerte de la poesía. La inmortal, entonces, defendida a capa y espada por las nueve musas.

De entre sus lecturas, y de entre los escritores, queda claro que prefiere a Kafka: apenas se muestra en Kafka la cúspide, como si se tratara del monte Everest.

Considera que el libro suyo que más leen los jóvenes es Ensayo sobre la ceguera. Ha tenido en sus manos ejemplares que le dan para que escriba dedicatorias, con señas evidentes de haber sido leídos y releídos, manoseados, sucios, con manchas de diversas especies. Vuelvo yo entonces al concepto de las novelas que contienen un mensaje que trasciende a la obra literaria misma, y llegan a expresar una filosofía, un saber que interesa, intriga y convence. Son los libros que forman, no sólo seducen. Tienen en sí mismos, o a pesar de ellos mismos, una pedagogía. 

Al final de la tercera jornada, cuando regreso al hotel y pido al recepcionista la llave de mi cuarto, me la entrega con una sonrisa satisfecha y me dice que ha visto la sesión por Internet, a través de este mismo sitio, El Boomeran(g). No se ha perdido ninguna. 

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21 de junio de 2007
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EL DESORDEN ES VIDA

Sólo muy excepcionalmente parece todo en orden. Lo correspondiente a la vida es la existencia de algún desarreglo de una u otra especie. Aceptar la existencia de algún desorden e incluso de algún desorden más intenso es una indispensable condición del equilibrio y por lo tanto de cualquier aspiración a ser feliz. Queda excluido como candidato a la felicidad todo aquel que se resista a convivir con algún grado de desorden. El desorden está indispensablemente unido a la vida. No aceptar ese desequilibrio es una manifestación de preferencia por la muerte.

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21 de junio de 2007
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El mejor y más moderno de los inventos

Nos tocó en suerte un mundo que es puro vértigo. Las cosas cambian a mayor velocidad de lo que podemos asimilar. Yo me he visto en problemas más de una vez para explicar a mis hijas cómo eran ciertas cosas hace no tantos años: el hecho de que la televisión fuese en blanco y negro, por ejemplo, de que no tuviese más de cuatro o cinco canales y de que uno debiese levantarse para cambiar de uno a otro, usando una perilla que hacía un ruido muy feo, trac, trac, trac… También he sido testigo de las mil y una modas en un área que debería ser ajena a ellas, como la del cuidado de la salud. Me habían dicho que la sal era peligrosa, hasta que apareció un estudio que proclamaba que era lo mejor que podíamos consumir. Lo mismo con el azúcar. Un día me dijeron que existía un colesterol bueno, que se diferenciaba del tradicional villano. No hace mucho me alertaron: tené cuidado con los pomelos, que hasta ayer eran pura salud pero hoy pueden ser peligrosos, según consta en el último, modernísimo estudio científico.

Una de las consecuencias de estos cambios es que no sabemos muy bien en qué creer. ¿Para qué entusiasmarnos como chicos con una tecnología, si pronto aparecerá otra que es mejor? (Yo todavía conservo mis películas en sistema láser, dicho sea de paso.) ¿Para qué dar vuelta nuestra dieta si en cuestión de un par de años surgirá una nueva, con impecable pedigrí científico, revelándonos que lo estábamos haciendo todo mal? En consecuencia no nos apegamos demasiado a nada, y desconfiamos esencialmente de todo. Un poco de distancia crítica es recomendable, por cierto. Pero a veces nos vamos de mambo, y en aras de preservar nuestro detachment –estar lejos de todo es cool por definición-, nos perdemos cosas esenciales.

El valor del libro, por ejemplo. (Ojo que no dije precio: dije valor.) ¿Existe acaso un invento que haya resistido mejor los zarandeos de la modernidad? ¿Ha inventado alguien acaso una instancia superadora? No. Se han efectuado correcciones, por supuesto –un libro tamaño pocket es más fácil de manipular que un códice-, pero se trata de mínimas modificaciones a una idea que ya era perfecta en su origen. ¡Más de un milenio de uso, y el libro sigue siendo el artefacto más moderno que se pueda concebir!

El libro va conmigo allí donde voy. El libro no necesita baterías. Puedo mojarlo, lo cual lo arruinará un poco pero no del todo, como ocurriría con un teléfono móvil o con un aparatito de videogames. Puedo golpearlo sin problemas. Puedo doblarlo. Puedo anotar direcciones y teléfonos en sus espacios en blanco. (Alguien dirá: eso también puedo hacerlo en mi teléfono o en mi BlackBerry, donde además ahora recibo peliculitas y pronto veré largometrajes enteros. A lo que respondo: pero nunca encontrarás allí pensamientos, frases o versos que te iluminen la vida, y tampoco podrás subrayarlos, ni anotar tus impresiones en los márgenes, ni guardar recuerdos entre sus hojas.)

El libro no necesita recarga ni se sulfata. No me obliga a pagar onerosas garantías renovables anualmente. No tengo que declararlo en los aeropuertos. No corre riesgo de ser infectado por virus alguno. No pierde información de un día para otro. No necesita back ups ni llega a límite alguno de almacenamiento. Puedo prestarlo sin sufrir por su suerte. Es reciclable, lo cual significa que puede dar vida a otros libros. (Los teléfonos no pueden decir lo mismo.) Algo fundamental: siempre son más baratos que el último grito de la tecnología. Y tienen una ventaja comparativa maravillosa, en este mundo tan muerto de miedo: ¡nadie va a asaltarme para quitarme uno!

Digo todo esto porque me parece que estamos equivocándonos de actitud. Vivimos como si fuésemos ciudadanos de cuarta, anacronismos que caminan. Y, sí, qué se le va a hacer: yo escribo libros. O los vendo. O los compro. O me gustan, cuanto menos. Qué demodé, lo nuestro. Nos sentimos más próximos al ebanista y al fileteador que al científico nuclear. Y eso es un error. Deberíamos sentir que estamos en la cresta de la ola, que trabajamos con tecnología de punta –porque es así. Lo que esta gente tan moderna diseña y consume va a caer en desuso en un abrir y cerrar de ojos. Lo que nosotros hacemos va a seguir dando resultados en el siglo próximo y también en el que viene, si es que no volamos antes por los aires. Somos los Terminator de esta era. Nos matan una y otra vez, pero seguimos funcionando.

Así que nada de avergonzarse. Nada de moverse con culpa. Nada de andar mendigando atención. Somos los representantes de una tecnología imbatible. El libro es el mejor invento de la historia de la humanidad. Mejor que la rueda, incluso, porque puede llevarnos a sitios a los que ningún vehículo accederá nunca. Y además no hay objeto más piola, más canchero, más cool. Fueron libros los que inspiraron a las personas más interesantes de la Historia: a los navegantes, a los exploradores, a los científicos. Si a Einstein le diesen a elegir entre los libros que lo iluminaron y una calculadora de última generación, ¿creen ustedes que elegiría la calculadora? Las cuentas pueden realizarse con tiempo y con esfuerzo, pero no hay nada que suplante a la inspiración. Y además el libro otorga la sensación de pertenencia a un club selecto. Hoy hasta el más pavo anda con un teléfono a cuestas, ¿pero cuántos tontos han visto cargando libros en los últimos años?

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21 de junio de 2007
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LA GRAN NOVELA

Un blog de este martes en el sitio del diario inglés The Guardian hablaba de la imposibilidad de encontrar la gran novela británica. El concepto, claro, es una referencia a la Great American Novel, que es la obsesión de los escritores norteamericanos desde Fenimore Cooper. Según el autor del blog, Miles Johnson, para crear la gran novela británica hace falta "la mitología fundadora y la identidad nacional coherente" que se pueden traducir en una novela.

Lo apasionante no es leer el blog sino la suma de reacciones que provocó la hipótesis de una novela que capturara la esencia de las islas británicas. Según muchos de los lectores, la península es tan rica y tiene una historia tan larga que no cabe dentro de una novela. Al contrario, según estas mismas reacciones, de EE. UU., que se puede resumir en la novela de la conquista del espacio, del crecimiento de la metrópolis, de la emergencia de la modernidad, etc.

Un comentarista que se esconde bajo el seudónimo de rooftoprejoicer opina que el concepto de la gran novela americana, que tanto moviliza a los escritores norteamericanos, "sale de la necesidad de los escritores americanos de encontrar su propia voz y de diferenciarse de la producción que venía de Inglaterra". Es una visión que da mucho qué pensar si recordamos lo que fue el principio del boom latinoamericano y cómo la creencia en una identidad propia y el valor de lo que se hacía en las Américas salió a la luz con la entrega del premio Biblioteca Breve a Vargas Llosa, en 1963, por La ciudad y los perros. El galardón fue un alivio para un continente que no sabía cómo quitarse de encima la gran novela del mundo hispano-ibérico: El Quijote, obra total, que ofrece inagotables lecturas siglos después de su publicación.

La pregunta es: ¿existe ahora algo similar a la Great American Novel en América Latina? La celebración del cuarenta aniversario de Cien años de soledad hace pensar que la respuesta es positiva y que Gabo es esta respuesta. Hace poco leí en inglés un análisis de su novela que le atribuye nada menos que la lectura del código genético de la civilización hispanohablante.

Al final, me parece que las referencias a maestros son más claras en el mundo del castellano que en el mundo del inglés. No existe la gran novela de Inglaterra, pero no hay duda sobre la de España. Y cruzando el Atlántico, me parece que es igual: no hay manera de encontrar la gran novela en el Norte (mi apuesta sería una obra de Twain pero hay otras opciones), al contrario de lo que hizo Gabo (aunque reconozco también que hay otras opciones).

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21 de junio de 2007
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STEINBECK / CRUZ

Cuando terminé el texto de Juan Cruz, por algunos llamado novela y, desde luego una obra de no ficción, Ojalá octubre, me sentí en deuda con mi padre. Sentí no haberlo conocido mejor, haber hablado más o haber observado con más interés a ese enigma que es el padre. No lo hice, ya no lo puedo hacer.

Un gran libro para observar al padre, para observarnos a nosotros, es el libro que ayer presentaron en Madrid cuatro destacados lectores. Manuel Vicent, agudo observador de la figura del padre y uno de los mejores conocedores de los silencios y las palabras de Juan Cruz. Ángel Gabilondo, rector y filósofo, otro buceador por nuestras historias familiares. Marta Sanz, novelista que ha sabido encontrar en el terror, y otras cosas, en cualquier familia de apariencia vulgar. Y Juan Barja, editor y director del Círculo de Bellas Artes, que como los demás se dio cuenta que todo libro escritor sobre los otros, es un libro sobre nosotros mismos. Un gran libro, el mejor de un espacio, unas emociones, unas verdades y unos recuerdos de un escritor que escribe casi sin parar desde hace ya muchas décadas.

Un libro con aliento de algunos escritores que admiro del Sur americano. No tanto, prácticamente nada, del escritor que le dice el título, Truman Capote -¡qué buena esa otra mirada cinematográfica de A sangre fría que ahora se llama Historia de un crimen -sino a otros del profundo Sur y mucho menos cosmopolitas que Capote. Yo terminaba de leer el espléndido libro de relatos, Las praderas del cielo. Historias en un valle, seres humanos unidos por un territorio, como una novela de vidas cruzadas, de John Steinbeck que ha rescatado Riestra en su editorial, Ediciones del viento. Y recibí el mismo aroma, con las distancias, los tiempos, las referencias y lo que quieran, que en algunos personajes de la familia de Juan Cruz. El padre, también otros, podría ser perfectamente un personaje de esas “praderas del cielo”.

Las emociones y las lecturas son así de libres. Mi paralelismo entre Steinbeck y Cruz me sucedió en unos días de lecturas paralelas. Otra coincidencia. Estoy deseando volver a Steinbeck. Se que siempre seguiré leyendo a Juan Cruz. De uno soy amigo, del otro me hubiera encantado serlo. Me hubiera encantado conocer aquellas gentes de aquellos valles de California. Y después haberme podido escapar al mundo del Caballero del Rey Arturo en la compañía de ese elegante americano de pueblo. Un caballero del Sur.

Mientras tanto seguiré buscando las praderas del cielo. ¿Será posible encontrarlas por los alrededores de Vigo? Probaré, para Vigo me voy.

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20 de junio de 2007
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EL ROSTRO

El rostro es la enseña del ser humano. El subproducto de cientos de metabolismos por los que forzadamente o con agrado tuvo que pasar ese peñasco.

Si la vida se teatraliza en un escenario, éste es el bastión de la cara. Un mundo donde emergen y se sumen los habitantes conocidos y soñados, una escombrera donde al fin van a parar los detritos importantes y, seguramente, los júbilos de mejor etiqueta. Prender fuego al rostro es lo mismo que incendiar la vida. No hace falta un holocausto más extenso. Biografía y geografía se confunden en ese mascarón donde se olisquea la perversión del tiempo, los pesos del fracaso y también, quizá, los resquicios de alguna felicidad con agua potable.

Cuenta Leopardi, a propósito de cómo el tiempo se condensa, que cuando al cabo reencontró a un amigo, asimiló su vejez al estrago que suelen producir las enfermedades graves o las tremendas desgracias. La desventura, la adversidad. Todo esto es lo que, en sutiles racimos, se aúna a la menuda existencia de las células, se cobija en los resguardos de la piel y levanta al fin su acampada en plena superficie de la cara. Cuando el hombre o la mujer  recurren a la cirugía plástica no hacen sino defenderse contra esa insolente invasión de desperdicios.

La cirugía estética no es una forma regular de la medicina. En todos los demás procesos curativos, la desaparición del mal hace volver hasta un punto anterior y más o menos preciso del tiempo. Aquel momento justo en que la salud se quebró ante la dolencia. Con la cirugía estética, sin embargo, no se sabe bien adónde se regresa. Mientras la primera trata con los términos de una patología, la segunda opera con la profusión de la biografía. Y bien, mientras la una cree en que algo de afuera provocó el mal, la segunda busca extraer del propio yo una indeseada porción sobrante. Es decir, la dosis de ajenidad que siente cada uno al verse no siendo el que creía que era.

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20 de junio de 2007
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El comienzo de un amor sin fin

Ayer pesqué The End of the Affair por televisión. Me refiero a la película de Neil Jordan basada en la novela de Graham Greene, que aquí en la Argentina se llamó El ocaso de un amor. Ya la había visto más de una vez, pero volvió a resultarme irresistible. Los actores están maravillosos (Ralph Fiennes, Julianne Moore, Stephen Rea), la música de Michael Nyman es sublime –uno de los scores más tristes y bellos que recuerdo-, pero el anzuelo que me engancha cada vez es el misterio que está en el corazón de la historia que narra. Siempre pienso que la película no obtuvo el reconocimiento que merece, pero me resulta comprensible que el gran público la haya encontrado desconcertante. Después de todo, un triángulo amoroso que tiene a Dios por uno de sus vértices (aunque debería decir cuadrado, para ser geométricamente responsable), no es para el paladar de cualquiera.

La novela de Greene es narrada por Maurice Bendrix (aquí Ralph Fiennes), un escritor de discreto éxito que durante la Segunda Guerra vivió un intenso affaire con una mujer casada. En el presente del relato han pasado ya dos años desde que esta mujer, Sarah, puso fin al asunto; pero Bendrix está lejos de haberse sobrepuesto a ese amor. Un encuentro fortuito con el marido de Sarah, un gris funcionario llamado Henry Miles, le abre a Bendrix una ventana por la que colarse nuevamente en la historia. Henry sospecha que Sarah tiene un amante. Sobreactuando su rol de amigo, Bendrix le dice que contrate un detective privado para seguirla. Henry rechaza semejante iniciativa, que le parece escandalosa, pero de todos modos Bendrix la lleva a cabo por una sencilla razón: los celos que él mismo siente cada vez que piensa que Sarah tiene otro amante son más devoradores que los del marido.

La historia va y viene en el tiempo, regresando siempre al episodio que sumió a Bendrix primero en el dolor y después en el más profundo desconcierto. Sarah estaba en casa de Bendrix la tarde en que una bomba alemana cayó en las inmediaciones. Bendrix sobrevivió prodigiosamente a la explosión. Pero la alegría le duró poco, dado que apenas se recuperó del desmayo Sarah lo abandonó. Desde entonces ha vivido como alma en pena, hasta este presente en que se le cruza la oportunidad de descubrir la verdad. Sarah, hija de madre católica aunque no practicante, cayó de rodillas al creer que Bendrix había muerto y le pidió al Dios en quien no creía que por favor le devolviese la vida. Si Dios permitía que Bendrix viviese, ella le prometía romper con la relación para volver al sendero de la virtud. Cuando Bendrix reaccionó milagrosamente, Sarah entendió al instante que debía ser fiel a la promesa formulada in extremis; después de todo, Dios había cumplido con su parte del trato. Durante esos dos años de separación Bendrix lo ignora, pero el amante de quien siente tantos celos, aquel que lo ha apartado de los brazos de su amada al ofrecerle los suyos, no es otro que Dios mismo.

Lo que me conmueve de The End of the Affair –la novela, la película- es su asunción del misterio del amor humano. Sarah, que no creía en Dios, descubre cómo creer una vez que lo que ella interpreta como intervención divina preserva la vida de su amado. Creer es amar a alguien a quien no vemos, del mismo modo en que ella se ve obligada a amar a Bendrix –esto es, a la distancia y a pesar del silencio. El amado resulta inaccesible, pero el amor no cede ni decrece. A diferencia de lo que pretenden los preceptos religiosos, es el amor humano lo que le sirve a Sarah como camino hacia Dios, y no al revés: experimentar el amor humano, con su dosis inevitable de dolor y de pérdida, hace posible practicar el amor a este Dios encerrado en su silencio.

Creamos o no en algún dios, todos hemos experimentado la realidad del amor. Que nunca se vuelve más elocuente que en el fracaso: cuando hemos perdido al otro de una u otra manera, por decepción o por muerte, como le acaba de ocurrir a Lolichka con su madre, o a la hija de mi amiga con su niñita africana. Aunque el amado ya no esté, el amor persiste. Esto es lo verdaderamente inefable: el descubrimiento de que pase lo que pase, en presencia o en ausencia física y más allá de cualquier desencuentro (a veces me pregunto, querida Eréndida Gallardo, si la enfermedad no es tan sólo eso, un desencuentro transitorio), el amor subsistirá –lo cual equivale a decir: funcionará. Lo cual torna a la traducción del título The End of the Affair como El ocaso de un amor en un disparate, la negación misma de lo que la historia pretende contar, porque la muerte de Sarah no implica la muerte de sus sentimientos por Bendrix, ni los de Bendrix por ella. Creo, más bien, que lo que Graham Greene sugirió al titular su novela de esa manera fue, precisamente, que allí donde termina el affaire, la relación puramente romántica, es donde comienza el verdadero amor.

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20 de junio de 2007
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I. SARAMAGO: MUERTOS Y HERIDOS EN LA BATALLA

            Tercero y último día del encuentro de Santillana del Mar con José Saramago. La sonrisa de permanente callada ironía apenas dibujada en sus labios, Saramago resume la invisible sabiduría literaria del que comenzó a escribir ya viejo, y no se arrepiente de ello. Y lo primero que dice, o al menos es lo primero que copio porque me llama la atención, es sobre la palabra. La palabra se acerca lo más que puede a lo que quiere expresar, pero no lo consigue nunca: sombra, luz, dolor, sonrisa, lágrima, esperanza: son formulaciones del enigma, sombras de la sustancia, iridiscencias del objeto que huye. Es lo que ya decía Rubén Darío: “yo persigo una forma que no encuentra mi estilo…”; y Octavio Paz, airado contra las palabras que no se dejan someter, y como si tuviera el látigo en la mano: “¡Chillen, putas!".

            Con el uso del ordenador para escribir, se terminó para el escritor el misterio y el mudo desafío de la página en blanco, dice. El ordenador es para el escritor, lo que el torno para el alfarero. El alfarero tiene la arcilla que deberá moldear en el torno, y el escritor tiene las palabras que desde el principio de su jornada pondrá en el torno de la pantalla, y que irán siendo depuradas en la medida en que el torno gira, es decir, en la medida en que el escritor trabaja con ellas. No hay más página vacía, no hay pantalla vacía.

            La pantalla, dice, es el campo de batalla donde los muertos y heridos están siendo constantemente retirados.

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20 de junio de 2007
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URIBE: ¿SÍ O NO?

Es la vieja historia: un vídeo que lleva al internauta años atrás. En este caso, lo lleva al pasado de Álvaro Uribe, cuando no era presidente de Colombia y buscaba apoyo para su candidatura. Se ha escrito mucho sobre sus relaciones con las Autodefensa Unidas de Colombia (UAC); esta vez no se dice nada sino que se muestra una relación posible en un vídeo que sale como un fantasma. El candidato a la presidencia aprieta la mano de Fremio Sánchez Careno, alias «Comandante Esteban» de las UAC, líder de un grupo armado de muy mala fama.

El vídeo aparece un día después de una entrevista al narcotraficante Fabio Ochoa Vasco, en la revista Semana, que cuenta su entrega de dinero para la candidatura de Uribe. Como lo dice el diario El Tiempo: «A pesar de los desmentidos, tanto el episodio del vídeo como el de las declaraciones de Ochoa -calificadas de increíbles por la propia revista Semana, que decidió tomar distancia en el tema del aporte a la campaña Uribe- han dejado varios interrogantes en el aire que hoy ronda la Casa de Nariño.» (Es el palacio de la presidencia.)

El vídeo hace oír el ruido metálico y duro de estos edificios de Colombia que despliegan poco tejido, por la humedad, y no tienen vidrio, por el calor. Cualquier sonido resbala como una pelota en la cancha. Se oye la palabra «democracia» de manera repetida en lo que es un encuentro político. No hay duda sobre el apretón de manos. Pero ya puedo adivinar la respuesta de la Casa de Nariño: ¿Y qué?

Hace meses que Uribe parece atrapado en el cerco de la narco-política y de los paras. Pero a veces uno piensa también que Uribe se ha convertido en una especie de coronel Buendía: la fama que le rodea dice más que los hechos –aunque ya no hay hechos, sino leyenda. Hoy en día, la leyenda no pertenece al mundo de los habladores, a los chistes y los chismes sino al “buzz” de Internet. Al dicen del pasado se sustituyó el está en Internet, que tiene la misma dosis de anónimo y de declaración arbitraria. Soy de los que sospecha en la historia de Uribe nexos insoportables para un presidente, pero también creo en la necesidad de demostrar las acusaciones. «No basta tener razón si la cara es de malicia» dice Baltasar Gracián. La cara de Internet es siempre de malicia.

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19 de junio de 2007
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