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El refugio de los fracasados

Un difuso pero extendido temor estremece a la sociedad europea: ¿y si la clase política aprendiera a ponerse a salvo de la periódica renovación que le imponen las citas electorales? ¿A dónde iríamos a parar entonces? ¿Podremos cargar en nuestros hombros con una casta dispuesta a ser útil toda la vida?

No deja de tener cierto sustento el resquemor. Se expresa con tímida torpeza pues los críticos del sistema no desean confundirse con los enemigos del sistema. (Se trata de perfeccionar el invento histórico de la democracia –disolver, diluir, vigilar a los poderes- no de impugnar el más notable de sus logros).

Hay motivos para sospechar que alguien puede estar soñando con la quimera de albergar en las instituciones europeas a los políticos que fracasan en sus países de procedencia. Como si fuera un premio de consolación del que se hubieran hecho merecedores.

Véase el caso de Tony Blair, por ejemplo. Debe salir huyendo del gobierno inglés para no conducir a su partido a la debacle y encuentra rápido acomodo en las altas esferas europeas. Después de contribuir decisivamente a montar el Cristo de Irak, se le encomienda armar la paz entre Israel y Palestina.

Como si fuera la recompensa a unos servicios de dudoso mérito, y pasando por encima del refrendo popular que los ingleses probablemente le habrían negado, alguien se apresura a contar con sus servicios para poner orden en Oriente Medio.

Como promesa a la clase política europea no está mal: aunque hayas organizado una guerra ilegal, aunque hayas propiciado una sangrienta y masiva matanza de inocentes ciudadanos iraquíes, aunque te hayas burlado de la opinión pública y engañado a todo el que tuvo la simpleza de creer en ti, aunque hayas hecho de nuestro mundo un mundo más peligroso, no importa, ven, sube, date prisa, aquí entre nosotros te encontrarás mejor.

Por si tuviéramos dudas, y no bastara el nombramiento auspiciado por los miembros del club más exclusivo de la tierra, un grupo de ministros de Asuntos Exteriores se apresura a darle la bienvenida en un artículo que reproducen los principales periódicos europeos.

El comienzo de esta Carta abierta a Tony Blair no tiene desperdicio: “el mundo se entristece por verle abandonar el primer plano”. ¿El mundo se entristece de ver dimitir a un político cansado, repudiado, chamuscado, quemado por la irritada opinión pública británica?

Después de homenajear sus años de servicio al Reino Unido, los ministros de los Estados Mediterráneos miembros de la Unión Europea, quizá pensando en su propio futuro, celebran que Blair haya aceptado “una misión más compleja, más imposible que todas aquellas a las que se ha consagrado hasta el momento”.

¿Consagrado? ¿Es este el lenguaje de los ministros de la Europa laica? El lector duda por un momento pues quizá está leyendo una diatriba cínica contra el hombre que viaja a Roma para despedirse del Papa de los católicos. Pero no, no hay ninguna broma a lo largo del texto. Se trata de un verdadero panegírico. Y así lo admite sin rubor Moratinos, Kouchner y sus colegas: “conocemos su inventiva y su determinación”.

(Mañana seguiré)

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10 de julio de 2007
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Nieve sobre Stars Hollow, Buenos Aires

Más vale tarde que nunca: vaya este texto como canto del cisne a esa magnífica serie de TV, sacrificada en el altar de los números, a la que conocimos como Gilmore Girls. Descansen en paz, Lorelai y Rory. De aquí en más vivirán por siempre, en las repeticiones por TV, en las temporadas editadas en DVD y en mi versión personal del Cielo, donde pasan todo el tiempo los capítulos de las series que me gustan.

En esencia, Gilmore Girls fue un relato construido sobre una sucesión de improbabilidades. En primer lugar, el pueblito de Stars Hollow, donde viven Lorelai Gilmore y su hija adolescente Rori: se trata de una comunidad idílica, llena de personajes que van desde lo simpático (la cocinera Sookie, la baterista Lane), pasando por lo excéntrico (el flaco Kirk, que parece sacado de un dibujo animado), hasta llegar a lo casi insoportable (el conserje Michel, Paris la amiga de Rory, la mismísima madre de Lorelai, Emily Gilmore), pero que se traduce en un conjunto querible, una comunidad de esas en las que uno soñaría vivir. (Recién ahora se me ocurre que Santa Brígida, el pueblo imaginario de mi novela La batalla del calentamiento, debe tener algún eco involuntario de Stars Hollow.)

El segundo improbable es la forma en que los personajes de la serie, y en especial las protagonistas, se expresan. Lorelai, y por inevitable imitación Rory, conversan con la velocidad y la gracia que eran habituales en las comedias del Hollywood de oro, cuando Katherine Hepburn y Cary Grant reinaban indiscutidos. Nadie habla así en la vida real, pero a los que disfrutábamos de la serie no nos importaba: Gilmore Girls era nuestra cita semanal con la comedia brillante. (Mérito indiscutido de la creadora del show, Amy Sherman-Palladino: no debe ser fácil crear una versión semanal de Bringing Up Baby o cualquiera de las comedias enloquecidas de Frank Capra.)

El tercer improbable era la relación entre Lorelai y Rory. Está claro que Lorelai tuvo a Rory a los 16 años, lo cual las aproxima en edad y hace verosímil que parezcan compañeras de cuarto antes que madre e hija. Por lo demás, la difícil relación que Lorelai tiene con su propia progenitora, la rígida y pretenciosa Emily, torna comprensible que haya querido hacer de su lazo con Rory el perfecto opuesto de aquel que padeció toda su vida. Pero en fin, admito que en la vida real no conozco ninguna madre que tenga un rapport semejante con su hija adolescente. Imagino que buena parte del público de Gilmore Girls estaba cautivado por su versión de la vida no como es, sino como podría ser.

Siempre se consideró a Gilmore una serie para mujeres. Una etiqueta que me disgusta, al igual que cuando se la usa para calificar las películas románticas, relegándolas a un target de género específico. A mí me gustan las películas de Indiana Jones, pero existen muchas más cosas dignas de atención en la vida que los relatos cargados de testosterona. Cuando descubrí Gilmore Girls me topé con una historia llena de humor, sensible y original, cosas que nunca imaginé patrimonio exclusivo del género femenino. Y por eso la elegí semana a semana. Supongo que yo también podía proyectar mis propias fantasías sobre Stars Hollow. Me hubiese encantado invitar a Lorelai a beber algo y a conversar interminablemente: lejos de amedrentarme, las mujeres inteligentes me fascinan. Por lo demás, viviendo rodeado de mujeres como vivo, estoy más que habituado a la cháchara incesante: a esta altura del partido suena como música para mí.

A veces ocurren maravillas en la vida. Estaba terminando este texto cuando empezó a nevar sobre Buenos Aires. En lo que llevo de vida nunca vi nada así. La nevizca se disolvía apenas tocar el suelo, pero mientras duró, cayendo con mágica lentitud sobre los techos, Buenos Aires se transformó en una enorme sucursal de Stars Hollow, Connecticut.

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10 de julio de 2007
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IV. LOS MUROS DEL EGOÍSMO

Otro judío que habla el mismo lenguaje de Amos Oz, es Daniel Barenboim, músico de genio universal. Aspira a que halla una orquesta sinfónica formada por israelitas y palestinos, y ha creado en Ramala un jardín de infancia musical para niños palestinos, todo lo que debe resultar en una orquesta juvenil palestina. Y para que no queden dudas de que quiere ir más allá de la tolerancia, ha dirigido El anillo de los Nibelungos de Wagner en Tel Aviv. Wagner, el compositor acusado de manera recurrente de haber compuesto, con un siglo de anticipación, la música de fondo para la negra saga de los nazis.

La ignorancia es la base del conflicto entre Israel y Palestina, dice Barenboim. Y dice que mientras ambos pueblos no lleguen a conocerse a fondo, y no aprendan a aceptar el punto de vista del otro, y a saber lo que el otro quiere y lo que necesita, las matanzas cotidianas van a continuar.

Le parece una aberración que la política oficial de su país haya llevado a la construcción de un muro como parte de la escalada de guerra, uno más en la terrible secuencia de muros que han dividido a pueblos enteros a lo largo de la historia, muros alzados por razones ideológicas y raciales, o por egoísmo, y que han marcado siempre fronteras infames. “No es un muro entre Israel y Palestina —eso todavía sería tonto pero aceptable— sino que es un muro que divide tierras palestinas de otras tierras palestinas...”, dice Barenboim.

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10 de julio de 2007
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SIN RISA

Los animales no ríen porque son del todo incapaces de tomarse a broma. Cuando se medita sobre esta  carencia es fácil comprender la tremenda limitación de la vida animal. Es decir, la extrema maldición de vivir sin  conocer el sentido del humor y sin humor alguno. La existencia completa, de principio a fin, se sume en la oscuridad de la gravedad. Todo es grave para un animal y simultáneamente falto de todo sentido porque la anulación del  humor se lo lleva todo consigo.

Por contraste el gozo de vivir reclama indefectiblemente el perfil de la ironía, la división que introduce el humor, la posibilidad de ver las fisuras del mundo y contemplarlo con una mirada superior. Una mirada superior a la mirada con que el mundo nos contempla.

El animal redunda con su mirada en la que le llega de la Naturaleza y sucumbe poseído por la tediosa opacidad de lo obvio.

La inteligencia del ser humano, en cambio, induce a la interrogación, la interpretación, la contradicción, la paradoja, el ridículo y la risa.

No hay ser más elemental que quien basa su vida en la gravedad, la suprema consistencia moral, el apelmazamiento del ser y el estar, el uno igual a sí mismo, tal como se manifiesta en la perfecta quietud de los animales.

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10 de julio de 2007
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BORGES, BIOY, BOSWELL

Se publican dos críticas, casi a la vez, sobre el Borges de Adolfo Bioy Casares. Una firmada por David Gallagher, en el Times Literary Supplement; otra de Juan Villoro en Letras Libres. Ambas son de altísimo nivel, con visión y numerosas referencias. Ambos autores hicieron lo que no hice todavía: leer por completo un monumento de más de 1.660 páginas. Ambos textos apuntan al paralelo entre la relación Borges/Bioy y la relación Samuel Johnson/James Boswell.

¿Podemos poner al Borges de Bioy al lado de Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell? Ambas críticas contestan de manera afirmativa. “Borges encuentra su Boswell” es el título de la crítica de Gallagher. “Bioy does seem consciously to have cast himself in the role of Borges’s Boswell” (parece que Bioy se atribuyó de manera consciente el papel de Boswell de Borges), escribe el crítico inglés. Por su parte, Villoro cuenta cómo Bioy, durante una visita a México en 1991, se dedicó a explicar “una paradoja: Johnson le parecía un autor más importante, pero prefería leer a Boswell”. En este momento, Bioy soñaba con el papel de Boswell, pues ya había acumulado una montaña de notas sobre Borges sin revelar su actividad, tal como Boswell se dedicó a recopilar el más mínimo dato sobre Johnson sin decir nada de su trabajo de espía.

"Con la excepción de Lennon y McCartney o Laurel y Hardy es difícil pensar en asociaciones artísticas más fecundas en el siglo XX e imposible dar con otra más duradera" opina Villoro. La verdad es que los dos argentinos tienen una maldad insuperable cuando se trata de hablar de otros escritores, con clara ventaja para Borges en el arte del desprecio. Las muestras del arsénico borgesiano elegidas por Villoro son francamente para morir de la risa. En un momento de suma hostilidad hacia los españoles, Borges llegó a hablar de un encuentro con un “español antropomorfo”.

Tanto Bioy como Boswell arremetieron con entusiasmo en contra de sus respectivos maestros, hundiéndolos en sus detalles mezquinos, manías y rasgos insoportables, pero no se puede hablar del siglo XVIII en Inglaterra sin pensar en Johnson gracias al libro de Boswell. No estoy seguro de que Bioy ayudó a Borges de la misma manera con relación al siglo XX, aunque tenemos a su Borges para ratos. El “Borges come en casa”, que es la frase más común de Bioy, ubica a veces su obra en una especie de relato doméstico, pero no podemos negar que se trata de uno de los grandes testimonios literarios de los últimos tiempos.

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10 de julio de 2007
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Una musa es una musa es una musa

Octavio Paz contaba la anécdota del librepensador que, harto de discutir con un obispo y un marxista ortodoxos, abandonó la mesa sentenciando: "Los dejo con sus masas y sus misas, yo me voy con las mozas que son mis musas." No sé si sea del todo conveniente, y desde luego no es mentalmente sano, transformar a una moza en una musa, pero al menos se trata de un engorro evitable. Contra el proceso inverso no hay defensa. Por más que la interfecta se identifique como musa profesional, presente credenciales y enarbole una carta de El Boomeran(g) donde se le encomienda la misión respectiva, no puede uno evitar el grito de la carne detrás del resplandor.

—¡Quietos, perros! —rugió casi Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels una vez que acabó de acreditar el ímpetu de la jauría que irremediablemente dejé escapar tras ella. Pero no parecía muy asustada. Al contrario, sus ojos daban miedo. De haberme hipnotizado en un parpadeo, Afrodita de súbito me contemplaba con la resolución de quien se basta sola para castrar un buey.

Lejos de interesarme en comprobar sus dotes carniceras, tampoco me acababa de creer su coartada, y de hecho tenía más de una razón para sospechar que la tal Afrodita era una impostora, o una estafadora, o en cualquier caso un peligro latente. "Estas cosas no pasan", me decía, con ese irresponsable paladeo vital implícito en las ganas de rebasar la frontera borrosa de lo verosímil. "Nadie me va a creer", piensa uno.

—Esa es otra razón para escribirlo, coleguita —disparó intempestivamente Afrodita, cual si hubiese leído mis reflexiones íntimas.

—¿Escribir qué? —intenté desafiarla, un tanto infantilmente.

—Escriba lo que sea, pero ya, que se nos va a hacer tarde.

—¿Y así es como pretende usted inspirarme, señorita Martínez-Goebbels? —no le tenía miedo a ella, sino a mí. O en fin, al zombi en que Afrodita podía convertirme en un tronar de dedos. Había que defenderse, por más que fuera inútil y quién sabría si contraproducente.

—La inspiración es pura transpiración, y yo con sus fluidos no me mezclo. Mi papel como musa es exclusivamente incrementar su productividad. Me encanta dar fuetazos, coleguita.

Es seguro que otro que no fuera yo habría sacado a empujones a otra que no fuera ella. De modo que no había nada qué hacer, de muy poco valía intentar resistirse a la fuerza centrípeta de sus solas pestañas, empeñadas en orillarme a encontrar una moza de carne, hueso y entraña en la figura etérea de una musa.

—Tampoco tan etérea, tenemos un contrato y hay que cumplirlo. Y antes de que me diga que ya le estoy leyendo el pensamiento, sépase de una vez, coleguita, que está tratando con una profesional. Todos piensan igual, y hasta en el mismo orden, apenas una llega y se presenta. No sé cómo hacen para no escribir todos la misma novela.

No debería ser motivo de alegría verse identificado con el capataz, pero es un hecho que ahora mismo prefiero someterme al látigo inclemente de su ironía y no al garrote vil de su silencio. No me importa si miente o si me estafa, y si llego a enterarme preferiría hacerme el disimulado. Repetiría cien veces que estas-cosas-no-pasan.

—¿Seguro que no pasan, coleguita? —una de dos: Afrodita del Carmen me está leyendo el pensamiento por telepatía simple o por tecnología bluetooth. En cualquier caso, es una mujer peligrosa. Y es aún más peligroso llamarla mujer. O llamarla siquiera con el pensamiento. Que es como comúnmente llamamos al diablo. Ahora que si las cosas siguen como van, no me parecería del todo extravagante comenzar cualquier noche a llamarlo suegro.

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10 de julio de 2007
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EL ESTADO CONTRA LAS MUJERES

Para que no sepamos hacia dónde nos dirigimos, la furgoneta que nos transporta lleva todas las ventanas cubiertas, como una carroza fúnebre, y sólo nos apeamos de ella después de que el portón del garaje se cierra a nuestras espaldas. Desde el interior de esta casa, es imposible deducir en qué barrio nos encontramos. Tras las ventanas esmeriladas sólo se adivina una reja metálica. Los muros de la azotea miden más de dos metros y están rematados por alambre de púas. Alrededor no se ven edificios ni se escucha el barullo de la ciudad. La única indicación geográfica es la bandera de Guatemala que emerge desde algún tejado vecino.

El dispositivo de seguridad –que incluye una guardia armada de tres ex guerrilleros y nueve cámaras de vigilancia- parece digno de un cuartel subversivo, o de la sala de torturas de algún inescrupuloso servicio secreto. Pero los decorados de la casa desbaratan esa posibilidad: las paredes pintadas de colores vivos, la cocina americana con sus manteles floreados, el salón de juegos con juguetes y muñecas, recuerdan a la casita de una familia feliz.          

Este bunker con interiores de muñeca Barbie es el albergue para mujeres de la Fundación Sobrevivientes de Guatemala, que trabaja con mujeres víctimas de la violencia. Las mujeres en situación de riesgo por maltrato doméstico son trasladadas aquí hasta que el juez tramite la orden de alejamiento que les permita volver a casa a fuera de peligro. Pero fuera de estos muros inexpugnables, pocas están realmente a salvo. Los casos que lleva la Fundación oscilan entre el acoso psicológico y la mutilación con machetes. Si no de sus esposos, las mujeres son víctimas de las maras, de los traficantes o incluso de los policías. Desde el año 2000, cuando se inició el registro de muertes, han sido asesinadas 3300.

Las señales de violencia están por todo el país. Verdaderos ejércitos de seguridad privada consumen un presupuesto de 300 millones de euros, lo mismo que el Ministerio de Salud. Los vigilantes de las tiendas no llevan garrotes sino fusiles. Los carteles de un candidato a las próximas elecciones rezan: “vote con mano dura”. Pero aunque todos los guatemaltecos sufren los altos índices de delincuencia, la dominación física, económica y cultural masculina deja a las mujeres en situación de especial debilidad. Más aún, Norma Cruz, directora de la Fundación, considera que están más indefensas hoy que durante el conflicto armado que desangró a su país durante 36 años. Según dice: “durante la guerra, al menos sabíamos quién era el enemigo. Pero ahora, el ataque puede venir de cualquier parte”.

Con frecuencia, el ataque llega del mismo Estado. En las oficinas de la Fundación se repiten siempre las mismas descripciones kafkianas de procesos administrativos. Las más indignantes son las referidas a homicidios: tras el hallazgo del cadáver de una mujer, la Policía lo examina. Si lleva barniz de uñas o minifalda, la investigación asume como hipótesis que se trataba de una prostituta y, por lo tanto, de algún ajuste de cuentas entre maras o delincuentes que no vale la pena investigar. Los médicos forenses de confesión religiosa –que abundan en un país tan conservador- argumentan objeción de conciencia y se niegan a revisar las partes íntimas de la mujer. Si nadie reclama el cuerpo en 36 horas, lo entierran en una fosa común. En cualquier caso, la ropa y objetos personales de la víctima se tiran a la basura, y así, toda la evidencia del proceso penal desaparece. Dadas las circunstancias, por los 665 casos de mujeres asesinadas en 2005 no existe ningún proceso abierto, ningún condenado. E incluso cuando se condena, se hace con indulgencia: recientemente, un policía que violó y asesinó brutalmente a una mujer fue condenado sólo a quince años. El juez consideró atenuante que el agresor estuviese de vacaciones.

Según Norma Cruz, la tradición feminicida del Estado guatemalteco data del conflicto armado. Por entonces, los soldados consideraban a las mujeres un blanco prioritario, porque parían y luego cuidaban a los futuros guerrilleros. Así que matarlas no bastaba. Creían necesario arrancar a los fetos de sus cuerpos.

Cuando no letales, las instituciones públicas son indiferentes. Con el fin de convencer a su grupo parlamentario de aprobar un presupuesto para la fundación, la diputada Myrna Ponce tuvo que recurrir a métodos poco ortodoxos: todas las mañanas, repartía en la bancada fotos de los cuerpos femeninos mutilados, y les repetía a sus colegas que esas víctimas podrían ser sus hijas. Myrna pertenece a la derecha política, pero la indiferencia ante este tema carece de sello ideológico. Norma –que es una guerrillera desmovilizada- tiene las mismas quejas respecto a la izquierda.

En el fondo, los políticos y funcionarios no consideran un deber ocuparse de esto. Para ellos, los casos de violencia criminal no son especiales, y los de maltrato doméstico corresponden a la vida privada de las involucradas, no a la esfera pública. Muchas mujeres que llegan a las comisarías ensangrentadas son devueltas a casa, para que se amisten con el marido. Muchos jueces, antes de un juicio por violación, recomiendan a la víctima buscar un arreglo económico con el agresor. La violación a secas se arregla con tres mil quetzales (trescientos euros). Cinco mil si hay embarazo de por medio. Otra solución recomendada es casar a la víctima con el agresor para reparar su “honra”.

La cultura de la violencia que genera estos crímenes no distingue sexo. De hecho, mueren muchos más hombres que mujeres en Guatemala. Pero la violencia de género responde a motivaciones penales específicas. La mayoría de los delitos se cometen con fines de lucro. La violencia política responde a ciertas imágenes de lo que la sociedad es y debe ser. En cambio, el maltrato doméstico, las violaciones y los crímenes pasionales parten de la noción de que el hombre puede disponer de las mujeres como una propiedad. Para garantizar un desarrollo igualitario y justo, el Estado necesita combatir esa cultura. La paradoja en buena parte de América Latina es que el Estado forma parte de ella.

Hasta ahora, Norma y Myrna han conseguido grandes avances, han redactado un proyecto de ley, han propuesto la creación de juzgados específicos. Pero para que una democracia funcione, no le bastan convocatorias electorales y garantías escritas. Es esencial el principio de igualdad ante la ley, que existe dentro de la cabeza de las personas, como un reconocimiento a la humanidad ajena. Por eso, la labor más ardua de estas dos mujeres es la educativa: enseñarles a los guatemaltecos –tanto a las mujeres como a los funcionarios- cuáles son sus derechos y cómo se defienden. Crucialmente, la Fundación ha ido creando conciencia de que existe un problema. Pero la condición trágica de su misión es que la sangre siempre corre más rápido que las ideas.      

Artículo publicado en: El País, 7 de julio de 2007.    

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9 de julio de 2007
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III. EL MISMO LADRILLO

Uno puede conformarse con la tolerancia, pero más allá de la tolerancia se hallan la convivencia y el entendimiento. Hay gente que concurre a los mismos espacios sociales, compra en los mismos supermercados, va a los mismos cines. Se tolera, pero no intenta comprenderse. Al negarse a ceder su asiento a un blanco en el autobús segregado de Montgomery, Alabama, en 1955, Rosa Parks logró que los negros pudieran sentarse al lado de los blancos. Logró tolerancia, pero desde allí a que los blancos se imaginen como negros, o viceversa, todavía queda un largo trecho largo por recorrer. O que un ladino de la ciudad de Guatemala se imagine como un indio maya mame de los Cuchumatanes, o un mestizo de Santa Cruz de la Sierra se imagine como un indio aymara del altiplano boliviano. O un costarricense como un nicaragüense. O un español como un marroquí, o un francés como un argelino. O un cristiano como un musulmán, o viceversa.

No basta tolerarse. Hay que hacer el viaje de nuestra mente hacia la mente ajena, y vivir dentro de ella lo suficiente para que, al salir, ya no seamos otra vez los mismos. De ninguna otra manera podría resolverse el conflicto recurrente, odioso y tan sangriento entre israelitas y palestinos, que deberán vivir un día en paz, compartiendo el mismo ladrillo en que los han confinado la geografía y la historia. Y en América Latina, vivimos en ladrillos de diferentes tamaños.

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9 de julio de 2007
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OTRO SOL

La tristeza nace, en general, de un desajuste entre nuestras expectativas y la realidad. Es posible decir otras cosas más pero basta para entenderse. Algo ha salido mal y la tristeza es la secreción inexorable que nos vuelve contritos. Contritos y concentrados en una espontánea tarea personal dedicada a revisar la situación, merodear entre los restos de la destrucción y analizar la composición del explosivo. En esta fase poco importante puede hacerse en la vida exterior porque la investigación se dirige intensamente a la revisión y la reflexión. Toda la luz posible se orienta hacia el doloroso suceso del inmediato pasado y el futuro inmediato se ensombrece.

Entre penumbras y con las fuerzas destinadas a la auscultación profunda del siniestro, el cuerpo se siente también debilitado y se inclina hacia la inmovilidad y la depresión. Este estado parece a primera vista improductivo o estéril, pero ¿cómo edificar nada nuevo y consistente sin construir otros cimientos sobre una tierra firme? Tierra firme o aplastada, suelos que tras reabsorber el llanto o la inundación recobran la prestancia para sostener otra vez la vida. La tristeza despide amargos aromas y entinta negativamente la relación con el mundo y los demás, pero se trata de un periodo necesario al modo de una purgación biliar. Más allá, el mismo aparato digestivo buscará la provisión solar y, gradualmente, una espontánea fluidez de la alegría. 

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9 de julio de 2007
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El gigante animado

El futuro del cine tiene nombre y se llama Brad Bird. Como nunca me enganché del todo con The Simpsons (mea culpa), tardé en descubrir que era uno de los responsables del fenómeno, en carácter de aliado creativo de Matt Groening; pero terminé rindiéndome ante la evidencia con su película El gigante de hierro. (The Iron Giant, 1999.) En ese largometraje de animación ya estaban presentes las características de su cine, que podrían ser sintetizadas en tres palabras: historia, historia, historia. Está claro que el cine de Bird tiene otras marcas, como el refinado buen gusto de los diseños que elige para cada filme y la calidad sublime de su animación: esto quedó claro con The Incredibles, que escribió y dirigió –creando, de paso, la inconfundible voz de uno de sus mejores personajes, la diseñadora de trajes Edna Mode-, y acaba de ser reafirmado con Ratatouille, la nueva película de esa factoría de maravillas llamada Pixar. Pero antes de alabar sus dotes para las áreas más técnicas del proceso sería preciso, creo, subrayar su talento de narrador.

Bird tiene ese toque de los verdaderamente grandes, que le permite hilar historias que conmueven tanto a los niños como a los adultos. Como Dickens y Hans Christian Andersen en su momento, como Spielberg durante el siglo pasado (y tal vez en el XXI, si el nuevo filme de Indiana Jones le sale bien), Bird sabe que una buena historia contada con inteligencia puede llegar a todo el público, sin excepciones. Y en sí mismos, sus relatos sirven como perfecta cápsula del tiempo en que fueron concebidos. El gigante de hierro era la historia de un niño a quien le caía del cielo el mejor juguete del mundo, pero también una fábula sobre los desastres a los que conduce una política paranoica. (El filme se refería a los miedos engendrados durante la Guerra Fría, que en buena medida han sido revividos por la administración Bush.) The Incredibles era la historia de una familia con superpoderes, al mismo tiempo que una fábula sobre una sociedad (otra vez) paranoica, que sospecha de los diferentes y está dispuesta a pagar cualquier precio para meterlos en caja –aunque esto implique además desdeñar la excelencia y nivelar hacia abajo.

Se trata de filmes que resisten múltiples visiones, y que en consecuencia serán revisitados por generaciones enteras en su tránsito hacia la adultez… y por los adultos en tránsito a la niñez, como decía Marechal. Con el paso del tiempo, uno encuentra en ellos nuevas lecturas y sutilezas interminables. La flamante Ratatouille no hace más que confirmar su desarrollo como narrador. Por una parte, nos anima a ponernos en el lugar de un ‘otro’ al que solemos despreciar: las secciones del relato dedicadas a mostrar cuán terrorífico es ser una rata en un mundo de humanos quitan el aliento. El hecho de que la rata Remy sea un chef excelente no hace que su socio entre los hombres, el tan torpe como encantador Linguini, se sienta desplazado de un rol que otros, por ejemplo el cocinero Skinner (en inglés, skinner sifnigica despellejador), defenderían como exclusivo de los humanos. En las películas de Brad Bird, el villano es siempre un envidioso. Por lo demás, sus personajes principales suelen ser complejos, tridimensionales, esto es más ‘humanos’ que muchas de sus contrapartes de carne y hueso: hay más personalidad en Remy que en todos los personajes que Tom Cruise interpretó en los últimos diez años.

Cuando tenía 13 años, su primer corto lo convirtió en discípulo de Milt Kahl, uno de los célebres Nueve Hombres Viejos del departamento de animación de los Walt Disney Studios. Varias décadas más tarde, Brad Bird es simplemente uno de los mejores cineastas del mundo. La gente suele subestimar a los que trabajan en el territorio de la animación, del mismo modo en que, dicho sea de paso, suele subestimarse a los que escriben relatos para niños; para mí Roald Dahl no es un gran escritor para chicos, sino un gran escritor a secas. Quizás ahora que ha prometido dirigir un largometraje con actores reales revalide sus títulos en la arena de las convenciones. Pero si no le sale bien, que vuelva al cine de animación: todos los que lo admiramos estaremos muy agradecidos.

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9 de julio de 2007
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