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II. SERPIENTES EN OFERTA

Las puntadas de humor, de ironía y de gracia de Julien Green en su diario de los dos años finales de su vida, me acercan más a él, como lector, que cualquier reflexión profesoral, enemigo como era de la banalidad retórica.

Oigan, por ejemplo: “En una tienda en Marsella donde se venden animales de sangre fría, peces, tortugas, etc., este anuncio: para el día de la madre, diez por ciento de rebaja en las serpientes. ¿Qué irán a ofrecer para el día del padre?”.

Este otro: “Marqués de Pubol, ése es el título nobiliario conferido a Dalí. Error, debería llamarse marqués de Carabás. Además, es más bonito, y él tiene ya los bigotes de gato”.

Otro: “las biografías, rebanadas frías de ternera”.

Y en lo que hace a verdaderas filosofías que no pierden su gracia, y no son para nada crepusculares: “El orden mundial se instala solapadamente, es por el dinero que el Big Brother se hará realidad, no será una persona, sino una entidad, y bajo sus órdenes los robots dirigirán a un pueblo sin alma. El dinero mata el alma, es el programa del demonio, en el que nadie cree porque como dice Baudelaire, su suprema habilidad consiste en hacer creer en su inexistencia…”

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16 de julio de 2007
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Doy Fe De Fatalismo

Vivo en una ciudad sitiada por ejércitos de problemas sin solución. "Razón de más para no preocuparse", concluimos los chilangos con resignación, girando luego el coco hacia ambos flancos. "Cada día estamos peor", sentencia uno, y es como si al hacerlo cumpliera con su parte. ¿Qué está peor? Casi todo. Los precios, los salarios, las calles, los impuestos, las drogas, el futuro, el aire, las escuelas, los automovilistas, el agua, los peatones, las putas, los taxis, el humor, la policía, los secuestradores, los boy-scouts, los repartidores de pizza, nada ni nadie escapa del proceso de diario empeoramiento cuyo origen se pierde en el medioevo del plañir nacional.

—Chilango que no se queja es noruego, colega —por eso es imposible sobrevivir entre tantos problemas insolubles sin cargar con la cruz de un ego lastimado. Al primero que nos lo toque sin la debida y previa gentileza, le damos con la cruz en el punto más frágil a la vista —ahora que si yo fuera noruega y tuviera que vivir aquí, me quejaría hasta en horas de sueño. De día llevaría conmigo una pancarta en lugar de paraguas, para nunca parar de estarme quejando.

—Yo tampoco quisiera ser el noruego que sale a caminar con su paraguas y cuando menos piensa ya está nadando.

—Según informa el Instituto Nacional de Copronáutica, el drenaje profundo de la ciudad de México va a reventarse en ciento quince horas con treinta y siete minutos, o sea que tenemos de aquí al viernes para hacernos de alguna góndola y cuando menos irnos a la mierda con estilo —¿necesito añadir que mi musa Afrodita tiene una innata visión de negocios?

Desde niños se nos informa reiteradamente que la ciudad de México fue construida sobre agua, y así tomamos las primeras lecciones de fatalismo charro, pues se entiende que todo se hundirá más tarde o más temprano, con o sin estallidos de albañal. Ahora bien, ésa es sólo una de las enfermedades terminales con las que los chilangos estamos habituados a vivir. Quiero decir que la ciudad donde vivo está desahuciada desde que la conozco. Afortunadamente, y a la fortuna se lo apostamos todo, el colapso aguafiestas se anuncia desde siempre pero, uf, nunca llega.

Claro que en México D.F. llegar a donde sea no es gesta sencilla. El tráfico también empeora cada día, de forma que hasta los colapsos, en otras partes raudos e intempestivos, aquí se las ven negras para llegar a donde sea, y cuando al fin lo logran ni quién les haga caso. ¿Qué chilango va a tener tiempo para sentarse a esperar el colapso, si de entrada se sabe parte de él?

— Vaya al grano, colega. Y tampoco se esponje, recuerde que para una musa profesional no basta con tener estilo, también hay que saber corregirlo —lo dice lentamente, como privilegiando un lenguaje corporal de sintaxis sinuosa y contundente.

Ser chilango es creer en el azar como en un santo siempre milagroso al cual todos vivimos encomendados. Por eso, cuando algún ángel de la guarda comete pecado mortal, es enviado en castigo a cuidar de un chilango. Ninguno exageramos al decir que existimos de milagro, pues según me reporta Afrodita del Carmen, que algo sabe de asuntos ultraterrenos, los habitantes de la ciudad de México requerimos, para sobrevivir al caos imperante, de aproximadamente 5.93 milagros por hora; de modo que hasta los ateos recalcitrantes viven confiados en que Dios proveerá. Y provee, claro, pero el constante déficit de milagros hace que proliferen los ángeles piratas, que son en realidad demonios freelance, comúnmente mejor armados y entrenados que los de alas y aureola para enfrentar esa combinación de fuego amigo y enemigo que los chilangos entendemos como calor local.

—¿Y la mujer desnuda, colega?

Un problema sin solución no es ya un problema, sino un signo concreto de fatalidad. Tengo de aquí a mañana para acabar de asimilar a la mujer totalmente desnuda que caminaba ayer en contrasentido, a las seis de la tarde, por la calle de Niza, a media cuadra de Paseo de la Reforma, con tráfico pesado, tormenta próxima y ese espeso vapor de irrealidad que se adueña del aire cada vez que un milagro comienza a gestarse.

—¿Qué le cuesta poner "cada diez minutos"?

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16 de julio de 2007
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Ahora que ya sé decir ‘pennícula’

Las palabras del delegado de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, Jordi Martí, sobre Woody Allen me saltaron al cuello desde las páginas del diario de la burguesía catalana: "Reiteró que el Ayuntamiento ha aportado una subvención de un millón de euros a la productora Mediapro-". Esto ya lo sabíamos porque los directores de cine barceloneses se sentían estafados: jamás se había pagado semejante cantidad, ni siquiera cuando aquel caballero filmaba tremendos petardos históricos sobre los sufrimientos de Catalunya que sólo veían Pujol y sus hijos el día del estreno.

Sin embargo, lo mejor de las declaraciones de Jordi Martí venía luego: "-en términos de inversión". O sea, que no es una subvención sino una inversión "que (se) recuperará en parte o totalmente en función de los beneficios que obtenga la película". Cielo santo. Mi alcalde concede préstamos con mis impuestos. Espero que el porcentaje sea usurario para compensar tanto ridículo.

¿Y por qué invertimos en una película de Woody? ¿Por qué no en una pintura de Frederic Amat o en un libro de Miquel de Palol? Ya que estamos buscando beneficios con eso que pomposamente llaman cultura, ¿no sería más adecuado invertir en talento local? ¿Hemos de ayudar a los norteamericanos a hacerse una cultura? ¿Tan triste es el panorama de inversores yanquis que no pueden ni siquiera financiar a Woody? ¿O será que ya nadie da un duro por él? Pues si perdemos la inversión, ¿quién nos compensa? Casi todos los funcionarios consultados aducen que los beneficios serán de tipo publicitario. La ciudad aparecerá en todas las pantallas donde se proyecte el film. Eso es cierto. Y como buena publicidad, la Barcelona que verán será una gigantesca mentira. Ayer rodaban en las Ramblas, lugar del que huyen los barceloneses y que está tomado por masas de ociosos en calzoncillos, rondados por trileros, carteristas, lateros y gitanas con niño dopado. En la película, sin embargo, Scarlett pasea en soledad por un lugar sosegado, limpio, silencioso, tan estúpidamente onírico como todas las mentiras municipales.

Artículo publicado en: El Periódico, 14 de julio de 2007

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16 de julio de 2007
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TRANSGRESIONES

“El hombre al que una buena hada no le haya concedido al nacer el espíritu del descontento divino con todo lo existente nunca descubrirá algo nuevo”. Eso lo dijo uno de los más grandes transgresores de la música, del arte, Richard Wagner. Su música fue una explosión, renovó la manera de expresar los sentimientos, la forma de interpretarlos y buceó por las fuentes misteriosas de las leyendas. Hizo muchas cosas más. Había una parte del público que lo despreciaba. Otros, los “modernos” de entonces lo defendían, se enfrentaban contra los más clásicos, contra los apasionados de Verdi o de las formas italianas. Aquello siguió muchos años, todavía siguen esos enfrentamientos, pero no con la virulencia de entonces. La fuerza de Wagner, sus músicas unidas a algunas de las mejores obras de la provocación surrealista. Buñuel no hubiera sido el mismo sin Wagner.

De aquellas provocaciones me acordaba por la esperpéntica aparición de una nueva beatería de algunos, pocos pero mal intencionados, abonados al Teatro Real de Madrid. No les gustan algunos de los mejores montajes del año. Que nos les guste no importa mucho, de hecho lo contrario sería muy extraño. Son el penúltimo “corpus” de representación de puritanismo, de clasicismo mal entendido y de caducidad en sus gustos, sus formas, su estilo… Pero son unos chivatos. Unos malintencionados, unos represores y unos intransigentes. Quieren hacer llegar sus quejas, tan moralistas y estrechas, a los que ponen el dinero. Amenazan con llevar sus protestas a los patrocinadores y así intentar provocar una espantada de las subvenciones de un teatro público, subvencionado y valiente como está siendo el Teatro de la Opera de Madrid.

Les molestaron, fundamentalmente, Calixto Bieito y su montaje de Wozzeck de Alban Berg. Y la nueva ópera del español, José María Sánchez Verdú, El viaje a Simorgh, basada en un texto de Juan Goytisolo que hace homenaje a algunos místicos y transgresores de las ortodoxias. Y con un excepcional montaje escénico de Frederic Amat.

Dicen estar molestos por el sexo explícito, lo pornográfico, las burlas religiosas, en fin, un montón de lugares comunes para quejarse de obras libres, interpretadas por gentes libres, pensadas por artistas libres y dirigidas a públicos libres y abiertos. Algunos del Teatro Real, de otros teatros, cines, lectura no son libres, creen en el pecado. Piensan que una moral se debe imponer a las otras. Una religión a las otras. Y una corrección a nuestros incorrectos pensamientos. En fin, la ópera parece una expresión minoritaria. No lo es tanto. Muchas personas lo pueden ver. Se está haciendo un acuerdo para sus retransmisiones en televisión. Y además, allí más que en otras artes escénicas, se están buscando nuevas formas expresivas. Todo lo nuevo parece tener que seguir condenado a supervivir defendiéndose de los censores. Sobre todo de esos que no se conforman con expresar su desacuerdo, su queja, sino que quieren conseguir el cierre a la imaginación en libertad. Espero que no lo consigan. Y espero, quizá espero demasiado, que los ricos, los nuevos mecenas piensen en la necesaria libertad que necesita el arte. No sólo libertad. También transgresión.   

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13 de julio de 2007
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Uno es lo que contrata

El convenio que me une a Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels guarda una semejanza reveladora con los que Leopold Von Sacher-Masoch solía firmar con cada una de sus divas, obligadas contractualmente a maltratarlo. Según muy claramente estipulan los incisos D y G de la cláusula 182 del contrato con la Unión Nacional de Musas Novelistas, no me es dado siquiera conocer el origen, destino o situación actual de la profesional que atiende mi caso. Ella, en cambio, puede invadir, y eventualmente devastar, cada uno de los recovecos de mi vida presente, pasada o por venir.

  —¿Puedo? Tengo la obligación, que es diferente. Sacrifico mi vida por venir a encerrarme en la suya que, créame, es mucho menos interesante. Vamos, no me lo tome a mal, pero su vida es sosa. ¿Quiere que la compare con, digamos, la de Sam Shepard de los años ochenta?

  —Sam Shepard tenía una banda de rock en Nueva York, un rancho en Nuevo México, un colchón compartido con Jessica Lange y empleo seguro en Hollywood como actor y guionista.

  —Guionista de Robert Altman, coestelar de Richard Gere, rival amoroso de King Kong... Ningún otro escritor ha salido vestido de vaquero en la portada de Quimera.

  —Todavía puedo aprender a montar a caballo...

  —Como quien dice, a usted le gusta el cine. ¿Recuerda en qué película Nicolas Cage sentencia: "Eres lo que amas, no lo que te ama"? Se llama Adaptación, que es lo que a usted le falta en esta vida, y más en este caso. ¿Recuerda en qué película Lily Tomlin se hace una con Dustin Hoffmann para hurgar en la vida privada de sus pacientes? Se llama Yo quiero a Huckabees y trata de profesionales afines a mí, sólo que ahí se presentan como detectives existenciales. Entienda de una vez: lo que yo sepa o piense no tiene importancia, tenemos que elevar su productividad y para eso es preciso ir a lo hondo de sus traumas.

  —¿Y si mi trauma fueras tú, ahora mismo? —todos tenemos nuestros momentos ínfimos, algo en sus ojos de repente atónitos me hizo temer que estaba en uno de los míos.

  —¡Ánimo, coleguita, no se detenga! Siga adelante con sus sentidas palabras, que no todos los días se tiene la oportunidad de verse tan barato. No me lo tome a mal, ni me vea así de feo, cualquiera sabe que el patetismo es de por sí un estado de alto rendimiento. No se olvide, además, de lo que dice en su primera línea la cláusula 72 de nuestro contrato: "La misión de la musa no es incubar certezas, sino entregar su vida a fumigarlas."

  —¿Sabes qué día es mañana, a todo esto?

  —¿Aniversario 218 de la Revolución Francesa?

  —Julio 14. Sábado. "Día Mundial de la Autoestima".

  —Ay, me va a hacer llorar, colega, ya me vio cara de terapeuta. Si mañana va a estar de oferta la autoestima, le aconsejo que compre de la importada y evite la tejana, aunque sea más barata.

  —¿Qué te cuesta un día hacerme sentir bien?

  —Me costaría el empleo, colega, nada más. Usted se va a sentir mucho mejor cuando entienda que su misión es venir tras de mí, y que la mía consiste en no dejarlo llegar. Nada habría en su vida tan funesto como un día alcanzarme y, lo peor, creer por ello que es repugnantemente feliz. Puede que sea deformación profesional, pero la sola idea del amor correspondido me provoca unas náuseas francamente escatológicas. No lo olvide, colega: usted es lo que ama. No basta la autoestima, es precisa la autoquirofricción espiritual. Y en esas cochinadas yo no voy a ayudarle.

Wanda Von Dunajew, se llamaba aquel personaje de Sacher-Masoch, inspirado en las múltiples musas de facto sin cuya participación entusiasta no habría servido su hoy ilustre apellido para dar nombre al más sufrido de los deportes de alcoba. Es posible que a todo aquél que caiga obsesionado por la presencia de alguien como Afrodita no le aguarde mejor consuelo que un día declararse masoquista orgulloso, pero he aquí que sus desdenes no hacen sino apagar el fuego con gasolina. Si me diera por escribir telenovelas, haría falta al menos una mujer buena. Alguien cuya dulzura acolchonada hiciera trizas mi productividad y me dejara para siempre dentro de un comercial de margarina en high definition.

  —Ya, colega. Me va a hacer vomitar...

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13 de julio de 2007
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I. ESCRIBIR HASTA EL ÚLTIMO DÍA

                El pleno gozo con un libro he vuelto a experimentarlo al leer Le grand large du soir, el diario del último año de la vida de Julien Green, que ya cité el otro día. Green, nacido en París, de padres virginianos, murió a los 98 años de edad en 1998 (había nacido con el siglo XX), y sin ser su lengua natal el francés, fue electo miembro de la Academia Francesa en 1971, uno de los grandes estilistas de ese idioma, como lo fueron Joseph Conrad (polaco) y Vladimir Nabokov (ruso) de la lengua inglesa. Conrad ni siquiera pronunciaba bien el inglés, pero conocía sus secretos como pocos, igual que conocía Green los del francés, autor de inolvidables novelas como El Leviatán, el Visionario, Cada hombre en su noche. Nunca quiso la ciudadanía francesa, porque siempre se sintió un sureño de Estados Unidos.

               Mi gozo de leer su diario último proviene de la serenidad de una prosa que fluye sin alardes, llena de humor y de melancolía. La prosa de alguien que se acerca al umbral del siglo, su propio siglo de vida casi, y es capaz de escribir hasta el final. Green dejó de un lado la pluma apenas un mes antes de morir, retratándose cada día, hasta el último día, ya cuando en esa etapa final el alma importa mucho más que el cuerpo que se acaba, y todo el universo queda suspendido entre la memoria y la esperanza, cierta para él, de una vida plena más allá, católico convencido como era.

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13 de julio de 2007
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LA VIDA EN LA PANTALLA

A las seis y cuarto llegó Pedro con su esposa, Nerea, creo que me dijo, una chica muy flaca y con los dientes sobresalidos como si estuviera ya adelantando su proceso de momificación. En realidad era más fácil describirla como una momia algo forrada de carne que como una persona delgada. Resultaba tan flaca que llevaba el vestido atado a los huesos, un vestido entre azul y blanco que se anudaba a la cintura como si se ciñera a un poste de la luz. Se trataba sin embargo, de una chica fácil de alegrar si se le acertaba su punto de interés y entonces sonreía con los dientes de momia por delante con los pelos de momia cayéndole por el rostro muy marcado por la calavera y los ojos sin embargo, aún vivos. Su interés primordial o con el que reía más fácilmente no eran las hijas ni tampoco su profesión de modista ni sus diversiones en los fines de semana sino su afición a chatear en Internet. Gracias a esa práctica que compartía con su marido, aunque cada uno por separado, había logrado amistades insólitas, interesantísimas y  divertidísimas. El marido establecía una diferencia capital entre los chateos de su mujer a la que consideraba una aficionada y los suyos y parecía demostrar el diferente escalafón en el que se encontraban o la profundidad de la dedicación electrónica a la que se entregaban. Mientras él ligaba en Internet ella marujeaba en Internet. Pero no era fácil establecer si uno era por ello más feliz que el otro. Los dos a la vez parecían en el límite de su satisfacción. Porque gracias a esos contactos habían establecido, después, reuniones en ciudades como, Granada, o La Coruña y, en los encuentros, se habían reunido con un total de cuarenta o cincuenta personas, profesionales, empleados de oficina, funcionarios, con quienes habían bromeado a propósito de sus nicknames. Internet parecía componer el lado más interesante y dichoso de sus existencias, como un trasmundo donde se desenvolvían con la libertad que se supone correspondiente a un mundo nuevo.  En las noches, entre el silencio, cada personalidad destilaba una secreción dulce o ácida, sabores ignorados hasta entonces que se paladeaban como un néctar al margen de las convenciones de la cotidianidad, las rutinas del vecindario y las tonterías del cara a cara. En el enmascaramiento de Internet se formaba entre todos una alcoba mágica de sexualidad, de intimidades y de despropósitos por donde se accedía a una segunda infancia, a un segundo erotismo, a un segundo yo no sólo querido sino inexplorado. ¿Cómo puede haber todavía gente cuerda que no valore los incontables provechos y aventuras de la vida en la pantalla?

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13 de julio de 2007
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Divisadero

Terminé de leer Divisadero, la nueva novela de Michael Ondaatje. Llegó a mi puerta por correo, pocos días atrás. “A little gift,” decía la tarjeta escrita a mano que venía dentro del libro. Me pareció apropiado. Nadie debería comprarse las novelas de Ondaatje para sí, se trata de libros que uno debe adquirir y regalar de inmediato, en la esperanza de que alguien piense en ti de la misma manera, de que te considere digno de recibir semejante gracia, de que anticipe tu goce al recibir el sobre de allende los mares. (Habría que escribir sobre las corrientes migratorias de los libros, que no son tan regulares como las de los pájaros pero que también responden a designios secretos de la especie.)

Si esperase unos días más podría articular algún discurso sobre el libro, pero prefiero hacerlo ahora, cuando ya he dejado de escuchar el sonido que oía durante la lectura –existen libros que nos tañen como campanas- pero todavía me siento vibrar. Una amiga me explicó no hace mucho una teoría científica, se supone que más allá de su impacto estético la música nos altera a nivel molecular, cambia algo en nosotros que es infinitesimal, sí, pero que a la vez ocurre en el nivel más esencial de nuestra existencia. Es fácil otorgar verosimilitud a esa teoría dado que la música es un fenómeno físico, una serie de vibraciones cuyo resultado percibimos mediante los sentidos: todo tiembla cuando los bajos suenan fuerte, los agudos puedan acabar con los cristales. No hay vibraciones físicas durante la lectura, lo cual nos deja a la intemperie y nos obliga a acercarnos a otras formas del conocimiento (por ejemplo el místico), pero estoy persuadido de que leer ciertos libros también nos modifica en nuestro ser más esencial.

Podría hablar de la(s) historia(s) que viven en Divisadero, pero sólo induciría a confusión. Ondaatje nunca narra de manera lineal, procede como un músico o lo que es igual, como un poeta. Cuando uno oye música tiende a concentrarse en la melodía, lo cual permite que el resto de las vibraciones –las que proceden del ritmo, de las armonías, de los distintos timbres- entren en la casa de nuestra alma por otras puertas y otras ventanas, sin que nos demos cuenta siquiera, produciendo ecos más profundos, quedándose a vivir en nuestros átomos. Ondaatje cuenta del mismo modo que los solistas del jazz, mediante ráfagas de notas que siguen sonando en nuestra alma aun cuando el músico ya no toca, cuando ha abierto la boca para tomar aire. No en vano menciona a Thelonious Monk y hace del personaje de Rafael un guitarrista a lo Django Reinhardt, no en vano habla de “una melodía que parecía no tener andamio alguno”: Ondaatje procede al revés, es puro andamio, nuestra tarea es imaginar la melodía.

Releo frases sueltas que subrayé durante la lectura, en las que ética y estética se pisan la cola. “Todo es collage, hasta la genética” (página 16). Lo que Coop oye decir a Ruth cuando se enteran del bombardeo americano sobre Irak: “Nadie aquí es inocente. Ni yo. Ni tú. Ni siquiera tú. Nosotros también somos los bárbaros. Seguimos permitiendo que esto ocurra” (página 162). O la forma en que Lucien Segura dice haberse moldeado como escritor, inspirándose en su padrastro relojero: “A uno le dan un oficio, no un don. No es necesario que exista intensidad u oscuridad en su servicio… Amo la performance de una habilidad, y aun así me alejo cuando se convierte en objeto de discusión… Sólo me interesan el cuidado que conlleva, y los ensayos secretos que hay detrás. Aun cuando no entienda del todo lo que está ocurriendo” (página 192). Ahí está Ondaatje hablándonos de su propio oficio, de lo que le pasa cuando escribe y de lo que nos ocurre cuando lo leemos –aun cuando no entendamos del todo lo que está ocurriendo.

El otro día leí un artículo del escritor Carlos Gamerro, “Borges y la tradición mística”, que forma parte del libro El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos. Gamerro sostiene que Borges arrastró toda su vida la frustración de no haber podido ser un poeta místico. A diferencia de aquel que pretende conocer mediante la razón y el intelecto, el místico es aquel que, según Gershom Scholem, obtuvo “una expresión inmediata, y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última… Tal experiencia le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones”. Leyendo Divisadero se me ocurrió que Ondaatje era lo más parecido a un poeta místico que existe en la narrativa contemporánea. La novela puede ser juzgada perfectamente de acuerdo a los parámetros que Borges atribuye la mística en Qué es el budismo: desdén por los esquemas racionales, percepción intuitiva, el conocimiento absoluto que nos da una certidumbre cabal e irrefutable, la aniquilación del Yo, la visión del múltiple universo transformado en unidad y, last but not least, una sensación de felicidad intensa.

La misma felicidad que ahora siento, ni más ni menos. 

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13 de julio de 2007
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LA REBELIÓN DE LOS PERSONAJES

A veces soy un tonto completo. Escribo desde Francia, con un cierto interés por los libros y la literatura. Y acabo de enterarme que no hice nada sobre L’affaire Jourde (el caso Jourde). Tuve que leer un blog en el sitio de The Guardian para saber de mi tremendo fallo: no hice nada sobre el caso Jourde, un paradigma de la mala relación entre un novelista y sus personajes.

¿De qué se trata? De un autor, Pierre Jourde, buen novelista y excelente crítico literario con capacidad para generar polémica; y de una novela, Pays perdu (país perdido). La novela cuenta la vida de un pequeñísimo pueblo, más bien de una aldea en el centro de Francia. Los nombres, las identidades son inventadas, pero no fue difícil para unos habitantes de Lussaud, en el norte del Cantal, reconocer su tierra y ellos mismos en unas historias de siempre: traición sentimental, envidia, odio, hijo ilegítimo, borracheras, etc. La familia de Jourde viene de Lussaud. En su juventud, el autor pasó todas sus vacaciones en Lussaud y todavía lleva a sus propios hijos de vacaciones a Lussaud a la casa de su abuelo. O los llevaba después de sufrir una agresión por parte de varios habitantes insultándolos, según dijeron a la justicia, por el papel que le atribuye la novela.

El caso Jourde es la rebelión de personajes en contra del autor y la decisión definitiva de un tribunal explicando que la ficción no es la realidad, entonces que los que tiraron piedras a Jourde y su familia no podían justificar su acción por el papel que le atribuye el autor en su novela. Multas, indemnización y hasta cárcel: el caso provocó pasiones. En su blog hospedado en el sitio de Le Monde, el autor Pierre Assouline contó la historia antes de reconocer como más o menos “legítimos” los “sentimientos” de los personajes. Más tarde (después del proceso), Assouline encontró declaraciones de Jourde explicando que su novela no es una novela, sino la mera expresión de la realidad.

Lo interesante, si uno lee el francés, es seguir en otro blog, de la periodista de Le Monde Pascal Robert-Diard, el relato del proceso, es decir, la expresión, a veces silenciosa, de los personajes hablando del insoportable estatuto de personaje. ¿Cómo reacciona un tuerto al leer en una novela la historia de la pérdida de su ojo? Mal, muy mal y podemos entender que el novelista le quita su ojo otra vez con el relato. Más allá de la decisión de la justicia hay algo muy francés y muy de desprecio de la ciudad (la justicia es siempre de la ciudad) hacia el campo en el tratamiento que se ha dado a los personajes: tenían que callarse, según el juez. La justicia francesa ignora el viejo lema inglés: The Word is Mightier than the Sword (se hace más daño con una palabra que utilizando la espada). En el fondo, es un caso de desprecio a la literatura por parte de jueces franceses.

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12 de julio de 2007
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LUISES

En Santa Pola, donde veraneo, me topé hace años con un individuo que se acercó estando en la barra de una cafetería y dijo que nos conocíamos desde los tiempos de la escuela primaria. No recuerdo cuál era su nombre y debido a su estrafalario aspecto tampoco puse demasiada atención cuando se presentaba. Me  sorprendí, sin embargo, cuando con toda contundencia me llamó Luis.

Desde ese encuentro nos hemos visto cuatro o cinco veces más y al comprobar que obstinadamente, sin  vacilación, me llamaba Luis opté por llamarle Luis. Cuando en alguno de los veranos nos cruzamos nunca rehuímos saludarnos y charlar unos segundos sin que inexorablemente falte nunca identificarnos como Luis y Luis.

Por lo que a mi respecta, estos pasajes han creado un cierto rencor en mí y, supongo que en él que, como yo, se resentirá de soportar un nombre que no le corresponde. En general, designar a alguien con un nombre equivocado provoca en aquel un torcimiento interior de su ser que no debe desdeñarse. Para deshacer este angustioso malestar bastaría corregir al interlocutor para siempre pero el mismo acto de corrección requiere un ejercicio de humillación igualmente doloroso.

Ajustar el conocimiento del viejo conocido al verdadero nombre propio, significa aceptar que nuestra identidad no causó el efecto necesario a lo largo del tiempo y se precisa una ayuda secundaria para que aprenda el ser nominal que somos. Nominal o más que eso, porque un nombre siempre da un sentido particular al objeto o al sujeto nominado. Llamándose Luis y no otra cosa, la intuición se adentra en figuraciones de contenido y continente determinados. Un nombre nos bautiza gráficamente, sonoramente, anímicamente y, con ello, se filtra en nuestra personalidad hasta definir una sensitiva clase de sujeto. Trastocar el nombre lleva consigo, por tanto, una transmutación en la medida que sea, y la corrección obliga a una reorientación conceptual y a una sutil reconstrucción interna.

Con estas consideraciones y teniendo en cuenta lo poco que nos tropezábamos en la vida, no sin algún incomodo, me pregunto: ¿Aceptaba él que yo le llamara Luis por iguales razones? ¿Ocultaba su verdadero nombre para eludir el mal trago de no haberle reconocido ni recordado? Y, siendo así, ¿cómo se atrevía a llamarme a mí con un nombre que sin duda había advertido incorrecto? Sólo su fe ciega en que mi nombre fuera Luis a pesar de mis reacciones disculpaba su uso férreo. Lo que, de otra parte, no contribuía a mejorar la imagen que me proporcionaba. ¿Debía disculparle porque su biografía hubiera sido menos afortunada que la mía? ¿Debía ser condescendiente hasta la piedad? ¿Podría soportar la invariable exasperación que su tenacidad me producía?  Porque ¿no merecería la soberbia que me zahería un correctivo que pusiera las cosas en su debido lugar, por mal que le fueran las cosas?

De momento empleé como defensa llamarle a él también Luis. La elección de este nombre llevaba en sí el justo castigo que merecía su craso error y, de paso, podría servirle acaso como una pista para darle a entender que llamándome Luis y Luis también él se equivocaba.

No reaccionó, sin embargo, y levantó en mí la duda de que efectivamente, casualmente, se llamaría  Luis. Porque si no reaccionaba al nombrarle desacertadamente, ¿por qué descartar que Luis le complaciera?  Y no complaciéndole del todo, ¿no le convendría mantener este falaz tanteo que, al cabo, nos empataba? Y si lo mantenía ¿demostraba así que era consciente de la inquietante superchería que sosteníamos? Una superchería que, en mi creencia, había introducido yo pero que sólo podría funcionar con su correspondencia. Uno y otro, por tanto, cómplices de una rara patraña en la que cada uno era desmentido recíprocamente. De hecho, la herida que nos infligíamos podía conllevarse tanto porque nos veíamos muy esporádicamente como porque nos sentenciaba mutuamente. Pero, más allá, ¿cómo negar también que hallábamos una extraña complacencia en esta imprevisible mascarada? Cada cual desconocía del otro los pormenores de sus vidas, no nos importábamos ni nos interferíamos la existencia. Sólo sentíamos el impacto de no ser explícitamente reconocidos por el otro y, al fin, de ser voluntaria y dolosamente confundidos.

En estas tesituras y cada vez con mayor claridad ambos hallamos la recompensa de entregarnos a una experiencia de desconfiguración. Luis y Luis fluía en uno y otro oído como un dulce que nos disolvía. Nos desleíamos en los luises y por momentos dejábamos de ser lo que éramos para ser un ser desaparecido en el grado cero de la identidad.

Aún ahora, aunque siempre de tarde en tarde, esta desintegración nos la proporcionamos reiterando el formulario cambio de saludos y palabras que atrás, en uno y otro, deja el rastro de un suave y malvado asesinato recíproco.

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12 de julio de 2007
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