Vicente Verdú
En Santa Pola, donde veraneo, me topé hace años con un individuo que se acercó estando en la barra de una cafetería y dijo que nos conocíamos desde los tiempos de la escuela primaria. No recuerdo cuál era su nombre y debido a su estrafalario aspecto tampoco puse demasiada atención cuando se presentaba. Me sorprendí, sin embargo, cuando con toda contundencia me llamó Luis.
Desde ese encuentro nos hemos visto cuatro o cinco veces más y al comprobar que obstinadamente, sin vacilación, me llamaba Luis opté por llamarle Luis. Cuando en alguno de los veranos nos cruzamos nunca rehuímos saludarnos y charlar unos segundos sin que inexorablemente falte nunca identificarnos como Luis y Luis.
Por lo que a mi respecta, estos pasajes han creado un cierto rencor en mí y, supongo que en él que, como yo, se resentirá de soportar un nombre que no le corresponde. En general, designar a alguien con un nombre equivocado provoca en aquel un torcimiento interior de su ser que no debe desdeñarse. Para deshacer este angustioso malestar bastaría corregir al interlocutor para siempre pero el mismo acto de corrección requiere un ejercicio de humillación igualmente doloroso.
Ajustar el conocimiento del viejo conocido al verdadero nombre propio, significa aceptar que nuestra identidad no causó el efecto necesario a lo largo del tiempo y se precisa una ayuda secundaria para que aprenda el ser nominal que somos. Nominal o más que eso, porque un nombre siempre da un sentido particular al objeto o al sujeto nominado. Llamándose Luis y no otra cosa, la intuición se adentra en figuraciones de contenido y continente determinados. Un nombre nos bautiza gráficamente, sonoramente, anímicamente y, con ello, se filtra en nuestra personalidad hasta definir una sensitiva clase de sujeto. Trastocar el nombre lleva consigo, por tanto, una transmutación en la medida que sea, y la corrección obliga a una reorientación conceptual y a una sutil reconstrucción interna.
Con estas consideraciones y teniendo en cuenta lo poco que nos tropezábamos en la vida, no sin algún incomodo, me pregunto: ¿Aceptaba él que yo le llamara Luis por iguales razones? ¿Ocultaba su verdadero nombre para eludir el mal trago de no haberle reconocido ni recordado? Y, siendo así, ¿cómo se atrevía a llamarme a mí con un nombre que sin duda había advertido incorrecto? Sólo su fe ciega en que mi nombre fuera Luis a pesar de mis reacciones disculpaba su uso férreo. Lo que, de otra parte, no contribuía a mejorar la imagen que me proporcionaba. ¿Debía disculparle porque su biografía hubiera sido menos afortunada que la mía? ¿Debía ser condescendiente hasta la piedad? ¿Podría soportar la invariable exasperación que su tenacidad me producía? Porque ¿no merecería la soberbia que me zahería un correctivo que pusiera las cosas en su debido lugar, por mal que le fueran las cosas?
De momento empleé como defensa llamarle a él también Luis. La elección de este nombre llevaba en sí el justo castigo que merecía su craso error y, de paso, podría servirle acaso como una pista para darle a entender que llamándome Luis y Luis también él se equivocaba.
No reaccionó, sin embargo, y levantó en mí la duda de que efectivamente, casualmente, se llamaría Luis. Porque si no reaccionaba al nombrarle desacertadamente, ¿por qué descartar que Luis le complaciera? Y no complaciéndole del todo, ¿no le convendría mantener este falaz tanteo que, al cabo, nos empataba? Y si lo mantenía ¿demostraba así que era consciente de la inquietante superchería que sosteníamos? Una superchería que, en mi creencia, había introducido yo pero que sólo podría funcionar con su correspondencia. Uno y otro, por tanto, cómplices de una rara patraña en la que cada uno era desmentido recíprocamente. De hecho, la herida que nos infligíamos podía conllevarse tanto porque nos veíamos muy esporádicamente como porque nos sentenciaba mutuamente. Pero, más allá, ¿cómo negar también que hallábamos una extraña complacencia en esta imprevisible mascarada? Cada cual desconocía del otro los pormenores de sus vidas, no nos importábamos ni nos interferíamos la existencia. Sólo sentíamos el impacto de no ser explícitamente reconocidos por el otro y, al fin, de ser voluntaria y dolosamente confundidos.
En estas tesituras y cada vez con mayor claridad ambos hallamos la recompensa de entregarnos a una experiencia de desconfiguración. Luis y Luis fluía en uno y otro oído como un dulce que nos disolvía. Nos desleíamos en los luises y por momentos dejábamos de ser lo que éramos para ser un ser desaparecido en el grado cero de la identidad.
Aún ahora, aunque siempre de tarde en tarde, esta desintegración nos la proporcionamos reiterando el formulario cambio de saludos y palabras que atrás, en uno y otro, deja el rastro de un suave y malvado asesinato recíproco.