Vicente Verdú
A las seis y cuarto llegó Pedro con su esposa, Nerea, creo que me dijo, una chica muy flaca y con los dientes sobresalidos como si estuviera ya adelantando su proceso de momificación. En realidad era más fácil describirla como una momia algo forrada de carne que como una persona delgada. Resultaba tan flaca que llevaba el vestido atado a los huesos, un vestido entre azul y blanco que se anudaba a la cintura como si se ciñera a un poste de la luz. Se trataba sin embargo, de una chica fácil de alegrar si se le acertaba su punto de interés y entonces sonreía con los dientes de momia por delante con los pelos de momia cayéndole por el rostro muy marcado por la calavera y los ojos sin embargo, aún vivos. Su interés primordial o con el que reía más fácilmente no eran las hijas ni tampoco su profesión de modista ni sus diversiones en los fines de semana sino su afición a chatear en Internet. Gracias a esa práctica que compartía con su marido, aunque cada uno por separado, había logrado amistades insólitas, interesantísimas y divertidísimas. El marido establecía una diferencia capital entre los chateos de su mujer a la que consideraba una aficionada y los suyos y parecía demostrar el diferente escalafón en el que se encontraban o la profundidad de la dedicación electrónica a la que se entregaban. Mientras él ligaba en Internet ella marujeaba en Internet. Pero no era fácil establecer si uno era por ello más feliz que el otro. Los dos a la vez parecían en el límite de su satisfacción. Porque gracias a esos contactos habían establecido, después, reuniones en ciudades como, Granada, o La Coruña y, en los encuentros, se habían reunido con un total de cuarenta o cincuenta personas, profesionales, empleados de oficina, funcionarios, con quienes habían bromeado a propósito de sus nicknames. Internet parecía componer el lado más interesante y dichoso de sus existencias, como un trasmundo donde se desenvolvían con la libertad que se supone correspondiente a un mundo nuevo. En las noches, entre el silencio, cada personalidad destilaba una secreción dulce o ácida, sabores ignorados hasta entonces que se paladeaban como un néctar al margen de las convenciones de la cotidianidad, las rutinas del vecindario y las tonterías del cara a cara. En el enmascaramiento de Internet se formaba entre todos una alcoba mágica de sexualidad, de intimidades y de despropósitos por donde se accedía a una segunda infancia, a un segundo erotismo, a un segundo yo no sólo querido sino inexplorado. ¿Cómo puede haber todavía gente cuerda que no valore los incontables provechos y aventuras de la vida en la pantalla?