Marcelo Figueras
Terminé de leer Divisadero, la nueva novela de Michael Ondaatje. Llegó a mi puerta por correo, pocos días atrás. “A little gift,” decía la tarjeta escrita a mano que venía dentro del libro. Me pareció apropiado. Nadie debería comprarse las novelas de Ondaatje para sí, se trata de libros que uno debe adquirir y regalar de inmediato, en la esperanza de que alguien piense en ti de la misma manera, de que te considere digno de recibir semejante gracia, de que anticipe tu goce al recibir el sobre de allende los mares. (Habría que escribir sobre las corrientes migratorias de los libros, que no son tan regulares como las de los pájaros pero que también responden a designios secretos de la especie.)
Si esperase unos días más podría articular algún discurso sobre el libro, pero prefiero hacerlo ahora, cuando ya he dejado de escuchar el sonido que oía durante la lectura –existen libros que nos tañen como campanas- pero todavía me siento vibrar. Una amiga me explicó no hace mucho una teoría científica, se supone que más allá de su impacto estético la música nos altera a nivel molecular, cambia algo en nosotros que es infinitesimal, sí, pero que a la vez ocurre en el nivel más esencial de nuestra existencia. Es fácil otorgar verosimilitud a esa teoría dado que la música es un fenómeno físico, una serie de vibraciones cuyo resultado percibimos mediante los sentidos: todo tiembla cuando los bajos suenan fuerte, los agudos puedan acabar con los cristales. No hay vibraciones físicas durante la lectura, lo cual nos deja a la intemperie y nos obliga a acercarnos a otras formas del conocimiento (por ejemplo el místico), pero estoy persuadido de que leer ciertos libros también nos modifica en nuestro ser más esencial.
Podría hablar de la(s) historia(s) que viven en Divisadero, pero sólo induciría a confusión. Ondaatje nunca narra de manera lineal, procede como un músico o lo que es igual, como un poeta. Cuando uno oye música tiende a concentrarse en la melodía, lo cual permite que el resto de las vibraciones –las que proceden del ritmo, de las armonías, de los distintos timbres- entren en la casa de nuestra alma por otras puertas y otras ventanas, sin que nos demos cuenta siquiera, produciendo ecos más profundos, quedándose a vivir en nuestros átomos. Ondaatje cuenta del mismo modo que los solistas del jazz, mediante ráfagas de notas que siguen sonando en nuestra alma aun cuando el músico ya no toca, cuando ha abierto la boca para tomar aire. No en vano menciona a Thelonious Monk y hace del personaje de Rafael un guitarrista a lo Django Reinhardt, no en vano habla de “una melodía que parecía no tener andamio alguno”: Ondaatje procede al revés, es puro andamio, nuestra tarea es imaginar la melodía.
Releo frases sueltas que subrayé durante la lectura, en las que ética y estética se pisan la cola. “Todo es collage, hasta la genética” (página 16). Lo que Coop oye decir a Ruth cuando se enteran del bombardeo americano sobre Irak: “Nadie aquí es inocente. Ni yo. Ni tú. Ni siquiera tú. Nosotros también somos los bárbaros. Seguimos permitiendo que esto ocurra” (página 162). O la forma en que Lucien Segura dice haberse moldeado como escritor, inspirándose en su padrastro relojero: “A uno le dan un oficio, no un don. No es necesario que exista intensidad u oscuridad en su servicio… Amo la performance de una habilidad, y aun así me alejo cuando se convierte en objeto de discusión… Sólo me interesan el cuidado que conlleva, y los ensayos secretos que hay detrás. Aun cuando no entienda del todo lo que está ocurriendo” (página 192). Ahí está Ondaatje hablándonos de su propio oficio, de lo que le pasa cuando escribe y de lo que nos ocurre cuando lo leemos –aun cuando no entendamos del todo lo que está ocurriendo.
El otro día leí un artículo del escritor Carlos Gamerro, “Borges y la tradición mística”, que forma parte del libro El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos. Gamerro sostiene que Borges arrastró toda su vida la frustración de no haber podido ser un poeta místico. A diferencia de aquel que pretende conocer mediante la razón y el intelecto, el místico es aquel que, según Gershom Scholem, obtuvo “una expresión inmediata, y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última… Tal experiencia le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones”. Leyendo Divisadero se me ocurrió que Ondaatje era lo más parecido a un poeta místico que existe en la narrativa contemporánea. La novela puede ser juzgada perfectamente de acuerdo a los parámetros que Borges atribuye la mística en Qué es el budismo: desdén por los esquemas racionales, percepción intuitiva, el conocimiento absoluto que nos da una certidumbre cabal e irrefutable, la aniquilación del Yo, la visión del múltiple universo transformado en unidad y, last but not least, una sensación de felicidad intensa.
La misma felicidad que ahora siento, ni más ni menos.