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Hablamos

En este momento, 555 millones de lectores pueden leer esta columna sin traducción. Mañana serán más
 

Un dato digno de consideración es que el producto español de mayor éxito haya sido y sea su idioma. Llamarlo "producto" es un abuso, ciertamente. Las lenguas solo son productos (militares o financieros) cuando se utilizan para forzar una sumisión política. No es el caso del español, pobre criatura. La expansión y fortaleza del español han sido efecto de la política, como en todos los idiomas, pero hace siglos que ya no lo es. Se convirtió, con toda modestia, en un fenómeno planetario. Lo resume muy bien el título de un libro de reciente aparición: Más de 555 millones podemos leer este libro sin traducción (Taurus). Un título tan largo se corresponde con un contenido extenso y variado. Hay artículos rigurosos y otros sólo (políticamente) correctos, pero sus editores, José María Merino y Álex Grijelmo, han procurado ofrecer un panorama bastante completo del estado actual de nuestra lengua común.

Evidentemente, el español no es español, sino mundial. Cuenta Merino con buena prosa cómo le fascinaba, de pequeño, la perorata de Cantinflas o los melismas de Gardel. Todos hemos gozado del léxico y la música de las múltiples hablas americanas. Sus peculiaridades nunca han sido juzgadas imperfectas o infames. Todo lo contrario. Y también los escritores, para quienes Rulfo, Vargas Llosa, Onetti o Carpentier abrieron inesperadas ampliaciones del campo lingüístico. ¿Se habla mejor el español en América que en buena parte de España? Sin duda es frecuente oírlo más gracioso y refinado. En contra tenemos, hoy, un puñado de españoles que por motivos religiosos, políticos o estéticos quieren hacerlo desaparecer de sus regiones. No será fácil: 555 millones de lectores pueden leer esta columna sin traducción. Mañana serán más.

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5 de marzo de 2019
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El buen impostor

Los hay que diseñan muebles, trajes o barcos, y quienes diseñan campañas. Así se denomina al proceso de salir a vender el pescado en política. Queda fino apropiarse del verbo diseñar, hoy multiusos, y otorgar así un toque de artes aplicadas al acto de definir listas, programar mítines, buscar eslóganes, fotografiar carteles e idear cientos de posibles réplicas y contrarréplicas para lograr la victoria.
Existe, no obstante, un punto de partida que tiene mucho de inconveniente, y es su determinación en convencernos de que son los mejores. ¿Quién puede creer a alguien que dice ser el número uno? Se nos escapa un hilillo de vergüenza ajena frente a la exhibición de tanta trascendencia.
Porque aquellos que dicen de sí mismos ser excelentes acostumbran a esconder graves carencias, propietarios de una piel marmórea que los protege de los espasmos interiores que sacuden a la mayoría de las personas cuando son ridiculizadas o injuriadas. Alardean de tener las ideas muy claras hasta el extremo de atemorizarnos con su rectitud, ya sea en forma de 155, aborto o Franco. Y probablemente nunca hayan sentido esos síntomas que torturan a las víctimas del llamado síndrome del impostor.
En los años setenta, diferentes investigaciones psicológicas resumieron que se trataba de un rasgo propio de las mujeres con un alto rendimiento profesional. Cuanta más preparación, más inseguridad se extendía sobre una misma. Con los años, acabó aceptándose que se trataba también de un temor extendido entre los ejecutivos, y más cuando conseguían cerrar grandes tratos. Su voz interior les decía que eran unos falsarios, que habían engañado al prójimo, y salirse con la suya les hacía cuestionar su valor y su capacitación.
Cuánto nos lamentamos por sentir este vértigo, el frenazo de encontrarnos estúpidos al mirarnos al espejo y reprocharnos la falta de habilidad o de talento. También nos asaetea otro síndrome, el llamado espíritu de la escalera –es tras haberla bajado cuando nos viene a la cabeza lo que no supimos decir en el momento preciso, con brillantez, mientras estábamos arriba–. Lo padecen quienes secretamente se sienten impostores y dan más de un paso atrás, atrapados entre el ansia y la temeridad, pero también macerando la idea. Y eso obliga a estar en guardia, a no creerse halagos ni vejaciones, pero también a gustarse lo justo.
Leo a Kristin Wong en Medium recoger las opiniones de psicólogos que revierten la mala fama del mito y aclaman las virtudes de sentirse impostor. En ocasiones, la parálisis y el bloqueo impiden crecer profesionalmente, pero la porosidad de la duda contribuye a tener la mente abierta, a ser más observadores y a saberse moldear ante lo nuevo. Lo curioso es que los impostores de verdad se engañan a sí mismos de tal forma que acaban creyéndose auténticos salvadores de patrias, desconocedores de las agujetas anímicas –e inspiradoras– que atraviesan las tripas de los pseudoimpostores.
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4 de marzo de 2019
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Nuevos nombres en la literatura japonesa

Meses atrás descubrí a Taeko Kono (1926-2015), una escritora japonesa que acaba de ser relanzada en los Estados Unidos por New Directions (todavía no traducida al español). El libro se llamaba Toddler-Hunting, y el cuento de ese mismo título (1961), que podía traducirse como "La caza del niño", trataba precisamente de eso: de la locura de una mujer llamada Akiko por los niños: "no sabía cuándo había comenzado su atracción por ellos, pero con cada año año que transcurría la intoxicaba más su compañía. Últimamente, sus encuentros con niñitos le habían producido un intenso placer". Akiko se dedica a comprar ropa para niños y luego busca la amistad de sus madres para regalarles la ropa. El cuento visita el fetichismo y la perversión más explícitos, convirtiendo a los niños en objetos eróticos, y explora una patología con impecable precisión psicológica realista y una prosa llena de matices.

Me pregunté cuántos otros grandes escritores había en el Japón, perdidos tras esas cumbres llamadas Akutagawa, Mishima, Tanizaki, Kawabata, Oe, Abe, Soseki, y tras la avasalladora popularidad de Murakami. Recordé a Haruo Sato (1892-1964), cuya proyección se vio afectada por su apoyo al militarismo de su país durante la segunda guerra mundial; El pájaro demoníaco (Satori) es un conjunto de cuentos fantásticos, entre los que destacan "La casa del perro español" (1914) -capaz de entregarnos, detrás de la ventana de una casa en el campo, una imagen del más puro realismo maravilloso- y "El pájaro demoníaco", una ficción antropológica en torno a la leyenda de un pájaro capaz de destruir las vidas de ciertas personas intolerables. Pensé en el poeta Hagiwara Sakutaro (1886-1942), a quién descubrí en una antología de Jeff Vandermeer, con un cuento -el único que escribió- llamado "El pueblo de los gatos" (1935) que trabaja como pocos la disonancia cognitiva, la sensación de que aquello que llamamos realidad es ilusorio y basta que tomemos el camino equivocado para encontrarnos con el misterio.

El presente de la literatura japonesa es diverso y potente, se apoya mucho en estos autores de ficción extraña e incluye a Yoko Tawada, Yoko Ogawa, Masatsugu Ono, Hiromi Kawakami, Sayaka Murata y Yukiko Motoya. De ese grupo la que más me interesa es Motoya. Su libro de cuentos The Lonesome Bodybuilder (2018) es un sitio de encuentro para los delirios de la ficción extraña y la imaginación del animé. A ratos puede quedarse en lo puramente pintoresco, como en "Typhoon" -que insinúa que gracias a los paraguas uno podría volar- y "Fitting Room" -una mujer se prueba ropa en el probador de una boutique, y se sigue probando hasta que llega la noche, y la que lo atiende decide llevarla a otra tienda, y siguen pasando las horas y puede que la persona en el probador no sea ni siquiera un ser humano-, pero en otros momentos el desborde imaginativo, la inventiva sorprendente y la lógica onírica se conjuran para ofrecer grandes cuentos: "An Exotic Marriage" -una mujer recién casada descubre que los rasgos de la cara de su esposo se mueven y cambian y se van pareciendo a los de ella-, "The Lonesome Bodybuilder" -una mujer decide de pronto dedicarse al fisiculturismo- y el mejor de todos, "The Dogs", una fábula hermosa y terrible sobre la soledad, acerca de una mujer que se retira a una cabaña en las montañas para vivir con una jauría de perros.

(La Tercera, 3 de marzo 2019)

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3 de marzo de 2019
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El rostro (III)

Para percibir en nuestro rostro una continuidad y una identidad, nos miramos en el espejo todos los días.

 

Esa acción, más bien involuntaria, es nuestra guía de bitácora en la navegación continua por nuestro propio ser.

 

Imaginemos lo que pasaría si, por las razones que fueran, no pudiéramos mirarnos en ningún espejo durante años...

¿Nos reconoceríamos? No enseguida. Para reconocernos, tendríamos que hacer un vertiginoso ejercicio de memoria.

 

Todo lo anterior sirve para indicar lo importante que es mirarse y mirar. Si nos atribuimos una cara, si la necesitamos para configurar el imaginario de nuestra identidad, estamos obligados a atribuirle una cara también al otro, pues de no ser así, nos quedaríamos sin los ojos que nos miran y nos diferencian.

 

El otro puede ser y es nuestro espejo. ¿Tramposo? Sí, pero no menos que el espejo de nuestra casa, si bien de diferente manera.

 

La vida es una danza de conciencias, de reflejos, de cuerpos y de espejos. Y es bueno que así sea. Sin esa danza nuestras vidas solo serían maniobras en la oscuridad.

 

 

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2 de marzo de 2019
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Se busca sustituto

Qué sería de nosotros sin los sustitutos; y no me refiero a los empleados temporales sino a todo aquello que reemplaza lo original, bien sea por nocivo, escaso u obsoleto. Nuestra fe en el futuro se alimenta del cambio –de amistades, de trabajo o de colchón, ahora un tema presidencial que no debería tomarse a mofa, pues hasta los colchones tienen fecha de caducidad (aunque duran casi tanto como la vida media de un matrimonio: unos 16 años)–.
Hombres y mujeres siguen repitiéndose con camaradería “un clavo saca otro clavo”. No lo han probado literalmente, pero la experiencia les ha demostrado que para librarse de la ira que acompaña al desamor hay que cubrir afectos y modificar hábitos: el tabaco por las pipas o una relación tóxica por otra deportiva y leal. Nos corroe un ansia de rellenar huecos, acaso para enmascarar la sensación de desnudez que provoca la falta de alguien, o el avenirse al fin de una costumbre. Creemos hallar atajos que encaminamos azorados, aunque acaben resultando itinerarios aún más polvorientos. Parejas rotas que buscan a quien mejore lo anterior, adictos que cambian la muerte en vida por las salas del gimnasio, jefes que despiden a un viejo empleado con ánimo de renovación y a los cuatro días detestan al nuevo.
A veces sustituimos hábitos por cuestión de modas, para no perdernos en una conversación: el cine por las series, la quinoa por el arroz, la infusión de jengibre por el poleo menta. Pero no se trata tanto de suplir como de acertar, demostrándonos que sólo desde el desapego se puede vivir sin placebos. Los sustitutos del azúcar o del plástico ejemplifican a la perfección una época nociva y contaminada. Las exigencias sociales dictan ponerse a dieta permanente a partir de los cuarenta. Hay que conformarse con hamburguesas de tofu o huevos de tres claras, sucedáneos energéticos vacíos de grasa placentera. Lo mismo ocurre con la icónica bolsa de la compra, que pronto pasará a editarse en series limitadas firmadas por artistas y diseñadores que ya promueven gabardinas de metacrilato transparente. La socorrida bolsa de plástico que tantas señoras han utilizado como improvisado paraguas, altamente contaminante, es reemplazada por el papel de estraza, moderno y ecológico pero que se moja enseguida. Hay más: coches sin conductor, bitcoins, ­máquinas cajeras en lugar de dependientes. Y no siempre se trata de ir a mejor. Las fotografías de Jamie Diamond y Elena Dorfman –en la Fondazione Prada de Milán hasta finales de julio– muestran escenas cotidianas con muñecas hinchables acompañando a hombres ­solitarios, en silencio. No hay mayor símbolo de derrota en el sustitutismo que cambiar la piel por el látex.
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27 de febrero de 2019
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El pupulculo

Del vocabulario de mi infancia hay palabras que aún me divierten por su significado, aunque no se usen más en Nicaragua, o se utilicen poco, porque ya se sabe que la lengua es cambiante, y mientras inventa vocablos nuevos, manda a otros al botadero de los chunches viejos. Recuerdo, por ejemplo, el término pupuluco.

Recientemente, en un chat de amigos, uno de ellos usó esta palabra, ahora misteriosa para muchos, y otro, más joven, preguntó qué significaba y de dónde venía. Me pidieron a mí que aclarara, concediéndome las virtudes de académico, de las que no me ufano.

Pareciera que se tratara de una especie zoológica, el pupuluco, un animal huidizo como el cusuco, o dormilón como el cuyús. O de costumbres indefinidas, como el sisimico, que es un animal sobrenatural; pero más bien designa a otra fauna muy común, la de los constantes e indecisos, de esos que nunca dan el paso adelante.

Pupuluco, en su acepción original, es alguien que no se da entender bien, se enreda al hablar, o se expresa de manera incomprensible. La palabra es gráfica por sus sonidos, y ya oímos en ella la vacilación. 

Como tantas otras de las que usamos a diario, esta viene del náhuatl popoluca o popoloca: "el que habla como balbuceando", que los aztecas aplicaron a diferentes pueblos de otras lenguas; pero los popolucas, como tales, eran de ascendencia olmeca y habitaban en el sur de México; como no hablaban el náhuatl, la lengua de la corte y el comercio adoptada por los aztecas, los consideraban bárbaros.

También los chontales en Nicaragua eran considerados bárbaros por los náhuatles y chorotegas, y además de tratarlos de manera hostil, viendo siempre en ellos al extranjero, calificaron a su lengua como popoluca, por enredada.

De allí, por un cambio fonético, pasamos al pupuluco, que de su sentido original se extendió a todo aquel que, como ya dijimos, vacila en sus posiciones, y, por tanto, falto de decisión, se enreda al hablar por su falta de atrevimiento con la verdad.

Todo aquel que a la hora llegada no toma una posición clara, y se va por las ramas, es un pupuluco, aquel que no se sabe si va o viene, o en que pie está parado. "Te veo muy pupuluco, qué te pasa", era una expresión muy común.

También para el pupuluco hay otro nombre que ya no tiene origen indígena, sino que proviene de una de esas fabricaciones que se hacen en los laboratorios del idioma: siquisnoquis: sí y no al mismo tiempo, o ni sí ni no, la dualidad en todo su esplendor. O como dijo Rubén Darío de uno de los médicos que lo atendía, ya en su lecho de muerte, porque no se atrevía a dar nunca un criterio terminante: "una nulidad sonriente".

De los pupulucos y los siquisnoquis está empedrado el camino de la cobardía. No definirse es esconderse. El cabildo de León, cuando llegó a sus manos el acta de independencia de Centroamérica aprobada en Guatemala en 1821, no dijo ni sí ni no. Simplemente decidió esperar a que se aclararan los nublados del día, y así consta en el acta que firmaron, y que por eso pasó a llamarse "el acta de los nublados". Bien pudo llamarse "el acta siquisnoquis de los pupulucos".

De todo esto se deriva también la muy gráfica palabra gallo-gallina. Pupulucos, siquinosquis, gallo-gallinas; y yendo a los terrenos más generales del idioma, nos hallamos con aquellos que no son ni chicha ni limonada, todo lo cual viene a ser lo mismo. Los que escogen la neutralidad como una de manera de ser y no cometen nunca el pecado de tomar partido, y por eso mismo vacilan, farfullan y se enredan al hablar, como verdaderos pupulucos que son. Por ejemplo, los que adelantando en alto las palmas de las manos exclaman: "¡yo no me meto en política!". Y al no meterse, ya están tomando partido.

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26 de febrero de 2019
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Un dandy posmoderno

Ha muerto Karl Lagerfeld, que reinó en París y gobernó el olimpo de la moda durante 50 años, pero está prohibida la palabra nostalgia. No formaba parte de su vocabulario. La detestaba. A nadie he escuchado pronunciar con tanta verdad y encanto “ je déteste ça”. Se tomaba la molestia de renombrar su universo cercano. Prefería discreción a respeto. No leía poesía traducida, opinaba que era masacrar la lengua del verso. Lagerfeld se comía las palabras, no era fácil entenderlo aunque hablara fluidamente cuatro lenguas y leyera siete periódicos al día. Pensamiento rápido y desconexión con el reloj. Era brutalmente impuntual, defecto que su equipo le toleraba porque compensaba con creces. “Hace que lo complejo sea fácil. Cada día aprendes de él”, me explicaban. Su cambio radical se produce al morir sus dos mejores amigos, el ilustrador Antonio López en 1987 y, sobre todo, su compañero Jacques des Bascher en el 89. Es entonces cuando Karl empieza a vestir su mítico uniforme y su círculo deja de incluir a famosos, para centrarse en una tribu fiel: su maître d’hôtel, su guardaespaldas, su mano derecha Caroline Lébar, la gente del taller.
Avanzaba a saltos, con paso de ardilla; siempre pareció alto aunque no lo fuera, y oficiaba con aires de Sócrates y de Diderot, pero también de Jim Morrison, Warhol y Madonna. Sin alcohol y sin drogas, fue el rey del iPod: los regalaba como generosa cortesía, en la última onda de la música electrónica. “Le he traído uno con novedades que nadie conoce, lo hecho yo mismo, así que si no le gusta es culpa mía”, me dijo en una ocasión.
En su casa de Saint Germain almorzaba sobre mantel fino, con Coca-Cola servida en una jarra de cristal de Baccarat. Fue uno de sus combustibles desde que adelgazó casi 40 kilos. No se soportaba obeso, y adoptó una disciplina militar. Se inventó otra identidad, y levantó polémicas por su forma de hablar de la obesidad; a la cantante Adele la llamó gorda. Detestaba lo políticamente correcto, y decía que nos empobrecía, pero en una ocasión le costó un desmentido en televisión. En una entrevista que realicé para Marie Claire España en el 2012, y ante una foto de Zapatero, dijo: “Es un imbécil, como Hollande”, y se mostró contrario a su política fiscal respecto a lo que los franceses saben hacer mejor: moda, coches, vinos y quesos. El exabrupto fue titular del Telediario de France 2: “Karl Lagerfeld afirma que François Hollande es un idiota”. Su equipo me rogó algún tipo de rectificación; digamos que es un problema de contexto, les propuse.
En su infancia, en Hamburgo, admiraba a Carmen Amaya y hasta empezó a vestirse como ella y renovó el traje masculino con sus camisas Hilditch & Key, derrochando un estilo neogótico y veneciano, y actualizando la estética de un Occidente que, decía, estaba cansado, igual que su Europa, que pocas clases de moral podía dar… Su madre ejerció un papel fundamental en su vida. En una entrevista me contó que, de niño, le preguntó por la homosexualidad; “Es como el color del cabello, unas personas son rubias y otras morenas, no es nada”. En su leyenda se hallan renglones torcidos con Saint Laurent, años de voracidad sexual y pasiones turbulentas. En más de una ocasión dijo que sus memorias, escritas en inglés, se publicarían al morir y prohibiría su traducción.
Lagerfeld albergaba múltiples sensibilidades y visiones. Se anticipó a la extinción del plástico, considerándolo materia de lujo y haciéndolo desfilar para Chanel, a la que resucitó cuando la marca había quedado huérfana y él empezó a cortar los tweeds por encima de la rodilla. Antes, por la casa, habían pasado varios creadores, pero nadie recuerda sus nombres. Cuando se puso el uniforme, adquirió una actitud distante y empezó a soltar frases lapidarias. Después de Gabrielle Chanel, Karl ha sido el creador más carismático, un icono pop, capaz de repetir cada temporada los mismos códigos de la maison, logrando que parecieran nuevos. Además, con su propia marca, Karl Lagerfeld, y con Fendi, ideó nuevos formatos en los tempos de la industria como las pre colecciones. Decía que eran ideales las ricas que pasaban las navidades en el Caribe, pero a la vez fue de los primeros en diseñar una colección para H&M. Entendía el nuevo business de la moda, instagrameó sus diseños y logró dominar el nuevo paradigma: había listas de espera en las tiendas de todo el mundo ansiando su gadget de temporada, e hizo crecer la facturación de la casa a los 8.000 millones de euros actuales.
No inventó ninguna prenda, pero convirtió la moda en un fenómeno global. Rindió un extremado culto a lo efímero: sus desfiles eran proezas de la mise-en-scène: playas, glaciares, ríos, jardines recreados en el Grand Palais con un arte ilusionista practicado por un hombre que nunca se complacía del todo y citaba a Bourget: “Por suerte, todavía quedamos algunos que no tenemos ninguna estima por el mérito”. Oficialmente sólo declaró una enfermedad: los libros; era coleccionista de incunables y coffe-tables. Durante su estancia en el Hôpital Américain de París aseguran que fue un huésped encantador. A pesar de su fama de misántropo, le gustaba la gente, los jóvenes, los artistas y artesanos. En la cercanía era divertido, sagaz, muy curioso. Defendía su gusto por dormir solo. Consideraba el matrimonio homosexual demasiado burgués y defendía las pasiones “deportivas y limitadas en el tiempo”.
Karl, al que una vez vi sin gafas –tenía una mirada vibrante, sin bolsas ni monstruosidades–, combinó la tradición de los salones mundanos ilustrados con la posmodernidad. En los ateliers de París, las petites mains que bajo su mirada severa y tierna reprodujeron sus sueños recordarán siempre su espíritu, al hombre educado, al dandy posmoderno. Fue lector devoto de Catherine Pozzi, poeta de culto: “antes de entrar en la eterna morada/Cómo saber de quién soy la presa/ Cómo saber de quién soy el amor”. Solía despedirse apretando fuerte la mano y lanzando un beso al aire, como una estrella con guantes de cuero, el pelo empolvado, perfumado con Bal d’Afrique, sonriendo en la media distancia entre el hombre y la leyenda.
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26 de febrero de 2019
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Pastoral

Un ternerillo blanco de orejas en alerta me mira con curiosidad infantil.
Ignora que soy su destino.
 

Al hilo de la semana blanca, invento francés que tantos colegios españoles han adoptado, me voy a la cabaña que un amigo levantó en el corazón de un bosque de fresnos. Está a los pies de la Machota cuyos formidables pedruscos rodaron rotos por el hielo hasta la puerta de la casa. Aquí los llaman berruecos. Si rodara uno, nos aplastaría como cucarachas. Los que cayeron hace miles de años yacen medio enterrados entre áspera hierba de invierno y matas de brezo. Son magnos lomos de elefante en el color y la textura, pintados a lo Pollock por el liquen y el musgo.

Nos acercamos a la ciudad para comprar miel y vino. No hay mucho turismo pues se supone que estamos en la estación más fría. Nada de eso: luce un sol cegador y los forasteros llenan las terrazas. Miran en silencio el cielo azul cobalto con sus gafas de sol de policía americano. En una gran mesa tres parejas de rusos semidesnudos y perplejos beben la vodka a gollete. Han llegado hasta aquí de carambola y en sus ciudades dejaron una ventisca que congelaba los colmillos del oso polar. Están tan confusos como un tuareg en Reikiavik.

En el jardín de los frailes el boj de los arrayanes embalsama la atmósfera. Sopla un airecillo cortante, pero suave como una caricia de navaja. La masa inmensa del monasterio, todo él levantado con moles de granito tallado por geómetras obsesos, es un puñetazo de racionalidad en un paisaje alucinado.

Vuelvo a la cabaña, al fuego y a los libros para ver con qué elegancia se recogen las vacas y oír su música. El paso lento, adormecido, la blancura de la raza charolé, una belleza tan terrible como la de sus hermanas del Partenón. Un ternerillo blanco de orejas en alerta me mira con curiosidad infantil. Ignora que soy su destino. La noche lo apaga de golpe.

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26 de febrero de 2019
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Infierno

El infierno dejó de ser un lugar tenebroso, una selva oscura y ardiente donde se consumían las almas pecadoras, para convertirse en una metáfora de EGB. “Esto es un infierno”, aprendimos a decir ante cualquier situación sumamente fastidiosa o caótica, alejándonos de la amenaza del castigo eterno.
Hace poco menos de un año, el papa Francisco regaló titulares con una frase –“el infierno no existe”– de una entrevista firmada por Eugenio Scalfari, veterano periodista de 94 años y fun­dador de La Repubblica. No fue costosa la aclaración y no tanto porque Scalfari no tome notas ni grabe, sino porque Bergoglio, el pontífice que abrazó a la Iglesia de los pobres, ya había afirmado que el infierno no es una sala de tor­turas: “La condena eterna es alejarse de Dios”.
En verdad, el Papa tenía el infierno en casa. Su Iglesia había devastado a más de 100.000 víctimas en el mundo a lo largo de las tres últimas décadas, según ECA Global, una organización de supervivientes del abuso clerical, muchas de ellas menores de edad sobre las que se volcó una lujuria criminal. Quienes no se suicidaron, aquellos que soportaron la humillación de recibir dinero y callar para siempre, o los que fueron tachados de mentirosos o locos y nunca más enderezaron la espalda, han empezado a hablar. El #MeToo de las víctimas de los curas pedófilos y violadores resulta extremadamente doloroso, pues evidencia el perverso abuso desde todo aquello que representaban –incluso la mismísima llave del perdón–, depredadores camuflados de padres de la moral. Por fin se ha levantado un velo opaco, asociado al tabú y al estigma.
Una de las taras que siguen descolocando a nuestra sociedad consiste en la atracción sexual de adultos hacia niños, camuflada en sus entrañas. Los expertos afirman que median cinco pasos para que un pedófilo se convierta en pederasta: 1) tener deseos y pensamientos sobre el acto; 2) buscar justificación, excusas, juzgar a otros; 3) conseguir la confianza de la víctima, el grooming; 4) superar la resistencia y lograr que la víctima te entregue su voluntad vía manipulación o chantaje; y 5) cometer el crimen sexual. No se trata, por tanto, de un instinto, sino de una verdadera cacería: preparan calculadamente el crimen y, desde sus posiciones de poder y autoridad, acaban naturalizando su perversión, que se convierte en costumbre.
En el caso de sacerdotes, obispos y demás miembros del clero, su delito es doblemente oscuro, por ello esconden sus abusos y trafican con los sentimientos de sus presas. Maquinan con total impunidad ocultos bajo su sotana, tan alejados de su misión encomendada –que tantos otros religiosos desempeñan con vocación y entrega– y nunca deberían contar con la complicidad, la clemencia o el silencio de los suyos. El mea culpa entonado por el Sumo Pontífice y su llamada a terminar con esta podredumbre obliga a la Iglesia a enfrentarse de una vez por todas con sus propios demonios.
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25 de febrero de 2019
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Una lista

En tiempo de listados y grandes premiados doy aquí mi pequeña lista brevemente comentada de las mejores películas vistas en 2018, sin orden de preferencia en la decena elegida.

1. Roma. Alfonso Cuarón. El pequeño dolor humano contado con audacia técnica, honda simplicidad dramática y constante invención cómica.

2. Cold War. Pawel Pawlikowski. La guerra fría europea en coros y danzas, chanson francesa y jazz americano. El musical del año.

3. El Reverendo (‘First Reformed'). Paul Schrader. El fanatismo convertido en el bello arte de un fundamentalismo formal.

4. Lázaro feliz. Alicia Rohrwacher. La nueva fabulista de la gran tradición italiana del cine cristiano.

5. Casi 40. David Trueba. Alacridad sentimental de inspiración francesa en el marco incomparable de una España monumental que no se divisa.

6. Caras y lugares. Agnès Varda y JR. O de cómo ampliar en imágenes fijas lo transitorio: la vida humana, la vista, la memoria.

7. Burning. Lee Chang-Dong. Extraordinaria adaptación prolongada de un bello cuento de Murakami. Grandes actores.

8. El hilo invisible. Paul Th. Anderson. Alta costura fílmica para una historia de artistas y modelos protagonizada por trajes.

9. Petra. Jaime Rosales. Otro ejercicio de escamoteo del paisaje bello para realzar las figuras de una familia en descomposición.

10.La novia del desierto. Cecilia Atán y Valeria Pivato. Minimalismo delicado, road movie de carreteras secundarias, inolvidables rostros y cuerpos sin glamour.

 

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21 de febrero de 2019
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El Boomeran(g)
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