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Apuntes del conversatorio “¿Cambia Cuba? ¿Cambia su periodismo?”, con Carlos Manuel Álvarez y Patricio Fernández

Hace unos días me tocó presentar en la Escuela de Periodismo de mi Universidad Alberto Hurtado de Chile a dos grandes autores que piensan, sueñan, viajan y sufren con Cuba. Desde adentro y desde afuera.

Uno es el joven cronista cubano Carlos Manuel Álvarez.  Nacido en 1989, con la caída del Muro de Berlín y el comienzo del Período Especial. Sus crónicas han sido publicadas y muy comentadas en Gatopardo, El Malpensante, The New York Times y la BBC.

Carlos es el fundador de El Estornudo, revista cubana independiente e irreverente. Tuve el placer y el honor de ser parte del jurado del Premio Gabo de la Fundación García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, que premió el año pasado el perfil divertido y desasosegante Historia de un paria, de Jorge Carrasco, y ahí descubrí el periodismo libre sin pedir permiso, y rebelde sin apretar los dientes, de El Estornudo.

El libro de crónicas de Carlos Manuel, La tribu, fue el producto más impresionante de un taller de Martín Caparrós sobre libros de no ficción. Sus textos son admirados por los popes de la crónica, como Caparrós, que dice en el prólogo que siente sana envidia por este joven cronista, Leila Guerriero y Jon Lee Anderson.

El año pasado fue seleccionado como uno de los 39 autores de menos de 39 más prometedores del continente por Bogotá 39. Hace unos años me contaron que esta selección de más que promesas debe su nombre a la edad que tenía García Márquez cuando escribió Cien años de soledad.   

El otro contertulio era el destacado escritor, editor e intelectual chileno Patricio Fernández. El Pato nació en Chile en la misma década que yo, la de los sesenta. Veinte años antes que Carlos Manuel. En una de las muchas páginas memorables de su libro Cuba: Viaje al fin de la revolución, se pregunta qué o quién sería si hubiera nacido en Cuba. Como tantas de sus historias y reflexiones, Pato Fernández es a la vez divertido, ingenioso y profundo: hubiera emigrado. ¿Pero y si se quedaba en la isla?

También me deslumbró el medio que fundó y por muchos años dirigió, The Clinic. Como El Estornudo, siento que The Clinic, como un retrato del Pato hecho revista, trata temas serios con profundidad y con irreverente humor, en países donde la gente es chispeante y el periodismo al uso es solemne. 

Descubrí la pluma precisa del Pato Fernández en el capítulo chileno de un libro tremendo, Crecer a Golpes, editado por Diego Fonseca a los 40 años del golpe de Pinochet. Fernández cuenta la historia de Chile a través de la historia de su abuelo. Y al preparar esta presentación, caí en la cuenta de que en el título también hay un fin: El fin de todo lo anterior. 

Podía hablar hablado, por supuesto, de su país, de Chile, del que la sabe larga. Pero en esta charla, es la mirada muy conocedora y muy apasionada sobre el país de Carlos Manuel. La mirada desde afuera.

Releí La tribu y leí Viaje al fin de la revolución para mi presentación,  y sigo pensando que sus libros, que recomiendo muy calurosamente, dialogan, bailan. Uno se centra en los personajes, en primer plano. El otro echa las luces largas y explica el proceso del fin de la ilusión.

Antes de que se lanzaran a contar y analizar, les dije que me gustaría que hablaran de tres cosas, a tenor del título que le pusimos a esta charla.

Una es el cambio que vino… o que no vino a Cuba. En los dos libros hay una semana en la que todo iba a cambiar en Cuba: la semana en que vino Barack Obama y después vinieron los Rolling Stones. Todo iba a cambiar. ¿Y…?

El segundo tema es el periodismo en Cuba y sobre Cuba. Durante décadas había propaganda y antipropaganda, y como los fanáticos religiosos y fanáticos ateos no dejan de hablar de Dios, estos parecían tener como tema único a Fidel. ¿Está contando el nuevo periodismo cubano otra cosa? ¿Cómo? ¿Para quién?

Y el tercer, sus propias miradas y sus propias obras. ¿Cómo contar un mundo, una isla, de la que todos creen saber y tal vez nadie sabe nada?

No tomé notas de la charla, porque estaba sumergido siguiéndolos y pensando en qué más preguntarles.

Noté a Carlos pesimista respecto del futuro de la isla y de su periodismo. Si bien El estornudo muestra lo bien que escriben los jóvenes cronistas cubanos cuando se dan el permiso, las dificultades son muchas y gran parte de los escritores con anhelo de calidad y libertad se van. El mismo Álvarez vive ahora en México. Y Carrasco también se fue, a EEUU.

Para él fue una decepción que la incipiente apertura de Raúl Castro haya terminado en la llegada de una nueva generación de burócratas, y la formación de un sistema incipiente de desarrollo económico capitalista con férreo control político al estilo comunista, como en China.

Fernández, cuyo libro disecciona a la sociedad cubana con amorosa precisión, marcó los “debe” de su sociedad, mirar hacia afuera, esforzarse por construir su camino hacia una democracia funciona, y de su periodismo: mucha pluma, mucho estilo literario pero todavía falta hacer periodismo de investigación

No sólo contar las picardías y estrategias de sobrevivencia de los de abajo. Hurgar en los datos de los que mandan. Revolver los secretos de los que mandan y cómo funciona su sistema de poder.  

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29 de noviembre de 2018
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Del amor y sus relatos

 

"Lo que hace que los amantes no se aburran nunca de estar juntos es que se pasan el tiempo hablando siempre de sí mismos”, dice François de La Rochefoucauld.

 

En los inicios de un amor los amantes hablan del futuro, en sus postrimerías, del pasado" dice André Maurois.

 

Dos reflexiones irónicas y acertadas que nos obligan a pensar que en el amor los relatos son tan importantes como el sexo, y ocupan más tiempo y espacio.

 

Dependiendo del argumento de esos relatos, podemos adivinar en qué fase del amor estamos.

 


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29 de noviembre de 2018
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Tres señores enfadados

Durante esta campaña electoral andaluza, sus imágenes han aparecido unidas sobre la pantalla, uno al lado del otro, como una trinidad barbilampiña, y sorprende la homogeneidad formal, el corte tan parecido. Nada que ver con las alineaciones deportivas, en las que sobresale una mayor diversidad cultural o pilosa. Porque Pedro Sánchez, Pablo Casado y Albert Rivera podrían ser miembros de una misma familia. Ocurre algo parecido con Jaume Matas, Federico Trillo y Rodrigo Rato, que estos días también han coincidido en la actualidad, aunque judicial. La sensación de fin de época al ver sus caras juntas, el tríptico que conforman, es radical. Entiendes con alivio que el cambio de siglo ha pasado por encima de la clase política –y de qué manera–, imponiendo si no otro modelo de líder, al menos un dress code exento de bolsas en los ojos, cejas arrogantes y polos Ralph Lauren.
Lucen sus flequillos reformistas, sus chaquetas azul de Prusia –oscuro pero con el brillo suficiente para destacar– en corte slim fit, musculatura pulida y los puños acortados en un ademán pulcro, confiado, acaso el que las madres del siglo XX hubieran deseado para el marido de sus hijas: un buen Mr. Wright. Pero hay otra característica que los identifica, y es su tono de señores muy enfadados. El recuento de insultos que embarran el Congreso de los Diputados, donde habría que pensar y discutir democráticamente acerca del desorden nacional, causa estupor. ¿Por qué se derrama tanta crispación en las comparecencias, castigando con malas artes la herida del otro?
Parece que la soñada mayoría absoluta estuviese en su contra y tuviesen que convencernos a los futuros electores de su preclaridad y de su patriotismo, puesto a prueba en cada abrir de boca. Prevalece un efecto continuo de desagravio, que ha empobrecido el discurso parlamentario. Enojados en bucle, trasladan la sensación de ser la víctima, ya que prácticamente todo enfado puede entenderse como reacción a lo que consideramos una auténtica injusticia. Ignoro si les funciona como táctica dialéctica, pero juegan con la ira en su discurso, y la desbordan para regresar al sentido de rectitud y control, y desde esa autoridad demandan dignidad y respeto. Cuando nos enfadamos, el bombardeo energético a base de adrenalina que acompaña toda erupción acentúa aún más la sensación de afrenta, que sólo puede vencerse con el contraataque. Como explicaba el doctor en Psicología y experto en terapias de resolución de traumas Leon F. Seltzer en un artículo sobre el bienestar postenfado publicado hace unos días en Psychology Today, la clave está en “la superioridad moral sobre quien nos provocó”. Pero la política del cabreo, además de zafia, es cortoplacista porque nos acabamos cansando de todo, incluso de estar enfadados.
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28 de noviembre de 2018
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¿Quiénes son esos?

La novelista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie pronunció en la Feria del Libro de Frankfurt de este año un espléndido discurso en el que se refiere a los temas claves del mundo contemporáneo: identidad, diversidad, y también a la emigración, que vemos repetirse por distintas geografías de manera masiva, un viaje desde los páramos oscuros de la miseria y el desencanto hacia la gran vitrina iluminada de la riqueza y la prosperidad, resguardada por muros de concreto y cercos de alambre de púas.

El vuelo rasante de un dron sobre el puente que cruza el río Suchiate, y que une Tecún Umán en el territorio de Guatemala, con Ciudad Hidalgo en México, nos muestra miles de cabezas apiñadas, juntas, compactas, indefinibles. Una masa ansiosa de llegar hasta la frontera mexicana con Estados Unidos, una caravana que ha salido desde Honduras y que marcha a pie, dispuesta a recorrer miles de kilómetros.

Otro dron vuela encima del puente sobre el río Táchira que conecta el poblado de San Antonio del Táchira, en Venezuela, con Villa del Rosario, en Colombia. Venezolanos expulsados de su propio país porque han perdido todas las oportunidades y todas las esperanzas. El éxodo se vuelve brutal, despiadado, como es la naturaleza del poder que los expulsa.

Pero lo que reclama Chimamanda es no olvidar que no se trata de cifras. Hay que transformar en nuestras mentes los números en seres humanos: "es el momento de preguntar si la cuestión es la inmigración o la inmigración de tipos concretos de personas: musulmanes, negros, morenos", dice. "Es el momento de replantearnos cómo pensamos los relatos". Los relatos de esas vidas.

La filósofa española Adela Cortina, en su lúcido libro Aparofobia, el rechazo al pobre, demuestra algo que por obvio solemos olvidar: los emigrantes parecerían ser rechazados porque provienen de culturas extrañas, pero eso no es lo fundamental: no se les admite porque son pobres. Eso quiere decir aparofobia: la fobia a los pobres. "Lo que nos molesta", dice, "es la pobreza, no la inmigración".

Es una tendencia que se origina en el cerebro humano, rechazar lo que nos molesta o incomoda. "Se habla mucho de xenofobia, de islamofobia, y es verdad que existen. Pero en todos esos casos si traen dinero o algo que parece beneficioso se les acoge sin remilgos".

No obstante, es posible contrarrestarla si logramos oponerle "la compasión, la capacidad de sufrir con otros en la alegría y en la tristeza y de comprometernos con ellos". También la solidaridad está arraigada en nosotros, y podemos hacerla despertar.

Es allí donde los números, miles de refugiados, una oleada incesante, molesta, incómoda, se transforman en personas con rostros, y entonces surgen las historias individuales. Y la solidaridad no es abstracta. En los poblados por donde van pasando la gente organiza albergues, comedores. Son los pobres ayudando a los pobres, dándoles lo que pueden, cama, comida, ropa, medicinas. Cariño.

Y también hay rechazo, como el que se ha dado en Tijuana, ya al final del viaje. Bastó un video colocado de manera artera en las redes sociales, donde una emigrante hondureña se queja del plato de frijoles recibido en un albergue para que la reacción hostil estalle: "aquí somos pobres, comemos frijoles", repiten las voces indignadas.

Hay que entrar en las historias individuales, como pide Chimamanda. El tramado del tejido es denso, y cada hilo hay que verlo a contraluz. La mujer se llama Miriam Zelaya y se sumó al éxodo en busca de que en Estados Unidos operaran a su hija de 11 años, que es sordomuda. Viaja, como los demás, en busca de un milagro. El suyo es que la niña llegue a hablar y oír. "Hemos caminado por todo México y hemos recibido mucha ayuda", dice llorando. Tengo todo que agradecerles. Yo he criado a mis hijos con muchos esfuerzos y dándoles frijoles y tortillas". Ahora está sola. Se ha tenido que marchar del albergue ante el repudio de sus propios compatriotas.

Pero Miriam está a punto de llegar. A lo mejor recibe asilo al otro lado de la frontera tan celosamente guardada. A lo mejor operan a su hija sordomuda. A lo mejor valieron la pena para ella el desprecio de los suyos, el rechazo de que ha sido víctima en Tijuana por quejarse de unos frijoles. El desarraigo, las penurias del viaje, el miedo, el peligro, la zozobra, la angustia, la esperanza, hacen que deje de ser un simple número en una suma, una cabeza entre miles que fotografía un dron.

 

 

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26 de noviembre de 2018
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Ruido y nueces (algunas vacías)

Nunca habíamos vivido tal avalancha de premios nacionales a mujeres: Almudena Grandes, Christina Rosenvinge, Francisca Aguirre, Maria Xesús Lama, Mariza, Yolanda García Serrano, Antònia Vicens y, como final de traca, la nonagenaria Ida Vitale, premio Cervantes. Me congratulo de esta inédita ola de reconocimiento, que rescata auténticos tesoros, algunos alejados del mainstream. Y que por fin premia a creadoras de callo profundo, infatigables y muy meritorias. Pero debo confesar que, lejos de triunfalismos y ­jaranas, hay algo que me turba: ¿o acaso no se aprecia en ellos la presión por cumplir ejemplarmente con el nuevo mandato social?: “Más mujeres entre los cromos para que no se nos caiga el pelo”.
El 2018 ha resultado ser uno de los años más fecundos para el feminismo: la catarata de denuncias por abusos sexuales ha tenido como efecto colateral de un daño evidente la inclusión de las mujeres en las agendas políticas y culturales. Ha sido una prioridad, desafiando el desprestigio que siempre han tenido las cuotas, la llamada discriminación positiva, una locución fea, un oxímoron conceptual, con buenísimos resultados en todas las luchas pro derechos civiles. En menos de un año, ser feminista ha pasado de ser estigma a tendencia. El fenómeno es interesantísimo: pocas veces una palabra que parecía rancia y arrinconada ha revertido su rechazo despertando una repentina simpatía entre los mismos que arrugaban la nariz ante las que consideraban una especie de policías sexuales, avinagradas y sin sentido del humor ni del amor. Hoy, asistimos con asombro a las declaraciones de famosas que se dicen feministas de toda la vida, cuando hace cuatro días escondían el ala: a buen fin no hay mal principio, por decirlo con Shakespeare.
También he observado otro fenómeno paralelo: jóvenes corajudas y sin pelos en la lengua han enarbolado la bandera violeta, sacando sus plumas de colores que tanto venden. Pero no puede entenderse el compromiso con la igualdad desde un liderazgo individualizado que pretende hablar en nombre de todas, que puede dominar la teoría, pero que en la práctica no modifica la mirada. Y menos cuando se cae en trampas tan vetustas como la de penalizar el embarazo. Así lo ha denunciado la actriz Aina Clotet, que fue descartada en una serie de televisión, tras haberle sido confirmado el papel de protagonista, porque su figura iba a cambiar. Y las excusas servidas son las de toda la vida, las que tanto hemos criticado en boca de empresarios improcedentes: dudar del resultado final, alegar complicaciones y aumento de costes, riesgos… además de aludir, en este caso, a unas escenas de sexo aparentemente vetadas para las preñadas, tal y como marca el patrón androcéntrico. En plena onda triun­fante, resulta poco ejemplar que una mujer, embarazada, deba someterse al clásico estereotipo por decisión de otra mujer. Con una mano te doy, con la otra te quito.
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26 de noviembre de 2018
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Hito Steyerl y la "guerra civil" a través de las imágenes

En una película, instalación o ensayo de la alemana Hito Steyerl -la persona más influyente del arte contemporáneo, según la revista inglesa ArtReview-, hay más ideas sugerentes de las que podrían resumirse en una crítica periodística de esas obras; eso se debe en parte a un estilo que replica la forma en que nos relacionamos con internet: siguiendo la pista de múltiples enlaces al mismo tiempo, alternando el texto con la imagen, dejando conexiones por el camino. Lo que queda suelto es importante, pero son más relevantes las iluminaciones de Steyer en su tránsito de, digamos, un análisis de los videojuegos a la condición alienada del trabajador contemporáneo. Arte Duty Free: El arte en la era de la guerra civil planetaria (Caja Negra), su nuevo libro de ensayos, es una muy buena entrada a la obra de quien entiende como pocos la "guerra civil" actual por el control de las imágenes (y a través de ellas).

Quienes han leído a Fontcuberta entenderán el punto de partida de Steyerl: vivimos en el período de la postfotografía y debemos hacer caso a las múltiples formas en que la imagen ha dejado de ser una "interpretación de una condición preexistente" para convertirse en un punto nodal de "energía y materia" que circula a través de soportes de todo tipo "dando forma y afectando a las personas, los paisajes, la política y los sistemas sociales". Por ello, si en Los condenados de la pantalla (2014) Steyerl se preocupó antes por las "imágenes pobres" -aquellas de baja calidad, las que reproducimos viralmente todos los días-, hoy ella investiga los desechos digitales, el spam, las imágenes de las cámaras de vigilancia y las enviadas por bots en campañas políticas.

En el brillante ensayo "¿Internet está muerta?" el concepto fundamental del "circulacionismo" se refiere a la forma en que una imagen adquiere poder no a través de su calidad estética sino gracias a su capacidad de ser "postproducida, lanzada y acelerada". Más que el ojo del fotógrafo importa la capacidad de un algoritmo para capturar nuestra distraída atención o la granja de bots en Bangladesh, capaz de "producir en masa consentimientos corporativos en cintas transportadoras digitales". La crisis política desatada en los Estados Unidos por la forma en que Facebook influyó en el triunfo de Trump es un ejemplo de cómo los "afectos, impulsos y procesos" de la realidad son intervenidos por el circulacionismo.

Para Steyerl la percepción contemporánea se ha vuelto maquínica: el cálculo de probabilidades sustituye el acto de mirar. Ya no estamos en el tiempo del inconsciente óptico de Benjamin; vivimos los días del inconsciente de la "adivinación de imágenes computacionales" (nuestras máquinas nos han instalado en una nueva fase del pensamiento mágico), con un corolario perverso en el ensayo "La autonomía de las imágenes": "si los modelos para la realidad cada vez más consisten en conjuntos de datos ininteligibles para la visión humana, la realidad creada a partir de ellos también podría ser parcialmente ininteligible para los humanos".

¿Hay salida? El concepto del arte "duty free" no solo se refiere a que el arte es hoy  uno de los mejores aliados del modelo neoliberal; también a la posibilidad de que el artista pueda ser relativamente libre para criticar las nuevas tiranías de la imagen. Steyerl no cree en la autonomía del arte: para ella "el enemigo se encuentra dentro del museo". Pero sí piensa -más optimista de lo que sus mismos ensayos dejan entrever- en la capacidad creativa de los artistas para romper el paradójico loop estático en el que nos encontramos y para ayudarnos a entender el nuevo sentido de las imágenes.     

(La Tercera, 25 de noviembre 2018) (fuente de la foto: www.eldia.com)

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25 de noviembre de 2018
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El símbolo de la red

El modelo de la red, tan presente en nuestros días, es muy antiguo. Si observamos la red de los pescadores desde una perspectiva horizontal (cuando se seca al sol en los muelles) la red tiene mucho que ver con un "rizoma": un tejido horizontal e inmanente; pero si observamos la red desde una perspectiva vertical, la red se convierte en un árbol absorbente.

La red sólo es horizontal en tierra, en el agua tiende a la verticalidad oscilante y en lugar de dejarse atrapar, atrapa. No en vano, la red estuvo presente en las luchas de gladiadores, como nos ha informado sobradamente Hollywood en sus películas de romanos.

El modelo de la red es también el que articula el evangelio como misión. El hombre de Nazaret no les habla a sus discípulos de tejer, les habla de pescar almas con la red de sus palabras, que ya en la forma griega con que llegaron a nosotros incluían altas dosis de humanismo greco-latino. No debiera resultar paradójico el hecho de que, en un determinado momento, una ideología con protagonista extranjero fuese aceptada por la cultura romana. Si se trataba de un humanismo, y por lo tanto de una teoría sobre el hombre específico (o el hombre como especie y como conciencia de su espacie), lo mejor era colocar en el centro del madero a cualquiera: a un extranjero.

Julia Kristeva acierta al insistir en uno de sus libros que el cristianismo paulino fue una doctrina de extranjeros, y que fueron los extranjeros los que la difundieron por las inseguras ciudades del Mediterráneo oriental, donde la vida valía bien poco, y aún menos la de un extranjero. Para protegerse, los extranjeros fueron creando una red. Las iglesias juaninas y paulinas fueron en realidad una red, y los viajes de Pablo de Tarso son las navegaciones por una red, nunca por un tapiz. (Dicho sea todo ello desde el agnosticismo, para evitar equívocos, limitándome a referir lo que dicen otros autores agnósticos).

En toda la aldea global, nos desplazamos a través de una red. Cuando los muchachos salen a divertirse los fines de semana, no salen a un tapiz, salen a una red (y por eso practican más el trapecismo), y sin embargo tengo bastante conciencia de que, en mi adolescencia, yo salía a un tapiz, incluso a un tapiz tediosamente reconocible, tediosamente protector y punitivo.

Ahora hay menos protección, ahora hay menos tejido, aquí y en cualquier sitio, por eso ha vuelto a aparecer una vez más en nuestra historia el símbolo de la red, que fundamentalmente sirve para pescar o ser pescado, no debemos olvidarlo.

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25 de noviembre de 2018
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El poema de la tierra

El otoño ha avivado sus colores con las lluvias, pero nosotros andamos medio apagados, a tono con la luz del día, como si nos fuera imposible regular el interruptor interior. Trabajamos y comemos a media luz, en una penumbra que hace languidecer al más optimista, al que se frota las manos para darse fuerzas a sí mismo, diciéndose “¡vamos!” igual que los deportistas. Los pies se nos calan, y advertimos los rigores de la intemperie. La desesperada existencia de aquellos que no pueden entrar en calor porque malviven sin un techo.
Mediterráneos que somos, estamos poco avezados en escuchar el agua repicando sobre el cristal, noche y día, de lunes a domingo. Miramos a través de la ventana con cierta desolación –y hasta casi con terror– cuando las tormentas rasgan el cielo y los nubarrones descargan con furia. Ni tiempo tuvimos de aprender a ser elegantes sosteniendo el paraguas, mimados por nuestro sol dorado e ibérico. Lluvia a intervalos, chirimiris y calabobos, pero no esa repetición torrencial, parecida a una interpretación de Glenn Gould, que resuena durante toda la jornada e impregna la vida de una humedad que nos hace sentir extranjeros en nuestras propias casas.
El ánimo se resiente con la grisura permanente del cielo, y aún más cuando no se está acostumbrado a hacer mermeladas de higos o membrillo con la chimenea chisporroteando de felicidad. Abrimos los ojos y sigue lloviendo, y no pensamos en lo bien alimentada que estará la tierra. Sólo los enamorados bailan bajo la lluvia, y únicamente los niños esperan con anhelo saltar en los charcos. Decía Steinbeck que “uno puede encontrar tantos dolores cuando llueve”, y bien cierto es que la lluvia resulta una invitación a mirarse por dentro y detectar nuestras propias goteras. Además, nos trae el recuerdo de amores fallidos, de seres que se fueron, de par­tidas que perdimos. Reflexionaba mi añorado Vicente Verdú que no es fácil saber qué es peor, si sufrir una gotera del vecino de arriba o producirla al de abajo. “¿Una gotera yo? –escribía en Enseres domésticos (Anagrama)– Cualquiera tiende a apartar de sí ese cargo, pero ¿cómo no pensar precisamente que sin poder controlar nuestros propios enseres podemos controlar a otros de fuera?”. Ahora, gracias a la lluvia que cae, incesante, tan literaria en las novelas y tan prosaica sobre las ciudades, reconocemos las grietas que habíamos ignorado. Agua que nos iguala, nos hace más vulnerables o más melancólicos, nos recoge o nos aísla, nos aletarga y nos apelmaza. Pero, ah, ese instante después de llover, cuando todo parece reluciente, oloroso, puro, y rescatas aquel verso de Whitman: “Soy el poema de la tierra, dijo la voz de la lluvia”.
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21 de noviembre de 2018
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Auto odio

Los franceses respetan a Céline, pero los supremacistas catalanes no pueden ni con Pla
 

Es instructivo observar que el fanatismo tiene como primera víctima al fanático. Todas sus acciones y su vida entera están dominadas por el odio y no se percata de que el primer objeto de su odio es él mismo y lo que cree defender.

Baste un ejemplo. Hay unos patriotas que van dando conferencias por Cataluña y publicando artículos en los que afirman que Santa Teresa era, en realidad, de Banyoles, que el Quijote se escribió primero en catalán o que Colón era mallorquín. Con semejantes majaderías lo único que consiguen es dejar claro como el agua que se avergüenzan de su cultura, de su historia y de Cataluña. Humillados por lo que ellos consideran una cultura inferior frente a la gran cultura hispánica, tratan de adueñarse de lo que codician y de ese modo manifiestan una admiración obsesiva por la cultura española y un gran desprecio por la catalana. Eso es el supremacismo.
Por fortuna son pocos y solo les creen los más faltos de cerebro y quienes comercian con el odio. Hay también, sin embargo, ciertos momentos en que ese desprecio de lo propio alcanza a las más altas instituciones del país.

Así, por ejemplo, uno de los mejores escritores españoles, Josep Pla, no puede en puridad denominarse catalán porque los máximos tribunales literarios del nacionalismo catalán lo repudiaron. El Premi d'Honor de les Lletres Catalanes, el más alto al que puede aspirar un escritor en catalán, le fue denegado una y otra vez hasta su muerte porque no cumplía las bases de la convocatoria. Estas son: defender y difundir la cultura catalana. Alça Manela! Los franceses respetan a Céline, pero los supremacistas catalanes no pueden ni con Pla.

Lo digo porque la Biblioteca Castro acaba de publicar un magnífico volumen de escritos de Pla. Honrémosle.

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20 de noviembre de 2018
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Jicarilla

El uso de determinadas palabras caracteriza a los individuos. La palabra “jicarilla”, como diminutivo de “jícara” y no designando a los indios apaches que hoy viven en Nuevo Méjico, constituye el recuerdo más ilustre y simpático que tengo del jugador de póquer, variante denominada “chiribito", Julio Martínez Escobedo, recientemente fallecido; un sinvergüenza redomado que utilizaba la palabra "jicarilla" en algunas ocasiones, marcando así una gran diferencia, no sólo con el resto de los participantes en la timba, sino con su propia catadura moral y con su aspecto tosco, deplorable, cercano a la imagen de boxeador duramente castigado. Sin duda "jicarilla", término no común, pertenecía al acervo familiar o, mejor, a una minúscula parte del mismo, al particular y muy valorado léxico de algún pariente, probablemente femenino, desaparecido mucho tiempo atrás pero que, de algún modo, marcó la infancia de Julio, quizá impresionándole por su delicadeza.  

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19 de noviembre de 2018
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