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'Dentro' (Malpaso), de Esmeralda Berbel

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La literatura como ansiolítico

De padre inmigrante pakistaní y madre inglesa, el escritor Hanif Kureishi acumuló en su juventud años de calle tratando a estafadores de poca monta y gigolós antes que a editores. Formado tanto en la escuela de Bromley como en el King’s College, emergió gracias a guiones como Mi hermosa lavandería y novelas como El Buda de los suburbios. Hace año y medio, tras una mala caída en Roma, quedó paralizado, atado a una cama y una sonda durante meses. Incapacitado para levantarse y andar, e incluso para sentarse y escribir. Su lucidez, en cambio, sigue intacta, y está volcado en recuperar alguna parte de su cuerpo vencido. Lo entrevisté poco antes de su accidente y su sarcástica frescura hizo mella en mí. De hecho, nada más conectarnos por Zoom exclamó: “¡Pero cuánta gente hay aquí, esto parece una conferencia en lugar de una entrevista!”. Una frase que ahora me acompaña a llá donde voy con mi hoja de preguntas. Hace unos meses se publicaron en inglés sus crónicas, entradas en un blog que, según asegura, le ayudaron a seguir vivo.

Una vez más, la escritura como terapia emerge a la superficie, y me pregunto cómo el acto de juntar palabras atendiendo “solamente a lo que brilla” –según Sara Torres– puede no solo colmar, sino también curar. El escritor Eloy Fernández Porta reconoce que la escritura íntima sobre su ansiedad fue la única manera de confrontarla. “A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, los que no componen música o pintan, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror y pánico inherente a la condición humana”, se plantea el autor de Los brotes negros.

No hace falta volcar demonios sobre la hoja para agarrarse a la vida. La escritura es un gran ansiolítico, pues, mientras estás frente a la línea incipiente, nada malo puede sucederte. Como mucho, abusar de los adjetivos y pecar de lugares comunes. Quizá por eso hoy mucha gente escribe, aunque sea regular, porque el lápiz de la imaginación les ronda. Firmemente instalados en una literatura del yo, nunca habíamos presenciado tal derrame de tragedias familiares y búsquedas personales. La autorreferencia es el sello de un tiempo que ha enaltecido el realismo, eso sí, en historias protagonizadas por uno mismo.

Las de Delphine de Vigan, de Nada se opone a la noche –en la que trata el suicidio de su madre– a Días sin hambre –una crónica personal de la anorexia–, revelan verdades incómodas desvelando el misterio tras la ventana iluminada del edificio de enfrente. Ahora, en Despojos: sobre el matrimonio y la separación (Libros del Asteroide), de Rachel Cusk, o en la brillante La mala costumbre (Seix Barral), de Alana Portero, que cuenta la transición genérica con sangre en la boca, entramos en la alcoba de quienes logran sacar fuera la voz de dentro. Neige Sinno en Triste tigre (Anagrama), ganador del premio Femina, muestra como en una placa radiográfica las heridas que le dejaron las violaciones continuadas de su padrastro. Y lo resume con unos versos de Alejandra Pizarnik: “Recuerdo mi niñez/ cuando yo era una anciana”.

Leo estos días Dentro (Malpaso), de Esmeralda Berbel, donde reflexiona sobre cómo ha aprendido a escribir gracias a llevar diarios desde joven, y siento el pulso tenaz de su mano, la voluntad necesaria para buscar la forma de decirlo, incluso en un día difícil. Berbel se pregunta sobre el lugar del que nace la escritura, ese misterio, y nos contagia su vocación de ser notarios para registrar la ondulación del tiempo, con sus cielos azules, sus hojas caídas, el mar en verano.

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23 de agosto de 2024
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Sepulcros blanqueados (2)

 

“Libia era el país más exitoso de toda África, suministraron agua y convirtieron los desiertos en tierras de cultivo. Todo el mundo tenía una casa, todo el mundo tenía educación y sanidad. Y nosotros lo convertimos en un estado fallido, dirigido por terroristas, con un mercado de esclavos abierto”.

Excesivo sin duda el panegírico de la Libia previa a la caída de Muamar el Gadafí, en boca del controvertido polemista estadounidense Jimmy Dore. Aunque en general se reconoce que (al menos en el arranque de la revolución libia) los recursos económicos derivados del petróleo fueron en gran parte invertidos en educación (obligatoria para ambos sexos), salud y vivienda y que (pese a la explotación económica de la que eran víctimas) la situación de los subsaharianos que trabajaban en el país era relativamente estable.  Y desde luego es absolutamente cierto que la “liberación” y asesinato de Gadafi en 2011, se tradujo en que Libia es simplemente hoy un país devastado, en el cual los inmigrantes negros, pero también los propios ciudadanos libios, sólo tienen la esperanza de escapar de la miseria, el miedo y la insalubridad alcanzando las costas de Italia.

Una precisión, sin embargo. Aunque formalmente se trató de una coalición dirigida por la OTAN, la responsabilidad mayor de la decisión de destruir el país residió quizás en el entonces presidente de Francia Sarkozy. Se ha hablado mucho de las razones personales que tenía el mandatario para deshacerse de su antiguo aliado (Gadafi habría contribuido con donaciones ilegales a la campaña electoral de la que salió presidente, y el hijo de Gadafí recordaba esa deuda), pero quisiera recordar otra razón…de peso:

 El avión de combate francés Rafale construido en Francia por Dasault se hallaba en dura competencia con el llamado Eurofighter y había que mostrar su mayor eficacia. Destruir Libia en cuestión de semanas con ayuda del mismo sería sin duda una buena muestra de tal superioridad. Y efectivamente, las imágenes de los Rafale en el cielo libio encabezaron los telediarios del mundo entero. Hoy desde Egipto a Indonesia, pasando por Qatar, las fuerzas aéreas han escogido Rafale.  Un intelectual francés que se autodenomina filósofo, fue el encargado de otorgar legitimidad a la acción, esgrimiendo cada día en la televisión argumentos morales y enfatizando que el coronel Gadafí era el mal absoluto. Había en el caso de Libia un “deber de injerencia”. El posterior apocalipsis sería sólo un lamentable efecto colateral. Lo esencial es que (entrevista del “filósofo” en Euronews) “hay una batalla política entre los partidarios de la democracia y aquellos que no creen en ella”. Aludiendo a las víctimas de otro conflicto armado, Bernard Henri Levi dijo que “había llorado”. Este moralista tiene la lagrima tan fácil como selectiva.

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22 de agosto de 2024

El escritor Ángel Ganivet (foto) relata el episodio con Agatón Tinoco en una carta de mayo de 1893

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Un nicaragüense en el corazón de las tinieblas

 

Este año cuando se celebra el centenario de la muerte de Joseph Conrad, he recordado a un nicaragüense que también hizo el viaje al corazón de las tinieblas, y sin haber alcanzado nunca ni fama ni gloria regresó del Congo para morir en un hospital de pobres de Amberes.

En El viaje a Nicaragua Rubén Darío cita la historia contada por el escritor andaluz Ángel Ganivet, acerca “de un hombre de Matagalpa que, después de recorrer tórridas Áfricas y Asias lejanas, fue a morir en un hospital belga, y le llamó para confiarle los últimos pensamientos de su vida”.

El episodio lo consigna Ganivet en una carta del 10 de mayo de 1893, dirigida al periodista Francisco Navarro y Ledesma desde Amberes, donde prestaba servicios en el consulado español:

“Otro asunto que me cayó por banda fue una visita a un español, que, procedente del Congo, había ingresado en el Hospital y deseaba antes de morirse hablar con algún semejante que le entendiese. Resultó que el tal individuo no era español, sino nicaragüense, de Matagalpa… la última aventura le ha pasado en el Congo, y después de exprimir allá las últimas gotas de sustancia, ha sido remitido para reposición a la metrópoli comercial de Bélgica, a la que llegó atacado por la fiebre amarilla y convertido en esqueleto de ocre...”

Por esta carta sabemos también que el nicaragüense, antes de llegar al Congo, donde el rey de Bélgica Leopoldo II cometía uno de los genocidios más atroces de la historia, erró por diversos lugares del mundo, incluido Panamá, donde Lesseps había fracasado estrepitosamente en 1889 en la construcción del canal interoceánico; y que, burlado por su mujer, la dejó atrás con tres hijos.

Tres años después, en El idearium español, Ganivet vuelve sobre aquella entrevista, con mayores precisiones. El hospital donde encuentra al nicaragüense es el Stuyvenberg, el mismo donde Vincent Van Gogh había sido internado en 1886, contagiado de sífilis por una prostituta del puerto. Y ahora recuerda el nombre del nicaragüense:

 “…Uno de los empleados del establecimiento me condujo a donde se hallaba el moribundo… «Yo no soy español —me dijo—; pero aquí no me entienden, y al oírme hablar español han creído que era a usted a quien yo deseaba hablar… me llamo Agatón Tinoco. «Entonces —interrumpí yo—, es usted español por tres veces. Voy a sentarme con usted un rato, y vamos a fumarnos un cigarro como buenos amigos. Y mientras tanto, usted me dirá qué es lo que desea.» «Ya nada, señor; no me falta nada para lo poco que me queda que vivir: sólo quería hablar con quien me entendiera, porque hace ya tiempo que no tengo ni con quién hablar”.

«Amigo Tinoco —le dije yo después de escuchar su relación—, es usted el hombre más grande que he conocido…; posee usted un mérito que sólo está al alcance de los hombres verdaderamente grandes: el de haber trabajado en silencio; el de poder abandonar la vida con la satisfacción de no haber recibido el premio que merecían sus trabajos…”

Algo desentona en este cuadro: el que Ganivet convide a compartir un cigarro a un moribundo convertido en un esqueleto ocre, en la sala de contagios de un hospital. Y desentona que despache en una larga parrafada retórica todo lo que supuestamente le dijo al desgraciado, en tono moralizante: “la llamarada de orgullo, de íntimo y santo orgullo, que le alumbrará con luz muy hermosa los últimos momentos de su vida…”. Esa misma noche mi paisano andariego, que sólo quería hablar por última vez con alguien en su propio idioma, expiró.

Y al final de su evocación le oímos decir a Ganivet que “si alguna persona de «buen sentido» hubiera presenciado esta escena”, lo habría tomado a él “por hombre desequilibrado e iluso”, y lo censuraría “por haber expuesto semejantes razones ante un pobre agonizante.”

Agatón Tinoco cumplió un destino oscuro, del que ya no llegaremos a saber mucho más, perdido en algún lugar del Estado Libre del Congo inventado por Leopoldo II para explotar en su beneficio personal caucho, diamantes, marfil, responsable de la muerte de ocho millones de congoleños, y de mutilaciones, torturas y otras vejaciones. ¿Capataz, peón de alguna plantación, acaso grumete del vapor Roi des Belges en el que Conrad remontó el río Congo en 1890? ¿Victimario, simple testigo?

El destino final de Ganivet tampoco fue muy feliz. Enfermo de sífilis, igual que Van Gogh, un mal que lo acercaba fatalmente a la parálisis y a la demencia, y "aburrido, hastiado, malhumorado, melancólico, abrumado, entontecido", como escribió en una carta, se suicidó en 1898 lanzándose desde un barco trasbordador a las aguas del río Dvina en Riga, donde se hallaba como cónsul de España en Letonia.

Tenía entonces 33 años. Agatón Tinoco, al que encontró en el hospital Stuyvenberg de Amberes cuando llegaba desde el corazón de las tinieblas, y volvía a las tinieblas, no sabemos la edad en que murió.

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21 de agosto de 2024
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Las faltas del verano: Canto fúnebre

Han cerrado también los cines Luna, entre Callao y la Corredera Baja, y, como cada vez que cierra un cine en Madrid, me acuerdo de lo que a mí me pasó en su interior. No me refiero a lances extraordinarios, como ligar o ser robado o sufrir un síncope en la butaca, que es algo que yo sí vi en un cine de París mientras proyectaban la película de Oliveira ‘No o la vanagloria de mandar’, nunca estrenada en España: la víctima del síncope murió en el suelo de baldosines coincidiendo con la palabra ‘fin’ en la pantalla.

Me refiero a las cosas que me pasaron por la cabeza, y a través de los ojos, siendo yo espectador en ese cine Luna o en el cine Imperial o en el cine Fantasio o en el cine Velázquez (cito sólo algunas bajas del ‘parte’ de la guerra entre la especulación inmobiliaria y la industria del cine, que no se acaba nunca, como la de Irak, y en la que el segundo bando lleva todas las de perder). En los Luna he visto rarezas que duraron menos en la programación que en mi memoria, como la película de Edgardo Cozarinsky ‘Dans le rouge du couchant’, pero también vi obras de fama y éxito, como el film póstumo de Kubrick ‘Eyes Wide Shut; recuerdo que en la cola nadie pedía la entrada diciendo el título inglés, intraducido aquí e impronunciable, sino con perífrasis: “¿me da dos para la de Kubrick?”, “una para la de Nicole Kidman y Tom Cruise, por favor”. Curiosamente, mi última vez en los Luna tuvo también un fuerte aroma ‘kubrickiano’; la película era ‘La intérprete’, y la vi acompañando a Christiane Kubrick y Jan Harlan, la viuda y el cuñado del director de ‘El resplandor’, que habían venido a Madrid a presentar, entre gentes del cine y admiradores del cineasta como, entre otros, Guillermo del Toro, Agustí Villaronga y yo mismo, el monumental libro de Taschen ‘Los archivos de Stanley Kubrick’. Por la tarde, después de un agradable almuerzo, los hermanos Christiane y Jan quisieron ver, al saber que era en versión original, esa última realización de Sydney Pollack, buen amigo de la familia y actor destacado en ‘Eyes Wide Shut’.

   De lo que no voy a hablar hoy es de la crisis del cine ni de la muerte de la película en su formato y su espacio de proyección tradicionales. Suficientes agoreros y enterradores hay ya. Sólo quiero ponerme sentimental, sin llegar a las lágrimas. Sé que el futuro pasa por el cine en cable, los aparatos caseros de alta definición y mucha plasma, por las películas descargadas o comprimidas en la pantallita del móvil. Yo seguiré yendo a las salas, mientras éstas sigan abiertas. Soy un poco dinosaurio, ya se ve, pero hay quien me gana. Murió en Madrid hace ya tiempo el abogado Jacobo Echeverría-Torres, muy conocido por su compromiso con las causas de la libertad, cuando aquí no la había, y la solidaridad con el Otro, cuando más se necesita. Las necrológicas hablaron de todo ello y no de cine, siendo Jacobo no sólo un gran aficionado sino un admirable promotor; creó con varios amigos entusiastas y con su mujer Paquita Sauquillo la productora ‘Metrojavier’, responsable, entre otros proyectos, de la excelente película de Álvaro del Amo ‘Una preciosa puesta de sol’ (interpretada por Marisa Paredes y Ana Torrent), y Jacobo en solitario coprodujo otra apuesta de riesgo, ‘León y olvido’, de Xavier Bermúdez. En su último año, mientras combatía valerosamente contra el cáncer, Jacobo Echeverría tuvo aún un empeño –o visión- más heroico respecto al séptimo arte: alquilar un cine en el barrio de Salamanca, que encontraba con toda razón muy desabastecido en ese aspecto, y programarlo con las películas que a él y sus socios les gustaban, es decir, las buenas. El cierre de su vida se suma a la pérdida de tantas pantallas donde él aprendió a amar el cine.

 Anteanoche, volviendo a casa, pasé por delante del Peñalver, uno de los cines cerrados que Jacobo Echeverría-Torres tuvo en su lista de candidatos a la resurrección. La imagen de esa sala larga y estrecha donde se estrenó, por ejemplo, ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón‘, es hoy desoladora. Detrás de la verja de hierro se vislumbra una oficina kafkiana, aunque a mí alguna noche me parece ver cerca de donde estaba la taquilla los jirones de un antiguo cartel coloreado  y la sombra del precio que los últimos espectadores tuvieron que pagar por ver la última película allí exhibida, la francesa ‘Romance’. También se lee que los miércoles no festivos era en el Peñalver el día del espectador. ¿Están los días contados para ese espectador?

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18 de agosto de 2024
Pinturas de Joaquín Clausell
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Un más allá portátil con las tumbas abiertas

Tate Blanche, “la gran meldadora” y la primera adúltera de la familia, tan odiada y criticada por su hermana Victoria como admirada y recordada por su sobrina nieta, protagoniza una escena conmovedora hasta la congoja en León de Lidia, la última novela de la poeta, novelista y periodista mexicana Myriam Moscona, publicada por Acantilado. Esta “loca mujer” “guadró siempre a su kreatura (…) en una buteya de kuzina, ande guadravamos al tiempo los enkurtidos, las koles, pipinos i sevoyas, ansi enkashó para siempre a la kreatura que no arribó kon vida, los sielos le ayegaron esta kastigadura”. La pérdida, “el hachazo de la pérdida”, como escribe la autora, en su multitud de significados es el tema central de un libro que se compone a base de recuerdos, pensamientos, imágenes y narraciones, todo escrito con una prosa poderosamente evocadora y con frecuencia poética. Subyace en el texto una suerte de justicia o lógica providencial que traza el hilo que acaba uniendo todos los componentes.

El canto a lo que se ha perdido en muchas ocasiones viene a cargo de una “eterna voz intrusa” que “siempre me pellizca por dentro”, “la voz que habitualmente arroja veneno adentro de mí". Porque a veces la memoria puede ser precisamente eso: veneno. Este parece ser el motivo por el cual Moscona se ha decidido a escuchar esa voz, atender a todo lo que resucita. Nunca está demasiado claro lo que está muerto y lo que está vivo cuando lo actualizamos en nuestro día a día.

Huérfana desde muy joven, la voz narradora reúne un conjunto de recuerdos que la llevan hasta Bulgaria, el país del cual eran originarios sus padres, “la tierra que perdimos para siempre”; y hasta una lengua prácticamente desaparecida: el ladino de los sefardíes. Los hallazgos de la narradora son en su mayoría revelaciones para quien la escucha. La cercanía y el carácter confesional de la narración llegan a quien lee con la misma musicalidad de la transmisión oral con que parece haberla recibido la protagonista. Samuel Beckett afirmaba que la segunda persona revela la existencia de la voz, que tiene sentido porque creamos una realidad para otro.

Hacer presente lo que ya no está supone jugar con el tiempo en un libro en que la infancia, sus descubrimientos, juegos y canciones tienen una presencia destacada. Entre las numerosas e iluminadoras referencias culturales, un verso de la poeta búlgara Ekaterina Yosifova funciona a modo de síntesis y guía: “Los días se deshacen como nubes”. Debemos acostumbrarnos a perderlo todo de la misma manera que perdemos las nubes. Tal vez, la memoria y su capacidad de recuperar lo usurpado sea el único lenitivo posible, desde la serena renuncia a la batalla por retener lo imposible, siendo capaces de seguir el consejo del poeta persa Rumi: “Sé como el árbol que suelta todo lo que ya está muerto”. Dejarlo ir para retomarlo desde una posición nueva en la que aprender a leer “el significado oculto de las cosas” y encajarlo en esa compleja construcción que somos.

Algo parecido debió de perseguir el desahuciado pintor mexicano Joaquín Clausell –otra de las citas en el libro–, que en las paredes del altillo de su casa de la Ciudad de México derramó todas su obsesiones.

Myriam Moscona ha construido –ya lo había hecho también, magistralmente, en su novela anterior, Tela de sevoya, recuperada así mismo por Acantilado– un subyugante itinerario a través de la pérdida constante y la amenaza de la pérdida definitiva. La emoción de vida que provocan sus descubrimientos se hace nuestra al reparar en que la tela del pañal y la de la mortaja es la misma y la cargamos siempre. Felizmente, sí, felizmente, Moscona se eleva para descubrirnos también cómo hacerlo: “Pienso que llevo en forma secreta un más allá portátil con las tumbas abiertas para poder arrullarme y despertar fortalecida”.

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15 de agosto de 2024

Seix Barral, 2006

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Las faltas del verano: Relecturas y originales

 

Como suele pasar con los narradores de argumentos potentes pero muy precisa determinación verbal, las relecturas borgianas en el cine no han sido afortunadas. Adapta dos relatos célebres suyos como Emma Zunz o El hombre de la es quina rosada por directores solventes del cine argentino como Torre Nilsson y, René Mugica, o extrapolado más tarde y libremente su Tema del traidor y del héroe por Bertolucci en La estrategia de la araña, no es posible decir que es tas películas recojan la intensidad alucinatoria y el estado, de gracia heroico de los originales. Mucho más satisfactorias son las obras escritas directamente para el cine por Borges y Bioy Casares.

Lo que sí quedará como una hazaña borgiana es su etapa de crítico cinematográfico en la revista Sur, entre 1931 y 1944. Como comentarista, Borges vio muy temprano que el cine, "con su directa presentación de destinos y su no menos directa de voluntades", podía contribuir al alivio de la moderna desorientación social. Y aún en 1967, en su época de nula frecuentación de los cinematógrafos, decía en una entrevista de The Paris Review: "En este siglo la tradición épica ha sido salvada para el mundo por ningún otro sitio más que Hollywood".

El western emocionaba mucho a Borges, que acusaba a los literatos de "haber descuidado sus deberes épicos", sólo en el siglo XX desempeñados por las cintas del Oeste. Pero, por encima de su apego a los géneros de caballistas y gánsteres, Borges vio en el cine un gesto primordialmente americano. Así, tras hablar de los errores de la cinematografía alemana y soviética, añadía en su primer trabajo de crítica: "De los franceses no hablo; su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parecer norteamericanos, riesgo que les prometo que no corren".

Sus directores favoritos eran los clásicos, y dentro de ellos, Lubitsch, y Sternberg. Pero, fiel a sí mismo, dejó de hablar bien del segundo cuando Sternberg, en la cima de su carrera, se entregó a los delirios barrocos más geniales en torno a Marlene. Cuando, en 1934, el vienés realizó en Hollywood Capricho imperial, Borges llega a calificarle de "devoto de la musa inexorable del bric-á-brac". El conceptista, el recto calvinista, buscaba en el cine la pureza de sus convenciones más elementales, en las que no cabían los alardes del cartón piedra ni el arabesco.

Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco’ sería Bolaño de no haber existido Borges, los muchos Borges. Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparecencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades’. Lo curioso es que las ‘boutades’ de Fogwill son absolutamente ‘borgianas’, siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.

Paso un par de horas deliciosísimas releyendo la obra maestra de Edgardo Cozarinsky ‘Museo del chisme’. Gossip literario de alto nivel, con la refinada gracia de este siempre original escritor (y cineasta). Pero no me es suficiente.

Acabado ese museo descubro otro del mismo autor: una pequeña novela que amplía el campo de lo decible, uno de los fines para mí más nobles y menos frecuentes del arte, que se halla en la gran novela del mismo Cozarinsky El rufián moldavo (Seix Barral), si bien Cozarinsky no explora el fondo abismal de los deseos, sino la memoria arrancada de los judíos centroeuropeos afincados en la Argentina del medio siglo XX.

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11 de agosto de 2024
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A Diogneto

A Diogneto es una de las epístolas más importantes y misteriosas de la apologética cristiana. En ella se compara la misión del que vive plenamente su fe con la del alma en el cuerpo. Dirigida a un pagano llamado Diogneto, se cree que fue escrita en el siglo II, aunque su existencia no se conoció hasta que un estudiante de griego la descubrió al leer el papel con el que el pescadero había envuelto su compra del día. Dada la disparidad de su origen, no sorprende que el manuscrito original se perdiera en un gran incendio durante el bombardeo de la Biblioteca de Estrasburgo en la guerra franco-prusiana de 1870.

Unos 1450 años después de la escritura de la Carta a Diogneto, Blaise Pascal alude a la incertidumbre en sus Pensamientos: “He ahí lo que veo y lo que me confunde. Miro a todas partes y no veo sino oscuridad. La naturaleza no me ofrece nada que no sea materia de duda y de inquietud. Si yo no viera en ella nada que me señalase una divinidad, me determinaría por la negativa; si pudiera ver en todo las huellas de un creador, reposaría en paz en la fe.”

La fe se ha confinado a un ámbito meramente personal. ¿Será cierto eso que dicen sobre el rechazo del cuerpo hacia el alma? Si es así, protégeme de mi corazón malvado, de querer construir un paraíso terrenal, próspero como ningún otro, y de creer que puedo vivir como se hacía antes. Ya no hay combate posible; nos rodea la materia y esta no engendra nada, ni siquiera orden o anhelo. He aprendido que la conciencia, agotada y plena, se refugia en la fe. Se nos dijo que, aunque fuésemos testigos de monstruosidades y en esos momentos nos resultase imposible creer en Dios, por lo menos viviéramos según la norma pascaliana: como si Dios existiera. De ser así, nunca perderíamos el partido ya que, ante la incertidumbre que se recoge en las dimensiones espirituales, tiene sentido adoptar la fe en lugar del escepticismo desde un rumbo miserablemente racional.

Como esa certeza sensible y hegeliana, el primer síntoma de percepción sobre el mapa y el territorio es el momento en el que se produce conocimiento. Entonces, ¿cuándo se sembró la primera duda? Rotos los vínculos, nos entregamos en cuerpo y alma a lo efímero. Deconstruidos y líquidos. Sé que nada es más o menos, pero los de ahora habitamos el mundo de otra manera: nos abalanzamos sobre él. Parece como si ya lo hubiéramos visto todo. Todas y cada una de las ciudades en las que pensamos que algún día podríamos echar raíces se han convertido en parques temáticos. A veces, la vida moderna parece una pulsión demoníaca. Son vidas agitadas, inconmensurables, y desbordan si hace falta. La idea de palpar la felicidad hasta el colapso. Más bien como lo que escribió Juan Marsé en La muchacha de las bragas de oro: “Era de esas personas que cultivan las emociones pasajeras, y de las cuales no sabes si son irresponsables de ser felices o si son felices de ser irresponsables.” Rotos los vínculos, el alma ya no espera nada.

Y usted, ¿cree que ya es tarde para ser irresponsablemente feliz?

 

Texto para Revista Centauros, julio 2024.

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10 de agosto de 2024
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Las faltas del verano: Borges, cinematógrafo

Hace ya muchos años que Borges no iba al cine. "Ahora sólo perduran las formas amarillas / y sólo puedo ver para ver pesadillas", decía en un poema de La rosa profunda, libro aparecido en 1975, en la época en que la ceguera es ya casi total y un tema recurrente de su obra. Pudo ser 1974 el año de la última cinta de Borges, entrevista o soñada, pues de entonces data Los otros, la película francesa con argumento y guion suyo y de Bioy Casares que realizó el argentino Hugo Santiago. De esta película y de la anterior y excelente del mismo equipo, Invasión -a mi juicio la mejor presencia borgiana en el cine-, habló Borges en un coloquio público de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en el verano santanderino, de 1983.

Preguntado en el palacio de la Magdalena por un admirador embobado sobre su contribución al extraordinario libreto cinematográfico de Invasión, Borges contestó, á la manière de Borges: "Yo sólo aporté dos muertes a ese filme". Pese al característico understatement que el argentino amigo de las formas sajonas cultivó toda su vida es difícil imaginar viendo Invasión -con sus conspiradores simétricos, su ciudad deslizante pero reconocible y sus fulgores de epopeya secreta- obra más borgiana; como fieles a su mundo y a su galería de aventureros desdichados son también los dos guiones no realizados, Los orilleros y El paraíso de los creyentes, escritos una vez más en colaboración con Bioy Casares y publicados por vez primera en 1955.

Aunque ya no fuese al cine y sólo retuviera de sus fervores fílmicos de juventud un borroso recuerdo de prestigio y la silueta de alguna star ("La memoria, esa forma del olvido / que retiene el formato, no el sentido,/ que los meros títulos refleja", escribirá el poeta en una muy cinematográfica evocación de la memoria del ciego), Borges nunca alejó de él las sombras de la pantalla. Y el cine, sobre todo ese cine moderno de ruptura que el escritor en permanente busca del orden desdeñaba, jamás se olvidó de Borges. Estaba muy presente en After hours, Jo qué noche!, de Scorsese. Hace pocas semanas lo veíamos en televisión invocado dudosamente por los autores de Performance, y, como señala Edgardo Cozarinsky en su excelente libro Borges y el cine, una larga teoría de autores europeos, desde Rivette a Bertolucci, pasando por Godard, Straub o Carmelo Bene, le han tenido como presencia obsesiva en sus película sin adaptarle estrictamente.

Esta mención nos lleva a otro admirado artista que nos falta desde el último verano, ya que el pasado 2 de junio de este año 2024 murió en su ciudad natal de Buenos Aires el novelista y hombre de cine (estudioso, guionista director), Edgardo Cozarinsky. Le recuerdo hoy, y me recuerdo con él, dentro y fuera del cine.

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7 de agosto de 2024

'Cantos de marineros en La Pampa' de Rodolfo Enrique Fogwill (Mondadori, 1998)

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Las faltas del verano: El peso de Borges

 

Borges murió en 1986, pero su vuelo se sigue viendo por todo el cielo de la literatura. El influjo de su obra en los escritores es tal vez el más universal que ha existido, y también en la tierra que pisan los lectores, muchos de ellos en las antípodas, crece el número de quienes lo descubren o lo releen. Lo que sucede con Borges en la Argentina es de un carácter distinto; allí su peso sobre los escritores cae inexorable, marcando de un modo tan indeleble a tantos de los mejores que uno se pregunta –haciendo un juego de ucronía- cómo habría sido en los últimos sesenta años la ficción escrita en Argentina de no haber nacido en Buenos Aires, a finales del siglo XIX, un hombre llamado Jorge Luis Borges.

Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco’ sería Bolaño de no existir un Borges), yo estoy pensando en algunos ejemplos de ese ‘borgianismo’ instintivo o quizá genético tal y como lo veo en excelentes escritores argentinos que he leído recientemente: Edgardo Cozarinsky, César Aira, Fogwill, Ricardo Piglia, fijándome en los dos últimos, uno por su lamentable desaparición a la edad de 68 años, y en Piglia su estupenda Blanco nocturno (Anagrama), de la que un crítico español ha dicho ocurrentemente en su reseña que es la novela gauchesca que Borges nunca escribió.

El caso de Fogwill tiene otro perfil. Me lo presentaron un viernes de agosto en Montevideo, donde participábamos, junto a otros escritores, en el Festival Eñe, le oí esa misma tarde hablar, compartí el desayuno y sus gruñidos al día siguiente en el buffet del Hotel Columbia, frente al Río de la Plata, y dos semanas después leí su necrológica. Al margen de sus méritos literarios, que son muchos, Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades’. Lo curioso es que las ‘boutades’ de Fogwill son absolutamente ‘borgianas’, siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.

Sin la circunspecta ironía de aquél, Fogwill arremetió a las bravas en ese festival financiado por entidades privadas y públicas de España contra los españoles, uno de los pasatiempos preferidos -tanto en privado como en algunos de sus escritos y declaraciones- por el autor de El Aleph. Y también Fogwill usaba con frecuencia la conocida argucia engañosa de Borges de poner por las nubes a escritores curiosos o secundarios (Cansinos Assens) para vituperar mejor a los verdaderamente importantes como Valle Inclán o García Lorca. Las bromas sobre españoles (o ‘gallegos’) abundan en los textos de Fogwill, y son en su mayoría francamente divertidas, sobre todo leídas en España y por nativos. La escena cómica en la 'pizzería de españoles’ de su relato ‘Muchacha punk’ es memorable, pero yo me quedo con ese apunte del hermoso texto autobiográfico que precede a sus Cantos de marineros en La Pampa, donde, tras decir otras maldades, señala porqué los grandes almacenes londinenses nunca emplearían a españoles. La explicación que da es ‘puro Borges’. Búsquenla y léanla, y así leerán al más grande maestro argentino y a su más “clever” discípulo.

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31 de julio de 2024
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Illuminati y reptilianos

Estamos llegando al primer cuarto del siglo veintiuno, cuando el tren de la ultra modernidad pasa tan raudo que mis ojos, acostumbrados a los resplandores más modestos del siglo veinte que ya ha muerto hace tiempo, apenas alcanzan a vislumbrar el destello de sus ventanas encendidas.

La inteligencia artificial que resuelve teoremas y compone sonetos, robots humanoides, avatares holográficos, drones asesinos, ataques cibernéticos capaces de paralizar el mundo, multimillonarios que se pagan paseos por el espacio ultraterrestre.

Todo estaba, de alguna manera, en las historietas cómicas que devoraba de niño hasta la madrugada, la cabeza cubierta por la sábana y alumbrándome con un foco de mano para que mi madre no advirtiera mi desvelo vicioso: de Titanes Planetarios a Viaje a Mundos Desconocidos, a El Capitán Ciencia, donde abundaban los platillos voladores y los marcianos de color verde y cabeza de medusa, con poderes de convertir en zombis a los ciudadanos de poblaciones enteras, y a la más inocente de las amas de casa en su agente secreto.

 Pero que los dibujos planos de las historietas cómicas pasaran un día a tomar volumen en el mundo de la política, y aquellas fantasías llegaran a encarnar formas de ganar poder, no se me llegó a ocurrir nunca entonces; y aún me cuesta creerlo ahora, cuando las utopías de ayer son distopias hoy. Fantasías con clientela electoral.

Ganan asientos en los parlamentos los buleros, fabricantes de fakenews, los cosplayers, los influencers charlatanes, los fanáticos antivacunas. Toda la amplia y variada gama de conspiracionistas. Establecen como categoría ideológica la fantasía que apela a la ignorancia, y a la duda de los ignorantes, y sus fans y seguidores en las redes sociales se convierten en votantes, capaces de elegirlos.

Abundan los ejemplos, pero usaré solo uno: el de Lilia Lemoine, electa en Argentina diputada por La libertad avanza. La tierra es plana, sostiene. Y la cito textualmente: “¿Por qué los gobiernos del mundo quieren ocultarle a la humanidad que la Tierra es plana y que hay una gran pared de hielo que la circunda?”; por esa razón no hay vuelos comerciales sobre el océano Pacífico. ¿Surgirán, ahora, como contrapeso, los terraesferistas?

Gracias a sus méritos científicos, fue nombrada primera secretaria de la Comisión de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva en la Cámara de Diputados. Pero no sólo afirma que la tierra es plana; tampoco cree que el hombre haya llegado nunca a la luna, otra conspiración en la que, como en tantas otras, están envueltas sectas secretas que pretenden dominar el mundo, y controlarnos. Como los esqueletos malvados contra los que luchaba El Capitán Ciencia.

Para los tiempos en que leía historietas cómicas, también circulaba entre los adultos un folleto con una estrella de David en la portada, Los protocolos de los sabios de Sión. Estaba lejos de llegar a existir la Internet y los bulos había que leerlos en papel, pero este folleto de autor anónimo, que justificaba el genocidio, seguía teniendo adeptos conspiranoicos después del exterminio de los judíos en los campos de concentración. Sólo estoy cruzando recuerdos.

Mis historietas cómicas no llegaban tan lejos. Yo diría que se trataba de extraterrestres bastante más inocentes. En las de hoy, que difunden las redes para miles de adeptos crédulos, las sectas que se disputan el poder mundial están entregadas a una guerra oculta feroz, los Illuminati y los Reptilianos, pero son capaces de aliarse para conseguir sus malvados fines. Barack Obama, por ejemplo, no es mas que un reptil llegado de una lejana galaxia para disfrazarse de humano. Y lo mismo la reina de Inglaterra, que según la teoría Quanon, murió en verdad muchos años antes, ejecutada por sentencia de un tribunal militar que la halló culpable de la muerte de la princesa Diana, y sólo siguió existiendo como avatar generado por ordenadores. Cuánta envidia hubieran sentido los olvidados guionistas de aquellos comics del siglo pasado.

Pero no es un asunto sólo de historietas cómicas. La diputada Lemoine aseguró el año pasado que presentaría una ley que permitiera a los hombres renunciar a la paternidad. O sea, repudiar a un niño no deseado. Si defender que la tierra es plana nos lleva dos mil años atrás, la legitimación de la paternidad no deseada nos devuelve al menos a la edad media.

Los conspiracionistas forman una amplia gama ideológica en la que militan con rabioso entusiasmo homófobos, antifeministas, xenófobos, antinmigrantes, racistas, lo cual da peso y sustancia a la extravagancia de sus fantasías, que hacen palidecer las historietas de mi infancia. Una eficaz amalgama que se convierte en el virus más letal que circula por los entresijos de las redes sociales, toda una cosmovisión patas arriba, según los propios ideólogos conspiranoicos.

Una especie de Protocolos de los sabios de Sión elevado a su enésima potencia, y capaz por lo tanto de sembrar odio racista, división, misoginia, machismo, desprecio a los mujeres y a los homosexuales, en medio de fantasías de tercera clase que, por el momento, se convierten en votos y otorgan poder político.

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29 de julio de 2024
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El Boomeran(g)
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