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En Jerusalén

A pesar del preconcepto inevitable, Jerusalén es una ciudad nueva. La mayor parte de sus edificios no llega al siglo de vida. Están hechos con la misma piedra y con el mismo criterio arquitectónico: son bloques, concebidos más por necesidad -de rápida construcción, de defensa: a nada se parecen más que a bunkers- que por deseo de expresión estética. No debe haber profesión más aburrida, en Israel, que la del arquitecto.

En los últimos años la población joven tendió a huir de la ciudad rumbo a la más moderna Tel Aviv o en cualquier otra dirección. Por eso Jerusalén parece ocupada por la ortodoxia. Hay momentos en que circular por las calles lo pone a uno en trance de filme de ciencia ficción: mire hacia donde mire hay mujeres vestidas de negro, hombres con sombreros y patillas entrelazadas, niños con kipa por encima de un extraño corte de pelo. No se ve otra gente, son todos iguales. Invasion of the Orthodox Jews from Outer Space!

En la madrugada del jueves, después de las celebraciones por el Año Nuevo, Pasqual y yo vagamos por una ciudad vacía. No había nadie en las calles. Era como si hubiesen arrojado la neutrónica... a no ser que uno se metiese en los barrios árabes, claro. Yo creo que Pasqual tenía ganas de ir de juerga, pero la única opción hubiese sido irse a Tel Aviv, y en ese caso hubiésemos vuelto a cualquier hora -y en cualquier condición. Como durante el viaje me había dicho que de adolescente le encantaban los Beastie Boys, se me ocurrió que la ocasión bien valía un tema nuevo en esa vena: algo así como Fight For Your Right to Party in Jerusalem.

Pero en el corazón de esa urbe flamante esta la Ciudad Vieja. Cuatro kilómetros de murallas, puertas que nunca se cierran -salvo la Golden Gate, que quedara tapiada hasta la llegada del Mesías- y en el interior, un laberinto. Tiendas infinitas que lo venden todo, desde Kit Kats a especias sin envasar, desde cámaras de fotos a antigüedades. (En algunas vidrieras he visto apilarse vasijas de metal, polvorientas y un tanto caídas. ¿Cuántos años habrán transcurrido desde la última vez que alguien las acomodó?) Alguna gente pasa empujando carros, los niños juegan y gritan, los vendedores esperan a sus víctimas sentados en la puerta de las tiendas y probando nuevos idiomas para arrancarnos de nuestro empecinado silencio. Pero claro, también existen rincones tranquilos. Uno puede jugar al shes besh -lo que en Occidente solemos llamar backgammon- mientras fuma narguile, o comer un delicioso apfelstrudel en la cafetería del Hospicio Austriaco, un verdadero oasis: rodeado de árboles, consigue el milagro de aislarse de toda la bulla callejera.

Ayer me perdí en la Ciudad Vieja. Visite las Piscinas de Bethesda -así es este viaje para mí: del Ángel de Bethesda en la fuente de New York a la Bethesda original-, donde Jesús realizó uno de sus milagros con un hombre inválido que no conseguía llegar a las aguas milagrosas. (Maravillosa, sugestiva pregunta la que Jesús le realizó antes de curarlo: "¿Realmente quieres estar bien?") Después quise ir a la Iglesia del Santo Sepulcro, pero me extravié en el laberinto. Los pasillos parecían agostarse a cada paso. El olor a muerte que exhalaban las carnicerías me agredía, impidiéndome respirar. Giré como en una noria, hasta que me decidí a salir de mi aislamiento y pregunté por el camino correcto. Había estado dando vueltas delante del sitio buscado una y otra vez, sin darme cuenta de que lo tenía al alcance de la mano.

La puerta para entrar al Santo Sepulcro es estrecha. Como el ojo de una aguja.

¿Realmente quieres estar bien?

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14 de septiembre de 2007
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Todos los mundos el mundo

En la madrugada me puse a hacer zapping en la casa que le prestaron a mi amigo Pasqual, en Ramallah, Palestina. Empecé a pasar canales como tonto. Superé la barrera del centenar y seguí. Pronto llegué a los doscientos. Aunque mi dedo protestaba, no tardé en cruzar la línea de los trescientos y contando: Al Agariya, Al Forat, Al Hidaya, Al Hiwar, Al Mishkat... Es verdad que había algunas repetidoras de material internacional, con series, películas y canales de noticias, pero la inmensa mayoría eran estaciones de origen árabe que barrian todo el espectro del medio. Telenovelas. Informativos. Películas. Infantiles. Canales religiosos y de debates politícos. Surfear entre tantos canales sin entender nada es una rara experiencia. Como haber dormido para despertarse en un universo nuevo, del que nada sabemos.

Claro que sabía que el mundo árabe es precisamente eso, un mundo en sí mismo. Con una historia milenaria, variedad cultural y religiosa y múltiples nacionalidades que ni siquiera lo expresan todo. (Piensen en los sunies y en los chiítas que viven a los codazos en Irak, esa entelequia creada por los occidentales -y también destruida por ellos.) Pero una cosa es saber intelectualmente y otra muy distinta es conocer. Anoche, viendo toda esa gente que hablaba, discutía, actuaba, reía, cocinaba, investigaba, oraba y entretenía, sentí -porque no puedo decir tan sólo qué supe: sentí, además- la intuición de la vastedad de este mundo tan desconocido como mal conocido. La TV fue un modesto aleph, que me permitió ver todo lo que estaba ocurriendo en ese instante en el mundo árabe a la vez que me dejaba en el umbral del conocimiento verdadero.

No pude entender nada de lo que estaban diciendo, pero comprendí algo. Más allá del idioma y de las idiosincracias culturales, esa televisión se parecía mucho a la televisión de cualquier parte. Y las emociones que ponía en pantalla eran todas reconocibles. Alegría. Preocupación. Orgullo. Deseo de vivir. De tanto en tanto deberíamos entrecruzar satélites, para que nuestros televisores mostrasen durante algún tiempo tan sólo los programas de los otros. Después de la bronca inicial, aprenderíamos a reconocernos en las formas del otro. Y entonces dejaríamos de pensarlo como enemigo. 

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14 de septiembre de 2007
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Quién fuera laringólogo…

Nadie puede evitarlo. Aun cuando el paisaje poco tiene que ver con la canción, la trae uno tatuada en la conciencia y alguien adentro no se cansa de entonarla. A veces se maldice porque se trata de un sonsonete inmundo, quizás un comercial de detergente o el tema de una telenovela mexicana —vergüenzas nacionales, la mayor parte—, pero con suerte es una gran canción, de esas que no se dejan ignorar. Que es el caso ahora mismo que trato de escribir sin dejar que su ritmo me gobierne; pero ahí está, danzando en la cabeza, y en lugar de seguir adelante con el texto del blog me miro traduciendo línea a línea, con la docilidad que la obsesión reclama y algunas libertades indispensables.

  Mi garganta te extraña cuando no te veo, me viene un deseo loco de gritar. Mi garganta ya araña pintura y azulejos… de tu cuarto, la cocina, la sala de estar.

Creo que me agarró en mitad del vuelo, debo de haber cambiado de hemisferio bajo las órdenes de un vocerrón profundo, grave y hasta rasposo que sólo podía ser el de Ana Carolina. Según la cuenta del iTunes, la canción de Totonho Villeroy me ha pasado encima la modesta friolera de cuarenta y dos veces, más las que no he contado en el coche y la casa, donde ya hasta los canes se la saben. Cualquier día de estos voy a soñar que soy una de las amígdalas en la garganta de Ana Carolina Sousa.

Vengo de madrugada a perturbar tu sueño, como un can sin dueño me pongo a ladrar. Atravieso la almohada, te volteo por el revés, tu cabeza enloquezco y la hago rodar.

Supongo que el oleaje del Ipanema sugeriría una voz suave y seductora como la de, digamos, Bebel Gilberto, pero es verdad que desde la misma letra —potente, pasional y por supuesto cruel cual beso transilvano— Garganta no permite sutilezas: ha sido hecha y cantada para doler como un orgasmo a media pubertad. Por lo demás, quien canta no es carioca sino minera; dueña de una belleza cuyo timbre de voz sugiere ambigüedades que ella no se molesta en negar, sino al contrario. “Me gustan los hombres y las mujeres, ¿y tú qué es lo que prefieres?”, estalla en una canción más reciente, y su garganta no admite reclamaciones.

Sé que no soy santa, a veces voy de caradura, a veces uso la ternura si te quiero conquistar. Pero no soy beata, me crié en las calles y no cambio mi postura para poderte agradar.

Antes de decidirse a vivir de matar a golpes de garganta, Ana Carolina cursaba la carrera de Letras. Nadie que no haya estado en tal situación imagina la libertad que se respira cuando se deja atrás el pizarrón por ir en busca de más anchas ficciones, y esa es otra razón para quererla. O para ir volando en busca del cd y el dvd donde comparte micrófono con la voz todavía más cavernosa de Seu Jorge. Y allí también resuena Garganta, todavía más implacable y desdeñosa de los puntos medios. “Ven conmigo al extremo”, parece sugerir mientras ordena.

Vine a dar a esta ciudad a fuerza de circunstancias, soy así desde la infancia, crecí fuera del hogar. Aprendí a rebelarme sola, y si ahora muevo la cola luego te voy a dejar.

”Ando tan a flor de piel que cualquier beso de telenovela me hace llorar”, canta Zeca Baleiro en Vapor barato, y uno agradece que sea Ana Carolina quien lo tiene temblando a las tres de la madrugada, quizás el mejor tiempo para hablar de tú a tú con algunos fantasmas. No lo puedo evitar, ni me interesa: esta noche, Ana Carolina y su Garganta debutan en El Boomeran(g).

Vídeos de pie de página:

Ana Carolina: Garganta.

Gal Costa y Zeca Baleiro: Vapor barato.

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14 de septiembre de 2007
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SÍNTOMAS DE RUPTURA

Dos hechos, aislados, nada que ver, sino que son rupturas, momentos donde se adivina el futuro.

1. Lo que ocurrió con Chávez.

Si uno lee bien este cable de la Agencia France Presse, reproducida por el Miami Herald se nota una cosa sencilla, se nota que Hugo Chávez Frías acaba de perder el diez por ciento de su mayoría.

Al renunciar al apoyo de los diputados de «Podemos», anuncia la radicalización de su Revolución. Su comentario «A mí no me da tristeza, me da alegría. ¿Por qué? Porque se van los enmascarados... Qué cosa tan bella la revolución (como) para que vengan fariseos a llenarse la boca con ella» es una manera incómoda de reconocer una ruptura dentro de sus seguidores. La Revolución bolivariana ya no es monolítica.

2. Lo que intenta crear Le Nouvel Observateur.

El viejo semanal, siempre de izquierda, y que asume un papel de referente dentro de la clase intelectual en Francia acaba de poner en línea un nuevo sitio dedicado a los libros bibliobs. Por el momento, está casi vacío pero se nota algo inverosímil, casi revolucionario: en unas páginas, la audiencia tiene la posibilidad de criticar a los críticos. Por el momento es muy poco, no se puede adivinar el futuro de la operación pero, tampoco se puede negar el cambio: la crítica ya no es monolítica.

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13 de septiembre de 2007
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IV. MANAGUA. SUMISIÓN, CALCO, FEALDAD, IMPROVISACIÓN

El nuevo Palacio Presidencial, financiado por el gobierno de Taiwan bajo la administración impúdica de Arnoldo Alemán, con sus columnas dóricas pintadas de vistosos colores y sus vidrios dorados, parece un juguete de Fisher Price. Ahora se halla abandonado porque Daniel Ortega se niega a despachar en él. Ortega también mandó a demoler una fuente musical que el Palacio tenía al frente, construida por el mismo Alemán al centro de la vieja Plaza de la Revolución donde se congregaron los guerrilleros triunfantes con el pueblo para celebrar la caía de Somoza. La fuente agitaba todas las noches sus chorros danzarines al ritmo de las estridencias de una música de burdel.

Sumisión, calco, fealdad, improvisación. Igual que las palmeras, malls transplantados de Miami con todo y food courts y cines Multiplex, y a un tiro de piedra de su bullicio iluminado, la miseria escondida en la oscuridad, que de día se exhibe por las calles en todo su esplendor de niños mendigos, y adultos que venden de todo en las esquinas, aprovechando cada cambio de luz roja de los semáforos, desde calculadoras made in Japan y toallas de playa adornadas con la efigie de Silver Stallone, a animalitos de las selvas de Bosawas, supuesta reserva ecológica de la humanidad, que está siendo despalada sin piedad, tucanes, guacamayas, tigrillos, monos carablanca.

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13 de septiembre de 2007
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El pueblo fantasma

Siguiendo los pasos del personaje sobre el que estoy escribiendo llegué al aeropuerto Ben Gurion, en Tel Aviv, en la madrugada del domingo. La otra vez que vine a Israel fue en plena eclosión de la segunda Intifada (que nunca acabó, dicho sea de paso), en septiembre de 2000. Aquella vez todo estaba en llamas: pasé una inspección para que me dejasen subir al avión de El Al que más bien se pareció a un interrogatorio policial. La gente de seguridad de El Al vació mi maleta y revisó hasta el último elemento, dejándome a mí la tarea de rehacer el equipaje con toda la ropa hecha un bollo. (Yo llevaba encima un libro de Edward Said, The Question of Palestine, en el que no repararon.) Esta vez todo fue fluido y tranquilo, casi como si hubiese emprendido viaje a Zurich. Nadie destripó mi maleta. No hubo interrogatorio alguno.

A la salida del Ben Gurion -estoy hablando de las 4,30 de la madrugada- me llevó a destino una taxista nacida en la Argentina. Como para que no cupiese duda de este amor, llevaba un banderín celeste y blanco con la leyenda "República Argentina" colgada del espejo retrovisor. Contó que había llegado a Israel a los tres años, de la mano de sus padres, que habían vivido bien en Buenos Aires hasta que un día su hermano mayor, por entonces de cuatro años y medio, llegó a casa diciendo que alguien le había gritado "judío sucio". A pesar de la experiencia, el afecto por el lejano país sudamericano no parece haber menguado. En los Mundiales de Fútbol grita en su favor. Cuando puede hacerlo, retorna en plan turístico. La última vez que viajó fue cuando apenas la Argentina salía de la paridad peso-dólar uno a uno, y regreso a Tel Aviv con kilos y más kilos de ropa nueva. En lo que hace a la cuestion palestina, su discurso es el de siempre. "Así no se puede vivir. Ellos nos atacan y nosotros no respondemos, somos débiles". No es bueno discutir con la persona que conduce el auto. Y menos en la madrugada. El resto del viaje transcurre en silencio.

El lunes emprendo viaje a Ramallah con mi amigo el fotógrafo Pasqual Gorriz, a quien conocí durante aquella aventura de hace siete años. Salir a la ruta significa toparse con el muro. O mejor dicho: con los muros. Todo el territorio está cosido por estas cicatrices de metal y cemento, que encierran a los palestinos dentro de sus magros territorios y les impiden el acceso a las rutas por las que circulan los israelíes. En algunos tramos el arte ha hecho su trabajo. Veo una enorme mancha negra y una leyenda en inglés. Make a hole, right here. Haga un agujero aquí mismo. En otros tramos un artista ha reproducido una serie de retratos en primerísimo primer plano, de arabes y judíos que miran a cámara con expresiones divertidas: el humor como resistencia. Las puertas que se abren de tanto en tanto en los muros son de un metal macizo, y contribuyen con la sensación medieval que el asunto transmite se mire por donde se lo mire.

Por la tarde, al regresar, hacemos un alto en Lifta. Si uno sigue viaje por la moderna Begin Boulevard nunca se enterará de la existencia de Lifta, pero Lifta existe -todavía.

Lifta es uno de aquellos poblados árabes que fueron desalojados por los judíos en 1948, el año de la fundación del Estado de Israel. Todo lo que queda hoy en pie son un puñado de casa vacías, en la ladera de una colina que la naturaleza ha reclamado como propia. Veo las ramas de un árbol saliendo por la ventana de una casa, otras se cuelan entre las piedras. La arquitectura árabe sigue siendo inconfundible, en la forma de las construcciones, de sus aperturas. (La forma es amor, leí por ahí hace muy poco.) Y la historia está allí para quien quiera leerla. En el marco de una puerta de entrada veo caracteres del alfabeto árabe, sobre los cuales una mano militar -no puedo errar en la conjetura, aquí todos son soldados- tallo una estrella de seis puntas.

Todavía subsiste una piscina comunal, en el fondo del valle. Allí encontramos a unos colonos judíos con sus niños, disfrutando del fresco. Me asombra la existencia de grandes peces de colores, que nadan a sus anchas en el agua. No sé cómo sobreviven en ese compartimiento estanco, pero sobreviven.

Los únicos habitantes de las casas son las palomas, que se alborotan y disparan a volar apenas Pasqual y yo entramos por los huecos. Las vemos planear sobre el valle, pero es obvio que volverán. Por lo menos mientras Lifta, ese pueblo fantasma, siga existiendo. En cualquier momento se urbanizará la zona, Jerusalén crece a pasos agigantados y lo que aquí se llama Great Jerusalem va expandiendo sus límites cada vez más. Cuando eso ocurra, otro rastro más de la cultura árabe-palestina se habrá perdido en el olvido. Y las palomas deberan elegir otro sitio donde hacer nido.

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13 de septiembre de 2007
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TODOS SOLOS

Nos comunica alguien su enfermedad o su revés económico, lo escuchamos, lo compadecemos, tratamos de reconfortarle y volvemos a nuestros asuntos. ¡Qué solas estamos las personas!

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13 de septiembre de 2007
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Malandros 1, Aventureros 0

El anuncio en el lobby del hotel Windsor Barra es tentador como un secreto a medias: Flamengo vs. Cruzeiro, miércoles por la noche en Maracaná. Se ofrece un recorrido en autobús, especial para aquellos turistas que temen al entorno del estadio. “Una zona muy pobre y peligrosa”, nos previene asimismo el anuncio. Por sólo ciento cuarenta reales —algo más de cincuenta euros u ochocientos pesos mexicanos— uno puede mezclarse con la plebe y volver sano y salvo al hotel. Toda una aventura, pero sin aventura.

Afortunadamente traigo un pequeño Chevrolet rentado, de modo que me lanzo hacia el estadio con la emoción bullendo en cada acelerón. Hay un placer nervioso y terminante tras la idea de entrar en la boca de lobo sin experiencia previa, ni compañía, ni ayuda. Una hora más tarde, ya pasadas las ocho, avanzo lerdamente en torno del estadio, esquivando peatones con playeras de franjas rojinegras y preguntándome dónde dejaré el coche, hasta que un ángel disfrazado de acomodador me ofrece por diez reales un sitio en una esquina. Diez minutos después, un boleto de veinticinco reales me pone en la sección blanca del estadio, que a decir de más de uno es la preferible. No soy fan futbolero, pero sí fetichista y esto es Maracaná. Traduzco: Qué emoción…

La primera impresión es poco menos que ensordecedora. Somos, según informará más tarde la pizarra, algo menos de diecisiete mil espectadores, pero el clamor cundido de batucadas semeja el de una Copa Mundial. ¿Dónde está, pues, el resto de los treinta y cinco millones de torcedores del Flamengo? Seguramente ante el televisor, ya que ahora mismo arranca, en Estados Unidos, un partido amistoso entre México y Brasil. Nada que los locales quieran perderse, de modo que a Maracaná sólo llegan los hinchas duros del Flamengo, más una minoría que está con el Cruzeiro y con muchos trabajos se hace oír.

Perderse de verdad entre la turba no es cosa fácil para un recién llegado a Rio, cuya piel entre blanca y amarilla constata su encerrada extranjería, pero igual vale la pena intentarlo. Hasta que a un policía se le ocurre llamarme la atención en inglés. Stand back, please!, me pide cuando ve que me asomo hacia el túnel. De manera que se jodió la estrategia: no vengo en autobús ni traigo cámara, pero alguien dentro grita que soy turista. Todo lo cual no impide que salte con el gentío cuando Leo Moura anota el primer gol y los presentes gritan, cantan, bailan. Flamengo 1, Cruzeiro 0.

Detrás de mí hay un hombre al lado de su nieto. Mientras aquél no cesa de vociferar, entre desesperado y furioso, cada vez que el Flamengo pierde la pelota, éste mira a la cancha enfurruñado, si bien de pronto grita más que el abuelo, uno y otro soltando porras y caralhos. (Los miro de reojo, sorbiendo la cerveza de marca Itaipava con la cual me propongo integrarme al gentío sin que me encuentren cara de gringo.) Llega el segundo gol en los pies de Rodrigo de Souza y la celebración arranca en serio. Gritos, cantos, aplausos desmedidos: ya es el segundo tiempo, quedan treinta minutos para sacar provecho de esos reales. Hasta que entra el primer gol del equipo de Minas Gerais y el silencio —roto sólo por los tambores de guerra locales— se ensancha en la tribuna.

Obina, llaman todos a Manuel de Brito Filho, que con el tercer gol pone al Flamengo a salvo y devuelve el festín a los presentes (abuelo y nieto saltan, se abrazan y por fin sonríen). Diez minutos más tarde, terminado el partido, recibo el primer gol: la grúa se ha llevado mi carro y el "acomodador" ya desapareció. ¿Quién más, sino un turista con pinta angloparlante, convoca el interés de los malandros y encima los confunde con angelitos? Luego de interrogar a cuatro vendedores y un par de policías, subo a un taxi soltando carajos mexicanos y pido que me lleve a la comisaría.

  —¿Mexicano? —pregunta el delegado, luego de confirmarme que sólo hasta mañana me darán el coche, si es que ellos fueron quienes se lo llevaron, y al instante me informa que el juego con Brasil está empatado a uno.

  —No es mi día —me digo en voz bien baja, y media hora más tarde el taxista confirma mi sospecha: el equipo de México perdió 3 - 1. De vuelta en el hotel, alcanzo a consolarme recordando que tengo a quienes contarle mi estúpida aventura aventurera. Recuerdo entonces al niño furioso que sufría el partido al lado del abuelo y repito con ellos, a la distancia: Porra! Caralho! Puta que pariu!

Vídeo de pie de página:

Chico Buarque: Homenagem ao malandro.

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13 de septiembre de 2007
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LA RENTRÉE LITTÉRAIRE

Ya estamos en «la rentrée littéraire» en Francia. El síntoma del proceso no tiene que ver con las setecientas novelas (sí, son más de setecientas) publicadas en seis semanas sino con la publicación de la primera selección para el premio Goncourt.

Dos apuntes obvios después de leer esta lista:

1. No hay un fenómeno tipo Jonathan Littell que arrasa todo. Este año el mercado es competitivo;

2. Olivier Adam y Amélie Nothomb son claramente favoritos. Sobre todo la segunda, confiable máquina belga nacida en Japón que saca un libro cada año desde 1992. Su producto 2007 es Ni d’Eve ni d’Adam (No viene de Eva y tampoco de Adán), un relato inspirado, por su iniciación sexual, en Japón. Como siempre con ella, el éxito comercial no se demora; ya compite en la listas de mejores ventas con el libro de Yasmina Reza sobre Sarkozy.

En el ámbito iberoamericano, hay traducciones de autores ya establecidos: El nido de la serpiente de Pedro Juan Gutiérrez, Mi hermano el alcalde de Fernando Vallejo, Ursua de William Ospina, La Grande de Juan José Saer. Conociendo el público francés, creo que no vamos hacia un impacto comercial fuerte de un autor latino.

Dos libros en francés van a competir con el mismo propósito: revelar la verdadera cara del Che Guevara: La face caché du Che (el rostro tapado del Che) de Jacobo Machover, y Le vrai visage du Che (el verdadero rostro del Che) de Jorge Masetti y Canek Sánchez Guevara. Al añadir Les routes du Che (las carreteras del Che) de Patrick Bard, vemos hasta qué punto el argentino-cubano sigue siendo inmortal.

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12 de septiembre de 2007
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Você gosta do Hong Kong?

No es difícil prendarse del Brasil, menos aún de Río de Janeiro. Ahora, mientras cruzo el ecuador despavoridamente hacia la vida real que tanto he desdeñado, alimento en silencio la comezón de atisbar el reloj, restar una vez más las horas que aún faltan y preguntarme si mañana habrá sol, pues muy pocos paisajes hay tan poco terapéuticos como el del cielo encapotado sobre Copacabana. Enciendo el aparato y voy directo a la canción de Adriana Calcanhoto: Cariocas são bonitos, cariocas são bacanas, cariocas são sacanas, cariocas são dourados, cariocas são modernos, cariocas são espertos, cariocas são diretos, cariocas não gostan de dias nublados...

Recuerdo a los cariocas taciturnos —nueve meses atrás, en los primeros días de 2007— bajo esas nubes grises tercas en desafiar a su cool proverbial. ¿Quién podía seguir siendo bacana y sacana —esto es, chévere y pícaro— bajo esos nubarrones totalitarios? Cuando uno llega a Río de Janeiro con la cabeza plena de fantasmas, nada hay como la carretera amarilla para desintegrarlos: esa franja pintada sobre el mar, de la playa hasta el sol, cuyo resplandor es implacable remedio contra el estrés urbano que en Río apenas se conoce. No fue sino hasta el seis de enero cuando, ya noche, brilló el sol, durante un concierto de Chico Buarque en el Canecão que me sacó las lágrimas encima de una de esas sonrisas indelebles que no quieren tener principio ni final.

Hay una mutación intempestiva entre el tiempo de Río y el del resto del mundo. Pobre de aquél que llega cargando con su histeria y pretende volcarla sobre los cariocas, cuya naturaleza es impermeable a tempestades neuróticas por razones tan obvias como la escandalosa belleza circundante, y de hecho imperante, como si los locales resintieran el compromiso de hacer personalmente juego con el paisaje. ¿Quién, que no se deteste a sí mismo con enjundia de citadino sufridor, querría quedarse fuera de tal ficción? Tal vez a eso he venido, a veces uno sólo hace las cosas para saber por qué deseaba hacerlas.

No basta con hacer que la ficción se asemeje a la realidad; es preciso, antes de eso, que la realidad burda se vista de ficción. Que la vida parezca más grande que la vida y lo que era improbable se mire inminente, aunque luego paguemos con sangre la factura. Y es justo lo que ahora trato de evitar, por la cómoda vía del crédito infinito. A fin de cuentas es uno mexicano, y como tal se obliga a creer de forma ilimitada en el mañana como el hada que todo lo resolverá. “Ya veremos”, decimos, y así el rollo se arregla hasta nuevo aviso. Total, si nada sale siempre queda la posibilidad de huir graciosamente de la escena con otro subterfugio similar. En términos globalizados, decide uno irse por cigarros a Hong Kong.

“Ahí te dejo con el piso limpio, con la mesa puesta, con la cama hecha y ese tu jarrón… qué aburrida vida, me voy a Hong Kong”, sentencia la canción de Jaime López, con la complicidad del legendario Piporro, y sus ecos me siguen avión abajo, ya en la fila que desemboca en la caseta del oficial de migración, a quien no se le ocurre preguntarme si por casualidad vengo huyendo de algo, de alguien o del espejo. Han dado ya las nueve de la noche en el aeropuerto Antonio Carlos Jobim y afuera Río late con ofertas de olvido terapéutico que nadie en sus cabales rehusaría.

Ahora bien, nadie puede saber cuándo precisamente se halla en sus cabales y a partir de qué instante se apartará de ahí. Esa tendría que ser la rendija por la que astutamente se cuelan las ficciones, igual que el polizonte aborda el barco rumbo a Hong Kong. Lástima que en Hong Kong no haya Ipanema.

Vídeos de pie de página:

Adriana Calcanhoto: Cariocas.

Jaime López con Eulalio González, el Piporro: Por cigarros a Hong Kong.

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12 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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