Vicente Verdú
Niños secuestrados o desaparecidos, niños abandonados o adoptados, programas con niños en la radio y en la tele para hablar de fútbol, de amor o de política, niños que reciben dinero al nacer, niños en los presupuestos para hacerlos bilingües, niños en catástrofes, bombardeos, promociones, modelos de moda y publicidad, niños en el tráfico de personas, en la pornografía de la red o en el constante escándalo de la pederastia universal. La omnipresencia del niño en los periódicos significa desarrollo económico y civilización.
Desde los tiempos dickensianos en que el niño se exponía a duros castigos físicos como los esclavos o los animales se pasa al niño norteamericano donde su figura alcanza el carácter de semidivinidad.
Los países pueden ser identificados en su desarrollo económico de acuerdo al índice de presencia infantil en las leyes, las conversaciones y los media. No alcanzarían esta presencia si no despertaran interés y se encuentran cada vez más presentes como la fuente sentimental de la noticia, el seguro recurso en la crueldad, la base del escándalo o el amarillismo.
Ningún caso de sensacionalismo habría durado tanto como el de Madeleine o el Alcasser si los protagonistas no fueran niños. Y así en casi todos los demás supuestos. El único tabú sexual que falta por romper es el incesto pero los niños componen la linde sexual de lo intocable y, como el tabú, representan a la vez lo prohibido y lo sagrado. El sujeto donde se cruza hoy la sensibilidad moral con la amoralidad. El sentimentalismo con la morbosidad.
El niño mira a la sociedad tanto como la sociedad mira a este niño que, como por un sortilegio, simboliza hoy ya tanto la extrema sabiduría del cielo como el objeto de consumo más caro y superior.