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En los zuecos de los suecos

Por 1 de octubre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Octubre debería ser el mes más temido para los escritores prestigiables, pues inminentemente alguno entre ellos será canonizado en vida por la Academia Sueca, y en adelante todo lo que diga cargará con un aura sacramental que muy difícilmente le permitirá confundirse de nuevo entre los mortales, condición esencial para quien vive de contar historias. Uno, claro, se alegra y felicita de que el dueño del nuevo premio Nobel se cuente entre sus favoritos personales, pero hay en ello sentimientos encontrados. He visto a estas alturas a tantos incondicionales de la fama jactarse de estrechar la mano de un Nobel que ya no sé si es premio o maldición. ¿Qué ha ganado la obra de no pocos laureados olvidables que no tuviera ya la de un excluido como Borges? ¿Cuántos de los premiados no volvieron a publicar un solo escrito interesante? ¿Es el Nobel un premio al riesgo literario o una medalla de buena conducta?

Año con año suena entre los probables candidatos el nombre de Mario Vargas Llosa, y es tan obvio que cada nuevo veredicto adverso habla pestes de los que se lo escamotean. Aunque en el fondo habemos quienes preferimos que aquella maldición le toque a alguna vaca sagrada y no a un narrador tan activo y poderoso, pues tememos que tanta distracción mediática le quite al novelista tiempo precioso para hacer lo suyo, que es por tanto lo nuestro. Un temor egoísta y hasta díscolo, sólo justificable por el placer puntual de ser lector voraz de su trabajo, antes que hincha de su mero nombre. Ahora bien, si de buena conducta se tratara —pienso en honestidad intelectual, antes que en mera corrección política—, Vargas Llosa ha hecho gala de una decencia desconocida por numerosos colegas, habituados a tomar posición haciéndose los suecos ante otras reflexiones que aquellas conducentes al estricto cuidado de su imagen. Por lo demás, recuerdo que me carcomió una envidia insalvable cuando leí su desafío a hallar un solo insulto en la totalidad de sus escritos.

¿Qué acabo de escribir? Temo que una burrada. Puesto que existe un trecho insalvable entre decencia y buena conducta, mismo que no quisiera uno ver a sus narradores más queridos atravesar, especialmente cuando —y éste es el caso— sus trabajos levantan ámpula entre quienes reparten bendiciones y asignan o retiran autoridad moral a los mortales. Ya en los primeros años escolares las medallas por buena conducta solían obtenerlas quienes sabían administrar la hipocresía. Luego se los veía ante el pizarrón, anotando los nombres de los mal portados no sin cierta satisfacción rastrera y revanchista. Nadie que haya leído con siquiera la mínima atención a Mario Vargas Llosa podrá decir que escribe para ser aprobado, aunque tampoco lo haga para ganarse el sambenito soso de reprobable a ultranza.

Ignoro qué suceda dentro de la cabeza de un mortal cualquiera después de un año de ser Premio Nobel, pero la sola precisión de las mayúsculas me resulta antipática e incómoda. ¡Cuántos insultos secos no tendrá que callarse el premiado luego de soportar la soledad a la que le condenan las genuflexiones irreflexivas de tantos reverentes instantáneos! “Llámeme Mario”, suplica el autor de La guerra del fin del mundo a quienes se le acercan a pedirle una firma y lo apodan señor, don o maestro; aunque luego haya algunos reverentes reacios a cumplirle ese favor, destinado no tanto a hacer más honda la confianza, como menos atroz esa distancia hueca que a ningún verdadero narrador le conviene.

¿Qué tendría pensar quien es galardonado por la Academia Sueca? Lo saludable sería recordar que se recibe apenas un invento más del hombre que inventó la dinamita. De lo contrario, se corre el riesgo de que tantos honores dinamiten a la persona real que se agazapa tras el personaje público. Un riesgo que quizá no corra Vargas Llosa, habituado a jamás devolver los insultos o ceñirse coronas de cartón, pero igual uno sigue con estos sentimientos encontrados. Celebraré por tanto con el mismo alborozo si este octubre le otorgan el Nobel como si se lo niegan. En lo que a mí, lector, respecta, es desde siempre suyo, con o sin suecos.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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