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Equinoccio

La primavera coincide con las elecciones generales, así que el ministrable también está muy agitado

 

La primavera ha venido y nadie sabe cómo ha sido porque es que comenzó en febrero. Ya están despendoladas las oropéndolas de Trapiello en su nuevo diario, Diligencias, en el que siempre hay sutiles páginas sobre las estaciones. Él sí entiende estos fenómenos porque pasa media vida haciendo de Cincinato. Pero todos hemos de atender a los rostros del meteoro. Nada hay más importante que saber cómo está el tiempo.

Los que vivimos en ciudades debemos salir arreando hacia el parque más próximo. Aquí, en Madrid, hay un Botánico muy bueno y bien cuidado por expertos. Pero basta cualquier humilde parque para acercarse a mirar (o a dibujar, que es aún mejor) lo que hace la vegetalia. El mío está bastante bien, con su punto de descuido para distinguirlo de los parques europeos. Ahora están las fotinias con unas llamas color púrpura en la cresta como de infierno gótico, andan retrasados los carpes y los tilos, echan ya brotes los liquidámbares, hay nubes de flor blanca animadas por chupadores en los perales. No es que yo sepa de esto, es que por suerte ponen cartelas en algunas plantas. Viva la cartela.

La primavera coincide con las elecciones generales, así que el ministrable también está muy agitado. Los grandes hombres pululan por la Península como abejas sedientas de polen. El polen, claro, somos nosotros. Incluso ha regresado el Cabecilla tras tierna y delicada entrega a la infancia. Pero aún está inmaduro.

No solo los grandes, también los pequeños se alteran en primavera. Tomé un taxi y en cuanto me senté salió disparado zigzagueando entre patines, ciclos y colegas. En cada semáforo cambiaba de carril hasta llegar al punto más corto. Entonces se volvía eufórico hacia mí y gritaba alzando una mano triunfal: "¡Polposichon!". Homérico.

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26 de marzo de 2019
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Época Patria

 

Dijo que me veía igual que cuando llegué a Jaca, hará cincuenta años; a lo que otra persona del grupo añadió que no, que cada vez me veía más joven. Sí, claro, respondí, porque me ves más alto, de hecho estoy creciendo, y es normal que se crezca con el paso del tiempo, las plantas así lo hacen y yo quizá sea una planta. Lobo Antunes, al que no conozco personalmente y del que he leído lo que publicaba Babelia traducido por Mario Merlino, me dejó el otro día patidifuso cuando comprobé que sus respuestas a una periodista coincidían con las que yo hubiera dado, o a lo mejor habría que decir que las preguntas de la periodista eran iguales a las que normalmente me formulan. Nada me aportaba la entrevista pero sentí una gran satisfacción ante esta doble coincidencia con Lobo Antunes, un tipo bronco que, por otra parte, y como tercera coincidencia, tenía una biografía aventurera hasta cierto punto parecida a la mía, aunque no sé si Lobo también crece, no lo veo como una planta, más bien es un personaje de aspecto berroqueño, a lo Juan Marsé.

 

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25 de marzo de 2019
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Del lazo al bucle

Nunca me gustaron los lazos, aunque saber atarse los cordones de los zapatos represente un rito de pasaje para pequeños y ancianos. Ni lacitos en la cabeza con los que se repeina a las niñas flor, ni mucho menos en la cintura, presentándolas en forma de regalo a punto de desenvolver. Los lazos, tan fantasiosos como innecesarios, me han producido alipori porque subrayan la condición relamida de adorno. Cuando nuestras antepasadas portaban con pesadumbre miriñaques y corsés, se las llenaba de lazos en el cuello y las enaguas por si alguien no se había enterado de que no eran más que un objeto decorativo. De terciopelo o de seda, ya las damas de la corte de Luis XVI los reemplazaron por broches, que expresaban su grado de influencia.
El lazo surge de una banda que se anuda juntando dos extremos y creando dos óvalos, y si bien altera la forma original no tiene por qué unir cabos, igual que una declaración de amor a uno mismo. Tras la irrupción del sida, el símbolo del lazo rojo se extendió como proclama visible para crear conciencia y desengrasar tabúes; desde entonces, sus circunstancias y colores han ido mutando para adscribirse a cada causa. Pero hay lazos con vocación de bucle que cronifican su naturaleza de enredo y nos condenan a la repetición. Habría que preguntarse qué valor tienen tanto la defensa como el repudio de los lazos amarillos. Por qué los líderes políticos, en lugar de actuar contra el florecimiento de las casas de apuestas que captan a los jóvenes, el aumento del consumo de opiáceos, las manadas cobardes y abyectas que ahora violan en grupo o las listas de espera tercermundistas, enquistan el conflicto de los lazos, empeñados unos en ponerlos y otros en quitarlos, evidenciando que nosotros somos los otros para los demás, y que incluso podemos llegar a serlo de nosotros mismos.
Vivimos una actualidad de cartón piedra que entierra los verdaderos problemas que padecen las personas reales, cada vez más exhaustas ante los lazos amarillos, el Brexit que llega y no llega, convirtiendo a los británicos en europeos de postín, o la crisis venezolana, con Guaidó reconocido por medio mundo, mientras la otra mitad ayuda a Maduro, bien instalado en el trono bolivariano, a mantener el bastón de mando. Subyace una pusilánime filosofía de fondo: dejar que los asuntos se resuelvan por sí mismos, permitir que entren en bucle para que la provisionalidad se convierta en tendencia. No se cortan las hemorragias, todo lo contrario: se dejan abiertas heridas que vacían de sentido la resolución y la responsabilidad. La política se ralentiza, se atasca, entra en loop, y vamos envejeciendo con la sensación de una partida infinita, saliendo y regresando a la misma casilla, porque toda negociación parece siempre infértil al haberse fulminado el fair play de la escena, ahora encabronada en un bucle amarillo casi negro.
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25 de marzo de 2019
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Valeria Luiselli: retrato de familia con niños extraviados al fondo

Una de las mejores novelas latinoamericanas en lo que va del siglo es Los ingrávidos (2011), de la mexicana Valeria Luiselli (1983). Esta novela realista y fantástica a la vez –con el subte de Nueva York como punto de pasaje entre dos mundos–, que en su estructura circular y metaliteraria comenta sobre su propia creación y ataca las formas narrativas convencionales, funciona también como un gran relato sobre la familia contemporánea. Sin perder ninguna de esas cualidades y añadiéndole a su espíritu juguetón una gran dosis de relevancia política, Luiselli acaba de publicar Lost Children Archive, una novela ambiciosa con el telón de fondo de la crisis de los niños inmigrantes en la frontera entre México y los Estados Unidos. Está escrita en inglés, lo cual no es un detalle menor, pues profundiza el debate sobre la literatura latinoamericana escrita en otros idiomas, a la vez que consolida a Luiselli como una de las escritoras latinas más interesantes de la literatura norteamericana.

Lost Children Archive parte de una premisa: la novela como género no está preparada para narrar las nuevas formas de experimentar el tiempo y el espacio, el hecho de que el presente se ha vuelto “abrumador” y el futuro “inimaginable”. Luiselli asume esa limitación como punto de partida, y entrega un texto a base de fragmentos y digresiones que replican formas de lectura más afines a nuestro presente. Tampoco hay en ella un deseo de que nos abandonemos a una trama, de que nos perdamos en la verosimilitud del mundo creado; el artificio se revela constantemente, a través de los archivos que explicitan los ingredientes usados para escribir la novela (El señor de las moscas, Pound, La cruzada de los niños, etc). A estas alturas todo esto es parte del arsenal posmoderno; lo que cambia es la valencia, el objetivo con que se usa ese arsenal, pues si otros autores usaron estos trucos para criticar la posibilidad misma de representar el presente a través de la novela realista, lo que quiere Luiselli es buscar otra forma de documentar ese presente. Los juegos textuales no serían entonces muestras de una imposibilidad sino diversas formas con las que una sensibilidad contemporánea se enfrenta a una crisis moral. 

Lost Children Archive, narrada por una mujer que trabaja en un proyecto para documentar los sonidos de Nueva York, es la historia de la construcción y disolución de una pareja y una familia, de cómo cuando vives con alguien “y estás segura de que no hay ningún pliegue que no hayas explorado del otro, aun así, un día, este puede convertirse de pronto en un extraño”. Luiselli sabe captar los gestos del desamor, la “ausencia futura” de los seres que amamos. Su prosa se mueve en registros amplios, va desde la frase inteligente que condensa una situación hasta la que captura la riqueza sensorial de un espacio, como cuando describe “un motel con una piscina en la forma de una guitarra. Un motel en el que vez de una Biblia en el velador hay un cancionero de Elvis Presley. Un motel con Elvis Presley en todas partes, desde las toallas de mano en las habitaciones hasta el salero y el pimentero en el área del desayuno”.

Luiselli cuenta a el enamoramiento de la narradora con un hombre al que conoce en ese proyecto, la vida en común –él tiene un hijo de diez, ella una de cinco–, el paulatino extrañamiento de la pareja, y el deseo de él de partir rumbo al suroeste de los Estados Unidos a hacer un “inventario de ecos” de los sonidos que algún día poblaron la historia legendaria del apache Gerónimo, y el de ella de embarcarse en el viaje con sus propios planes, su intención de ayudar a una amiga con dos hijas perdidas en la frontera y documentar la crisis migratoria. Si bien hay un mapa narrativo con un destino final, no es casual que los viajeros decidan no usar un GPS para orientarse: así están más abiertos al extravío, a la ruptura con un viaje directo.

La narradora prefiere la acumulación temática y formal de incidentes antes que el avance de la trama a partir de una sucesión de incidentes, y dinamita aquellos momentos tradicionalmente novelescos que podrían haber aportado suspense a la historia (por ejemplo, el encuentro con un guapo desconocido en un bar). Luiselli va cargando pacientemente de peso simbólico el viaje. Así, Lost Children Archive se transforma un road trip original, en el que la inteligencia y la sensibilidad de la narradora alternan con el retrato brillante de dos niños traviesos y perceptivos en la parte trasera del auto, y con la mirada distanciada de un hombre hosco camino a la Apachería. En medio de la crisis doméstica asoma como un espectro la historia de los “niños perdidos” –los hijos llaman así a los niños refugiados– en la frontera y el cuestionamiento acerca de cómo contar esta historia.

A la mitad Luiselli decide literalizar la metáfora de los “niños perdidos”: la narradora descubre que quienes verdaderamente deben contar esta historia son los niños, y le cede el control del relato al mayor. Es un gesto arriesgado, pues nos saca de cuajo del mundo en que nos habíamos asentado, pero va en consonancia con la poética de Lost Children Archive: el niño procede a contar una historia fantasmagórica acerca de su conversión –y la de su hermana– en “niños perdidos”. De pronto estamos en otra novela, menos realista, más fantástica (menos road trip, más Schwob): a ratos todo indica que lo que está contando ocurrió de verdad; otros, sobre todo el tono tan adulto de la voz del niño, permiten pensar que este es un artificio más, literatura que se muerde la cola (hay otros artificios, entre ellos “Elegies for Lost Children,” el relato de una autora italiana que aparece dentro de la novela). Esta sección se alarga un poco, pero las veinte páginas finales, una sola e intensa frase, se encuentran entre las mejores de Lost Children Archive: “…los cuatro niños perdidos saben que están todavía vivos, aunque caminan entre los ecos de otros niños pasados y futuros, que se hincaron, se echaron, se enroscaron en posición fetal, cayeron, se perdieron, no sabían si estaban vivos o muertos en ese desierto vasto y hambriento donde solo los cuatro caminan ahora en silencio, sabiendo que también podrían perderse pronto…”

Si algún momento la literatura posmoderna sirvió para mostrar orgullosamente un espíritu que se regodeaba en el pastiche y el distanciamiento irónico, con Luiselli esos juegos metatextuales sirven más bien para apuntalar el propósito serio de la autora, la lucidez de su crítica a un país que, al separar a los seres humanos en la falsa dicotomía “legal” y “extraño”, ha perdido su brújula moral.  

 

(La Tercera, 17 de marzo 2019)

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20 de marzo de 2019
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El largo bostezo

Ella tiene 76 años y aún quiere bailar. Le salió pretendiente, y lo primero que pensó fue en los boleros que podrían arrancarse juntos. Estaba algo acomplejada porque tiene dos años menos que él y se creía demasiado vieja. La coquetería es uno de los mayores logros de la autopercepción, tanto en mujeres como en hombres. “Parece más viejo que yo”, me dijo mi amiga tras preguntarle sobre el primer encuentro, aún con el agradable sabor de la novedad que al cabo de una semana se había gastado del todo. “Me aburre”, me confesó entonces. Porque aquel hombre apenas guerreaba con curiosidad o conversación, y no tenía piernas para bailar ni ojos para guiñar. Sólo quería que alguien le preparara la cena cada noche con el telediario encendido.
El tedio consiste en una de las anomalías más graves que nos inhiben y marchitan nuestros días. A menudo lo producimos nosotros mismos, y por ello buscamos estímulos que lo neutralicen. Pero al interés hay que amaestrarlo, igual que al espíritu hay que regarlo de endorfinas. El psicoanálisis sostuvo que el aburrimiento se debía a un deseo inconsciente incumplido. Sartre –mucho más olvidado hoy que su pareja, Simone de Beauvoir– lo entendió como una ­paradójica crisis filosófica: “Surge donde hay demasiado y, al mismo tiempo, no hay suficiente”; y para Schopenhauer, reflejaba el vacío profundo de nuestra existencia. Lo opuesto es lo excitante, algo que nos gustaría colonizar permanentemente. Pero, tras una jornada expuestos a incesantes tareas, ruidos urbanos, gestiones, compras y niños, ansiamos esa llanura insípida que representa la hora ociosa. Y, así, todos somos responsables de nuestra apatía.
Un paréntesis de atención, la distorsión entre el ideal perseguido y lo que la vida nos ofrece, la falta de motivación e incluso el silencio o la calma, todo esto produce para algunos una sensación definida como cansancio del ánimo. Uno de nuestros más lúcidos intelectuales, el filósofo Javier Gomá, habla de “la enfermedad del aburrimiento” como de una de las pandemias del siglo XXI, y la conecta con la política, tan ­alejada hoy de la ciudadanía. Y aún va un paso más allá, para salir de las ca­sillas marcadas: “Nos inventamos la ­polarización, las pasiones políticas, la crispación”.
Cabría preguntarse qué nos pasa cuando dejamos de imaginar, un verbo capaz de plantarle cara a una de las averías de este siglo que contribuyen al aumento de las adicciones y de la depresión. Pero el nuevo aburrimiento tiene además otro componente: el déficit de relaciones humanas en una época en la que ya no nos olemos ni tocamos y sólo nos vemos a través de la pantalla, cada vez más huérfanos de piel.
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20 de marzo de 2019
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La visita

Cincuenta mil separatistas volverán a sus pueblos sin poder hinchar el pecho y consternados porque Madrid y el Estado opresor les ha tratado como ciudadanos
 

El sábado día 16 invitamos a 50.000 separatistas (según EL PAÍS) a que pasearan por Madrid. Digo que los invitamos porque, frente a lo que suelen decir, somos los españoles quienes los financiamos. Nosotros pagamos su Gobierno reaccionario, sus embajadas de pega, sus mercenarios de la televisión separatista, y así sucesivamente. Nuestros impuestos, gracias a la sumisión de los presidentes españoles, son los que los han convertido en una fuerza política adinerada, con sus altísimos sueldos, su administración familiar y sus falanges de choque. Todo pagado por las hienas españolas, como dice Torra.

Yo me alegro. He aquí 50.000 separatistas, casi todos venidos del agro, a los que un autobús, un bocadillo, unos trenes y un día precioso han permitido constatar cómo es una ciudad civilizada, europea, educada y con dirigentes no del todo chiflados. Vagaron por Recoletos, por el paseo del Prado, por Cibeles, zonas urbanas de impecable figura. Y no les tosió ni un energúmeno atragantado con una patria. Constataron, por tanto, que el Estado opresor, como lo llaman, no se parece al suyo, ni en su estado actual, ni en el que preparan con una Constitución catalana que da pavor leer. Aquí nadie los amenazó, nadie pintó dianas de muerte en la puerta de sus padres, nadie los insultó como los empleados de TV3 insultan a los españoles, nadie les lanzó excrementos, nadie les dijo que eran inferiores, de una raza desestructurada, africanos y alpargateros. Muy al contrario, ni siquiera fueron necesarios los municipales. De modo que 50.000 separatistas volverán a sus pueblos sin poder hinchar el pecho y consternados porque Madrid y el Estado opresor los ha tratado como ciudadanos. Y les ha pagado el gasto.

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19 de marzo de 2019
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Una religión para los freelance

 

El Congreso de Periodismo Digital de Huesca cumplió 20 años, y me invitaron a dar una charla sobre viajes, periodismo y freelance. Fue la ocasión ideal para hacer la primera presentación en Europa de la Religión Portátil.  

Después de Huesca, la religión de los freelance será presentada en otras ciudades de España. Además, tendrá dos actividades oficiales en Francia. 

Al finalizar mi presentación en Huesca bajé del escenario, me quité el micro, y bajé unas escaleras del centro de convenciones. Ahí se me acercó un freelance de Aragón. Me dijo que había perdido la fe en el periodismo y en los Medios, y que necesitaba recuperar esa creencia. Me lo dijo afligido. La crisis del periodismo, de los medios y de los freelance, parece estar recién comenzando. 

 

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18 de marzo de 2019
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El poder y la muerte

Abdelaziz Bouteflika, el actual presidente de Argelia, viene de un pasado de lucha que ahora parece tan remoto, sobre todo a los jóvenes. Se alistó a los 17 años de edad en la guerra de liberación contra la égida colonial francesa, y tras la independencia conquistada en 1962 entró y salió de la cúpula del poder a lo largo de las décadas. Por fin llegó a la cúspide absoluta en 1999 al ganar las elecciones, para sumar ahora cuatro periodos.

Un total de veinte años en el poder, siempre triunfador por abrumadora mayoría de votos, tan abultada que desde lejos huele a fraude y engaño, en un país que lejos de los tiempos heroicos de la independencia, sufre la carcoma de la corrupción.

Ha envejecido, pero parece que no lo sabe, o no quiere darse cuenta. Ya tiene 82 años, más que suficiente para sentarse a contemplar el pasado de la propia vida. Pero desde su lecho de enfermo en un hospital de Ginebra, ya a las puertas del fin de su cuarto periodo, anunció que se presentaría por quinta vez como candidato.

El asunto es que los jóvenes que llenan las calles en tumultuosas manifestaciones en su contra, como no se veía desde la primavera árabe de 2010, no quieren saber nada de él. Entonces, mandó decir que ya no se presenta, y que llamará a elecciones, pero sin poner un plazo. Es decir, siempre se queda.

Bouteflika sufre de una ancianidad penosa. Tras un derrame cerebral severo, ha quedado sin la posibilidad de darse a entender de voz, y lo que quiere decir debe ser explicado por los médicos que lo custodian; cuando traga la comida el bocado suele desviarse a las vías respiratorias, lo que le causa infecciones severas en los pulmones; sus funciones neurológicas están deterioradas, y debe ser movilizado en una silla de ruedas.

Pero se cree insustituible. Sufre el síndrome del poder para siempre, tan conocido entre nosotros, obcecado en su ambición aunque sea al borde de la tumba, o convertido en su propia fantasma mudo.

Y por mucho que no pueda articular palabra, y se escape de ahogar cada vez que da un bocado, aunque tenga que ser asistido para realizar sus funciones fisiológicas, y que su dormitorio haya sido convertido en un cuarto de hospital, no cede, no se rinde. Prisionero de la enfermedad no la toma en cuenta, y si lo hace sopesa entre la enfermedad, que se queda en ilusión, y el poder, que se torna la realidad. El peor de los delirios.

En su balance, cada vez que abre los ojos rodeado de aparatos, tubos y batas blancas, se impone su amor malsano al poder aunque de verdad ya no lo ejerza, y otros se lo repartan para mandar en su nombre. No se reconoce como paciente geriátrico. El dolor, la incapacidad física, son prescindibles; lo que importa es no salirse de ese cono de luz que nunca va a apagarse aunque en el escenario lo que los reflectores alumbren sea su lecho. Una puesta en escena en la que atrás suena una fanfarria militar.

Y seguramente alguien le sopla al oído: usted es imprescindible, Excelencia, volverá a recuperarse, saldrá de nuevo al balcón para escuchar ese rumor inmenso de las multitudes, ese bramido que es como el del mar. Ese es su verdadero alimento, el único que no se va a las vías respiratorias. Y todo debe ocurrir como en sueños donde no se cuelan los gritos de verdad, los que exigen su marcha.

Pero Bouteflika y sus pares, porque los ejemplos sobran, tampoco conciben la muerte como algo que pueda afectarlos a ellos, en lo personal. La muerte es algo que ocurre a los demás. Un mal ajeno. Algo que le pasa sólo a los enemigos.

Es lo que consigna Oriana Falaci en su célebre entrevista del año 1972 al emperador Haile Selassie, quien entonces ya tenía 80 años. Ella hizo una pregunta final que lo desconcertó: "¿cómo mira a la muerte? Él se mostró extrañado: "¿A qué? ¿A qué?", preguntó a su vez. "A la muerte, Majestad", insistió ella. Y eso desbordó la paciencia del soberano, que ahora sí parecía haber comprendido: "¿La muerte? ¿La muerte? ¿Quién es esta mujer? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere de mí? ¡Fuera, basta!".

Allí, entre las paredes inexpugnables de su palacio de Addis Abeba, la periodista era para él la embajadora de la muerte, o la muerte misma que le recordaba lo indeseado, o lo que no existía del todo, o no debería insistir. Moriría tres años después, pero por supuesto no lo sabía, ni querría saberlo.

El poder para siempre, regalo de los dioses, o de la represión sangrienta y los votos falsificados, es consustancial con la idea de inmortalidad. Y se convierte en una piel que jamás se arruga, recubre el cuerpo del que lo detenta renovándose una y otra vez, como las mudas de las serpientes.

 

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18 de marzo de 2019
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Infarto

Nunca es previsible un infarto, por mucho que utilicemos el término cuando esperamos ansiosos una noticia o aguardamos un desenlace. “Una final de infarto”, dice el locutor jugueteando con el exceso de tensión contenida y la incertidumbre ante el resultado. E incluso utilizamos la adjetivación para glorificar una compra o un paisaje que sobrepasan lo imaginado.
Pero el paro cardiaco carece de poesía. Súbito, veloz, seco, se presenta allí donde no se le aguarda, siempre a deshora, sofocando el pecho y bañando las manos de un sudor helado. Las dos veces que lo he visto de cerca, en personas queridas, no hubo sombra anticipatoria. Recuerdo la conmoción que me produjo el pecho quemado y resucitado, aquel olor a chamusquina en la UVI; también la imagen mental de un corazón necrosado a medias que de repente, tras varios cateterismos, angioplastias y stents, reacciona de nuevo. Me lo enseñó hace años el doctor Valentín Fuster en el Mount Sinai, junto a unos enfermeros indios que contemplaban en el monitor cómo el órgano volvía a bombear con plenitud e iba aumentado el vigor del latido. Fue una experiencia espiritual.
Aprendimos a vivir con y sin freno ahuyentando la idea de la muerte, ese fin inexorable y al mismo tiempo ajeno, en lugar de considerar que forma parte de nuestra condición humana. No queremos intuir su reflejo, aunque los más aprensivos tememos que pretenda alternar con nuestra tos o nuestra fiebre. En España, el infarto produce menos miedo que el cáncer, las enfermedades degenerativas o el ictus, según una encuesta de la farmacéutica AstraZeneca, a pesar de que un tercio de quienes lo sufren fallecen en el acto. ¿De qué sirve tener más o menor temor si solemos vivir de espaldas al propio fin?
Hace unos días murió una compañera, la redactora jefa de S Moda, Mar Moreno, a causa de un infarto agudo de miocardio. Sólo tenía 44 años e, igual que la mayoría de los que nos dedicamos a este oficio, había trajinado con multitud de planillos y sumarios, titulares y destacados, además de remaquetar en páginas sencillas, corregir ferros y esperar el primer ejemplar horneado en la imprenta. Jornadas intensas en busca del mejor contenido para sus lectores, esa vocación que distingue a los convencidos. “La vida cambia en un instante”, escribía la mejor relatora del duelo, ­Joan Didion, aunque para muchos siga siendo la de cada día. Débora Vilaboa, experta odontóloga, me recordaba que los periodistas acostumbramos a tener mala boca y nos cargamos la dentadura con nuestra vida de infarto. Eso era antes, le digo, gente de mal vivir que bebía y fumaba al teclado, porque ahora todos corremos, bebemos zumos detox, hacemos yoga y pensamos que somos capaces de controlar nuestros días mientras el tiempo corre sin contemplaciones.
Ha muerto una periodista de una ­redacción vecina y en la nuestra nos ­hemos quitado el sombrero sintiéndonos parte del mismo todo: criaturas que indagamos sobre el futuro, excepto el nuestro.
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18 de marzo de 2019
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Contrapensamientos

Toda creación es la lucha entre una forma posible y una forma que ya existe.

 

"Imaginar es elegir", decía Jean Giono. Cierto. El problema surge cuando falta imaginación y la elección ya no es posible. La carencia de imaginación podría convertir la vida en una prisión agobiante, o en un laberinto sin salida.

 

"No me disfraces la muerte", decía un personaje de Homero. Buena propuesta. Ahora todo aparece disfrazado: la vida, la muerte, la corrupción, la avaricia, la insidia, el amor, el odio. Solo la banalidad aparece desenmascarada. Es la gran madame de nuestro carnaval.

 

"¡Ser siempre la misma!", clamaba Isabel I de Inglaterra. Eso solo lo puede decir un alma muerta. ¡Qué atrocidad, negar la mutabilidad incesante del ser!

 

"Belleza, razón, bien decir, es el mejor camino del hombre", decía Homero. Ahora hemos invertido los términos: "Fealdad, sinrazón, maldecir" es el lema de la nave de los locos en la que vamos todos.

 

"Solo instantes soporta el hombre el peso de la plenitud", decía Hölderlin, pero cabe preguntarse si alguna vez la sentimos para poder calcular su peso y el tiempo que la aguantamos. Otro problema: ¿La plenitud pesa o es tan leve e inestable que en cuanto la tocas se evapora? Hay sustancias que acusan más la fuerza de la gravedad, por ejemplo el vacío existencial. Y sin embargo, la gente de nuestra época soporta ese vacío mortal con inconsciencia, con indiferencia, con brutalidad.

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16 de marzo de 2019
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El Boomeran(g)
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