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Lucía y el sexo

No quería dejar de decir que me alegra que se haya elegido a la película XXY, de Lucía Puenzo, para representar a la Argentina tanto en los Goya como en el Oscar. En un año particularmente desastroso para nuestro cine, XXY representa a la vez un alivio -porque es un filme relevante, digamos que uno de los pocos de este último tiempo- y una promesa. No olvidemos que no se trata de la película de un director experimentado y artista consagrado, sino de un debut. Más allá de los méritos propios de Lucía Puenzo (volveré sobre este punto más adelante), la consagración de XXY habla también del silencio de los no inocentes, los directores que llevan tiempo trabajando en nuestro medio. El hecho de que la única otra película con chances para disputar la nominación fuese La Señal, debut -otro más- en la dirección de Ricardo Darín y Martín Hodara, subraya lo que digo. Directores argentinos hay muchos, y de distintas generaciones. Que ninguna obra de ninguno de ellos haya estado en condiciones de competir de igual a igual con XXY y con La Señal sugiere una crisis, en cuyas causas habría que ahondar. Algunos de ellos no han podido filmar en este último tiempo, otros no han querido o no han sabido qué, y otros han filmado películas que no dejaron huella en la gente... ni en la historia. Mientras tanto, el público sigue esperando que de una vez por toda aparezca el Nuevo Cine Argentino -del que tanto se habló, del que tan poco queda- como otros esperan al Mesías.

XXY es la historia de Alex (Inés Efrón), un/a chico/a nacida con rasgos sexuales de hermafrodita. Deseosos de proteger su intimidad, sus padres se mudan a un paraje remoto del Uruguay. Pero con la adolescencia afloran los deseos, y con la aspiración a la madurez llega la necesidad de elegir libremente. ¿Pueden sus padres esconder por siempre a su hijo/a del escrutinio del mundo? ¿Deberían sugerirle el camino de la cirugía, para que se conforme de acuerdo a una de las identidades diferenciadas: varón o hembra? Lo cierto es que existe una correspondencia entre Alex y XXY, la película: ambas son criaturas singulares e irrepetibles, ambas se resisten a amoldarse a las expectativas del mundo exterior. En su excentricidad -literalmente, en su rechazo a acomodarse a lo que la sociedad y la cultura pretenden céntrico- está su valor más perdurable.

Quizás haya que decir ya de una vez por todas, a la luz del premio que ganó Anahí Berneri en San Sebastián y de esa realidad que es ya Lucrecia Martel, que si el Nuevo Cine Argentino llega alguna vez a existir, seguramente tendrá rostro de mujer.

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3 de octubre de 2007
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VILA-MATAS

Creo que desde aquella ya lejana Impostura he seguido fielmente la obra de Enrique Vila-Matas, el más interesante de nuestros escritores. Hay mejores narradores, cuentistas o ensayistas pero ninguno como Vila-Matas en el cruce de esos caminos de la literatura y la metaliteratura. Con sus libros me pasa algo parecido a lo que me pasó con Truffaut, cada año esperaba su nueva película. Nunca fallaba. También es un poco lo que me pasa con Woody Allen. Incluso las menos buenas de sus películas me gustan. O con Hitchcock, con Buñuel y unos pocos más. Nada era prescindible. Ahora en la literatura, desde un lado diferente pero no antagónico, me sucede con alguien que ya no nos podrá dar grandes sorpresas, Sebald. Me espera la lectura de su última inacabada obra, Campo santo, también editada por Herralde, el editor de Vila-Matas. Y sin duda uno de los editores centrales de nuestra vida lectora.

He tardado más de un mes en comenzar la lectura de Exploradores del abismo, el último Vila-Matas, por razones de viajes y otros despistes. Hace dos días comencé su prólogo, o lo que sea ese “Café Cubista” que nos introduce en lo que vendrá. Hoy, mañana del martes, sonrío  y medito el epílogo. Unas líneas de Peter Handke: “Sostenía yo maquinalmente el bolígrafo apuntando hacia las cosas. Cuando me di cuenta, lo desvié de inmediato en otra dirección, en la que no había nada.”

Cuentos llenos de vértigos, de caminos inciertos, de vacíos que disimulan, de  cosas llenas de peso y ligereza. Precipitarse, sin avanzar, hacia el vacío. Cuentos que con sus rarezas, con sus incertidumbres, tienen la capacidad de otorgarnos pequeños placeres. Sí, como un sol amable que nos despierta una mañana sin trabajo. Me aligera leer a Vila-Matas -si además me hiciera perder kilos sería milagroso, ¿por qué no creeré en los milagros?- y me dan la sensación de que nos hacen más discretos, elegantes y calmados. Cuentos de excelente geometría. Cuentos de este otro Vila-Matas que anda gestionando la herencia literaria del otro. Que también nos gustaba aunque no fuera capaz de creer que los gordos son los demás. Los dos tímidos, irónicos y discretamente felices. Gracias por esos cuentos. Por lo que vendrán. Y por ese homenaje al poeta vertical Roberto Juarroz:

“A veces parece

Que estamos en el centro de la fiesta

Sin embargo

En el centro de la fiesta no hay nadie

En el centro de la fiesta está el vacío

Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.”

Un poema festivo y todo lo contrario. Como un libro de Vila-Matas.

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3 de octubre de 2007
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Planeta Ricota

Uno siempre recuerda el lugar donde lo agarró por primera vez una cierta canción, aunque esa tarde la ginebra se empeñaba en dificultar las cosas. Claro que para entonces la ginebra ya se había acabado, pero igual menudeaban otros combustibles. Si no recuerdo mal, cosa por lo demás harto improbable, venía en el asiento trasero de un coche con la capota abajo, y eso en principio había parecido atractivo. Era una de esas tardes que traen detrás dos noches sin dormir, o en todo caso durmiendo sólo en breves intervalos. Y como no servía la capota, dudaba ya entre forzar un nuevo cambio de fase o tratar de dormir hecho bola bajo una gabardina. Fue entonces que llegaron las canciones, que en el principio parecían una sola, infinita inyección de estamina.

No había despertado por completo, me sentía cambiar de fase dentro del mismo sueño. ¿Quién cantaba eso? No tenía idea, pero igual ya me había pescado del cogote. Quería solamente seguir adelante, y ello significaba escurrirme hacia dentro de esa canción que era muchas canciones y cada vez sonaba de un modo más extraño y deleitoso. Las letras, además, me parecían osadas y estrambóticas, como si a las palabras se las hubiera elegido por su puro color. ¿Era la música que provocaba esa respuesta, o acaso no pasaba de ser una reacción orgánica a la farra? “Música para pastillas… y mucha cuchillería”, disparaba el cantante con un tono impostado que en dos patadas gobernaba el ambiente.

Aun tomando en cuenta el poder de los combustibles ingeridos y la extensión de la vigilia vigente, la escena sugería una textura irreal, como si de lo áspero de aquel sonido brotara un terciopelo de cierta pacotilla aristocrática, inesperado como la caricia sedosa de alguna bruja hedionda. Un sonido entre sucio, pringoso, metalero y vernáculo, mojado de cerveza, licores infecciosos y besos de noctámbulas sedientas de glamour. Hechas las precisiones de tiempo y espacio, aquella música dotaba a la escena con un aura de ficción literalmente fenomenal. ¿Qué oíamos, por cierto? Tuve que preguntarlo tres veces seguidas. De entonces hasta ahora y casi a cualquier hora, pocos sonidos me cambian el paisaje con la fuerza que lo hacen los cantares brumosos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.

Desde entonces sigo la huella de los Redondos como se va tras una ninfa deficitaria. No espero que me nutran, ni que me instruyan, sino exclusivamente que me pongan de vuelta en ese estado emocional donde sax y requinto se ayuntan en idéntica acidez por el puro prurito de estirar el instante. Me miro entonces dentro de una película sin pies ni cabeza donde la piel a veces se confunde con el plástico y las lijas parecen de terciopelo.

Me niego a describirlos, tanto como a ignorarlos. Como muchos, llegué hasta ellos a partir de una joya titulada Oktubre. Alguna vez, de paso por Buenos Aires, con alguna paciencia conseguí todos los demás álbumes. Y la verdad es que hasta los malos me mueven, que es lo que a uno le pasa cuando una parte de sí se ha hecho ciudadana de esos territorios. No puedo, pues, por menos de mostrarlos, como se suele abrir una ventana para dejar entrar no al aire fresco, sino a las vampiresas disponibles, con la carga de bruma que su presencia implica. Se me ha hecho tarde: son ya casi las cinco de la mañana en México, D.F. No es la primera vez que la garganta sucia del Indio Solari montada en ese sax malandro y seductor me hace cambiar de fase y olvidarme de tiempo y espacio, igual que ciertas diosas se olvidan de cobrar por puro amor al lujo.

La ficción sirve para cambiar de vida; la música lo muda a uno de planeta.

De Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota:

Música para pastillas.

Masacre en el puticlub / Blues de la artillería.

El pibe de los astilleros.

Ji Ji Ji.

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3 de octubre de 2007
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Que te compre tu madre

Quienes hayan tenido la fortuna de vivir en algún país civilizado habrán constatado que la publicidad suele ser muchísimo menos invasora que en el nuestro. Ahora mismo (y me he puesto a la máquina como quien desenfunda una Magnum) acabo de oír a un delicado portavoz, quien, tras inquirir si yo era yo, me ha dicho que tenía el honor de anunciarme una promoción de Orange, don Félix. En este caso era un zumo de naranja, pero cada día diez o doce vocecillas telefónicas tratan de colocarme alguno de sus productos (a veces tan improbables como un tal Oso Yoigo) con musicales acentos colombianos. Como tantos otros, cuelgo el aparato sin piedad e imagino el ánimo abatido de la vocecilla y me siento fatal.

En las radios procuro saltar de anuncio en anuncio hasta pillar algo de música o una voz humana, pero es casi imposible. Como muchos, me he jurado no comprar jamás ese colchón que impide oír la voz de Carlos Herrera en Onda Cero, entre otras cosas porque aseguran que si les compro un col- chón me regalan un autobús de línea y yo no sabría qué hacer con un autobús de línea. Y encima, a las primeras 50.000 llamadas les añaden de regalo unas gafas de soldador. Todos los días. Es mucho colchón. Ya no veo las películas de la tele si no es previa grabación en vídeo o DVD para saltar como un gamo sobre las dos horas y media de anuncios que impiden ver la hora y cuarto de filme. Y me juramento para no comprar jamás a los más paranoicos y totalitarios de los anunciantes. Y así sucesivamente. A todas horas.

Yo creo que si no tenemos una ley de la publicidad como la francesa que nos proteja de la fanática persecución a la que estamos sometidos, ello se debe a que el cuerpo de políticos en activo es una rama menor del sistema publicitario, un enjambre de hombres-anuncio que está como el pez en el agua entre yogures y tampax. Algunos medios políticos, como Catalunya Rà- dio, TV-3 y el Canal 33, son empresas de publicidad incluso cuando no pasan anuncios. No pienso comprarles nada, claro, pero a ellos les da igual: ya se han quedado con mi dinero.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de septiembre de 2007.

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3 de octubre de 2007
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GABO, EL PERIODISTA

Hoy, la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano entrega sus premios a periodistas en Monterrey (México). Es un rito anual. Cada año viene Gabriel García Márquez. Cada año se sienta al lado de Lorenzo Zembrano, director general de Cemex, la corporación mexicana de cementos que financia el premio, y ambos reparten los galardones.

Gabo es un periodista, un reportero de por vida. A veces se puede olvidar: tiene tanta trayectoria como escritor; pero basta almorzar con él y otros periodistas para encontrarle metido por completo en el mundo de la prensa. De la prensa y punto. Como el lunes en una mesa donde había unos periodistas de Puerto Rico, Guatemala, Brasil, etc., y hasta un francés (yo). ¿De qué habla Gabo en una mesa como ésta? De periodismo: anécdotas de salas de redacción, de reportajes, de cómo fue contratado en El Espectador de Bogotá y El Universal de Cartagena, del ruido de las máquinas de escribir y del silencio de la computadora, de la mala suerte de unos compañeros y de la torpeza de otros.

Como todos los periodistas cuenta la historia de unos inventos de la prensa que resultaron ser ciertos. El sueño de un periodismo no como relato sino como una anticipación de las noticias. En ningún momento se adivina el novelista en este Gabo periodista sino en un momento dedicado a la técnica de la escritura. Buscando la manera de defender una prosa directa, sencilla, parecida a la expresión normal en una conversación de pronto explica: “cuando uno pierde el terror a escribir, dice lo que le da la gana y vende una cantidad de libros”. Nadie lo contradice; por supuesto, sabe de qué habla.

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2 de octubre de 2007
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ANTI-EDAD

El formidable desarrollo de los tratamientos anti-edad ha llegado al extremo de convertirlos en una auténtica especialidad médica.

La gravedad de la enfermedad se hallaría así en proporción al grado de envejecimiento o, expresado de otro modo: de acuerdo a la menor o mayor acumulación del tiempo. El tiempo, pues, como elemento patológico lo que si, de una parte, constituye una evidencia a los ojos de la biografía, de otra confiere a cada día que vemos pasar el carácter de un virus, un virus más, y cada vez más virulento.

Porque la medicina anti-edad consigue resultados sensibles cuando la acumulación de días, semanas y años no ha creado un apilamiento importante, pero tropieza con grandes dificultades cuando la biografía se ha depositado y apelmazado en exceso. La práctica médica se enfrenta entonces, tú a tú,  con la historia personal y se encara brutalmente con ella. La medicina, en cuanto asignatura de ciencias, se opone a la historia, en cuanto asignatura de letras. La metáfora del mundo de la razón se alza frente a la metáfora de las emociones, tomando a éstas ya como huellas orgánicas y reconvirtiéndolas, también, para su tratamiento, en asuntos de la fisiología, la neurología y la genética.

Pronto portaremos todos un chip bajo la piel que alertará sobre próximas enfermedades coronarias, infecciosas o cancerígenas que se reflejaran incipientemente en nuestro cuerpo. El chip será el vigilante de nuestra integridad corporal y el policía del acoso exterior, dentro de cuya asechanza se alistará, especialmente, el tiempo.

El tiempo en cuanto tal y el tiempo en cuanto odioso vehículo que transporta cualquier mal imaginable. De hecho, podría decirse, que la medicina anti-edad va convirtiéndose así en la verdadera medicina integral. La megamedicina. Competente para abordar cualquier problema: desde el acné, producto de la edad, hasta la artrosis, efecto de los años. Desde la deshidratación, frecuente en los bebés, hasta la deshidratación, frecuente en los ancianos. La anti-aging que fue hasta hace muy poco un asunto exclusivo de la cosmética pasa a convertirse en una rotunda cosmología. El cosmos de la medicina en los tiempos más modernos.

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2 de octubre de 2007
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A un año del escándalo López

Mientras estuve en Israel y Palestina se cumplió un año de la desaparición de Jorge Julio López, el hombre que habiendo sido víctima de secuestro y torturas durante la dictadura se desvaneció en el aire luego de testificar contra el ex director de operaciones de la policía bonaerense, Miguel Osvaldo Etchecolatz. Quería hablar del asunto para pelear con la rutina, con el acostumbramiento a la idea de que López está muerto. De tanto en tanto me descubro diciéndome a mí mismo, como si necesitase despertarme: se trata de un hombre que ha sido secuestrado y muerto en estos días que corren, delante de nuestras narices, con sus restos destruidos y ocultados como ocurría antaño, durante la dictadura más infame que hayamos padecido. Me repito para despabilarme que ha sido hoy mismo, en plena democracia formal y en vigencia efectiva de la Constitución Argentina, que un hombre ha vuelto a ser víctima de aquellas patotas -precisamente porque siguen impunes, y porque pueden golpear en libertad.

Perdí unos días tratando de encontrar cómo hablar del asunto, hasta que un artículo de Horacio Verbitsky en Página 12 me proporcionó la excusa. Como parte de la investigación por el secuestro, un juez secuestró la agenda del hombre a quien López ayudó a encarcelar con su testimonio, el ex comisario Etchecolatz. Dentro de esa agenda encontró un dibujo hecho por el reo. El trazo es elemental, pero lo que describe es inequívoco. El centro del dibujo está ocupado por un Satanás gigantesco de cuernos, cola y tridente. Al lado de Satán figura un retrato de Adolf Hitler. Delante de Satán hay una cinta sin fin, por la que desfilan tres hombrecitos con las manos atadas a la espalda. Cuando la cinta llega a su límite, los hombrecitos caen a un foso en cuyo fondo hay llamas. Afuera del 'establecimiento' hay un cartel, que rubrica su actividad: 'Fábrica de kipás. (Los vendo con descuento.)' Entre las otras informaciones que la agenda contiene están los números de teléfono de catedrales y sacerdotes y el particular del Arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, que acaba de acusar de abortista al Ministro de Salud Ginés González García diciendo que su accionar significa "la muerte de la democracia".

No deja de ser irónico que un hombre con amigos genocidas se preocupe por la posible muerte de la democracia. No deja de ser irónico que un hombre se rasgue las vestiduras ante la perspectiva de un aborto pero ni diga palabra respecto de una desaparición, que seguramente está encubriendo un homicidio cierto.

Lo que le ocurrió a López, y lo que sigue ocurriéndole mientras no exista justicia, es un escándalo. Y como tal debemos seguir recordándolo a diario.

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2 de octubre de 2007
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V. LA PÉRDIDA DEL REINO

Siempre se regresa a la idea de la felicidad perdida, que fue nuestro reino de un instante en este mundo. La pérdida del reino que estaba para mí, y el sueño que es mi vida desde que yo nací, te advierte Rubén, porque el demonio, en disfraz de gran perro de lanas, la pelambre tiznada por el hollín de la chimenea de la taberna, como en la escena de Fausto, siempre te tentará a volver a empezar, con un rictus de mezquindad sardónica en el hocico, tentándote a volar sobre los techos para que veas cómo es el mundo placentero que otra vez te estás perdiendo porque se te fue la juventud, y que siempre está allí como un paisaje extendido entre el aire nocturno, el jolgorio de las tabernas y el lecho revuelto donde siempre quedará impresa la huella leve de un cuerpo. La mejor promesa del demonio es que de nuevo te hará joven.

Te dará la felicidad de la carne que tientas con sus frescos racimos, vuelvo a Rubén.  ¿Y la muerte que aguarda con sus fúnebres ramos?, vuelvo también a Rubén. La felicidad que no es entonces sino el regreso a la fementida juventud donde siempre fuiste dichoso, donde todo lo intentaste, donde soñaste todos los sueños y despertaste a todos los desvelos y por eso mismo alguien que huele a azufre te la ofrece de nuevo.

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2 de octubre de 2007
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III. EL FABRICANTE DE GUANTES

Pero mientras tanto, el que un día fue feliz y lo recuerda, vuelve a serlo por un instante, comprometido en una precaria complicidad consigo mismo. Fuimos felices en algún recodo del pasado. De algo dichoso nos acordaremos, y será entonces una estocada maliciosa y placentera en la boca del estómago.
El Sueco Levov, el personaje de Pastoral Americana, la novela de Philip Roth, héroe deportivo en su juventud, próspero fabricante de guantes, esposo de la beldad que fue candidata a Miss América, se propone un programa de vida cuya meta es la felicidad perfecta. Lo que está afuera, por cruel o despiadado que sea, o extravagante, no puede tocarlo, o apenas existe frente a su percepción. Pero de pronto se rasga la inocencia que lo rodea, y verá saltar en pedazos su mundo feliz cuando su hija única se convierte en terrorista que pone bombas en los años de la guerra de Viet Nam.  Y no puede entenderlo.
La pérdida repentina de la felicidad, es entonces como la pérdida de la virginidad. También el sueco Levov, amurallado dentro de su antigua casa de piedra, la mansión en medio del bosque en que habita con su familia que ha explotado, es una alma simple, comoFelicidad de Flaubert, la criada del cuento de Flaubert.

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1 de octubre de 2007
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Refinamiento de los verdugos

Hoy, el búnker de Berlín-Hohenschönhausen es conocido mundialmente por La vida de los otros, el último gran éxito del cine alemán. Pero durante cuarenta años, nadie supo de su existencia. Su posición no figuraba en los mapas, ni su nombre en las listas de edificios oficiales. Los vecinos se imaginaban lo que ocurría detrás de los centinelas y el alambre de púas, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Sólo quienes entraban eran informados de dónde se encontraban: en la cárcel preventiva del Ministerio para la Seguridad del Estado, la temible Stasi.

Berlín-Hohenschönhausen estaba dedicada exclusivamente a presos de conciencia. Por sus celdas pasaron líderes de manifestaciones, testigos de Jehová o políticos críticos secuestrados en Berlín Oeste, pero también disidentes comunistas como el editor Walter Janka, y políticos caídos en desgracia como Paul Merker. Y con frecuencia, ciudadanos comunes y corrientes, que ni siquiera eran concientes de estar haciendo algo ilegal. Tras la caída el Muro de Berlín, el edificio fue convertido en un museo, y muchos de sus antiguos prisioneros hoy guían a los visitantes. Uno de ellos es un ex hippie que se pasó un año y medio encerrado por tener un grupo de rock.

El paseo turístico comienza por la sección más antigua, llamada “El submarino”, un pabellón subterráneo inaugurado por los soviéticos tras la ocupación de Berlín. El submarino no tenía ventilación, y la mitad de sus celdas carecían de ventanas. Para dar una idea de la humedad y el calor de las instalaciones, basta señalar que el personal penitenciario se construyó ahí una sauna para sus momentos de relax.

Entre los instrumentos de tortura que se exhiben al visitante en este pabellón destacan tres: el primero, una habitación hermética donde encerraban al prisionero con unos diez centímetros de agua cubriendo el suelo. Después de una semana sin poder dormir ni sentarse, y con la humedad calándole los huesos, por lo general se mostraba colaborador. El segundo sistema, una cubeta en que colocaban en la cabeza de la víctima mientras gotas de agua le caían sobre la nuca. Esto los ablandaba en unos cinco días. El último sistema no es tan fácil de comprender a simple vista: se trata de una puerta abierta en un muro, pero la puerta no da a ninguna parte. El guía explica que la celda es el muro. El prisionero era emparedado en un espacio de 1.5 x 0.4 m. Ése era el más eficiente.

Antiguos prisioneros políticos de Argentina y Chile que han visitado el pabellón soviético coinciden en un detalle: les parece un jardín de infantes. Las víctimas de Videla o Pinochet tuvieron que soportar ataques con perros y ratas. Sus guardianes les inyectaban somníferos y los arrojaban desde aviones. Les aplicaban la picana en los testículos. Las violaban. Los métodos de Berlín, en cambio, muestran un alto nivel de sofisticación en el uso de la violencia.

Para empezar, los tormentos del submarino no eran ejecutados directamente por personas, sino por cosas. Las víctimas no tenían que enfrentarse a sus verdugos durante la tortura, y en ningún caso eran necesarias las palizas. Además, los instrumentos no dejaban cicatrices ni marcas físicas. Nada de quemaduras o traumatismos. El submarino está diseñado para quebrar la voluntad, no los huesos. Por supuesto, la gente se moría. Se calcula que el primer año fallecieron más de 3000 personas. Pero lo importante que nadie los mataba personalmente. Ningún individuo era responsable de su suerte.

Tras la instauración de la RDA, la Stasi hizo construir a los presos un nuevo edificio, en el que refinó el sistema aún más. A partir de los años cincuenta, los internos ni siquiera sabían adónde los conducían. Ingresaban al recinto con los ojos vendados y ocultos en un camión que decía PESCADO (Con el tiempo, como el pescado escaseaba, fue necesario cambiar el camuflaje por FRUTAS Y VERDURAS). Y una vez dentro, perdían todo contacto con el mundo.

Tampoco estaban permitidas las relaciones entre los internos. Ninguno sabía quién estaba encerrado al lado. No había un comedor ni duchas comunes. Desde luego, tampoco era posible relacionarse con los carceleros o los interrogadores. Para asegurarse de ello, el personal rotaba frecuentemente. Los presos podían pasar años sin más contacto humano que el de los interrogatorios.  Cada vez que alguno abandonaba su celda, se encendía una luz roja en el pasillo. Era la señal para que nadie más circulase.

Los prisioneros de la Stasi no tenían vestimenta propia: llevaban un chándal azul y unas pantuflas de reglamento. Tampoco tenían nombre. Se les llamaba por su número de celda. Cualquier característica individual, cualquier rasgo de personalidad, era borrado.

El reglamento del presidio estaba lleno de normas absurdas, que era imposible respetar por completo. La más increíble era la obligación de dormir boca arriba y con los brazos extendidos. Durante la noche, cada diez minutos, un oficial se asomaba por la mirilla de la celda y despertaba a los internos que no durmiesen en la posición correcta.

¿Por qué una posición obligatoria para dormir? Una razón tenía que ver con los presos y otra, con los guardianes. Los primeros debían saber que eran vigilados constantemente, y que eso formaba parte de su condena. La mayor parte de sus pesadillas –especialmente de las mujeres- tenía que ver con las mirillas de las puertas y los ojos que observaban a través de ellas todos sus movimientos. En cuanto a los guardianes, era necesario que percibiesen que los internos incumplían las normas constantemente. Sólo así se sentirían justificados para castigarlos con dureza.

En efecto, todo en estas instalaciones está diseñado para evitar el complejo de culpa de los funcionarios. Las cortinas de las salas de interrogatorios están bordadas con flores y encajes. El papel mural estilo años setenta recuerda a las primeras películas de Almodóvar –eso sí, en colores opacos y sosos-, y las losetas del pasillo producen un efecto “casa de la abuela”. Nadie golpeaba a los internos, y en toda la visita, no se ve un solo instrumento de tortura física.

El terror de Berlín era aséptico y esterilizado, como cualquier trabajo de oficina, porque estaba sistematizado, y por tanto no era responsabilidad de nadie en particular. Los guardias realizaban su monstruosa misión en la misma atmósfera rutinaria que un registrador de la propiedad. Los interrogadores eran caballeros amables que decían: “usted puede salir de aquí cuando quiera. Sólo tiene que echarnos una mano, igual que han hecho ya sus amigos”.

El trabajo en esta cárcel no era destruir el cuerpo sino las certezas de los individuos, que forman la base de su voluntad. Aislados del espacio y de los hombres, despojados de identidad e intimidad, los humanos se derrumban. Por eso, el objetivo de la política penitenciaria, a largo plazo, ni siquiera era recabar información útil, sino anular la iniciativa de los internos.

Significativamente, la tortura más extrema y última parada de la visita es el cuarto oscuro. Encerrado ahí, el preso no sabía si era de día o de noche, y las paredes estaban acolchadas para que ni siquiera pudiese darse cabezazos contra las paredes. No sólo estaba privado de un lugar y de un nombre, sino que ni siquiera era capaz de distinguir el día de la noche, y la cordura de la demencia. En esa habitación, donde se diluían las últimas certidumbres de los hombres, la prisión alcanzaba el punto más alto de burocratización de la crueldad.    

Artículo publicado en: El País, 30 de septiembre de 2007.

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1 de octubre de 2007
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