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Al cielo irán los de siempre

Publicaba el jueves en este periódico el notario López Burniol un artículo en el que comentaba la creciente atracción por el separatismo que va seduciendo a las clases pudientes catalanas con las que él trata habitualmente. Como es lógico, aquí todos hablamos a ojo porque nadie está dispuesto a realizar estudios serios sobre el asunto. De modo que el notario aseguraba, de oídas, que "se ha producido ya una ruptura sentimental con España". Tiene razón, sin duda, pero es una ruptura muy rancia. La burguesía catalana siempre fue antiespañola. Franquista y antiespañola, aunque parezca raro. Todos aquellos catalanes que tenían cuentas corrientes, menos los directamente implicados en el Gobierno de la República (y no todos), se unieron a Franco. Lo que no impidió que luego se pasaran cuarenta años abominando de Franco e incrementando el patrimonio. Los 30 años que llevamos de nacionalismo democrático no han hecho sino seguir la senda tradicional de las clases dirigentes catalanas cambiando "Franco" por "España" o "el PP".

Dice también que "bastantes catalanes --ignoro cuántos-- han emprendido un camino sin retorno hacia la independencia de Catalunya". Cierto: lo ignoramos y seguramente lo ignoraremos siempre porque nadie está dispuesto a averiguar de verdad cuántos son. De hecho, no importa. Lo esencial para dar ese paso es la creación de un núcleo potente de negocios. Si la clase dirigente lo aprueba, se producirá la independencia, la sigan 12.000 o siete millones de ciudadanos catalanes.

Su conclusión es: "¿Para qué esperar al 2014?". No puedo estar más de acuerdo. Cuanto antes acabemos con ese mito, mejor. Pero ya verá el señor notario que en cuanto lo plantee seriamente se le va a escapar por la ventana casi todo el que tenga algo que perder. Como antes. Como siempre. ¡Ojalá pudiéramos montar un referendo con garantías que acabara con tanta pérdida de tiempo y el inmenso despilfarro de talento y dinero que han supuesto 30 años de nacionalismo oficial! A lo mejor entonces Catalunya avanzaba un poco hacia el siglo XXI.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de septiembre de 2007.

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24 de septiembre de 2007
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Actuar para vivir

Por segunda semana consecutiva me encuentro aplaudiendo un artículo de Mario Vargas Llosa. Ayer domingo me encantó Dickens en escena, el texto que publicó en el diario El País. Vargas Llosa comenta un libro que ha caído en sus manos (ah, qué envidia): Charles Dickens and His Performing Selves, subtitulado Dickens and The Public Readings (Oxford University Press, 2007), cuyo autor es Malcolm Andrews. Lo que Andrews hace es recrear el periodo final de la vida de Dickens, desde que en diciembre de 1853 se animó por primera vez a leer textos suyos en público hasta que lo hizo por última vez en 1870, tres meses antes de su muerte, disuadido de volver a intentarlo tan sólo por su mala salud y la prohibición de sus médicos.

Según Andrews dice, y Vargas Llosa, Dickens justificó ante su familia la realización de esas presentaciones debido a que le reportaban dinero en un momento en que le venía más que bien. (Andrews calcula que las presentaciones en público lo hicieron más rico de lo que lo habían hechos los libros en sí mismos.) Vargas Llosa añade que más allá de la excusa, había en Dickens una vocación histriónica "o por lo menos, de contador ambulante de cuentos. Lo cierto es que el teatro debe haber sido el primer amor de Dickens. En Great Expectations, Pip revive una excursión a una feria de esas que abundaban en espectáculos callejeros, debiendo bajar al fin su cabeza porque lo que había presenciado era "demasiado para mis jóvenes sentidos". Cuando era pequeño, y más aún: en los momentos más crueles de su infancia, construyó un teatro de juguete que incluía un escenario y personajes de cartón pegados a palillos o cables que facilitaban su movimiento. Ya de adulto, no pasaba una semana sin que viese alguna obra. Y el hecho de haber fracasado como autor teatral, con títulos como The Strange Gentleman y The Village Coquettes, se contaba sin duda entre las más grandes frustraciones de su vida.

Pero interpretar la energía que dedicó a las lecturas en público como su forma de paliar esa frustración sería empobrecedor. Es verdad que era histriónico, aunque no lo suficiente como para ganarse el pan como actor. (Cosa que también intentó.) Dickens no se limitaba a leer sus textos, sino que los recreaba con su voz y con sus movimientos, interpretando el timbre y las modalidades de cada personaje. Si se me permite el atrevimiento de la interpretación, creo que no intentaba tanto poner a prueba una modalidad degradada del teatro, como disfrutar de una conexión con sus lectores que no podía experimentar de ninguna otra manera. Es verdad que vendía miles y miles de ejemplares de sus libros a ambas orillas del Atlántico, y que gozaba en sus días de la popularidad de una estrella de cine o de rock. Pero una cosa son los números de las ventas y las palmadas por la calle, y otra muy distinta la experiencia de registrar qué le ocurre a la gente mientras lee... o mientras oye. No hace falta más que considerar la característica de sus ficciones para entender que Dickens debe haber ansiado la respuesta emocional del público. ¿Cuál es la gracia de conmover, horrorizar y divertir a la gente si uno no puede verla cuando eso le ocurre?

Si hubiese tenido éxito en el teatro habría estado allí cada función, para dejarse empapar por las risas y los sollozos. Si hubiese existido el cine, se habría sentado en la última fila para sentir qué le pasaba a la gente ante la proyección de sus historias. La reacción del público -del público de carne y hueso, que saltaba en sus asientos, se dejaba oír y no escatimaba sus reacciones más viscerales ante una escena- debió haber sido la mejor paga de su vida. Quizás sea Dickens el último de los grandes narradores que haya escrito con la idea de crear comunidad. Aunque todavía seamos muchos los que seguimos creyendo en las ficciones en las que "cada persona(je) se demuestra por encima de los accidentes de la vida, aun cuando no pueda dejar de encontrárselos a la vuelta de cada esquina".

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24 de septiembre de 2007
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PAUL AUSTER Y EL AZAR

Hay casualidades, azares, que marcan nuestras vidas. Algo que está muy presente en la obra de Paul Auster. También fue, por no salir de NY, tema recurrente en una de las últimas películas de Woody Allen, Macht Point. Y es el tema de obras teatrales, libretos de ópera y argumento novelesco desde los orígenes. Un tema recurrente, un cuento de nunca acabar.

Estros días entre Brooklyn y Manhattan he recordado al escritor, también al director de curiosas películas. Anoche tuve la oportunidad de hablar por la radio sobre él, y con él, unos momentos. Está encantado en San Sebastián. Y yo sigo enganchado en su ciudad. No hablamos, al menos no con él escuchando, de las malas críticas de su última película. Tampoco se debe hablar, creo, por boca de crítico cuando no has visto una obra.

Recordé que su vida, y seguro que su obra, pudo ser muy distinta si hubiera sido atendido por una compañera de clase a la que estuvo pretendiendo sin éxito un tiempo. Es una amiga mía. Neoyorquina, guapa, culta y con un apellido que también es una marca de por vida. Se llama Isabel García Lorca. No me extraña que enamorara a Auster. Ella en aquellos años no hizo caso al chico guapo de Brooklyn que le “tiraba los tejos”. Tenía otro amor que le gustaba más que aquél afrancesado compañero de las clases de literatura. ¿Qué hubiera pasado si Auster se casa con una española? ¿Haber pasado a ser sobrino de Lorca no condiciona también tu manera de escribir, de vivir? Nunca lo sabremos, nunca pasó, nunca pasará. El azar es así de caprichoso y ordena muy bien su caos.

¿Qué hubiera escrito Kafka si su tío “madrileño” hubiera dicho sí a las pretensiones del joven de Praga de venirse a vivir a Madrid? Seguro que no hubiera escrito igual. No existiría el Kafka. Un Kafka sin el padre, sin Praga es un Kafka inimaginable. El azar otra vez decide que la literatura mantenga sus argumentos.

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24 de septiembre de 2007
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EL LUGAR, LA VIDA Y LA MUERTE

Así como el carácter se deja influir por el clima o por el mes de nacimiento, aparte de por los hados y por la historia, tiene también que ver, incluso en el mismo país, por la ciudad donde se viva.

Las ciudades son como hogares grandes y de la misma manera que el ambiente familiar, sus tufos, sus voces, sus costumbres, modelan la personalidad y hasta la idea del mundo, el medio urbano decide más de lo que, a menudo, se tiene en cuenta. Las localidades pequeñas o medianas invitan a la repetición y el agradable consuelo del control del tiempo. Las grandes urbes, por el contrario, son un constante estímulo de la novedad, junto a la sevicia de la ansiedad y la desazonante persecución del tiempo.

En una ciudad de 15.000 habitantes parece que ya se sabe todo, mientras, en las megalópolis, el mundo se percibe resueltamente como inabarcable.

En la gran ciudad es permanente la sensación de que no conocemos algo más y que, por más que  intentemos, siempre nos perdemos una situación, un espacio o una experiencia que merecería la pena.

Quienes mueren en los pueblos podrían alcanzar la satisfacción de haber habitado el orbe pero quienes se despiden en los grandes cementerios metropolitanos desaparecen con la viva impresión de que apenas han podido vivir una mínima porción del mundo.

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21 de septiembre de 2007
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CONFESIÓN SENTIMENTAL

El cantante venezolano José Luis Rodríguez, cuyo nombre artístico es El Puma, tiene mi misma edad pero ha pasado seguramente por laboriosas cirugías plásticas, y mucha gimnasia para mantener la agilidad con que salta por el escenario mientras canta.

Ha llegado a Nicaragua por primera vez en toda su larga carrera, y, por supuesto, los periodistas lo buscan para entrevistarlo y quieren preguntarle antes de nada, sobre política, cuándo no, si es venezolano. Pero él los para en seco: “no hablo de política, hermano”, con lo que debe pasarse a otros temas. Éste, por ejemplo:

“—¿Cuál  es el mayor éxito de El Puma?

   —Mi salto internacional.”

(Se entiende, tratándose de un puma).

Y éste otro:

  “—¿Su mayor tristeza?

   —Cuando perdí a mi madre y cuando perdí a mi perro fiel.”

Se trata, como se ve, de una sincera confesión sentimental que enlista dos dolores en la misma categoría. Y luego dicen que madre sólo hay una.

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21 de septiembre de 2007
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Se traspasa musaraña

Creí que al regresar ya no la encontraría, tal vez porque tomé la decisión de creerlo. Javier Marías —cuya aguardada tercera parte de la novela Tu rostro mañana se anuncia ya en El Boomeran(g) y me hace salivar de envidia porque a México no sé cuándo llegará— cuenta que no acostumbra arrepentirse al narrar, y es así que una vez que escribe una página la da por sucedida y no usa la reversa ni para acomodarse. Admirable actitud, que ya en los hechos nos ha dado prodigios del tamaño de Mañana en la batalla piensa en mí. ¿Quién quisiera leer a un narrador indeciso que de entrada se hace trampa a sí mismo? Por eso decidí creer lo que quería, entendiendo con ello que si la realidad osaba contradecirme yo le respondería con el poder de convencimiento que sólo tiene la extrema violencia.

—¿Crees que puedes echarme como si cualquier cosa, canalla infecto? —me mira con los ojos llorosos a propósito, cargada de un amor estrictamente propio y un odio a todas luces calculado.

—Fuera de aquí, Afrodita. Ya te dije bien claro que he resuelto vivir sin apelación.

—¿Vas a cambiar el panorama negro de tu vida patética colgándote de la primera desconocida que te cae en la playa, seguro que por lástima? —ahora es ella quien echa mano de la violencia extrema, lástima que le falte información…

—Mire usted, musa de no sé quién: la persona a la que ha intentado referirse no “me cayó en la playa”, menos aún es una desconocida. Llevo más de tres años de viajar al Brasil con feroz reincidencia no sólo para hincharme los sentidos de ritmo y llenar la maleta de cds, sino antes que eso para cumplir con un papel de súbdito romántico que no estoy obligado a explicarle. Usted, que se ha metido a rincones de mi vida adonde no recuerdo haberla invitado, tendría que entender que las princesas amazónicas no se dan en maceta, cuantimenos salen a cazar hombres en la playa, y si hasta ahora nunca consiguió verla no encuentro explicación más que en su vanidad de dominatrix descontinuada.

—¿Sabes que si me da la gana puedo secarte el alma y evitar para siempre que vuelvas a escribir una línea, cucaracha maloliente? —mientras habla, Afrodita salpica sus palabras de una cierta saliva espumosa que causa escoriaciones leves en mi piel, y al hacerlo su rostro se va desfigurando. Nada hace ver tan fea a una musa como el escepticismo de quien la contempla. Si seguimos así, va a salir de mi vida con la cara invadida de verrugas, montada en una escoba y soltando conjuros anacrónicos.

—Salga usted de mi vida, musaraña mañosa, antes de que me dé por llamar a un exorcista o a un inquisidor. Tengo los números de varios en mi agenda. ¿Ha oído hablar, por ejemplo, del implacable Fray Severo Himmler-Hopkins? —apenas oye el nombre, palidece, y en un descuido empieza a sollozar.

—Nunca creí que fueras capaz de lanzarme de esa manera al limbo, como a cualquier fantasma segundón.

—En realidad pensaba enviarte al infierno, pero si aceptas entrar en razón puede que te consiga otro trabajo...

—Ya te he dicho que sólo puedo trabajar con los que cumplen años el mismo día que tú.

—¿Has leído a David Toscana, Afrodita?

—¿El autor de Santa María del Circo?

—También de El último lector y El ejército iluminado. A estas horas debe de estar volando de Río de Janeiro a Monterrey; hace unos pocos días descubrimos que nuestros cumpleaños coinciden. Justamente me dijo que llegando de vuelta a Monterrey iba a lanzarse a buscar una musa.

—¿Tú me vas a recomendar con él? —una lenta sonrisa de lectora voraz va desplazando al rictus de amargura con el cual hace pocas líneas Afrodita del Carmen pretendía chantajearme como a un politicastro abaratado.

—¿Tú crees que necesitas de recomendaciones? ¿Y si mejor te pones el negligé de encaje con el que tantas veces me encajaste uñas, pupilas y colmillos? —súbitamente pufff: el hechizo se rompe. Queda en su sitio una nube de humo color de rosa.

Respiro de repente una brisa fresquísima, como pasa al principio de un romance hondo. En portugués, por cierto, a la novela se le llama “romance”, y a las telenovelas les dicen “novelas”, aunque ya en español cueste tanto trabajo distinguir la escritura de la novela del ejercicio largo del romance. No sé si he hecho bien: Toscana va a acabar por saber que le he enviado una dominatrix a domicilio. Lástima, porque soy su lector y hasta su amigo. Temo que no me va a volver a hablar.

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21 de septiembre de 2007
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NOTICIAS DE AMÉRICA LATINA

Una entrevista a Michael Shifter, el vice-presidente de Inter-american dialogue, en El Colombiano es una excelente oportunidad de escanear todo el continente en pocas palabras.

Lo interesante en un ejercicio como éste, es decir, una síntesis que lo abarca absolutamente todo, es comprobar cómo todos los problemas se pueden resumir en tres temas: ambición de poder de personas que ya mandan en su país pero buscan mantenerse como presidente a largo plazo o ampliar su poder, corrupción y, claro, desigualdad.

Kirchner, Morales, Oviedo, Chávez, Uribe, etc. cuentan una misma historia: un poder presidencial frente a un país que vive en gran parte apartado de sus instituciones (políticas, económicas, judiciales…). En el caso de Uribe y Chávez existe un cara a cara específico cuyo desenlace es el tema más caliente del continente.

Shifter, hombre prudente –lo que explica la influencia de su ONG en ambas Américas- entrega su visión con relación a los nuevos socialismos del continente en una frase clave: “No hay casos exitosos de refundar un país por medio de una constituyente, porque las cosas cambian para bien cuando hay buenas políticas de gobierno y no cuando se reescriben las constituciones". Lo que nos permite pensar en las próximas novelas de los caudillos que va a producir la literatura latinoamericana: la historia de un presidente que llega al poder, no se siente cómodo con la constitución, consigue reescribirla y al final descubre enfrentándose con el mismo país, una república sin soluciones.

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20 de septiembre de 2007
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Samba del helicóptero

Nunca había volado en helicóptero, ni imaginado verme cara a cara con el Cristo del Corcovado. Tenía por ahí una fotografía cándida del 2005, justo debajo de la estatua que hace algunas semanas fue electa como una de las siete nuevas maravillas del mundo, aunque entonces había sido un mero fetichismo de turista entusiasta. Pero esta vez fue diferente, tanto así que me atoro desde ahora en el empeño de narrar la experiencia sin traicionarla. Éramos sólo dos pasajeros: la princesa amazónica adelante, al lado del piloto; yo atrás, indeciso entre seguir tomándole la mano y abandonarme al vértigo glorioso de comprobar que nunca vi una ciudad a tal extremo cautivadora. Perdónenme París, Praga, Manhattan, Venecia, Barcelona, San Francisco: esto no puede hacerse con ladrillos.

Escribo desde el aire, por encima de nubes aburridas y rodeado de rostros rutinarios tras diez horas de vuelo, duermevela y una engorrosa conexión panameña. Pero tengo a Jobim metido en los audífonos y eso lo cambia todo, pues abordo de Wave, Tide y Stone Flower vuelvo a aquel helicóptero donde éramos los dos un solo mosco empeñado en robarle un gesto al Cristo, con ese estruendo de hélices que hacía a las palabras aún más prescindibles. Regreso a aquellos diez minutos de ojos saltones, quijadas caídas y exclamaciones meramente guturales, cuando el mundo era todo un solo paisaje y el paisaje era todo un solo asombro. ¿Y si la maravilla no fuera el puro Corcovado, sino aquel espejismo de ciudad que a decir de Carlos Drummond de Andrade estaba desde siempre escrita en el mar?

Si sólo caminar entre Leblon e Ipanema supone contagiarse de un estado de ánimo vecino de la plenitud, contemplar todo junto mientras se flota en el aire implica una intoxicación de los sentidos. Se contiene el aliento, se deja de pensar, se detiene hasta el mismo instinto de conservación en una rauda borrachera de cielo, tierra, viento y agua simultáneos, como si resonaran adentro Agua de beber, Insensatez, Samba de una sola nota, Desafinado, Cariñoso, Aguas de marzo, Samba de Soho, Corcovado, Dindi, Lamento, Capitán Bacardí, Fotografía… y el rugir de las aspas fuese una taquicardia celestial.

No sé si la impresión sea irreal o hiperrealista, mas el solo acto de sentarse a contarla trae de vuelta esos pálpitos incrédulos. Botafogo, Flamengo, Lapa, Copacabana, Gávea, Guanabara, Tijuca, São Conrado, y en medio la laguna Rodrigo de Freitas, nada que pueda uno acabar de creerse desde la perspectiva inenarrable de quien flota en el aire y en el tiempo, recobrando las dimensiones del universo mientras se deja devorar por él y se dice de nuevo que jamás asistió a algo similar. Me gustaría decir que dolió aterrizar, pero había una sensación de vibrante anestesia local recorriendo la piel y los huesos bajo el pasmo de un raro ritual iniciático, como esos sueños tercos de los que ni despierto regresa uno del todo.

—¿Tomaste alguna foto? —pregunté a la princesa amazónica, de vuelta en el funicular, todavía con las rodillas temblonas.

—No —respondió tras una larga pausa de mujer taciturna en trance de perplejidad sostenida—, ni siquiera podía pensar. Estaba tiesa, me comía la emoción, no podía moverme ni para acomodarme en el asiento.

Los boletos del viaje eran sendas tarjetas postales con una panorámica cenital tomada desde el mismo helicóptero, pero no hay una foto ni un video que reproduzca con fidelidad mínima la talla de este asombro con el que nada tienen que ver los aviones, y acaso se parece a la alegría propia de frenar por primera vez una caída libre con la apertura súbita del paracaídas. Se desea reír y llorar al mismo tiempo, y una vez en la tierra gana la urgencia de fundirse en un abrazo donde caben completos la plenitud, el pánico, el azoro y las ganas de abandonar el mundo para nunca salir de Rio de Janeiro. Poco rato más tarde, mientras el coche va rodeando la laguna, me brinca en la cabeza un pedazo de la entrañable letra de Vinicius y no puedo hacer menos que repetir, como un autómata hechizado: No quiero más de ese negocio de ti viviendo sin mí.

Vídeos de pie de página

João y Astrud Gilberto con Stan Getz: Corcovado.

João y Bebel Gilberto: Basta de Saudade.

Tom Jobim y Gal Costa: Corcovado.

 

 

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20 de septiembre de 2007
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ESTETAS

Ayer quedé sorprendido cuando un intelectual de primera fila mundial confesó en la mesa, con la mayor desenvoltura y desparpajo, que él no entendía nada de cuestiones estéticas. ¿Se puede poseer un pensamiento brillante y ser opaco a la belleza? No poseer gusto por los colores del mundo, carecer de capacidad para descubrir la belleza no escrita de un cuadro, sufrir la impotencia para distinguir entre una arquitectura de calidad y una horterada ¿puede ser compatible con una inteligencia admirable?

No es la primera vez que tropiezo con autores de este tipo que desmienten con el adefesio de sus ropas o el desatino de sus juicios estéticos la creencia de una mente lúcida que sirve para alumbrarse en todas las direcciones espirituales.

Desde luego, siempre he sospechado del criterio de los pintores, los directores de cine, los escritores o los diseñadores, que elegían mal sus faldas, sus bolsos, sus calcetines o sus corbatas. Sentirse indiferentemente con unas ropas u otras suele ser indicio de poca sensibilidad integral o de una sensibilidad polarizada o profesionalizada. Un poeta, pongamos por caso, no lo es para una especial actividad sino para una general visión del mundo. Un artista tiene que ser, por definición, un esteta. Un intelectual, efectivamente, no es un poeta pero ¿cómo deglutir, sin consecuencias, la declaración de que es un tonto para lo estético? De inmediato, no importa cuánto le admiremos, el hombre o la mujer lúcida se empaña, su clarividencia se ensombrece, su imagen se atasca o se colapsa.

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20 de septiembre de 2007
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Sobre la física de la calamidad

Hay cosas que uno no deja de hacer ni siquiera durante los viajes de aventura. Por ejemplo leer. Compré la novela Special Topics On Calamity Physics en la legendaria libreria Rizzoli de New York -pequeña, clásica, deliciosa- y terminé de leerla en Ramallah, Palestina, entre excursión y excursión por territorios separados por controles militares. La verdad es que la disfruté. El relato sobrevivió los cambios de escenario y de mundo. Escrita por Marisha Pessl, Special Topics cuenta en primera persona el tránsito a la madurez de la increíble Blue van Meer, una estudiante que lídia con el final de la escuela secundaria, con un padre tan brillante como absorbente... y con el presunto suicidio de su profesora favorita, cuyo cadáver se ha encontrado en el medio de un bosque.

La cuestión es que Blue es mucho más brillante que su padre. Todo su relato está lleno de citas y referencias librescas a fuentes verdaderas y otras inventadas (al menos suenan como tales), sin que ello lo convierta en pesado o farragoso; por el contrario, Pessl -una mujer casi tan joven como Blue e igualmente bonita, a juzgar por la foto de contratapa- utiliza el recurso con gracia y sentido del humor, de manera que no excluye al lector sino que lo incluye en la excentricidad del personaje. Cada uno de los capítulos está titulado como algún libro más o menos clásico que Blue por supuesto ha leído: desde Othello y Cumbres borrascosas hasta Che Guevara Talks to Young People, atribuido a Ernesto Guevara de la Serna. (Por cierto, Blue hace acotaciones en español que a veces están mal escritas. Estos detalles son la pesadilla de los escritores, porque el error arranca al lector del verosímil en que debería estar instalado.)

Las críticas le han sido muy favorables a Pessl. El libro ha integrado, de hecho, la lista de los diez mejores libros del ano del New York Times. Pero a pesar de que alguna de las loas equipara a Blue con el Holden Caulfield de The Catcher On The Rye, yo la siento más cercana a la Veronica Mars de la serie homónima -que en paz descanse, dicho sea de paso. La novela es simpática, Pessl se aproxima a menudo al tour de force (mantener la excelencia de Blue durante todo el relato no es un desafío menor) y se agradece el hecho de que al final -llamado con propiedad Metamorfosis, como en Ovidio- no se esfuerce por atar todos los cabos: la vida es buena pero no es justa, como dice Lou Reed; esto es parte de lo que Blue aprende por encima de sus enciclopédicas lecturas. Personalmente, eché en falta la presencia de un editor al estilo de los norteamericanos de la Época Dorada: alguien que no sólo publica el libro, sino que además lo lee críticamente, expresando sus dudas y sugiriendo cambios y cortes. A este tratado sobre la física de la calamidad le sobran unas cuántas páginas, al menos a mi gusto.

Ahora estoy leyendo algo que se parece más a la tarea profesional: A History of Jerusalem, One City, Three Faiths, de Karen Armstrong. A pesar de que se trata de un libro de no ficción, lo estoy disfrutando mucho por razones que a esta altura deberían ser obvias. No deja de ser llamativo el hecho de que Armstrong, una ex monja, sea a su manera una suerte de Blue van Meer adulta. De saber igualmente enciclopédico, Armstrong  tiene el mismo deseo de comprender el mundo que la rodea -y la misma mirada compasiva, habría que decir- que su símil de la ficción.

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20 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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