Sergio Ramírez
Tengo un amigo en alguna ciudad de España que sostiene una relación clandestina con los libros. Su mujer, irritada hasta el cansancio de verlo aparecer cada día con nuevos libros, le prohibió llevar uno más. Los incómodos visitantes, que llegaban siempre para quedarse, habían desbordado los estantes andaban ya por el comedor, los pasillos y la cocina, para no hablar del dormitorio y los baños, y estorbaban cada movimiento, es cierto que estorbaban.
Y entonces, lo que hizo mi amigo fue alquilar de manera clandestina una buhardilla en el mismo edificio, armar allí unos estantes, y cuidando el ruido de sus pasos, pues para subir al escondite debía pasar frente a la puerta de su propio apartamento, tras de la cual acechaba la celosa mujer, empezó a subir con las bolsas de nuevos libros por la estrecha escalera, para meter con todo sigilo la llave en la cerradura y entrar al escondite. Era como si ahora tuviera una amante.
Un día, desde el café de la esquina donde bebíamos una cerveza, me invitó a visitar el refugio secreto, y subí con igual cuidado que el suyo las escaleras para no despertar sospechas. La puerta casi no abría, atascada como estaba ya la buhardilla de libros, agotado el espacio de los estantes, desbordado el piso. Estará ahora buscando un tercer lugar.