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Un dandy posmoderno

Ha muerto Karl Lagerfeld, que reinó en París y gobernó el olimpo de la moda durante 50 años, pero está prohibida la palabra nostalgia. No formaba parte de su vocabulario. La detestaba. A nadie he escuchado pronunciar con tanta verdad y encanto “ je déteste ça”. Se tomaba la molestia de renombrar su universo cercano. Prefería discreción a respeto. No leía poesía traducida, opinaba que era masacrar la lengua del verso. Lagerfeld se comía las palabras, no era fácil entenderlo aunque hablara fluidamente cuatro lenguas y leyera siete periódicos al día. Pensamiento rápido y desconexión con el reloj. Era brutalmente impuntual, defecto que su equipo le toleraba porque compensaba con creces. “Hace que lo complejo sea fácil. Cada día aprendes de él”, me explicaban. Su cambio radical se produce al morir sus dos mejores amigos, el ilustrador Antonio López en 1987 y, sobre todo, su compañero Jacques des Bascher en el 89. Es entonces cuando Karl empieza a vestir su mítico uniforme y su círculo deja de incluir a famosos, para centrarse en una tribu fiel: su maître d’hôtel, su guardaespaldas, su mano derecha Caroline Lébar, la gente del taller.
Avanzaba a saltos, con paso de ardilla; siempre pareció alto aunque no lo fuera, y oficiaba con aires de Sócrates y de Diderot, pero también de Jim Morrison, Warhol y Madonna. Sin alcohol y sin drogas, fue el rey del iPod: los regalaba como generosa cortesía, en la última onda de la música electrónica. “Le he traído uno con novedades que nadie conoce, lo hecho yo mismo, así que si no le gusta es culpa mía”, me dijo en una ocasión.
En su casa de Saint Germain almorzaba sobre mantel fino, con Coca-Cola servida en una jarra de cristal de Baccarat. Fue uno de sus combustibles desde que adelgazó casi 40 kilos. No se soportaba obeso, y adoptó una disciplina militar. Se inventó otra identidad, y levantó polémicas por su forma de hablar de la obesidad; a la cantante Adele la llamó gorda. Detestaba lo políticamente correcto, y decía que nos empobrecía, pero en una ocasión le costó un desmentido en televisión. En una entrevista que realicé para Marie Claire España en el 2012, y ante una foto de Zapatero, dijo: “Es un imbécil, como Hollande”, y se mostró contrario a su política fiscal respecto a lo que los franceses saben hacer mejor: moda, coches, vinos y quesos. El exabrupto fue titular del Telediario de France 2: “Karl Lagerfeld afirma que François Hollande es un idiota”. Su equipo me rogó algún tipo de rectificación; digamos que es un problema de contexto, les propuse.
En su infancia, en Hamburgo, admiraba a Carmen Amaya y hasta empezó a vestirse como ella y renovó el traje masculino con sus camisas Hilditch & Key, derrochando un estilo neogótico y veneciano, y actualizando la estética de un Occidente que, decía, estaba cansado, igual que su Europa, que pocas clases de moral podía dar… Su madre ejerció un papel fundamental en su vida. En una entrevista me contó que, de niño, le preguntó por la homosexualidad; “Es como el color del cabello, unas personas son rubias y otras morenas, no es nada”. En su leyenda se hallan renglones torcidos con Saint Laurent, años de voracidad sexual y pasiones turbulentas. En más de una ocasión dijo que sus memorias, escritas en inglés, se publicarían al morir y prohibiría su traducción.
Lagerfeld albergaba múltiples sensibilidades y visiones. Se anticipó a la extinción del plástico, considerándolo materia de lujo y haciéndolo desfilar para Chanel, a la que resucitó cuando la marca había quedado huérfana y él empezó a cortar los tweeds por encima de la rodilla. Antes, por la casa, habían pasado varios creadores, pero nadie recuerda sus nombres. Cuando se puso el uniforme, adquirió una actitud distante y empezó a soltar frases lapidarias. Después de Gabrielle Chanel, Karl ha sido el creador más carismático, un icono pop, capaz de repetir cada temporada los mismos códigos de la maison, logrando que parecieran nuevos. Además, con su propia marca, Karl Lagerfeld, y con Fendi, ideó nuevos formatos en los tempos de la industria como las pre colecciones. Decía que eran ideales las ricas que pasaban las navidades en el Caribe, pero a la vez fue de los primeros en diseñar una colección para H&M. Entendía el nuevo business de la moda, instagrameó sus diseños y logró dominar el nuevo paradigma: había listas de espera en las tiendas de todo el mundo ansiando su gadget de temporada, e hizo crecer la facturación de la casa a los 8.000 millones de euros actuales.
No inventó ninguna prenda, pero convirtió la moda en un fenómeno global. Rindió un extremado culto a lo efímero: sus desfiles eran proezas de la mise-en-scène: playas, glaciares, ríos, jardines recreados en el Grand Palais con un arte ilusionista practicado por un hombre que nunca se complacía del todo y citaba a Bourget: “Por suerte, todavía quedamos algunos que no tenemos ninguna estima por el mérito”. Oficialmente sólo declaró una enfermedad: los libros; era coleccionista de incunables y coffe-tables. Durante su estancia en el Hôpital Américain de París aseguran que fue un huésped encantador. A pesar de su fama de misántropo, le gustaba la gente, los jóvenes, los artistas y artesanos. En la cercanía era divertido, sagaz, muy curioso. Defendía su gusto por dormir solo. Consideraba el matrimonio homosexual demasiado burgués y defendía las pasiones “deportivas y limitadas en el tiempo”.
Karl, al que una vez vi sin gafas –tenía una mirada vibrante, sin bolsas ni monstruosidades–, combinó la tradición de los salones mundanos ilustrados con la posmodernidad. En los ateliers de París, las petites mains que bajo su mirada severa y tierna reprodujeron sus sueños recordarán siempre su espíritu, al hombre educado, al dandy posmoderno. Fue lector devoto de Catherine Pozzi, poeta de culto: “antes de entrar en la eterna morada/Cómo saber de quién soy la presa/ Cómo saber de quién soy el amor”. Solía despedirse apretando fuerte la mano y lanzando un beso al aire, como una estrella con guantes de cuero, el pelo empolvado, perfumado con Bal d’Afrique, sonriendo en la media distancia entre el hombre y la leyenda.
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26 de febrero de 2019
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Pastoral

Un ternerillo blanco de orejas en alerta me mira con curiosidad infantil.
Ignora que soy su destino.
 

Al hilo de la semana blanca, invento francés que tantos colegios españoles han adoptado, me voy a la cabaña que un amigo levantó en el corazón de un bosque de fresnos. Está a los pies de la Machota cuyos formidables pedruscos rodaron rotos por el hielo hasta la puerta de la casa. Aquí los llaman berruecos. Si rodara uno, nos aplastaría como cucarachas. Los que cayeron hace miles de años yacen medio enterrados entre áspera hierba de invierno y matas de brezo. Son magnos lomos de elefante en el color y la textura, pintados a lo Pollock por el liquen y el musgo.

Nos acercamos a la ciudad para comprar miel y vino. No hay mucho turismo pues se supone que estamos en la estación más fría. Nada de eso: luce un sol cegador y los forasteros llenan las terrazas. Miran en silencio el cielo azul cobalto con sus gafas de sol de policía americano. En una gran mesa tres parejas de rusos semidesnudos y perplejos beben la vodka a gollete. Han llegado hasta aquí de carambola y en sus ciudades dejaron una ventisca que congelaba los colmillos del oso polar. Están tan confusos como un tuareg en Reikiavik.

En el jardín de los frailes el boj de los arrayanes embalsama la atmósfera. Sopla un airecillo cortante, pero suave como una caricia de navaja. La masa inmensa del monasterio, todo él levantado con moles de granito tallado por geómetras obsesos, es un puñetazo de racionalidad en un paisaje alucinado.

Vuelvo a la cabaña, al fuego y a los libros para ver con qué elegancia se recogen las vacas y oír su música. El paso lento, adormecido, la blancura de la raza charolé, una belleza tan terrible como la de sus hermanas del Partenón. Un ternerillo blanco de orejas en alerta me mira con curiosidad infantil. Ignora que soy su destino. La noche lo apaga de golpe.

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26 de febrero de 2019
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Infierno

El infierno dejó de ser un lugar tenebroso, una selva oscura y ardiente donde se consumían las almas pecadoras, para convertirse en una metáfora de EGB. “Esto es un infierno”, aprendimos a decir ante cualquier situación sumamente fastidiosa o caótica, alejándonos de la amenaza del castigo eterno.
Hace poco menos de un año, el papa Francisco regaló titulares con una frase –“el infierno no existe”– de una entrevista firmada por Eugenio Scalfari, veterano periodista de 94 años y fun­dador de La Repubblica. No fue costosa la aclaración y no tanto porque Scalfari no tome notas ni grabe, sino porque Bergoglio, el pontífice que abrazó a la Iglesia de los pobres, ya había afirmado que el infierno no es una sala de tor­turas: “La condena eterna es alejarse de Dios”.
En verdad, el Papa tenía el infierno en casa. Su Iglesia había devastado a más de 100.000 víctimas en el mundo a lo largo de las tres últimas décadas, según ECA Global, una organización de supervivientes del abuso clerical, muchas de ellas menores de edad sobre las que se volcó una lujuria criminal. Quienes no se suicidaron, aquellos que soportaron la humillación de recibir dinero y callar para siempre, o los que fueron tachados de mentirosos o locos y nunca más enderezaron la espalda, han empezado a hablar. El #MeToo de las víctimas de los curas pedófilos y violadores resulta extremadamente doloroso, pues evidencia el perverso abuso desde todo aquello que representaban –incluso la mismísima llave del perdón–, depredadores camuflados de padres de la moral. Por fin se ha levantado un velo opaco, asociado al tabú y al estigma.
Una de las taras que siguen descolocando a nuestra sociedad consiste en la atracción sexual de adultos hacia niños, camuflada en sus entrañas. Los expertos afirman que median cinco pasos para que un pedófilo se convierta en pederasta: 1) tener deseos y pensamientos sobre el acto; 2) buscar justificación, excusas, juzgar a otros; 3) conseguir la confianza de la víctima, el grooming; 4) superar la resistencia y lograr que la víctima te entregue su voluntad vía manipulación o chantaje; y 5) cometer el crimen sexual. No se trata, por tanto, de un instinto, sino de una verdadera cacería: preparan calculadamente el crimen y, desde sus posiciones de poder y autoridad, acaban naturalizando su perversión, que se convierte en costumbre.
En el caso de sacerdotes, obispos y demás miembros del clero, su delito es doblemente oscuro, por ello esconden sus abusos y trafican con los sentimientos de sus presas. Maquinan con total impunidad ocultos bajo su sotana, tan alejados de su misión encomendada –que tantos otros religiosos desempeñan con vocación y entrega– y nunca deberían contar con la complicidad, la clemencia o el silencio de los suyos. El mea culpa entonado por el Sumo Pontífice y su llamada a terminar con esta podredumbre obliga a la Iglesia a enfrentarse de una vez por todas con sus propios demonios.
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25 de febrero de 2019
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Una lista

En tiempo de listados y grandes premiados doy aquí mi pequeña lista brevemente comentada de las mejores películas vistas en 2018, sin orden de preferencia en la decena elegida.

1. Roma. Alfonso Cuarón. El pequeño dolor humano contado con audacia técnica, honda simplicidad dramática y constante invención cómica.

2. Cold War. Pawel Pawlikowski. La guerra fría europea en coros y danzas, chanson francesa y jazz americano. El musical del año.

3. El Reverendo (‘First Reformed'). Paul Schrader. El fanatismo convertido en el bello arte de un fundamentalismo formal.

4. Lázaro feliz. Alicia Rohrwacher. La nueva fabulista de la gran tradición italiana del cine cristiano.

5. Casi 40. David Trueba. Alacridad sentimental de inspiración francesa en el marco incomparable de una España monumental que no se divisa.

6. Caras y lugares. Agnès Varda y JR. O de cómo ampliar en imágenes fijas lo transitorio: la vida humana, la vista, la memoria.

7. Burning. Lee Chang-Dong. Extraordinaria adaptación prolongada de un bello cuento de Murakami. Grandes actores.

8. El hilo invisible. Paul Th. Anderson. Alta costura fílmica para una historia de artistas y modelos protagonizada por trajes.

9. Petra. Jaime Rosales. Otro ejercicio de escamoteo del paisaje bello para realzar las figuras de una familia en descomposición.

10.La novia del desierto. Cecilia Atán y Valeria Pivato. Minimalismo delicado, road movie de carreteras secundarias, inolvidables rostros y cuerpos sin glamour.

 

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21 de febrero de 2019
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La mirada

Hacía tiempo que no sucedía, mucho tiempo, años. Durante una fracción de segundo, una fracción que no sé cuantificar, uno de los actores, no el protagonista, me lanza una mirada, desvía la mirada del lugar que señala el guión y, como un puñal helado, como un bisturí, penetra en mi cerebro comunicándome que quiere huir, salir de la pantalla, dejar el ridículo monitor. Hoy ha sido, antes fueron otros, Patrick Lyster, “Xavier" en la infravalorada Asesino a sueldo. Vi esta cinta en otras ocasiones y no recuerdo la súplica de Lyster. Quizá haya alcanzado el límite en su sufrimiento. ¿Lanzará la mirada a otros espectadores? ¿Por qué a mí?   

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20 de febrero de 2019
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La luna.Símbolo de transformación

 

Quienes sientan la necesidad de saberlo ABSOLUTAMENTE TODO acerca de la Luna están de suerte porque la editorial Atalanta acaba de publicar un monumental trabajo de Jules Cashford en el que la autora explora exhaustivamente los mitos, símbolos e imágenes poéticas (centenares de imágenes poéticas) acerca de la Luna, recurriendo entre otras fuentes a la historia, la antropología, la mitología o la imaginación para llevar a cabo un estudio de las ideas desde el Paleolítico hasta la actualidad. Nada menos.

Basta con echar una ojeada al índice de los capítulos, profusamente ilustrados, para hacerse una idea del alcance y el discurrir de los objetivos de la autora: La Luna y los ritmos de la vida, la Luna y las aguas, la Luna y la gran red de la vidas, la Luna y el Sol, la Luna y la fertilidad, la Luna y el destino, La Luna negra y la muerte, la Luna nueva y el renacimiento, etc. 

El título completo de la obra, La Luna. Símbolo de transformación, es otra muestra de que Jules Cashford no se ha limitado a realizar un trabajo enciclopédico, pues su intención es dar respuesta a lo que estos relatos e imágenes ponen de manifiesto acerca de la consciencia humana y su capacidad de evolución.  Al principio de todo, cuando la principal fuente de conocimiento para el homo sapiens era la observación del medio natural en el que estaba inmerso, lo primero que llamó su atención fueron la constante y cambiante sucesión de los fenómenos que afectaban a la Naturaleza y por lo tanto a su vida: el cielo y la tierra, la noche y el día o el ritmo de la aparición y desaparición de los astros celestes. La autora sostiene que lo sorprendente, sobre todo desde el punto de vista de una cultura solar como es la nuestra desde la adopción generalizada de la agricultura hace ahora más de tres mil años, es que fuese la luna y no el sol el principal foco de las ideas y prácticas sagradas una vez que estas asumieron un alcance cosmológico. Para dar respuesta a las grandes preguntas que el ser humano se ha planteado a si mismo desde sus orígenes, el primer objeto de observación y estudio fue la luna, con sus salidas y ocasos aparentemente caprichosos, sus ritmos de crecimiento y disminución o  el mismo hecho de desaparecer del todo para reaparecer unos días más tarde. Gracias a ella, según la autora, el hombre primitivo pudo concebir algo tan abstracto como es el tiempo o el concepto de ciclo, y ahí se inició el desarrollo del pensamiento deductivo y  racional, siempre visualizado mediante el recurso al lenguaje simbólico.

 El problema, que la combativa Jules Cashford cuestiona una y otra vez, es que el pensamiento simbólico no sólo fue anterior al discurrir racional y al lenguaje discursivo actual sino que encima era indiscernible del sentimiento religioso y los primeros intentos de explicaciones científicas. Lo cual hace que el pensamiento simbólico sea rechazado tachándolo de fantasioso y carente del respaldo de “lo real”. Para Jules Cashford ese rechazo es empobrecedor porque el discurso simbólico no es  dialéctico sino integrador, y en lugar de atomizar el conocimiento creando compartimentos estancos que muchas veces sólo se afirman negando a sus contrarios, crea imágenes inteligibles, evocadoras y capaces de seguir expresando allí donde los restantes discursos guardan silencio.

Albert Einstein, poseedor de un discurso inclusivo que iba mucho más allá de la teoría de la relatividad, planteó el problema de la tendencia exclusivista y disgregadora actual de la siguiente forma: ”El poder desencadenado por la bomba atómica lo ha cambiado todo salvo nuestra forma de pensar. Por eso nos encaminamos hacia catástrofes sin precedentes”. Por decirlo como Jules Cashford lo repite en cierto modo a lo largo de su libro, el ser humano tiene actualmente la misma necesidad de dar respuestas que tenían sus ancestros más lejanos. Ellos carecían de lenguaje y se lo inventaron a base de transformar su pensamiento como queda reflejado en este libro. Todo hace suponer, por decirlo como lo hace Einstein, que se impone un cambio en la  forma de pensar y que si no se cuestiona el rechazo tan radical a lo simbólico nos aguardan catástrofes sin precedentes.

Por fortuna, y aunque sea de forma puntual, algo parece estar cambiando. Porque, sin ir más lejos, cuando ese científico de la NASA que acciona todos los días los mandos que le permiten manejar el vehículo que él mismo contribuyó a que llegar sano y salvo al lejano Marte, al prever los peligros que suponen para sus aparatos viajando por el espacio la existencia de los misteriosos agujeros negros, ¿no está en pleno  lenguaje simbólico (por no llamarlo directamente poético) cuando los define como “horizontes de acontecimientos absolutos”? Seguro de Jules Cashford lo tomaría de inmediato por uno de los suyos.

La Luna. Símbolo de transformación.

Jules Cashford

Traducción de Francisco López Martín

Atalanta

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20 de febrero de 2019
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Cerrado por paternidad

"Me cogeré unos días”, se respondía hace apenas año y medio cuando a los señores importantes, como el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, les nacía un hijo y renunciaban “generosamente” a su permiso de un mes en aras de la responsabilidad de gobernar. También ocurría con las políticas madres: Soraya Sáenz de Santamaría o Susana Díaz no consumieron sus bajas ni las juntaron con los días de vacaciones para alargar el apego y procurar el anclaje a la nueva vida. Así nos habían pintado el panorama, hasta el extremo de convertir en inmoral lo esencial, porque todos sabemos que se puede cambiar de todo en la vida, de casa, chaqueta, pareja, trabajo, sexo, nombre, pero nadie puede cambiar de hijos, un vínculo eterno. En nuestra sociedad patriarcal, el machismo relegó al padre al papel de abastecedor, expulsándolo del núcleo familiar, mientras que afecto e intimidad correspondían a las mujeres.
El feminismo y el progreso favorecieron la construcción de un nuevo modelo paternal en el que ambos progenitores tenían los mismos derechos y responsabilidades. Y por ellos han luchado a brazo partido, también para ser equiparados en sus diferentes precipicios cuando se rompe la unión (y pienso tanto en las mujeres que en los años sesenta perdían la custodia por ser infieles como en los padres de los noventa que, tras separarse, debían cruzar el infierno). En el 2003 escribí un libro sobre la transformación de la masculinidad a partir de 1.300 diarios de hombres contemporáneos. “No tendrá éxito porque aquí apenas ha cambiado nada”, me auguraron mis mejores amigos con acierto. Entonces, la custodia compartida era una rareza, y me impactaron los testimonios de padres divorciados que tan sólo podían ver a sus hijos cada quince días. Hoy sabemos que cualquier política de igualdad cojea si no otorga los mismos derechos y obligaciones a los padres, pues la coeducación es un principio vital para conciliar en familia.
En nuestra cultura medida por las urgencias y los personalismos, parece inaudito que el líder de Podemos, Pablo Iglesias, cumpla su baja paternal mientras ruge la marabunta, se convocan elecciones y se acusan en sus filas las fugas de talento. Acostumbrados a anteponer el mandato a la vida, algunos se hacen el harakiri en las tertulias; que salga volando Iglesias del pequeño mundo de la estimulación sensorial, la ternura y los cólicos del lactante para preparar la campaña. Y que Montero vuelva a casa a hacer las papillas. Dar un paso atrás de la primera fila para ejercer la paternidad activa y responsable, ¿es esa una forma de hiperliderazgo? Ojalá muchos de nuestros dirigentes interrumpieran sus rutinas profesionales al ser padres, sería un buen indicador de una sociedad menos miserable.
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20 de febrero de 2019
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El rostro (II)

Todo rostro es un milagro, como toda vida.

 

La vida es lo más raro dentro de una larga extensión de muerte, dentro de una larga extensión de materia sin conciencia.

Todo aquel que nace es el resultado de una vertiginosa selección desde el origen del tiempo...

y todo rostro está como unido a una cuerda cósmica. Es como un cristal chispeante dentro de un impensable juego de abalorios.

 

En el fondo, es asombroso que todo rostro deje de ser extraño al ser mirado, como si todo rostro llevara impresa en él la marca de un antiguo reconocimiento, de una antigua y reconocible esencia de humanidad.



[ADELANTO EN PDF]
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19 de febrero de 2019
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El teatro de Gustavo Tambascio, un recuerdo

 

El habla arrebatada, el timbre alto de voz, la frecuente risa sarcástica, anunciaban, incluso a distancia, la figura singular e irresistible de Gustavo Tambascio, que murió en Madrid el pasado año en plena actividad creadora. Nacido en Buenos Aires en 1948, Tambascio fue actor infantil en una compañía creada por su hermana Luz, trabajando también, aún adolescente, en radio y televisión. Militante temprano en grupos artísticos de la izquierda, tuvo que dejar su país natal, como tantos otros compatriotas del teatro, el cine y la literatura, en 1976, tras el golpe de estado de los ‘milicos', instalándose él durante un largo periodo en Venezuela, donde desarrolló múltiples actividades de gestión musical y docencia; en el Ateneo de Caracas debutó en 1980 como director de escena de una ‘Pulcinella' de Stravinsky. Después de un primer y largo periplo latinoamericano, Tambascio llegó en 1988 a Madrid, ciudad en la que, sin dejar de viajar profesionalmente por los confines de Europa y las dos Américas, se instaló con su familia, obteniendo la nacionalidad española.

Le conocí a finales de 1990, cuando, siendo yo director literario del Centro Dramático Nacional que dirigía entonces José Carlos Plaza, se presentó en el teatro María Guerrero con una timidez aparente y dos propuestas muy originales. La primera, ya estrenada en el teatro Arriaga de Bilbao, era un estupendo montaje de ‘El viaje de Kant a América' (‘Immanuel Kant' en su título original), obra de ese grandísimo dramaturgo, tan grande como novelista, que fue Thomas Bernhard, entonces apenas escenificado fuera del ámbito germánico. El montaje se programó en la sala grande del María Guerrero en 1991, asumiendo un año y medio después el CDN la producción en pequeño formato, dentro de la llamada Sala Margarita Xirgu (un amplio salón del primer piso del teatro) de ‘Fernando Krapp me ha escrito esta carta', sugestiva pieza de Tankred Dorst basada en un relato de Unamuno. Otro proyecto que el CDN le encargó a Tambascio, el estreno mundial de la única obra teatral de Luis Cernuda, ‘La familia interrumpida', no hubo tiempo de encararlo, por la salida abrupta de Plaza, aunque Gustavo, enamorado de ese texto cernudiano imperfecto pero fascinante, logró estrenarla en 1996 en una muy lograda producción del Festival de Otoño que se vio en Madrid, Sevilla y Málaga. Meses antes, vi trabajar de cerca a Tambascio, hombre de amplios conocimientos musicales y vasta cultura literaria, en el montaje del Teatro de la Zarzuela de ‘La madre invita a comer', mi segundo libreto operístico para Luis de Pablo, de quien ya antes Gustavo había llevado a cabo el estreno absoluto de la versión representada de una de las más relevantes obras vocales del compositor bilbaíno, ‘Tarde de poetas'.

He hablado de mis primeros contactos con Gustavo Tambascio, que fueron en los últimos veinte años frecuentes, estimulantes e infaliblemente chispeantes, pero lo que no podría es plasmar aquí, por falta de espacio, la variedad y riqueza de sus innumerables puestas en escena, en las que siempre brillaba (aun en las no del todo bien resueltas por premuras o limitaciones de presupuesto) su talento plástico, su potencia narrativa, la fantasía de sus ocurrencias. Y todo ello teniendo un registro muy amplio, que iba desde un exitoso montaje del musical de Broadway ‘El hombre de La Mancha', interpretado por Paloma San Basilio y José Sacristán, a su querido repertorio de ópera barroca y cortesana, en el que abarcó desde Lully a Durón, Literes o Nebra, desde Gluck a Haendel, sin olvidar nunca la zarzuela, que adoraba con conocimiento de causa.

Quiero acabar evocando las últimas memorias teatrales que conservo de él como espectador. Su formidable trabajo de explicitación dramática de ‘El loco de los balcones', un bello texto lírico de Mario Vargas Llosa, en el Teatro Español (2014), con magistral actuación de Sacristán, el empeño arriesgado en dotar de vivacidad a una ópera algo rígida y discursiva como ‘El emperador de la Atlántida' de Viktor Ullmann (Teatro Real, junio de 2016), y especialmente su determinación, que venía de antiguo, en defender sobre los escenarios el teatro del franco-argentino Copi, autor que le obsesionaba y entendía a la perfección. El montaje de `La nevera´ (‘Le frigo'), monólogo fulgurante que interpretó otro polifacético, Enrique Viana, en los Teatros del Canal (2017), tenía la gracia absurda y el atrevimiento descocado que el texto original exige. Mi saludo de felicitación entre bambalinas, al acabar la función, es la postrera imagen personal que siempre he de guardar de este gran apasionado del teatro, que él recorrió hasta el último día con el ansioso afán, lleno de humor e inteligencia, que ponía en su vida y en sus realizaciones.

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18 de febrero de 2019
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Promesas rotas

Tras la debacle sufrida por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en las elecciones presidenciales, los 14 comandantes históricos que forman la cúpula suprema, anunciaron su jubilación a través de Medardo González, secretario general, asumiendo "la responsabilidad de los resultados electorales".

Toda una novedad en un partido que por su autoproclamada naturaleza revolucionaria, está en la lista de aquellos que conceden a sus dirigentes históricos el privilegio de la inamovilidad. Sorprendente, porque es lo que ocurre en las formaciones políticas modernas, sobre todo en Europa, donde los derrotados renuncian por regla y se van para sus casas.

Tanto el Frente Farabundo Martí como el Frente Sandinista de Nicaragua estuvieron divididos en tendencias y llegaron a alcanzaron la unidad; y tras el triunfo de 1979, el sandinismo se lo jugó todo de cara a Estados Unidos para apoyar a la organización salvadoreña en armas.

La razón que la administración Reagan alegó para financiar a los contras que trataban de derrocar al gobierno sandinista, fue que sólo buscaba interrumpir las líneas de apoyo logístico que iban desde Nicaragua hacia la insurgencia en El Salvador; si ese apoyo cesaba, la revolución nicaragüense sería dejada en paz.

El respaldo continuó por una década, a un costo desmesurado, pues la guerra de los contras devastó a Nicaragua; y lejos de un triunfo militar, lo que el FMLN consiguió fue un acuerdo paz con el gobierno del presidente Alfredo Cristiani, del partido ARENA, firmado en México en 1992, lo que le permitió convertirse en una fuerza política a cambio del abandono de las armas.

Desde entonces se creó un tenso equilibrio político entre dos partidos, ARENA a la derecha, y el FMLN a la izquierda, el cual duró cerca de treinta años, al viejo estilo tradicional latinoamericano donde el escenario se solía dividir entre dos fuerzas históricas de signo contrario. Hasta que, igual que en otros países, llegó la hora de las terceras fuerzas, con el triunfo aplastante de Nayib Bukele.

El FMLN llegó a conseguir un caudal de votos suficientes para emparejar a ARENA como fuerza parlamentaria, y después pudo conquistar la presidencia en 2009 con Mauricio Funes, ajeno a las lides guerrilleras, y luego en 2014 con uno de sus fundadores, el comandante Salvador Sánchez Cerén.

Una guerrilla que llevó adelante una lucha sacrificada de años, y vivió los riesgos del combate en el que tantos cayeron, al convertirse en partido político, y alcanzar el poder, despierta inmensas esperanzas, sobre todo entre los más humildes.

Confían en que se cumplan las promesas heroicas que marcaron los años de combate. Esperan una forma de hacer política alejada de la demagogia, esperan la restauración de la ética.

Si advierten que quienes se han comprometido a cerrar los abismos de pobreza y acabar con la corrupción olvidan lo que ofrecieron, y todo sigue siendo lo mismo, harán lo que ha sucedido, castigar al partido de las promesas rotas.

¿Cómo es posible que un partido que se presenta como encarnación de la causa de los pobres, ampare a alguien acusado de corrupción?, es una de tantas preguntas dolidas de quienes han dejado de votar al FMLN. Funes, reclamado por la justicia salvadoreña, se encuentra prófugo en Nicaragua, donde ha recibido asilo político de parte del gobierno de Daniel Ortega, sin que el gobierno de Sánchez Cerén haya reclamado su extradición.

No es de extrañarse entonces que tantos centenares de miles desertaran para ir a votar por Bukele, expulsado antes de las filas del partido por contradecir la línea ortodoxa, y que siendo tan joven haya atraído el voto de los jóvenes.

La renuncia de la cúpula histórica abre esperanzas, pero también interrogantes. ¿Habrá de verdad una nueva dirigencia del FMLN renovada, abierta al libre debate de las ideas y a la pluralidad interna de opiniones? ¿O se trata sólo de instalar otras caras viejas fieles al pensamiento vertical y único?

Apenas en 2015, el FMLN estableció oficialmente que "un elemento esencial del fortalecimiento ideológico y político es erradicar de sus filas cualquier vestigio de la ideas reformistas, derrotistas y claudicantes...". Entre quienes ahora hacen mutis, una de las altas dirigentes dijo tras conocerse los resultados electorales: "nosotros somos más que votos".

Esa no es sino la vieja idea de la vanguardia, que se sitúa por encima de la voluntad popular, aunque pierda. Así no hay renovación posible. Por eso, el FMLN sólo podrá sobrevivir si quienes asumen las riendas abren puertas y ventanas y dejan entrar la luz y el aire.

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18 de febrero de 2019
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