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Mal trago

No reconocí a los comensales, quiero decir que cuando se sentaron a mi mesa -estaba tomando el aperitivo- tuve el impulso de levantarme, de cambiar de sitio, lo que era posible en aquel instante ya que el restaurante estaba vacío, circunstancia que dejó de ser así al cabo de unos minutos cuando un grupo numeroso de viajeros invadió el comedor ocupando las mesas de forma aleatoria. Los tres individuos que comerían conmigo, avanzadilla del grupo, me saludaron con un impreciso "¿qué fue?" y, al momento, tuve la sensación de que al menos uno no era hombre -ya comenzaban en esos años los cambios de sexo-. Entonces, gracias a una rápida mirada a mi alrededor, comprendí que la mayoría de los viajeros pertenecían a esa nueva categoría, y cuando los tres de mi mesa descubrieron que mi condición era de normalidad y el lugar de mi residencia habitual era este pueblo, intentaron agredirme, el de mi derecha y el de mi izquierda con los tenedores, que iban a clavármelos en los ojos, al tiempo que el de enfrente intentaba herirme en el abdomen con sus botas provistas de cuchillas.

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7 de marzo de 2019
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Idomeneo en Madrid: La primera obra maestra de Mozart ilumina dramas actuales y eternos

 

Muchas veces me pregunto por qué me sigue maravillando, emocionando, enriqueciendo ver óperas. Y todas las respuestas me vienen a la mente cuando veo, como acabo de ver, cómo el gran director de escena canadiense Robert Carsen logra emocionar y hacer pensar a un público actual con el drama Idomeneo, considerada por muchos como la primera obra maestra de un Mozart de 25 años ya en total dominio de su genio musical y dramático. 

Idomeneo está basada en un drama francés de la ilustración: el rey de Creta así llamado, al volver triunfante de la guerra de Troya, sufre una terrible tormenta en el mar y promete al dios Neptuno que sacrificará al primer humano que se le cruce si lo salva. Lo encuentra en la playa su propio hijo Idamante, y al tratar salvarlo y no cumplir su promesa, pone al reino entero en peligro.

Finalmente, al ver que el valiente Idamante acepta el sacrificio por amor al padre, Neptuno perdona a éste pero le ordena abdicar. Lo sucederá Idamante junto con Ilia, su amada, la hija del derrocado rey de Troya. 

Yo había visto cuatro versiones de Idomeneo, incluida una pulcra y oscura, de chapoteo sobre el agua, en Barcelona, y otra muy lujosa en el Met de Nueva York, con Plácido Domingo en su único papel mozartiano. Pero esta fue de lejos la que más me gustó. En la puesta en escena de Carsen, la historia se me reveló con un mensaje nuevo y un significado para el presente, mientras se mantenía siempre fiel al nudo y el sentido del original.

Al final del segundo de los tres actos, cuando el rey de Creta piensa que ha logrado escapar de su promesa a Neptuno de cometer parricidio, una terrible tormenta se desata en el mar y un monstruo espantoso se eleva ante el estupor de los cretenses. Estamos en el momento crucial de una puesta en escena ambientada en la Creta de hoy: los troyanos que huyen de la destrucción son sirios refugiados apretujados detrás de una valla en la arena, y en un inmenso lienzo se proyectan los humores del cielo al compás de la celestial música de Mozart.

Entonces Idomeneo, en traje militar y fusil en mano, se acerca al proscenio y una luz potente lo ilumina de abajo. Sobre el cielo se proyecta su sombra amenazante. El pueblo tiembla ante el monstruo… que no es otro que la sombra de su gobernante. 

La noche estuvo llena de momentos mágicos, iluminadores como este. En ninguna otra he visto con tanta claridad la lucha por el corazón del heredero de Creta entre las princesas de los bandos rivales en la guerra, como una continuación de la contienda. Ilia, hija de Príamo de Troya contra Electra, hija del caudillo griego Agamenón. Gana la que perdió la guerra, gana la paz, y en la escena final, el coro y más de cien actores vestidos de uniforme se van desvistiendo al son de una marcha, y quedan como moradores de una ciudad actual. Acabó el horror.

El tenor dramático Eric Cutler interpretó al protagonista con potencia y garbo, como un héroe torturado por su conciencia, un líder vencido por su debilidad. Su fuerza actoral y su enorme estatura ayudaron a que su silueta y su sombra dotaran de fuerza visual al espectáculo.  El tenor lírico David Portillo dotó de emoción y delicadeza a su Idamante, con preciso control de la línea mozarteana. La soprano Annet Fritsh (Ilia) y la  mezzo Eleonora Buratto (Elettra) fueron duras contendientes por la mano del heredero: cada una de ellas mereció una fuerte ovación en sus arias clave; de hecho, la famosa aria de la locura y la muerte de Electra, al saberse vencida, fue el momento más dramático de la noche.

Yo había visto y oído a la Orquesta del Teatro Real la noche anterior, acompañando un bello recital del barítono galés Bryn Terfel, que fue del dios Wotan de Wagner a El violinista en el tejado. Bajo la batuta de un director promedio, los instrumentistas me habían sonado cansados, monótonos.

Un día más tarde, la manera en que estos mismos músicos pusieron fuego, precisión punzante, dulzura de pluma y alegría en las notas tristes me hizo ver la enorme calidad y la conexión con sus músicos del eminente director británico Ivor Bolton, que es el titular de esta orquesta. Sus movimientos eléctricos desde el podio provocaban chispas arriba y abajo del escenario. ¡Qué precioso Idomeneo!

 

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6 de marzo de 2019
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El día violeta

No es por el maquillaje, ni la molestia del rímel que aquilata las pestañas. Tampoco por las medias de 10 deniers que se rompen al estrenarlas; ni por la dependencia del tinte que asusta a las canas. No es por la regla, que acaba gobernando nuestro humor o nuestra frustración, la que esperamos ansiosas en los años en que no debíamos quedarnos embarazadas y odiamos cuando se resiste a retirarse durante nueve meses.
No, en verdad no es por la minifalda, muslos helados, moral caliente; ni por el piropo tontuno ni por la compleja relación con nuestras tetas, que siempre o bien nos sobran o nos faltan y alternan el erotismo con los sacaleches. Tampoco es por hablarle a tu pareja y que no responda, o sólo articule alguna onomatopeya porque ya empieza a ser una costumbre el monólogo femenino. No es por tener en la cabeza los horarios de tus hijos junto a la lista de la compra, las averías de casa y las citas con el oncólogo de tu madre. No es porque el ángel del hogar persiga al diablo de la autonomía.
No es porque resultes insoportable al tener algún tipo de poder, o que molestes por ser poco o demasiado femenina, por no estar nunca comme il faut.
Pero sí es por perder los apellidos de nuestras madres, que abandonamos con naturalidad siguiendo el orden natural de las cosas. ¿Natural? También es por el poco espacio público que la sociedad patriarcal les cedió a ellas, esclavas, musas, secretarías y psicólogas de sus maridos y hasta de su prole, que hoy se conforman con una pensión limosna. Madres a tiempo completo que nada supieron de horas extras, realización personal o narrativa feminista, cuyo esfuerzo nunca ha sido contabilizado en el PIB (cuando el trabajo no remunerado de las españolas supondría el 41% del mismo). Sí es por las mujeres precarizadas: las paradas, las kellys, las aparadoras de zapatos, las madres solas, las inmigrantes que han tenido que postergar a sus hijos para cuidar de los nuestros. Sí es por las deprimidas, las que fueron encadenando pérdidas hasta que se apagó su luz interior porque la enfermedad mental también está feminizada, igual que la pobreza.
El 8 de marzo no es cuestión de sexo o género, ni de número o ideología. Es de las mujeres que callan el miedo y quieren tirar la toalla. De las acosadas, perseguidas, violadas y asesinadas. De lassintecho. También de las abuelas que sostienen el orden, y de las trabajadoras que tendrían que afanarse 52 días más al año para cobrar lo mismo que sus compañeros. Pero, sobre todo, este 8 de marzo será el de nuestras hijas, porque en ellas prende la esperanza de la igualdad real, sin sucedáneos ni engañifas ni costillas de Adán. Para que logren vivir la igualdad como un bien cotidiano y no sólo en el día más violeta del año.
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6 de marzo de 2019
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La palabra que huye

Las mesas de conversación literaria en el Festival Correntes d'Escritas celebrado en Póvoa de Varzim giran alrededor de versos sacados de las poesías de Sophia de Melo Breyner, la gran escritora portuguesa muerta en 2004. 

"En el punto donde la soledad y el silencio/se cruzan como la noche y como el frío/esperé como quien espera en vano/tan nítido y preciso era el vacío...", dice la estrofa de cuyo último verso he debido sacar mi propia reflexión.

Para un escritor de empeño diario no existe vacío más absoluto y aterrador que el de la página en blanco. Esto puede ser ya un lugar común, pero no por eso es menos verdadero. 

El miedo a lanzarse a la nada tecleando la primera letra de una palabra que se enlazará en una frase que tememos desde ya fallida; de allí la parálisis de los dedos que se resuelve en la vacilación, el intento frustrado que quedará lejos de lo que la idea busca decir. Entonces las tachaduras repetidas, la frustración ante la mañana de trabajo que avanza sin frutos, las hojas arrugadas que llenan el cesto de papeles. 

Robert Graves dice en Adiós a todo eso, que nunca olvidó el consejo del director de la escuela secundaria que dejaba en 1914 para irse las trincheras al empezar la primera guerra mundial: "recuerda esto, tu mejor amigo es el cesto de papeles".

Cuando viví en Berlín Occidental en los años setenta del pasado siglo, como escritor en residencia, me sentaba todas las mañanas del mundo frente a la máquina, dichoso de que una fundación benéfica me pagara solamente por escribir. 

Me convertí entonces en el mejor cliente de la papelería de la esquina en mi barrio de Wilmersdorf. Enemigo de las tachaduras, sacaba del carro hoja tras hoja, que iban a dar al cesto que de manera tan fiel custodiaba mi trabajo a mis pies.

Era porque no sólo pretendía la página perfecta en términos de la escritura, eso que nunca se consigue, sino también en cuanto a la estética visual: nada de tachaduras. Una manía doble: buscar el párrafo exacto y, además, limpio ante el ojo.

Ahora, la página en blanco tiene en la pantalla de la computadora esa misma pureza del papel. Pero ya no hay el problema estético de la página que debe parecer perfecta a la vista. No hay borrones innobles, no hay tachaduras que despiertan la ira reprimida que trae consigo digitar mal más de una vez. Cada párrafo es visualmente puro porque el ojo no tiene pretexto para las inconformidades. 

Pero es una perfección mentirosa, porque la página digital lo único que sabe es guardar falsas apariencias. Si dejáramos esa página sin reparos ni castigos, estaríamos andando por el camino de la mala escritura, aquella que pretende no necesitar nunca correcciones.

Y aunque corrijo muchas veces en la pantalla, en algún momento hay que imprimir esa página para llevarla al mundo real del papel, y entonces, empezar a corregir con el lápiz afilado, a luchar cuerpo a cuerpo con las palabras hasta el amanecer, como Jacob con el ángel, hasta derrotarlas, aunque terminemos descoyuntados.

Vladimir Nabokov explica este desajuste entre palabra e idea en La verdadera vida de Sebastián Knight: Hay que cruzar ese "abismo que se abre entre la expresión y el pensamiento"..."ninguna idea real puede decirse que exista sin las palabras hechas a su medida..." 

Hacer que las palabras se acerquen lo más posible a las imágenes desplegadas en la mente. La palabra exacta, dice Flaubert. "Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la escogencia de las palabras" escribe en una carta Louise Colet. 

La palabra que calza como anillo al dedo. La pieza adecuada, el tornillo, la biela, colocados en el lugar preciso de la máquina para que pueda andar con armonía, sin notas desafinadas ni ruidos molestos.

"Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo", dice Rubén Darío en un soneto en que late esta ansiedad por la búsqueda de la exactitud verbal, sólo para lamentarse adelante: "Y no hallo sino la palabra que huye...".

O como se reclama Octavio Paz en Las palabras: "Dales la vuelta/ cógelas del rabo (chillen, putas)/azótalas/...haz que se traguen todas sus palabras..."
La página en blanco está llena de sombras, de palabras fugitivas. Hay que buscar atraparlas, y eso significa atrapar la gracia. La escritura es un milagro provocado. Y no pocas veces un milagro una y otra vez corregido.

 

 

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5 de marzo de 2019
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Hablamos

En este momento, 555 millones de lectores pueden leer esta columna sin traducción. Mañana serán más
 

Un dato digno de consideración es que el producto español de mayor éxito haya sido y sea su idioma. Llamarlo "producto" es un abuso, ciertamente. Las lenguas solo son productos (militares o financieros) cuando se utilizan para forzar una sumisión política. No es el caso del español, pobre criatura. La expansión y fortaleza del español han sido efecto de la política, como en todos los idiomas, pero hace siglos que ya no lo es. Se convirtió, con toda modestia, en un fenómeno planetario. Lo resume muy bien el título de un libro de reciente aparición: Más de 555 millones podemos leer este libro sin traducción (Taurus). Un título tan largo se corresponde con un contenido extenso y variado. Hay artículos rigurosos y otros sólo (políticamente) correctos, pero sus editores, José María Merino y Álex Grijelmo, han procurado ofrecer un panorama bastante completo del estado actual de nuestra lengua común.

Evidentemente, el español no es español, sino mundial. Cuenta Merino con buena prosa cómo le fascinaba, de pequeño, la perorata de Cantinflas o los melismas de Gardel. Todos hemos gozado del léxico y la música de las múltiples hablas americanas. Sus peculiaridades nunca han sido juzgadas imperfectas o infames. Todo lo contrario. Y también los escritores, para quienes Rulfo, Vargas Llosa, Onetti o Carpentier abrieron inesperadas ampliaciones del campo lingüístico. ¿Se habla mejor el español en América que en buena parte de España? Sin duda es frecuente oírlo más gracioso y refinado. En contra tenemos, hoy, un puñado de españoles que por motivos religiosos, políticos o estéticos quieren hacerlo desaparecer de sus regiones. No será fácil: 555 millones de lectores pueden leer esta columna sin traducción. Mañana serán más.

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5 de marzo de 2019
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El buen impostor

Los hay que diseñan muebles, trajes o barcos, y quienes diseñan campañas. Así se denomina al proceso de salir a vender el pescado en política. Queda fino apropiarse del verbo diseñar, hoy multiusos, y otorgar así un toque de artes aplicadas al acto de definir listas, programar mítines, buscar eslóganes, fotografiar carteles e idear cientos de posibles réplicas y contrarréplicas para lograr la victoria.
Existe, no obstante, un punto de partida que tiene mucho de inconveniente, y es su determinación en convencernos de que son los mejores. ¿Quién puede creer a alguien que dice ser el número uno? Se nos escapa un hilillo de vergüenza ajena frente a la exhibición de tanta trascendencia.
Porque aquellos que dicen de sí mismos ser excelentes acostumbran a esconder graves carencias, propietarios de una piel marmórea que los protege de los espasmos interiores que sacuden a la mayoría de las personas cuando son ridiculizadas o injuriadas. Alardean de tener las ideas muy claras hasta el extremo de atemorizarnos con su rectitud, ya sea en forma de 155, aborto o Franco. Y probablemente nunca hayan sentido esos síntomas que torturan a las víctimas del llamado síndrome del impostor.
En los años setenta, diferentes investigaciones psicológicas resumieron que se trataba de un rasgo propio de las mujeres con un alto rendimiento profesional. Cuanta más preparación, más inseguridad se extendía sobre una misma. Con los años, acabó aceptándose que se trataba también de un temor extendido entre los ejecutivos, y más cuando conseguían cerrar grandes tratos. Su voz interior les decía que eran unos falsarios, que habían engañado al prójimo, y salirse con la suya les hacía cuestionar su valor y su capacitación.
Cuánto nos lamentamos por sentir este vértigo, el frenazo de encontrarnos estúpidos al mirarnos al espejo y reprocharnos la falta de habilidad o de talento. También nos asaetea otro síndrome, el llamado espíritu de la escalera –es tras haberla bajado cuando nos viene a la cabeza lo que no supimos decir en el momento preciso, con brillantez, mientras estábamos arriba–. Lo padecen quienes secretamente se sienten impostores y dan más de un paso atrás, atrapados entre el ansia y la temeridad, pero también macerando la idea. Y eso obliga a estar en guardia, a no creerse halagos ni vejaciones, pero también a gustarse lo justo.
Leo a Kristin Wong en Medium recoger las opiniones de psicólogos que revierten la mala fama del mito y aclaman las virtudes de sentirse impostor. En ocasiones, la parálisis y el bloqueo impiden crecer profesionalmente, pero la porosidad de la duda contribuye a tener la mente abierta, a ser más observadores y a saberse moldear ante lo nuevo. Lo curioso es que los impostores de verdad se engañan a sí mismos de tal forma que acaban creyéndose auténticos salvadores de patrias, desconocedores de las agujetas anímicas –e inspiradoras– que atraviesan las tripas de los pseudoimpostores.
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4 de marzo de 2019
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Nuevos nombres en la literatura japonesa

Meses atrás descubrí a Taeko Kono (1926-2015), una escritora japonesa que acaba de ser relanzada en los Estados Unidos por New Directions (todavía no traducida al español). El libro se llamaba Toddler-Hunting, y el cuento de ese mismo título (1961), que podía traducirse como "La caza del niño", trataba precisamente de eso: de la locura de una mujer llamada Akiko por los niños: "no sabía cuándo había comenzado su atracción por ellos, pero con cada año año que transcurría la intoxicaba más su compañía. Últimamente, sus encuentros con niñitos le habían producido un intenso placer". Akiko se dedica a comprar ropa para niños y luego busca la amistad de sus madres para regalarles la ropa. El cuento visita el fetichismo y la perversión más explícitos, convirtiendo a los niños en objetos eróticos, y explora una patología con impecable precisión psicológica realista y una prosa llena de matices.

Me pregunté cuántos otros grandes escritores había en el Japón, perdidos tras esas cumbres llamadas Akutagawa, Mishima, Tanizaki, Kawabata, Oe, Abe, Soseki, y tras la avasalladora popularidad de Murakami. Recordé a Haruo Sato (1892-1964), cuya proyección se vio afectada por su apoyo al militarismo de su país durante la segunda guerra mundial; El pájaro demoníaco (Satori) es un conjunto de cuentos fantásticos, entre los que destacan "La casa del perro español" (1914) -capaz de entregarnos, detrás de la ventana de una casa en el campo, una imagen del más puro realismo maravilloso- y "El pájaro demoníaco", una ficción antropológica en torno a la leyenda de un pájaro capaz de destruir las vidas de ciertas personas intolerables. Pensé en el poeta Hagiwara Sakutaro (1886-1942), a quién descubrí en una antología de Jeff Vandermeer, con un cuento -el único que escribió- llamado "El pueblo de los gatos" (1935) que trabaja como pocos la disonancia cognitiva, la sensación de que aquello que llamamos realidad es ilusorio y basta que tomemos el camino equivocado para encontrarnos con el misterio.

El presente de la literatura japonesa es diverso y potente, se apoya mucho en estos autores de ficción extraña e incluye a Yoko Tawada, Yoko Ogawa, Masatsugu Ono, Hiromi Kawakami, Sayaka Murata y Yukiko Motoya. De ese grupo la que más me interesa es Motoya. Su libro de cuentos The Lonesome Bodybuilder (2018) es un sitio de encuentro para los delirios de la ficción extraña y la imaginación del animé. A ratos puede quedarse en lo puramente pintoresco, como en "Typhoon" -que insinúa que gracias a los paraguas uno podría volar- y "Fitting Room" -una mujer se prueba ropa en el probador de una boutique, y se sigue probando hasta que llega la noche, y la que lo atiende decide llevarla a otra tienda, y siguen pasando las horas y puede que la persona en el probador no sea ni siquiera un ser humano-, pero en otros momentos el desborde imaginativo, la inventiva sorprendente y la lógica onírica se conjuran para ofrecer grandes cuentos: "An Exotic Marriage" -una mujer recién casada descubre que los rasgos de la cara de su esposo se mueven y cambian y se van pareciendo a los de ella-, "The Lonesome Bodybuilder" -una mujer decide de pronto dedicarse al fisiculturismo- y el mejor de todos, "The Dogs", una fábula hermosa y terrible sobre la soledad, acerca de una mujer que se retira a una cabaña en las montañas para vivir con una jauría de perros.

(La Tercera, 3 de marzo 2019)

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3 de marzo de 2019
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El rostro (III)

Para percibir en nuestro rostro una continuidad y una identidad, nos miramos en el espejo todos los días.

 

Esa acción, más bien involuntaria, es nuestra guía de bitácora en la navegación continua por nuestro propio ser.

 

Imaginemos lo que pasaría si, por las razones que fueran, no pudiéramos mirarnos en ningún espejo durante años...

¿Nos reconoceríamos? No enseguida. Para reconocernos, tendríamos que hacer un vertiginoso ejercicio de memoria.

 

Todo lo anterior sirve para indicar lo importante que es mirarse y mirar. Si nos atribuimos una cara, si la necesitamos para configurar el imaginario de nuestra identidad, estamos obligados a atribuirle una cara también al otro, pues de no ser así, nos quedaríamos sin los ojos que nos miran y nos diferencian.

 

El otro puede ser y es nuestro espejo. ¿Tramposo? Sí, pero no menos que el espejo de nuestra casa, si bien de diferente manera.

 

La vida es una danza de conciencias, de reflejos, de cuerpos y de espejos. Y es bueno que así sea. Sin esa danza nuestras vidas solo serían maniobras en la oscuridad.

 

 

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2 de marzo de 2019
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Se busca sustituto

Qué sería de nosotros sin los sustitutos; y no me refiero a los empleados temporales sino a todo aquello que reemplaza lo original, bien sea por nocivo, escaso u obsoleto. Nuestra fe en el futuro se alimenta del cambio –de amistades, de trabajo o de colchón, ahora un tema presidencial que no debería tomarse a mofa, pues hasta los colchones tienen fecha de caducidad (aunque duran casi tanto como la vida media de un matrimonio: unos 16 años)–.
Hombres y mujeres siguen repitiéndose con camaradería “un clavo saca otro clavo”. No lo han probado literalmente, pero la experiencia les ha demostrado que para librarse de la ira que acompaña al desamor hay que cubrir afectos y modificar hábitos: el tabaco por las pipas o una relación tóxica por otra deportiva y leal. Nos corroe un ansia de rellenar huecos, acaso para enmascarar la sensación de desnudez que provoca la falta de alguien, o el avenirse al fin de una costumbre. Creemos hallar atajos que encaminamos azorados, aunque acaben resultando itinerarios aún más polvorientos. Parejas rotas que buscan a quien mejore lo anterior, adictos que cambian la muerte en vida por las salas del gimnasio, jefes que despiden a un viejo empleado con ánimo de renovación y a los cuatro días detestan al nuevo.
A veces sustituimos hábitos por cuestión de modas, para no perdernos en una conversación: el cine por las series, la quinoa por el arroz, la infusión de jengibre por el poleo menta. Pero no se trata tanto de suplir como de acertar, demostrándonos que sólo desde el desapego se puede vivir sin placebos. Los sustitutos del azúcar o del plástico ejemplifican a la perfección una época nociva y contaminada. Las exigencias sociales dictan ponerse a dieta permanente a partir de los cuarenta. Hay que conformarse con hamburguesas de tofu o huevos de tres claras, sucedáneos energéticos vacíos de grasa placentera. Lo mismo ocurre con la icónica bolsa de la compra, que pronto pasará a editarse en series limitadas firmadas por artistas y diseñadores que ya promueven gabardinas de metacrilato transparente. La socorrida bolsa de plástico que tantas señoras han utilizado como improvisado paraguas, altamente contaminante, es reemplazada por el papel de estraza, moderno y ecológico pero que se moja enseguida. Hay más: coches sin conductor, bitcoins, ­máquinas cajeras en lugar de dependientes. Y no siempre se trata de ir a mejor. Las fotografías de Jamie Diamond y Elena Dorfman –en la Fondazione Prada de Milán hasta finales de julio– muestran escenas cotidianas con muñecas hinchables acompañando a hombres ­solitarios, en silencio. No hay mayor símbolo de derrota en el sustitutismo que cambiar la piel por el látex.
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27 de febrero de 2019
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El pupulculo

Del vocabulario de mi infancia hay palabras que aún me divierten por su significado, aunque no se usen más en Nicaragua, o se utilicen poco, porque ya se sabe que la lengua es cambiante, y mientras inventa vocablos nuevos, manda a otros al botadero de los chunches viejos. Recuerdo, por ejemplo, el término pupuluco.

Recientemente, en un chat de amigos, uno de ellos usó esta palabra, ahora misteriosa para muchos, y otro, más joven, preguntó qué significaba y de dónde venía. Me pidieron a mí que aclarara, concediéndome las virtudes de académico, de las que no me ufano.

Pareciera que se tratara de una especie zoológica, el pupuluco, un animal huidizo como el cusuco, o dormilón como el cuyús. O de costumbres indefinidas, como el sisimico, que es un animal sobrenatural; pero más bien designa a otra fauna muy común, la de los constantes e indecisos, de esos que nunca dan el paso adelante.

Pupuluco, en su acepción original, es alguien que no se da entender bien, se enreda al hablar, o se expresa de manera incomprensible. La palabra es gráfica por sus sonidos, y ya oímos en ella la vacilación. 

Como tantas otras de las que usamos a diario, esta viene del náhuatl popoluca o popoloca: "el que habla como balbuceando", que los aztecas aplicaron a diferentes pueblos de otras lenguas; pero los popolucas, como tales, eran de ascendencia olmeca y habitaban en el sur de México; como no hablaban el náhuatl, la lengua de la corte y el comercio adoptada por los aztecas, los consideraban bárbaros.

También los chontales en Nicaragua eran considerados bárbaros por los náhuatles y chorotegas, y además de tratarlos de manera hostil, viendo siempre en ellos al extranjero, calificaron a su lengua como popoluca, por enredada.

De allí, por un cambio fonético, pasamos al pupuluco, que de su sentido original se extendió a todo aquel que, como ya dijimos, vacila en sus posiciones, y, por tanto, falto de decisión, se enreda al hablar por su falta de atrevimiento con la verdad.

Todo aquel que a la hora llegada no toma una posición clara, y se va por las ramas, es un pupuluco, aquel que no se sabe si va o viene, o en que pie está parado. "Te veo muy pupuluco, qué te pasa", era una expresión muy común.

También para el pupuluco hay otro nombre que ya no tiene origen indígena, sino que proviene de una de esas fabricaciones que se hacen en los laboratorios del idioma: siquisnoquis: sí y no al mismo tiempo, o ni sí ni no, la dualidad en todo su esplendor. O como dijo Rubén Darío de uno de los médicos que lo atendía, ya en su lecho de muerte, porque no se atrevía a dar nunca un criterio terminante: "una nulidad sonriente".

De los pupulucos y los siquisnoquis está empedrado el camino de la cobardía. No definirse es esconderse. El cabildo de León, cuando llegó a sus manos el acta de independencia de Centroamérica aprobada en Guatemala en 1821, no dijo ni sí ni no. Simplemente decidió esperar a que se aclararan los nublados del día, y así consta en el acta que firmaron, y que por eso pasó a llamarse "el acta de los nublados". Bien pudo llamarse "el acta siquisnoquis de los pupulucos".

De todo esto se deriva también la muy gráfica palabra gallo-gallina. Pupulucos, siquinosquis, gallo-gallinas; y yendo a los terrenos más generales del idioma, nos hallamos con aquellos que no son ni chicha ni limonada, todo lo cual viene a ser lo mismo. Los que escogen la neutralidad como una de manera de ser y no cometen nunca el pecado de tomar partido, y por eso mismo vacilan, farfullan y se enredan al hablar, como verdaderos pupulucos que son. Por ejemplo, los que adelantando en alto las palmas de las manos exclaman: "¡yo no me meto en política!". Y al no meterse, ya están tomando partido.

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26 de febrero de 2019
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El Boomeran(g)
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