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Un caco en mi Visa

Ninguna esquina resulta hostil para ponerse a escribir cuando el trabajo y las cosas de la vida se enredan. Hubo un tiempo en que imaginaba que los lectores perspicaces adivinarían el lugar desde donde mandaba el artículo, fuera una peluquería, mecida por el ronroneo de los secadores que me procuraba unas traicioneras cabezadas sobre el teclado, o acuclillada en un baño del aeropuerto, tratando de reanimar el ordenador a la desesperada. En verdad no se escribe lo mismo desde República Dominicana que desde la comisaría de Manuel Becerra, donde me hallo en este instante, apretujada en una minisala de espera porque me han planchado la tarjeta Visa en Texas, un estado que no tengo el gusto de haber pisado. Voy a denunciar un fraude sin rostro cometido a miles de kilómetros y de forma sigilosa; nunca pensé que me pudieran robar desde Austin o Houston, como nadie sospecha que las columnas que lee han sido escritas en la consulta del dentista.
El policía está acostumbrado a la cantinela, y se horroriza de que haya comprado por internet dando el número de la tarjeta de crédito. “¡Ay señora!”, me dice en pedagógica regañina, y en un pispás me da una clase de tarjetas seguras. Ni se inmuta por lo de Austin, Texas, ni por los recibos del Whataburguer o el Holiday Inn de dos mil eurazos. Pregunta y va tecleando párrafos, y advierto que hay policías que escriben mucho, cronistas diarios de los descosidos humanos que hoy han convertido el crimen en un simple y aséptico clic. Allá en los ochenta, cuando la tarjeta de crédito apareció como un hada madrina, los cacos más perezosos descubrieron que podían robar en pijama. Y hoy, con el auge de los smartphones y el boom del comercio digital, reviven su momento de esplendor. Miles de millones de euros invisibles cambian de dueño sin hacer ruido, sin violencia ni sangre, y las aseguradoras deben de dar la cara a fin de mantener el negocio.
Existe un término entre los que nos taladran a diario poderosamente onomatopéyico: check. Parece una palabra-pellizco que nos insta a chequear todos nuestros movimientos a través de la pantalla, dando fe de la porosidad del online. También alerta de una nueva cultura que nos obliga a ser malfiados y escrupulosos. La vida desde la sospecha es ruin. Impide fluir en la confianza, un estado más amable y creativo. Huimos del bloqueo personal pero tenemos que bloquear todos nuestros dispositivos para evitar los estragos de aquello que tenía que facilitarnos las cosas. Que la tecnología no nos utilice, sino nosotros a ella, se decía hace un tiempo. Y mira por donde, un caco texano se ha zampado una hamburguesa y ha pernoctado en un Holiday Inn a mi salud, afortunadamente sin tenerle que ver la cara. Esto también es progreso.
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30 de enero de 2019
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A vueltas con la necesidad y el libre albedrío (II)

 La otra razón de los físicos 

"Si la hoja de papel en la que acabo de escribir de repente sale volando de la mesa, nada me impide avanzar la hipótesis de que un fantasma, digamos el espíritu de Newton, la ha volatilizado. Sin embargo el sentido común me lleva más bien a pensar en un soplo de aire procedente de la ventana abierta (...) Esta crítica elección de causas admisibles distingue la actitud ante el mundo basada en la razón, actitud a la cual la física aspira, del misticismo espiritual y manifestaciones similares de una imaginación sin bridas".

Al leer estas líneas podría pensarse que el físico Max Born (interlocutor mayor de Einstein y a quien se debe una de las reglas más importantes de la mecánica cuántica) está denunciando hipótesis estrafalarias de alguno de los múltiples charlatanes que a lo largo de la historia han querido competir con filósofos y científicos. Habrá pues quizás sorpresa al percatarse de que Born está denunciando el recurso de Newton a la hipótesis de la existencia de un espacio absoluto para explicar ciertos fenómenos físicos (así la fuerza centrífuga que a su vez daría cuenta de la forma achatada de planetas como la Tierra). A juicio de Born, Newton estaría en este caso dando pruebas cuando menos de pereza intelectual, sin la cual hubiera avanzado hipótesis mucho menos fantasiosas. El tono mordaz se incrementa: 

"De hecho el concepto de espacio absoluto es casi espiritualista en carácter. Si preguntamos, ‘¿Cuál es la causa de las fuerzas centrífugas?', la respuesta [de Newton] es ‘el espacio absoluto'. Sin embargo si preguntamos qué es el espacio absoluto y si tiene alguna forma diferente de manifestar su presencia, nadie puede dar otra respuesta que la de repetir que el espacio absoluto es la causa de fuerzas centrífugas, sin añadir otras propiedades. Esta consideración muestra que el espacio absoluto como causa de acontecimientos físicos debe ser excluido de la descripción dl mundo físico".

Tratándose de la "actitud ante el mundo" basada en la razón que exige encontrar causas, la exigencia es implacable y como vemos ni el propio Newton se ve libre del reproche de desvío. Por otro lado, se diría incluso que la confianza mínima en el desarrollo de las cosas que marcan la cotidianeidad supone acuerdo con la posición de Born, asumida de hecho sin necesidad de reflexión explícita. Al respecto una anécdota reciente:
Refiriéndose a la intención de Theresa May de presentar una copia casi literal de su proyecto del Brexit ante la misma asamblea de parlamentarios que había rechazado sólo unos días antes la primera versión, el corresponsal de un diario barcelonés en el Reino Unido evocaba con humor a Einstein, para quien emblema mismo de desvarío sería una persona que procediera a hacer lo mismo en idénticas circunstancias esperando resultados diferentes. 

Objetará quizás el lector que la cosa no es tan clara. Así cuando apostamos a que saldrá "cara" lanzando una moneda al aire, estamos convencidos de que puede perfectamente salir cruz. Pero el mismo lector se dirá quizás que, bien pensado, no se trata exactamente de lo mismo, que el trazado de la mano que lanza la moneda no ha sido idéntico, ni tampoco quizás la dirección del viento; y que en realidad, aunque se nos escape el encadenamiento, si sale cara es porque hay un proceso que conduce necesariamente a que así sea, proceso que de ser exactamente reiterado produciría el mismo resultado. El lector acordaría así que las cosas en la naturaleza no ocurren aleatoriamente, que un mecanismo más o menos complejo conduce a ellas: un acontecimiento A se inscribe en una cadena de previos acontecimientos B, C, D etcétera, que necesariamente abocan en el ahora considerado. La deficiencia consistente en que no dispongamos de la información precisa o de los instrumentos requeridos para llegar a conocer ese mecanismo no excluye que cada evento tiene su razón de ser, en términos leibnizianos su razón suficiente. En suma: la convicción de que el entorno responde a una necesidad, e incluso a una necesidad potencialmente accesible a la razón humana, sería un pilar no sólo del pensamiento científico y gran parte del filosófico, sino también de la cotidiana confianza en la ordenación de los fenómenos. 

Ha habido sin embargo momentos de sombra respecto a esta convicción de la necesidad natural. La primera edición en inglés de libro de Max Born antes citado data de 1962 y amplifica un escrito en lengua alemana que se remonta a 1924. Años clave para el tema que estoy evocando, pues entonces, en el seno mismo de la física, se estaba asistiendo a una puesta en tela de juicio de la legislación absoluta de la causalidad en el orden natural.

Si el corresponsal del periódico barcelonés evocaba a Einstein, es en razón de que éste se había apercibido de que ciertas observaciones de la física cuántica (que el mismo había contribuido a crear) estaban efectivamente dando pie a considerar que algo podía acontecer no ya sin que la razón diera efectiva cuenta de la causa subyacente (potencialmente explicativa), sino incluso sin que cupiera dar cuenta por ausencia meramente de tal causa . Pero lo cierto es que Einstein no se rindió nunca ante tales muestras de que en la naturaleza pudiera darse un comportamiento aleatorio, y luchó hasta el final de sus días por intentar conciliar la teoría cuántica con los principios de causalidad y determinismo que habían orientado la exploración de la naturaleza, desde la física elemental de los griegos a la teoría de la relatividad pasando por Galileo, Laplace y por supuesto (pese a las lagunas expuestas por Born) el propio Newton.

Y sin embargo ese mismo Einstein abandona la exigencia de determinismo cuando se trata de cuestiones en las cuales lo que se analiza no es el comportamiento de una partícula sino el comportamiento de un ser humano. Como es bien sabido, Einstein se había sentido cargado por un peso moral desde el estallido de la bomba en Hiroshima, en razón de haberse sumado años atrás a los que animaban a Roosevelt a poner en marcha el proyecto Manhattan. En agosto de 1939 había dirigido una carta (al parecer redactada de hecho por el físico húngaro Leó Szilárd) al presidente pidiendo la aceleración de la investigación que conduciría a la bomba y de alguna manera (vistas las consecuencias) se arrepentía. Pesaba el sentimiento de haber fallado al espíritu pacifista que había marcado su trayectoria, sustentado obviamente en un imperativo de orden moral al que otros no respondían, sin ir más lejos su colega Heisenberg que le visita en Princeton poco antes de la muerte de Einstein y al cual (según algún testimonio) tras la despedida se había referido con la expresión "es un gran nazi".

Aprovecho para recordar que no hay total acuerdo sobre la actitud real de Heisenberg respecto a la bomba. Se han evocado cartas del mismo, concretamente una dirigida al historiador alemán Hermann Heimpel, en el que muestra a la vez su escepticismo respecto a la posibilidad de alcanzar el arma y sus temores de que ello pudiera convertir al ser humano en un destructor de la Tierra: "Quizá los hombres advirtamos un día que de hecho poseemos el poder para destruir completamente la Tierra, que podríamos causar por nuestra culpa un juicio final o algo parecido. Pero todavía es una fantasía pensar en ello». Párrafo que no está lejos de la tremenda evocación del Bahvadad Gita en boca de J. Robert Oppenheimer, tras el primer ensayo en Nuevo México el 16 de julio de 1945: "Me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos". 

En suma, por razones bien diferentes se trata de tres físicos confrontados al problema de si han tomado o no decisiones correctas desde el punto de vista de la moralidad. Implícito en el asunto es que hubieran podido decidir de manera diferente, o sea: gobierne o no la naturaleza, el determinismo no regiría en comportamiento específico del ser de razón, de ahí la posibilidad de la moral y la exigencia por parte de los demás de que un individuo responda a la misma.

En ocasiones la exigencia ética se alza incluso contra la propia necesidad natural. El computador dios de Leibniz habría conseguido crear un mundo que responde a la máxima optimización, el mejor de los posibles. Y sin embargo...una cosa al menos no está suficientemente ajustada: la conformidad del ser (¿el único ser?) susceptible de reconocer tal bondad...o de negarla. ¿Puede el ser que piensa la necesidad incluirse a sí mismo en el encadenamiento? ¿No es esta misma interrogación prueba de una discordancia?

Obviamente cuando Einstein reflexiona sobre lo acertado o no acertado de su carta a Roosevelt, no está renunciando a mantener una actitud racional. Simplemente está respondiendo a una modalidad de la razón que nada tiene que ver con la modalidad de la razón que imperativamente exige causas. Max Born reprocha a Newton que falla a la forma de rigor exigida por la búsqueda racional de causas, porque estando ocupado el comportamiento de cosas materiales Newton recurre a una hipótesis que la teoría de la relatividad considera capricho fantasioso. Born no reprocharía a Newton que abandone la causalidad cuando no se trata del comportamiento de una partícula o un complejo de partículas, sino de esa cosa singular que es el ser humano: comportamiento de "una cosa que piensa" (Descartes); comportamiento de un ser cuya especificidad reside en el pensar.

El Einstein que escribe a Roosevelt o que se pregunta si ha hecho bien en hacerlo, responde simplemente a una forma de razón que no consiste en explorar en búsqueda rigurosa de causas, esa forma de razón de la que la ciencia misma es una prueba, pues en efecto: ¿qué mayor testimonio de la legislación de la kantiana razón práctica que la existencia de un animal movido no por imperativos de subsistencia, sino por exigencia de inteligibilidad que caracteriza a la ciencia? En la ciencia, la necesidad natural se desvela pero no lo hace ante un ser exhaustivamente reducido a esa misma necesidad, sino ante alguien que forzosamente ha tomado distancia de ella (como mínimo esa distancia que en la historia evolutiva ha supuesto la emergencia del lenguaje), y en consecuencia está en condiciones sino de vencerla al menos de maldecirla. Al respecto una última consideración:
Candide ou l' optimisme es el título completo del Candide de Voltaire, dónde se presenta de manera caricaturesca la teoría de Leibniz a través de un personaje, que se declara partidario de la misma, llamado caricaturescamente Pangloss, todo lengua, políglota si se quiere, aunque también lenguaraz. El optimismo ontológico que caracteriza a La filosofía de Leibniz, es el objetivo principal de este arranque del poema que en 1756 compuso un Voltaire desolado por el terremoto de Lisboa:
"¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable!/ Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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30 de enero de 2019
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Perdición

Cuando muere un pariente se le llora un tiempo, pero la muerte de un niño nos destruye hasta el tuétano.
 

No creo que haya nada más opresivo que la búsqueda de un niño perdido. Los críos corren tras un perro cuatro pasos y ya no saben volver. Bastan unos pocos metros. Recuerdo el caso de una amiga que iba con su hijo de la mano, se encontró con un conocido y pararon a hablar. En segundos, un escalofrío le heló el corazón. Era la conciencia de que ya no sostenía la mano del niño. Habían bastado unos segundos para que desapareciera. Estuvo vagando errabundo hasta la noche. Un policía lo llevó a comisaría y allí localizaron a la familia gracias a que ya habían denunciado. Mi pobre amiga no ha podido librarse de aquel frío mortal en los últimos diez años y aún a veces se despierta en plena noche llorando desolada. El niño solo había dado la vuelta a la esquina. Nada más. Eso bastó para perderlo.

Toda pérdida es temible, pero la de un niño espanta en grado sumo. Es como si nos robaran la huella que debemos dejar por unos pocos años en este mundo. La sola memoria real a la que podemos aspirar. La pérdida de un niño es la experiencia más radical de la muerte. Puede morir un pariente o un respetado ciudadano y se le llora un tiempo, pero la muerte de un niño nos destruye hasta el tuétano, es una visión demasiado pavorosa de la fragilidad de nuestra condición. Basta doblar una esquina y la lluvia negra nos devora.

Hace poco se publicó la fotografía de un niño ahogado tras el naufragio de una balsa. Estaba de rodillas y con los bracitos a lo largo del cuerpo, la cara hundida en la arena. No hay imagen más espantosa. Produce un miedo supremo ante la voracidad de la nada. Tal es el horror que también el dios de los cristianos, símbolo augusto de la lucha contra la muerte, se perdió. Sus afligidos padres lo hallaron en el templo. Aún había refugios para niños perdidos.

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29 de enero de 2019
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Visión de la extrañeza (3) Proyecto de novela minimalista

Sin

comentarios,

sin

personajes claros,

sin

diálogos,

pero

con un argumento

bien

explícito.

          Pon tú mismo el título 

                           a esta novela de misterio

con millones de peces muertos

y un silencio

denso y primitivo.

 

 (La muerte masiva

nos invita a proyectarnos

en un tiempo anterior al murmullo fascinante de la vida). 

 

 

 

 

  

 

 

 

 

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29 de enero de 2019
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Periodistas sin chaleco amarillo

Por qué los periodistas no nos pusimos un chaleco amarillo cuando empezó a caer el precio de la noticia? Ya sé que no es lo mismo un titular a cuatro columnas que un litro de carburante. Que es más barato un ordenador que una licencia de taxi. Y que la gente se ha acostumbrado a deglutir contenidos de balde y, en cambio, dile tú a un taxista que no le pagas la carrera. “Cualquiera puede resumir tu artículo y publicarlo gratis. El lector puede preguntarse: ¿por qué iba a pagar por ­todo ese esfuerzo periodístico si puedo conseguirlo gratis en otro sitio?”. Son palabras de Jeff Bezos después de adquirir The Washington Post con el dinero acumulado por su gigante Amazon. Pero ¿acaso no actuaba como un romántico, con la nostalgia del genio de la red que añora la tinta? (Por cierto, desde que se hizo cargo de él, no se publican los resultados económicos del Post).
¿Fuimos ingenuos o incompetentes el día en que nuestra profesión se achantó ante el denominado “cambio de paradigma”? Hubo algunas huelgas, pero acabaron en resignación. Llámenle pudor intelectual, débil corporativismo, exceso de egos o de fatalismo, el caso es que ni un chaleco nos pusimos frente a la llegada de la competencia digital y el imparable furor de blogueros e influencers de éxito –a pesar de que algunos escriben igual que hablan–. Hubo infinidad de réquiems, algunos muy bien escritos, otros cansinos, aunque todo quedó en un debate con PowerPoints. “La prensa será la alta costura, internet el prêt-à-porter” le escuché a un gurú en la materia. Casi nadie advirtió a los lectores de la trampa de esa nueva vía: los contenidos serían pagados. O falsos. Y los productos comerciales se instalarían entre las noticias, manchando la lectura. Disrupción le llamamos; todo lo contrario que el verdadero periodismo, que es concentración frente a todas las distracciones como afirma Jesús Ruiz Mantilla en El lin­chamiento digital (Basilio Baltasar, ed.), JDBbooks.
No tuvimos el arrojo de adelantarnos a los modernos sans-culottes vistiendo una prenda que se asocia con la emergencia y saliendo a la calle. Y hoy, nuestro sector es de los más castigados. El 70% de los periodistas –que aún no se han reciclado en ordeñadores de vacas en los Pirineos o enseñadores de pisos tras de los sucesivos ERE en los grupos editores– asegura que las condiciones laborales en España no hacen sino empeorar. La remuneración más habitual se halla entre los 1.000 y 1.500 euros, pero casi una cuarta parte de los colaboradores freelance no llega a los 600 al mes. La palabra escrita cotiza a la baja en un país donde hay más escritores que lectores.
Los taxistas han paralizado las ciudades como nunca lograrían los finos plumillas y gráficos si se declararan en huelga infinita. Se ensañan en contra de los estragos de la uberización de la economía, no quieren ser expulsados de su ­casillero. Pero no nos engañemos ni hagamos más el ridículo: la robótica anuncia taxis sin conductor al volante, igual que información sin periodistas, sólo ­replicantes.
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28 de enero de 2019
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Visión de la extrañeza (2) Zona oscura

 

¿Dónde empieza y dónde acaba la morada de la extrañeza?

 

La extrañeza empieza en nuestra propia intimidad, y luego se va extendiendo por todo lo demás, pero no siempre el mundo nos resulta trágicamente extraño.

 

Hay grados en la extrañeza, hay niveles, vaivenes, subidas y bajadas.

 

Cuando la sensación de extrañeza se hace colectiva entramos en un maelstrom imprevisible.

La locura de las masas es más devastadora que la locura individual, porque es la mezcla de muchas locuras individuales juntas. 

 

Cuando las locuras se juntan formando una sola masa, entramos en zonas muy oscuras.

La historia nos informa de esas zonas que nunca llegan a aclararse por completo.

 

El pasado es un espacio lleno de tinieblas y de fiebre.

 

¿Y el presente?

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28 de enero de 2019
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Visión de la extrañeza (1)

 

Lo extraño no es lo paranormal.

 

Paranormal hace referencia a una realidad paralela a la normal, o que se opone a ella, o que está al margen de ella.

 

Lo extraño en cambio forma parte de nuestras vidas. Sentimos extrañeza ante nuestro propio ser, y ante el ser de los demás.

 

En principio lo extraño es lo que está fuera de ti, lo ajeno a tus entrañas. Podría pensarse que es lo mismo que paranormal (para: al margen de, junto a, contra; ex: fuera, más allá, exterior), pero le hemos dado un significado muy distinto.

 

Al estar como estamos partidos en dos (Platón, Freud, Lacan), lo interno puede parecer a veces lo externo, y lo íntimo nos puede resultar extraño. De hecho no hay nada más extraño que nuestra propia intimidad. La interioridad convertida en imagen de la exterioridad, de lo ajeno, del “otro lugar” de la Cábala.

 

Por eso “extraño” es un concepto mucho más rico que paranormal, y mucho más vinculado a nuestro ser.

 

Hacer extraño lo familiar, hacer familiar lo extraño. Ese es mi lema.

 

¿La extrañeza es una dimensión toxica? Tan tóxica como la normalidad que, por todo lo que hemos dicho, puede estar llena de extrañeza.  Acerca de la extrañeza ya habló muy sabiamente Freud, descubridor de la verdadera región de la extrañeza: el subconsciente. A él me remito siempre. Nadie ha llegado más lejos que Freud en el análisis de lo extraño vinculado a la intimidad. Ni siquiera Lacan.

 

Líbrenos la vida de las épocas en las que la extrañeza se hace demasiado familiar. ¿Estamos en una de ellas?

 


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26 de enero de 2019
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Organista y su paga

Propuso el Señor Deán como Guido, el organista, pidía que pues los órganos stavan ya acavados y puestos en perfección se le pagase su trabajo, y que se havía ya tanteado con él, y que pidía 300 libras. Resolviese que los señores Deán y Arcediano de Ansó tratasen el concierto con Guido, organista, y si por 290 libras podían ajustarlo, lo hiciesen, u en lo que a sus Mercedes pareciese, de suerte que él vaya contento y sin quexa del Cabildo, acabándose de reconocer el órgano y quedando con perfección.  

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[Puntuación y acentuación revisadas por Domingo-Jesús Lizalde Giménez, canónigo organista de la Catedral de Jaca y encargado del archivo catedralicio.]  

Archivo de la Catedral de Jaca. Documento del 12 de julio de 1641. Fuente: Fondo Gestis, Caja 2, Libro 2, F. 45v, Margen “Organista y su paga". Apud Jesús Gonzalo López, El órgano de la Catedral de San Pedro Apóstol de Jaca, Cabildo de la Catedral de Jaca, 2018. 

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26 de enero de 2019
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La era del pulgar

Nunca había gozado de tanto protagonismo el dedo más robusto de la mano, desplazando la hegemonía de nuestro índice derecho, profético, indicador y espeleólogo a partes iguales. En menos de un lustro, el pulgar se ha convertido en el miembro más hiperactivo de los cinco, la llave para acceder a nuestro propio te­léfono inteligente e incluso franquear la habitación de un hotel domótico. Su superficie, más ancha, regordeta y almohadillada, descansa sobre las pantallas, pasando páginas inmateriales – sweeping, dicen los anglosajones– en una secuencia infinita que a mí, no sé por qué, me recuerda a los canales televisivos de economía que proyectan en bucle los valores de las bolsas mundiales. Basta un suave desplazamiento, un rozar el cristal, para que se nos abran ventanas del mundo o, todo lo contrario, blindarnos tras la muralla digital. También para teclear con nervio de taquígrafo, alternando los dos pulgares, a fin de seguir conectados a algún tipo de red, sea real o ficticia, humana o robótica.
A la gente poco afortunada con el lenguaje verbal, como Cristiano Ronaldo, les basta con levantar el pulgar para transmitir su estado de ánimo en el paseíllo al juzgado, aunque difícilmente alguien pueda sentirse OK ante un interrogatorio. El pulgar enhiesto siempre ha sido un espejismo, una chulería optimista. En el circo romano significaba muerte, pero Hollywood traicionaría la factualidad histórica a fin de no liar a los espectadores estadounidenses, para quienes el gesto implicaba venirse arriba y no reunir sangre y arena.
Hoy, tanto el OK como el emoji del dedo gordo tienen gran tirón. Son alegres y eficaces, aunque se carguen cientos de matices, porque nadie se siente todo el día con el dedo levantado.
Pero, ay del pulgar de carne y hueso, que ha adquirido un papel protagonista gracias a la tecnología háptica –la ciencia del tacto– y que, de tanto articular, se nos va descoyuntado. Se llama rizartrosis, hasta ahora solían padecerla las mujeres de más de 65 años, y era habitual entre camareros, limpiadoras, albañiles, peluqueras, pianistas, dentistas, amas de casa o escritores. Todos hacen pinza con el dedo, sea por culpa de Mozart, por sostener una bandeja o planchar. A ellos son susceptibles de sumarse quienes mandan esos 38 millones de watsaps lanzados al minuto. Fantaseo con el ingeniero con férula, el pulgar machacado de tanto mensajito, que inventó los mensajes de voz a fin de no desgastar más la musculatura.
Pero aún y así, el trepidante ritmo del mensajeo ha provocado una doble realidad: los pulgares nunca habían estado tan abatidos en la vida cotidiana mientras que en la virtual se multiplican animosos y triunfantes, negando la evidencia de una sociedad, artrósica precoz, que ­olvida sus propios dedos con tanta euforia digital.
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23 de enero de 2019
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La libertad, causa común

Este año será el del cuarenta aniversario de la revolución que derrocó a la dictadura de la familia Somoza. Cuando se rompa ese ciclo que parece fatal en nuestra historia, donde las tiranías parecen repetirse sin fin, la piedra que Sísifo ciego debe empujar eternamente hasta la cima de la montaña no tendrá que rodar de nuevo al plan del abismo. Habremos cambiado dictadura por democracia.
 

La derrota definitiva del régimen del último Somoza se debió a tres factores fundamentales: el primero de ellos el alzamiento popular encabezado por el Frente Sandinista, con la participación de miles de jóvenes de ambos sexos y de todas las clases sociales, hasta llegar a convertirse en una verdadera insurrección nacional.

El siguiente factor fundamental fue el respaldo que los jóvenes en armas recibieron de todos los sectores ciudadanos, sin ningún distingo, muchos alentados por su compromiso cristiano. La aparición del grupo de los Doce, formado por empresarios, sacerdotes, profesionales, intelectuales, dio a la organización guerrillera peso político nacional e internacional.

Y el tercero, pero no el menos importante, la alianza latinoamericana que se logró forjar, sin que tuviera una identidad ideológica. Los presidentes se guiaban más bien por el repudio a un régimen que se basaba nada más en la represión brutal. Era la última de las viejas tiranías familiares de las "repúblicas bananeras", un término acuñado por O'Henry en su novela De coles y reyes.

En esta alianza fueron fundamentales Venezuela, Panamá, Costa Rica, México y Cuba; el solo apoyo de Cuba, con cuyo sistema los comandantes sandinistas se identificaban, no hubiera sido suficiente. Más bien es lo contrario. Este apoyo, con pertrechos de guerra, fue posible en términos políticos porque los otros países, con sistemas basados en la democracia representativa, estuvieron presentes en la coalición; y algunos de ellos prestaron también auxilio bélico, como Venezuela y Panamá, y recursos materiales, como México, para no hablar de Costa Rica, que se convirtió en retaguardia de la lucha armada.

La llegada de Jimmy Carter a la presidencia de Estados Unidos en 1977 abrió una puerta nueva en las relaciones de Washington con América Latina, como pudo verse con la firma ese mismo año de los tratados Torrijos-Carter que devolvieron a Panamá la soberanía del canal. Y la intimidad de medio siglo con la dinastía de los Somoza llegó a su fin con la nueva doctrina de derechos humanos proclamada por Carter.

El general Torrijos conocía bien la calaña de Somoza, cegado por su obscena voluntad de quedarse para siempre en el poder. Rodrigo Carazo era presidente de Costa Rica, un país democrático por convicción y tradición, que había soportado por el último medio siglo la vecindad de una dictadura de aquella calaña, y quería para Nicaragua un gobierno igualmente democrático. Y Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, venía de la tradición socialdemócrata de Rómulo Betancourt, sabía cuánto se parecía la dictadura de Pérez Jiménez, bajo la que había salido al exilio, a la del viejo Somoza, fundador de la dinastía.

Y en aquel alineamiento de los astros, la figura del presidente José López Portillo de México, resultó crucial. Su respaldo fue constante, oportuno y generoso. Me recibió no pocas veces, y puso en sintonía a su gabinete para darnos apoyo, antes y después del triunfo de la revolución. Rompió relaciones diplomáticas con Somoza en mayo de 1979, y nos había pedido que le dijéramos cuál sería la mejor oportunidad para hacerlo. Cuando vino por primera vez a Managua en 1980 en visita oficial, alguno de sus secretarios le preguntó durante el vuelo qué tratamiento habría que dar a Nicaragua en cuanto a ayuda material, y el respondió que igual a cualquier estado de México.

Era el fruto de una larga y generosa tradición. El poeta nicaragüense Solón Argüello, secretario privado del presidente Francisco Madero, fue fusilado en 1913 tras el golpe de estado que culminó con la dictadura de Victoriano Huerta; combatientes mexicanos pelearon durante la revolución, y murieron en tierra nicaragüense.

El presidente Plutarco Elías Calles respaldó con armas a los insurrectos liberales que se alzaron en Nicaragua en defensa de la Constitución en 1925. El presidente Emilio Portes Gil acogió a Sandino en Yucatán en 1929. Y México fue clave en las gestiones del grupo de Contadora para lograr los acuerdos de paz de 1987 que llegaron a poner fin al conflicto armado con la Resistencia Nicaragüense.

En América Latina nada es nunca hacia adentro. La libertad ha sido siempre una causa común.

 

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22 de enero de 2019
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