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El dilema

Rafael Argullol: Vamos dejando huellas y pistas en el camino, pero son el uno por ciento de todos nuestros movimientos alrededor de estos mitos, sueños y preguntas.

Delfín Agudelo: Encuentro una similitud entre las huellas y la funcionalidad del laberinto en la dimensión espectral del arte, y es que siempre rastreamos la propia existencia del artista como una constante búsqueda en su labor de, como decías, taxidermista u oteador. El artista reconoce lo espectral y a partir de allí camina. Eso implica, naturalmente,  una búsqueda del laberinto.

Rafael Argullol: En la búsqueda artística hay algo muy frustrante y muy gozoso al mismo tiempo, que ridiculiza la habitual pregunta "¿Disfrutas cuando estás escribiendo?" o "¿Sufres cuando estás escribiendo?" Probablemente están tan cerca un ámbito de otro que están superpuestos de una manera que no se pueden separar. Hay algo muy gozoso porque en el hecho mismo de dejar trazos o dejar huellas tienes una sensación de reconocimiento de lo que es el mundo, y de lo que es la vida. Eso siempre ha actuado en el hombre de una manera afirmativa, porque en medio de la confusión al menos puedes dejar unas pistas para ti mismo, para tus amigos, para tus lectores, para las personas que quieres o para las que odias. Eso es afirmativo y gozoso porque te hace multiplicar tu propia vida: es un acto multiplicativo de la vida. Pero también tiene algo de frustrante porque en lo artístico siempre hay algo de enfriamiento de la sensibilidad pura. Lo artístico siempre es evocativo y al serlo no deja de ser un asesinato de la experiencia, aunque sea un bello asesinato de la experiencia. Cuando se está en la plenitud de la experiencia es imposible dedicarse al arte. Cuando uno está metido, inmerso en el meollo de la experiencia, no va a alejarse de ese meollo para evocar.

/upload/fotos/blogs_entradas/thomas_mann.jpgEn cambio el arte por un lado multiplica la vida, y por otro lado no deja de ser un cierto enfrentamiento con la vida. De ahí que desde siempre se haya planteado el repetido dilema entre arte y vida, si te puedes dedicar plenamente al arte y a la vida al mismo tiempo, si puedes encontrar o no elementos de conciliación. Yo creo que el artista que se ensimisma, que se encierra forzosa y absolutamente en su obra, hace un pacto de no-vida, hace un pacto de renuncia a la vida. Por eso no es nada gratuito el héroe literario que se inventa Thomas Mann  en Doctor Faustus, el compositor Adrien Leverkühn, quien, en un momento determinado, frustrado porque no puede componer obras musicales de creatividad nueva, pacta con el diablo a costa de su propia vida. Es decir, se le concede la fecundidad musical a cambio de renunciar a la vida. En esa figura Thomas Mann, además de que era un tema que le obsesionaba mucho, no deja de recoger una tradición que casi te diría que se entrevé en el poema de Gilgamesh, y que se entrevé ya en la literatura antigua. No sé si se puede ser Homero y Ulises al mismo tiempo.  

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7 de diciembre de 2007
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I. Selvas de papel

Esos santuarios íntimos y confortables que eran las librerías de pequeño y mediano tamaño, donde uno podía conversar de libros con libreros que eran lectores devotos y sabían de lo que hablaban al hacer recomendaciones a sus clientes, han ido desapareciendo de la faz de la tierra. No tanto porque se lea menos, ya que los libros siguen publicándose en abundancia, sino porque los pequeños y medianos no pueden competir con las  grandes cadenas libreras, ni con las tiendas de departamentos y los supermercados que también venden libros.

Donde mejor defienden su existencia es en España, y quizás en Buenos Aires. Hablando una vez en Valencia con el dueño de unas de esas librerías de estrechos pasillos y mesas y estantes sobrecargados, me decía que cada día recibe treinta nuevos títulos enviados por las editoriales, una cantidad de novedades imposible de manejar, de modo que muchas de las cajas debía devolverlas sin abrirlas. ¿Qué viene dentro de esas cajas? Nunca se sabrá.

Esta premura y esta abundancia determinan que un libro sólo pueda quedarse por muy pocos días en las vitrinas y en las mesas de novedades de las librerías de cualquier tamaño, antes de ser expulsado por la fuerza de la avalancha de los que vienen detrás. Pero hay algo todavía más inquietante: ¿cómo se orienta uno en esa espesa selva para distinguir entre lo que vale la pena leer, y todo aquello que pronto entrará en el reino del olvido?

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7 de diciembre de 2007
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El canto de Safo

A modo de contraejemplo de la situación a que aludía en el texto anterior, evocaré una escena vivida en un seminario que reunía en la ciudad de Ronda a músicos y filósofos. Se presentaba un texto griego de la poetisa Safo(o Safó, como el protagonista de la anécdota afirmaba que deberíamos pronunciar), se justificaba una traducción al castellano, escrupulosamente respetuosa de la métrica original... Finalmente una voz declamó el texto, primero en lengua griega y luego en la versión. Esta  voz produjo en los oyentes una profunda emoción, vinculada al sentimiento de que efectivamente (tal como sostiene cierta escuela lingüística contemporánea) la profunda comunidad de todas las lenguas hace que ninguna sea radicalmente ajena y que en algún registro uno siempre capta en ella más de lo que cree.

Una situación como ésta nos pone ya sobre la pista de lo que puede constituir una auténtica interrogación filosófica. Simplemente se despierta entonces la curiosidad relativa a si, en el origen, la lengua puede ser realmente disociada de la forma musical; curiosidad, en suma, relativa a si en el principio está el canto.

Esta última cuestión es elemental, pero avanzar en los meandros de la misma es de lo más arduo. Pues, a menos de atenerse a la mera intuición (que, de hecho, no supera lo que Platón denunciaba ya como opinión subjetiva y contingente), para decir algo sobre si canto y palabra se vinculan esencialmente, no hay manera de soslayar la mediación por informaciones precisas sobre fisiología, anatomía, primatología comparada (concretamente en relación a saber si los otros primates carecen de la sutileza de movimientos oro-faciales que es condición de la palabra articulada), teoría general sobre el concepto de ritmo, determinación (en el seno de la anterior) de lo que caracteriza al ritmo verbal etc. Todo ello, por supuesto, enmarcado en una interrogación radicalmente antropológica sobre el origen de lo que permite hablar de humanidad.

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7 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (4)

...Subo las escaleras de la estación de Nuevos Ministerios hacia la línea 10. Primero las subo y después las bajo, no son tan interminablemente altas como las de Tribunal o Cuatro Caminos (estoy hablando de Madrid), por cuyos profundos andenes parece que va a salir un demonio con el rabo envuelto en fuego, y que cuando las subes y las subes da la impresión de estar ascendiendo por la bíblica escala de Job en versión mecánica. Éstas son más asequibles y, si no llevo apenas equipaje como ahora, prefiero hacer en metro el viaje mi casa-aeropuerto-mi casa, porque aparte de ser más rápido y fiable, me da la sensación de vivir en una sociedad donde la importancia de la gente no se mide por el cochazo que le espera a la puerta, sino por lo que hace en la vida. Y además, ahora un coche lo tiene cualquiera, y es un síntoma de modernidad y de avanzar con los tiempos el no vivir tan pegado a él. En este sentido, sería deseable que nuestros ministros y las llamadas "personas relevantes" usaran más los transportes públicos, y de paso la enseñanza pública, porque la forma de mejorarla no es huir de ella, sino calibrarla desde dentro para poder ser exigentes, pero éste ya es otro cantar. Ahora estamos en el andén de la línea 10. He llegado casi sin darme cuenta, dándole vueltas a la actuación del matón, detective, o quien quiera que fuese el individuo de la línea 8, y preguntándome por qué saldría corriendo hacia la cabecera del tren, a quién buscaría. Por supuesto ya he perdido de vista al chico de los cascos y el libro, el único viajero que compartió conmigo aquella experiencia.

Me estoy metiendo en el vagón que por fin me conducirá a mi barrio. Como no hay ningún asiento libre coloco la bolsa con el ordenador entre los pies y me cojo a la barra de acero un poco mojada por otra mano. Y así, de pie, me voy mirando en el cristal de la ventana y pensando "¡vaya pinta!, los viajes por cortos que sean le demacran a uno", cuando de pronto siento una presencia inquietante a mi lado. Giro la vista hacia la derecha, ¿y qué me encuentro ante los ojos?, la cazadora beis del matón de la línea 8. No me lo puedo creer, levanto los ojos, y aquí está, de nuevo junto a mí, con sus tensas facciones y su tensa mirada. Ya no va solo, le acompaña otro sujeto que si cabe me da más miedo aún, con una cazadora de pana negra, y con cara de ser capaz de cualquier cosa. Lo que estoy contando no es ficción es auténticamente cierto, me ocurrió el otro día y ni entonces ni ahora mismo soy capaz de entender qué estaba pasando.

El caso es que...

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7 de diciembre de 2007
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La condescendencia

Amarse, perdonarse, traicionarse. El vaivén conduce a la blanda aceptación de la imperfección y cuyo beneficio se expresa tanto en el compás del aliento como en un bienestar banal.

La doctrina que persiga nuestra felicidad buscará inspiración en la condescendencia, siendo esta virtud una cesión plácida ante la adversidad y un constante armisticio en la batalla de la que no se derivarán ganadores ni perdedores sino una melaza que sin ser demasiado gustosa tampoco es un tósigo, imposible de tragar.

/upload/fotos/blogs_entradas/tragar.pngLa sensación de la condescendencia puede identificarse con el paso del bolo alimenticio por el dominio de la epiglotis y más abajo por el cardias. El bolo se hace notar pero no se hace vomitar. El sujeto y el bolo componen una unidad que mutuamente se demandan: el alimento logra sentido humano y el sentido humano lo sustenta.

El acto de tragar, ese dulce quehacer del conducto que apresa y absorbe el sólido extraño, se corresponde con el momento mismo de condescender en algo. La condescendencia procede directamente de la inteligencia y forma parte de sus facultades prácticas. Pero también de sus habilidades más suaves que ensalivando, como en la ingesta, el bocado exterior lo perdona conociéndolo. Sin conocimiento no hay perdón. Ni condescendencia. Y hasta cierto punto puede decirse que la carne del sabio -no sus huesos, ni su electricidad neuronal, ni su mente alerta-  se mantiene propicia para la más dura investigación gracias a bella condescendencia, hermosa madre de toda la ciencia.

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7 de diciembre de 2007
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Oficina de objetos y sujetos perdidos

Perder la compostura, los estribos, la razón, la inocencia, el estilo, el miedo, la vergüenza, la fe, la admiración, la vertical, el alma, el tiempo, la esperanza, la memoria, el sentido, la cabeza, la honra, la paciencia, las ganas, el cariño, el asco, el rastro, las creencias, las formas, el derecho, la gloria, el piso, el interés, los escrúpulos, la confianza, el rencor, la batalla, el respeto, la Perder la compostura, los estribos, la razón, la inocencia, el estilo, el miedo, la vergüenza, la fe, la admiración, la vertical, el alma, el tiempo, la esperanza, la memoria, el sentido, la cabeza, la honra, la paciencia, las ganas, el cariño, el asco, el rastro, las creencias, las formas, el derecho, la gloria, el piso, el interés, los escrúpulos, la confianza, el rencor, la batalla, el respeto, la discusión, la pasión, la ocasión, la visión, el hilo, la conciencia, el contacto, el pudor, el conocimiento, la curiosidad, la costumbre, el orgullo, el control, la objetividad, la pista, los complejos, la guerra, la estimación, el juicio, el resquemor, la ambición, la partida, la noción de perder.

Perder por condición, por karma, por knock out, por default, por penal, por muerte súbita, por sistema, por distracción, por años, por nada, por torpeza, por no dejar, por puntos, por la fatalidad, por coincidencia, por amor, por capricho, por un pelo, por una nariz, por lógica, por caridad, por suerte, por vanidad, por gusto, por descuido, por azar, por deporte, por regla, por vértigo, por celos, por cansancio, por hoy, por disciplina, por placer, por piedad, por coraje, por vicio, por principio, por trampas, por celos, por temor, porque sí, por idiota, por las prisas, por equis causa, por si las moscas, por amor al arte. Y perder por perder por perder por perder por perder, no faltaba más.

Perder al infinito, en espiral. Aprender a perder, perfeccionarse. Cargarse de razones para seguir perdiendo. Encontrarle a perder el lado romántico. Malograrse en secreto. Flagelarse en público. Boicotear sutilmente todo amago en sentido contrario. Rechazar con vehemencia la humillación de ser rescatado. Encontrar un orgullo en caminar de frente hacia el colapso. Creer al fin que así, perdiendo por perder, se logra cuando menos echarle en cara al mundo su desdén.

El de perder es un vicio sencillo y barato, cuyo torcido sex-appeal es para muchos tan inexplicable como el imán de la ruleta rusa. Perder por darle gusto a Narciso, que cual buen fan perdido se conforma con poco. Perder para poder colgarse la cómoda etiqueta de subterráneo vocacional. Perder sobre la mesa y ganar debajo de ella. Perder y extorsionar, jugar a ser el débil para así cobrar fuerza. Perder por estrategia, con las cartas marcadas. Perder con la avidez del ganador perpetuo. Perder pistola en mano, disparando.

A veces, de mañana, uno debe enfrentarse a un personaje que ha contraído el vicio de perder. Lo cual quiere decir perder con él y, si es posible, rescatarse a tiempo. Pensar: yo soy el narrador, ni modo que me muera a media historia. Usar el propio vicio como salvoconducto. A veces, sin embargo, me pitorreo de él, o hasta de todos ellos. Victimistas de mierda, les digo, pónganse a trabajar. Pero no me hacen caso, insisten en llevarme a su sepelio. Hoy el protagonista se puso en ese plan y lo dejé con la queja en la boca. Tanto trabajo para crear un pícaro y en la primera curva se me convierte en extorsionador moral. Le he dejado bien claro que no negocio con chantajistas, y acto seguido me largué a la calle.

Escaparse de una novela en proceso es tan fácil como vender al amor de tu vida en un mercado de esclavos, pero eso no lo saben los personajes. De pronto necesito que se miren hundidos y a solas, y se aterren. Después correr, nadar, bucear tras ellos, traerlos de regreso e insuflarles aliento a golpes en el tórax. Cuando los veo moverse, respiro junto a ellos. Me entrego entonces a contar o contarme, con mal disimulada desesperación, otro pedazo de su historia perdida. Para ver si así tienen algo que perder.

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6 de diciembre de 2007
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El Gran Maestro del Tiempo

 

La fascinante enseñanza del ajedrez permite a la mente adiestrarse en conjugar tres nociones esenciales: espacio, materia y tiempo. Las casillas, las piezas y el segundero del reloj que no deja de girar. El dominio de la jugada exige manejarse con destreza en los tres campos de batalla, pues en los tres órdenes se da la confrontación. Ganar la partida, imponer al adversario la propia maestría, implica además adivinar sus movimientos, comprender la lógica que regula y hace previsible su reacción.

Debemos considerar esta habilidad superior -propia de algunos espíritus enloquecidos y visionarios- cuando apliquemos modelos matemáticos al proceso del deterioro climático. Si queremos saber dónde y en qué momento nos encontramos, calibrar las opciones que nos quedan y tocar sólo aquéllas piezas que podamos mover, más nos vale admitir la tiranía del tiempo escaso. Esto es: lo que no sea hecho dentro de plazo, no será hecho jamás.

La Humanidad no está acostumbrada a soportar la agobiante presencia del tiempo limitado y único. Se ha educado con los juguetes de eternidad que le ofrece la imaginación religiosa y en el ámbito doméstico prefiere el malabarismo de omitir la cercanía de la muerte que su reloj biológico le impone. La Humanidad no quiere aceptar la existencia de ese plazo de tiempo fuera del cual nada puede ser hecho. La misma existencia del tiempo contado, irremediablemente consumado, le parece una horrible pesadilla.

La Humanidad ha crecido confiando en una perpetua segunda oportunidad. Sin embargo, el previsible desencadenamiento de catástrofes ambientales, como consecuencia de la precipitación de las partículas de CO2, en una atmósfera progresivamente colapsada, anuncia un desconcertante desenlace para la grandiosa epopeya humana: perdidas una tras otra todas las oportunidades, la civilización industrial debe contemplar con impotencia su última tragedia.

Una cultura que fundamenta su bienestar en el despilfarro energético, sólo tendrá tiempo de comprender una cosa: su orgulloso y supremo ingenio es incapaz de detener la maquinaria industrial que devora su futuro.

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5 de diciembre de 2007
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Palabras en penumbra

Creo firmemente que las condiciones en las que uno escribe determinan también la forma de lo escrito. Nunca será lo mismo escibir con teclado electrónico que en uno mecánico, ni hacerlo echando mano de la pluma fuente que de un procesador de palabras. El ritmo es diferente, tanto como la percepción del espacio y la manera de abusar de él, entre otros ingredientes poco o nada tangibles. Lo mismo pasa durante las distintas horas del día o la noche, una cosa son los fantasmas tímidos de una tarde nublada y otra muy diferente los demonios que llegan detrás del crepúsculo. Me horroriza la idea de tener que escribir una novela de noche, cuando el tiempo es elástico y campea una inquietante sed de abismo.

De noche es más sencillo destruir, como que uno se arrima fácilmente a los límites. Ya solamente el timbre del teléfono -inesperado después de las once, extravagante pasadas las tres, asesino a partir de las cinco- constituye un evento perturbador, por no hablar de cada una de las especies, casi todas escasamente fotogénicas y de hecho espantosas, que tradicionalmente merodean la noche, cuando las sombras crecen y cualquier ratoncillo nos arrebata el sueño. Lo abstracto cobra forma y dimensión, lo concreto se pierde entre las sombras. Las librerías deberían incluir un estante dedicado a la escritura nocturna. Cualquiera sabe para qué quiere un libro hecho de noche. Dirían las abuelas: para nada bueno.

De día se da uno lujo de albergar toda suerte de ideas constructivas; de noche, en cambio, las guapas son las abismales. Ideas crudas y ácidas, que no obstante a la vuelta de algunas horas de sueño quedarán listas para cocinarse al sol. Pero uno a veces las consume de noche, al tanto de que entonces son tóxicas y contraproducentes. Puedo ejercer algún control dictatorial sobre las parrafadas diurnas -que suelen ser alegres, despreocupadas y optimistas- que las nocturnas nunca aceptarían, toda vez que son broncas y voluntariosas como un toro reacio a ser cabalgado.

Puedo contar con la lealtad del mediodía y esperar razonablemente un cierto porcentaje a mi favor de mañanas y tardes soleadas, pero la noche suele mudar de opinión. Hoy se alía con el romance, mañana con el desengaño, la semana que viene con el dolor de muelas. Pero uno así la quiere, y hasta se cuelga de ella para apelar a instancias tan remotas como las invocadas por Rita Ribeiro con tal de contraer el sortilegio ansiado y lanzarse a escribir macumba abajo, abriendo de repente las puertas que no debe por el puro placer de desafiarse.

Las palabras no suelen ser inocentes, ni inofensivas. Menos aún cuando las pronunciamos bajo el sortilegio ancho de la noche, creyendo ingenuamente que su huella se borrará con el arribo protector del alba. Menudean los guiños de la luna que el sol es incapaz de descifrar, tanto como esos ecos que se nos alejan con el solo propósito de regresar después, como el vampiro vuelve por el cuello querido. "Oigo ruidos", solía gritar de niño, a media madrugada, cuando me despertaba temiendo que viniera el hombre lobo por mí. Hoy día escribo alimentando la esperanza de que disculpe aquellos despropósitos y acuda a los llamados de mis palabras. Con lo ocupado que andará, el pobre.

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5 de diciembre de 2007
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Te amo, yo tampoco

Se acaba de publicar en España -en la editorial Mondadori- la biografía de uno de los más incorrectos, interesantes, provocadores, importantes y desconocidos cantantes y compositores franceses. Él fue un absoluto ídolo, no sólo por sus canciones, en Francia y casi un desconocido en el resto del mundo. Se llamó, se llamará siempre, Serge Gainsbourg. Del anonimato y del olvido fuera del territorio francés le salvó una canción. Un escándalo de canción que todos conocemos, un himno jovial al placer del amor: Je t'aime, moi non plus. En la biografía, de Silvie Simon, se dedican muchas páginas a la historia de esa canción. Una canción que fue escrita y grabada para una de sus amantes de entonces, una tal Brigitte Bardot. Que era muy hermosa, pero que ya era tonta, temerosa y convencional. Cuando la canción se persigue en Francia, después se prohibiría en medio mundo, la acobardada con mucho cuerpo y pocas luces , la famosa BB, le pide a Serge que no saque el disco, que, por favor, por sus horas felices en la cama, retire el disco. Lo hace. Y busca otra que quiera cantar ese himno amoroso lleno de jadeos y suspiros. /upload/fotos/blogs_entradas/jane_birkin.jpgDespués de tentativas fallidas -¡qué pena que Marianne Faithfull dijera no, y no por cuestiones morales o cobarditas como BB sino por el control que sobre ella ejercía su novio de entonces, Mick Jagger- se grabó con una chica de piernas largas, ojos grandes, minifaldas cortas y con la deliciosa seducción de las andróginas. La chica se llamaba, se llama, Jane Birkin. Desde entonces estamos enamorados de su voz, su cuerpo, sus dientes, su sonrisa, sus hijas y de todo lo que haga este delicioso ser que por un tiempo fue capaz de domar, amar, hacer padre y amigo al más genial de los músicos pop de Francia.

Hace años murió Serge. Sin haber follado con Whitney Huston -como claramente lo dijo en directo en un programa de televisión- pero habiendo estado con algunas mujeres muy hermosas. Y habiendo compuesto algunas canciones que nos acompañan desde hace años. Murió por haber bebido demasiados cigarrillos. Bebió demasiados Gitanes. En su casa, en los exteriores del número 5 de la Rue Verneuil, en pleno Saint Germain, no queda un trozo de pared sin graffitis. Muchos se lo imaginan divertido en el cielo. Como aquel dibujo de una revista satírica francesa y famosa, se lo imaginó atacando sexualmente a la mismísima Virgen María, prometiéndole una bella canción.

Se nos olvidarán otras canciones, pero nunca olvidaremos los susurros de aquella canción que cantó con Jane Birkin. Por cierto, que algo le debe a su amigo Dalí. Algo del título. El de Cadaqués había dicho aquello de : "Picasso es español, yo también. Picasso es un genio, yo también. Picasso es comunista, yo tampoco". Moi non plus.

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5 de diciembre de 2007
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II. 5. Carreteras invisibles

Rafael Argullol: Es muy atractiva la posición de los pintores de íconos griegos o rusos porque al pintar íconos lo llaman "escribir íconos", y esa escritura es como una plegaria, como un rezo, además ilimitado. El pintor de íconos en el sentido puro no concibe que haya un final para su obra.

Delfín Agudelo: Los íconos griegos me recuerda una idea que siempre he tenido acerca de la mitología griega, como un "Jardín de senderos que se bifurcan", acuñando el título de Borges. Al caminarla, un relato se bifurca, un mito se revela. Aquí vemos la idea del artista como el desvelador del secreto, aquél que produce una obra a partir de un secreto descifrado.

R. A.: Si nosotros pudiéramos reunir todos los sueños de los seres humanos como si fueran un rompecabezas, entonces realmente tendríamos una exhaustiva cartografía, un exhaustivo mapa de la condición humana. Si pudiéramos reunir todos los mitos que ha dado la humanidad en todas las mitologías, creo que tendríamos también un mapa muy aproximado de la condición humana. Pero como el orden de este rompecabezas es algo que nunca lograremos hacer, lo que hace el arte es ir en cierto modo buscando por las grietas, por los resquicios, por estos senderos que efectivamente se bifurcan, porque el artista o el poeta queda en la situación de una especie de oteador, va oteando, tiene que ir eligiendo, tiene que ir equivocándose. Porque si el poeta acierta siempre en la bifurcación, no estaríamos hablando de poesía, sino de religión, de teología, de otra cosa./upload/fotos/blogs_entradas/lostrazosdelacancion1.jpg Lo importante y decisivo es que se integra el error, y la frontera entre acertar y errar muchas veces es fragilísima. Entonces al artista otea, acierta o se equivoca, y vuelve sobre sus pasos continuamente. A mí me gustaban mucho las comparaciones que se podían deducir de la obra de Bruce Chatwin, por ejemplo de su libro Los trazos de la canción, que habla de esas tramas invisibles para los no iniciados en el desierto de Australia, en que los indígenas se orientaban a través de sus propios cantos, como si establecieran carreteras invisibles. Y eso me parece que sería una buena imagen de lo que es el artista, pero también sería una imagen que confirmaría el hecho de que  el noventa y nueve por cierto de lo artístico es espectral. Nosotros vamos dejando huellas en el camino, pistas, pero las pistas buenas son el uno por ciento de todos nuestros movimientos alrededor de estos mitos y de estos sueños y preguntas.

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5 de diciembre de 2007
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