

Carece de todo el que no se posee a sí mismo.
“Extranjero, mi costumbre es honrar a los huéspedes", decía un personaje de Homero. Cosas de otras épocas y de otra manera de concebir la vida. En nuestro tiempo la hospitalidad es una dimensión perdida.
"Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos", susurraba Crucio Quinto. Lo mismo cabe decir de las almas.
"Llamamos destino a todo lo que limita nuestro poder", decía R.W. Emerson. Falso. Algunos tiranos, de poder ilimitado, atribuyen al destino sus excesos.
Pensar que nada está hecho es una exageración, pero solo relativa. Cada generación está obligada a reinventar el mundo, en cierto modo a crearlo. De no ser así, será una generación perdida.
"La paciencia tiene más poder que la fuerza", decía Plutarco. Lo mismo se podría decir de la impaciencia. De hecho la fuerza necesita un ápice de impaciencia para moverse y ponerse a actuar. Siempre me ha parecido sospechosa la mitología de la paciencia, tan parecida a la de la resignación.
La maldad humana casi nunca se presenta de manera frontal. Se agazapa en la sombra, ejecuta rodeos, es oblicua, indirecta, insistente. Como suele ir unida a la cobardía, rara vez asume la forma de la trasparencia. Lo vemos perfectamente en las obras de Shakespeare.
Ni un día sin una línea", rezaba Plinio. Qué atrocidad, es como convertir la escritura en una disciplina marcial, me digo a mí mismo con horror. Plinio tendría que ser el santo patrón de twitter.
"La humildad es transigir con la mentira", decía Unamuno. Depende; podría ser también la forma más evidente de la corrupción.
Prueba a ser lo que dicen de ti tus enemigos y te convertirás o bien en un monstruo o bien en el tonto más irredimible de todos los tiempos.
La memoria es la narración fragmentaria, simbólica y evanescente de nuestras relaciones con la vida y con la muerte. Nos acordamos de los momentos dichosos, pero también de los momentos en los que estuvimos en peligro. Somos cronistas de nuestros cielos y nuestros infiernos.
“La creación artística hace la vida más intensa, acentúa la dicha y la sensación de velocidad", decía Thomas Mann. Y se podría añadir: da razón a nuestra vida y vida a nuestra razón.
"Quédate adiós, mundo, pues en ti no hay gozo sin sobresalto, no hay paz sin discordia, no hay amor sin sospecha, no hay reposo sin miedo, no hay abundancia sin falta, no hay honra sin mácula, no hay hacienda sin conciencia, ni aun hay estado sin queja, ni amistad sin malicia(...) ¡Oh, mundo inmundo!, yo que fui mundano conjuro a ti, mundo, requiero a ti, mundo, ruego a ti, mundo, y protesto contra ti, mundo, no tengas ya más parte en mí; pues yo no quiero ya nada de ti ni quiero más esperar en ti, pues sabes tú mi determinación, y es que:
Posui finem curis; spes et fortuna, valete (Puse fin a mis cuitas ; esperanza y fortuna, adios).
Aquí se acaba el libro llamado Menosprecio de corte y alabanza de aldea, en el cual se tocan muchas y muy buenas doctrinas para los hombres que aman el reposo de sus casas y aborrecen el bullicio de las cortes". (Antonio de Guevara. "Menosprecio de corte y alabanza de aldea" Valladolid 1539 Capítulo XX.)
Un sentimiento (no meramente una convicción ideológica) ampliamente compartido en nuestra época es el de que el entorno natural se degrada como resultado de la acción del hombre. Esto viene de lejos y ha caracterizado a muchos movimientos artísticos y espirituales a lo largo de la historia. Sentimiento complementario es el de que esta perturbación de la naturaleza supone de hecho una degradación de las condiciones mismas de vida del ser humano:
"¡Oh!, vida bienaventurada la de la aldea, a do se comen las aves que son gruesas, son nuevas, son cebadas, son sanas, son tiernas, son manidas, son escogidas, y aun son castizas (...)¡Oh!, no una, sino dos y tres veces gloriosa vida la del aldea, pues los moradores de ella tienen cabritos para comer, ovejas para cecinar, cabras para parir, cabrones para matar, bueyes para arar, vacas para vender, toros para correr, carneros para añejar, puercos para salar, lanas para vestir, yeguas para criar, muletas para imponer, leche para comer, quesos para guardar; finalmente, tienen potros cerriles que vender en la feria y terneras gruesas que matar en las Pascuas" (Antonio de Guevara, capítulo VII).
Los textos de Antonio de Guevara servirían para ilustrar la nostalgia imposible de suturar de muchas personas que (a veces sin haber conocido otra vida que la urbana) se sienten desarraigadas en la ciudad. Hay sin embargo una etapa más, recogida en el título mismo del capítulo VII de Antonio de Guevara: "Que en el aldea son los hombres más virtuosos y menos viciosos que en las cortes de los príncipes".
En la aldea y antes de la aldea, cabría decir, pues la nostalgia de una condición moral superior se proyecta en ocasiones a un estadio que sería incluso previo a organizaciones humanas elementales. Como es sabido, esta disposición de espíritu tiene expresión filosófica en ciertas de las obras de Rousseau. Rousseau deplora la desigualdad entre los hombres y cree percibir el origen de la misma en la desviación respecto a un estado natural original, hacia el cual vuelve su mirada.
Voltaire ve en esta tesis de Rousseau esencialmente un resentimiento contra la propia sociedad, es decir contra la matriz misma de la existencia humana. Voltaire es perfectamente consciente del dolor que los hombres son susceptibles de infringirse, pero (como su queja amarga por el terremoto de Lisboa testimonia) no cree en absoluto que la naturaleza sea potencialmente menos violenta que lo es la ambición o la miseria humanas; y desde luego abomina de la nostalgia de un estado pretérito en el que supuestamente estábamos plenamente reconciliados entre nosotros y con la naturaleza. Nada más significativo al respecto de esta polémica que la acerba ironía con la que, el 30 de agosto 1755, Voltaire agradece la recepción del libro de Rousseau "Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres":
"He recibido su nuevo libro contra el género humano. Se lo agradezco (...) Pinta usted con colores verídicos los horrores de la sociedad humana que, por ignorancia y debilidad, se pliega a las dulzuras de la vida. Nunca realmente se había utilizado tal cantidad de talento para la causa de intentar bestializarnos (nous rendre Bêtes). Al leer su obra surgen ganas d marchar a cuatro patas. Sin embargo como hace más de sesenta años que perdido ese hábito desgraciadamente creo que me será difícil retomarlo (...)"
Si la carta de Voltaire no tiene desperdicio, la réplica de Rousseau muestra perfectamente la radical incompatibilidad entre ambos pensadores.
"Soy yo quien ha de estarle reconocido. Al ofrecerle el esbozo de mis tristes ensoñaciones, no he creído en ningún momento hacer un presente que fuera digno de usted, sino cumplir con el deber de rendir homenaje a quien todos consideramos como jefe (...)El gusto de las ciencias y las artes nace en un pueblo de un vicio interior que ese gusto a su vez incrementa; y si es verdad que todos los progresos humanos son perniciosos para la especie, los del espíritu y el conocimiento, que aumentan nuestro orgullo y multiplican nuestras desviaciones, aceleran pronto nuestras desgracias(...)En lo que a mí concierne, si hubiera seguido mi primera vocación y que no hubiera aprendido ni a leer ni a escribir hubiera sin duda sido más feliz".
No se trata tanto de oponer lo que es sarcasmo displicente en Voltaire a lo que parece humildad impostada y deferencia hipócrita. De hecho, con anterioridad (el 17 de junio de ese mismo año) Rousseau había ya escrito a Voltaire en tono directamente inamistoso, explicitando que no había recibido de él más que desdén: "No le tengo a usted estima alguna", afirmaba de entrada, empezando a continuación con la lista de agravios, en un tono revelador de que Rousseau está sobre todo resentido y despechado, en razón de la admiración no correspondida que siente por Voltaire.
Lo importante sin embargo, de la citada respuesta Rousseau es que, en lo esencial (y de manera por así decirlo poco límpida), dice lo que piensa: mejor nos hubiera ido si hubiéramos permanecido en el estado bestial al que Voltaire aludía. Pues las "letras" (es decir -dado el contexto- toda la simbolización y el conocimiento) son en el fondo matriz de desgracias. Aunque a ellas deba Rousseau el honor de ser "conocido" por Voltaire, ciertamente no "re-conocido", pues les separa ...ni más ni menos que la manera de entender las cosas serias; les separa (con mayor radicalidad que en muchos otros casos) la manera de entender la relación entre el hombre, la naturaleza de la que procede y todo hipotético creador; les separa en definitiva la filosofía, marcada en el caso de Rousseau por la atmósfera espiritual en la que el pensador llegó a la misma.
Quiero señalar la última frase del texto de Rousseau ("si hubiera seguido mi primera vocación y que no hubiera aprendido ni a leer ni a escribir hubiera sin duda sido más feliz"), que nunca un campesino iletrado haría suya, buscando una analogía:
Indicaba en la última columna que los pastores de Córcega cantaban a Dante sin saberlo, y probablemente sin ser capaces de leerlo, pero obviamente no tenían nostalgia de ese estado que era el suyo y desde luego no les pasaba por la cabeza que su condición era jerárquicamente superior a la de quien además de recitar al poeta lo lee. Quizás los cantos de Homero (o simplemente los del Romancero) pierden peso al pasar a la escritura, pero esta reflexión sólo se hace desde la escritura misma. La "primera vocación" de Rousseau (no aprender a leer ni a escribir) se entiende perfectamente...desde la escritura, no previamente a ella.
El "Rousseaunismo" da hoy un paso más: nostalgia no sólo ya de una condición primitiva del ser hablante (pretendidamente marcada por una armonía con el entorno), sino nostalgia de una condición previa: nostalgia no de "nuestra humanidad (notre humanité, título de un libro de Francis Wolff) sino de nuestra animalidad. Desde que en la historia evolutiva emergió el lenguaje esta animalidad se halla para nosotros perdida. Por ello la buscamos en los animales "puros"; una imagen imposible de nosotros mismos. Creo que este movimiento responde a una real carencia de nuestra civilización. De alguna manera se trata de una protesta: las razones para no estar satisfechos con nuestra humanidad no se traducen en proyecto de mejorarla sino en repudio de la misma, bajo forma de negación de su singularidad: una causa urbana clamando (por razones muy profundas) contra la urbanización de nuestra existencia: "¡Oh, mundo inmundo!, yo que fui mundano conjuro a ti, mundo, requiero a ti, mundo, ruego a ti, mundo, y protesto contra ti, mundo".
La primavera coincide con las elecciones generales, así que el ministrable también está muy agitado
La primavera ha venido y nadie sabe cómo ha sido porque es que comenzó en febrero. Ya están despendoladas las oropéndolas de Trapiello en su nuevo diario, Diligencias, en el que siempre hay sutiles páginas sobre las estaciones. Él sí entiende estos fenómenos porque pasa media vida haciendo de Cincinato. Pero todos hemos de atender a los rostros del meteoro. Nada hay más importante que saber cómo está el tiempo.
Los que vivimos en ciudades debemos salir arreando hacia el parque más próximo. Aquí, en Madrid, hay un Botánico muy bueno y bien cuidado por expertos. Pero basta cualquier humilde parque para acercarse a mirar (o a dibujar, que es aún mejor) lo que hace la vegetalia. El mío está bastante bien, con su punto de descuido para distinguirlo de los parques europeos. Ahora están las fotinias con unas llamas color púrpura en la cresta como de infierno gótico, andan retrasados los carpes y los tilos, echan ya brotes los liquidámbares, hay nubes de flor blanca animadas por chupadores en los perales. No es que yo sepa de esto, es que por suerte ponen cartelas en algunas plantas. Viva la cartela.
La primavera coincide con las elecciones generales, así que el ministrable también está muy agitado. Los grandes hombres pululan por la Península como abejas sedientas de polen. El polen, claro, somos nosotros. Incluso ha regresado el Cabecilla tras tierna y delicada entrega a la infancia. Pero aún está inmaduro.
No solo los grandes, también los pequeños se alteran en primavera. Tomé un taxi y en cuanto me senté salió disparado zigzagueando entre patines, ciclos y colegas. En cada semáforo cambiaba de carril hasta llegar al punto más corto. Entonces se volvía eufórico hacia mí y gritaba alzando una mano triunfal: "¡Polposichon!". Homérico.
Dijo que me veía igual que cuando llegué a Jaca, hará cincuenta años; a lo que otra persona del grupo añadió que no, que cada vez me veía más joven. Sí, claro, respondí, porque me ves más alto, de hecho estoy creciendo, y es normal que se crezca con el paso del tiempo, las plantas así lo hacen y yo quizá sea una planta. Lobo Antunes, al que no conozco personalmente y del que he leído lo que publicaba Babelia traducido por Mario Merlino, me dejó el otro día patidifuso cuando comprobé que sus respuestas a una periodista coincidían con las que yo hubiera dado, o a lo mejor habría que decir que las preguntas de la periodista eran iguales a las que normalmente me formulan. Nada me aportaba la entrevista pero sentí una gran satisfacción ante esta doble coincidencia con Lobo Antunes, un tipo bronco que, por otra parte, y como tercera coincidencia, tenía una biografía aventurera hasta cierto punto parecida a la mía, aunque no sé si Lobo también crece, no lo veo como una planta, más bien es un personaje de aspecto berroqueño, a lo Juan Marsé.
Una de las mejores novelas latinoamericanas en lo que va del siglo es Los ingrávidos (2011), de la mexicana Valeria Luiselli (1983). Esta novela realista y fantástica a la vez –con el subte de Nueva York como punto de pasaje entre dos mundos–, que en su estructura circular y metaliteraria comenta sobre su propia creación y ataca las formas narrativas convencionales, funciona también como un gran relato sobre la familia contemporánea. Sin perder ninguna de esas cualidades y añadiéndole a su espíritu juguetón una gran dosis de relevancia política, Luiselli acaba de publicar Lost Children Archive, una novela ambiciosa con el telón de fondo de la crisis de los niños inmigrantes en la frontera entre México y los Estados Unidos. Está escrita en inglés, lo cual no es un detalle menor, pues profundiza el debate sobre la literatura latinoamericana escrita en otros idiomas, a la vez que consolida a Luiselli como una de las escritoras latinas más interesantes de la literatura norteamericana.
Lost Children Archive parte de una premisa: la novela como género no está preparada para narrar las nuevas formas de experimentar el tiempo y el espacio, el hecho de que el presente se ha vuelto “abrumador” y el futuro “inimaginable”. Luiselli asume esa limitación como punto de partida, y entrega un texto a base de fragmentos y digresiones que replican formas de lectura más afines a nuestro presente. Tampoco hay en ella un deseo de que nos abandonemos a una trama, de que nos perdamos en la verosimilitud del mundo creado; el artificio se revela constantemente, a través de los archivos que explicitan los ingredientes usados para escribir la novela (El señor de las moscas, Pound, La cruzada de los niños, etc). A estas alturas todo esto es parte del arsenal posmoderno; lo que cambia es la valencia, el objetivo con que se usa ese arsenal, pues si otros autores usaron estos trucos para criticar la posibilidad misma de representar el presente a través de la novela realista, lo que quiere Luiselli es buscar otra forma de documentar ese presente. Los juegos textuales no serían entonces muestras de una imposibilidad sino diversas formas con las que una sensibilidad contemporánea se enfrenta a una crisis moral.
Lost Children Archive, narrada por una mujer que trabaja en un proyecto para documentar los sonidos de Nueva York, es la historia de la construcción y disolución de una pareja y una familia, de cómo cuando vives con alguien “y estás segura de que no hay ningún pliegue que no hayas explorado del otro, aun así, un día, este puede convertirse de pronto en un extraño”. Luiselli sabe captar los gestos del desamor, la “ausencia futura” de los seres que amamos. Su prosa se mueve en registros amplios, va desde la frase inteligente que condensa una situación hasta la que captura la riqueza sensorial de un espacio, como cuando describe “un motel con una piscina en la forma de una guitarra. Un motel en el que vez de una Biblia en el velador hay un cancionero de Elvis Presley. Un motel con Elvis Presley en todas partes, desde las toallas de mano en las habitaciones hasta el salero y el pimentero en el área del desayuno”.
Luiselli cuenta a el enamoramiento de la narradora con un hombre al que conoce en ese proyecto, la vida en común –él tiene un hijo de diez, ella una de cinco–, el paulatino extrañamiento de la pareja, y el deseo de él de partir rumbo al suroeste de los Estados Unidos a hacer un “inventario de ecos” de los sonidos que algún día poblaron la historia legendaria del apache Gerónimo, y el de ella de embarcarse en el viaje con sus propios planes, su intención de ayudar a una amiga con dos hijas perdidas en la frontera y documentar la crisis migratoria. Si bien hay un mapa narrativo con un destino final, no es casual que los viajeros decidan no usar un GPS para orientarse: así están más abiertos al extravío, a la ruptura con un viaje directo.
La narradora prefiere la acumulación temática y formal de incidentes antes que el avance de la trama a partir de una sucesión de incidentes, y dinamita aquellos momentos tradicionalmente novelescos que podrían haber aportado suspense a la historia (por ejemplo, el encuentro con un guapo desconocido en un bar). Luiselli va cargando pacientemente de peso simbólico el viaje. Así, Lost Children Archive se transforma un road trip original, en el que la inteligencia y la sensibilidad de la narradora alternan con el retrato brillante de dos niños traviesos y perceptivos en la parte trasera del auto, y con la mirada distanciada de un hombre hosco camino a la Apachería. En medio de la crisis doméstica asoma como un espectro la historia de los “niños perdidos” –los hijos llaman así a los niños refugiados– en la frontera y el cuestionamiento acerca de cómo contar esta historia.
A la mitad Luiselli decide literalizar la metáfora de los “niños perdidos”: la narradora descubre que quienes verdaderamente deben contar esta historia son los niños, y le cede el control del relato al mayor. Es un gesto arriesgado, pues nos saca de cuajo del mundo en que nos habíamos asentado, pero va en consonancia con la poética de Lost Children Archive: el niño procede a contar una historia fantasmagórica acerca de su conversión –y la de su hermana– en “niños perdidos”. De pronto estamos en otra novela, menos realista, más fantástica (menos road trip, más Schwob): a ratos todo indica que lo que está contando ocurrió de verdad; otros, sobre todo el tono tan adulto de la voz del niño, permiten pensar que este es un artificio más, literatura que se muerde la cola (hay otros artificios, entre ellos “Elegies for Lost Children,” el relato de una autora italiana que aparece dentro de la novela). Esta sección se alarga un poco, pero las veinte páginas finales, una sola e intensa frase, se encuentran entre las mejores de Lost Children Archive: “…los cuatro niños perdidos saben que están todavía vivos, aunque caminan entre los ecos de otros niños pasados y futuros, que se hincaron, se echaron, se enroscaron en posición fetal, cayeron, se perdieron, no sabían si estaban vivos o muertos en ese desierto vasto y hambriento donde solo los cuatro caminan ahora en silencio, sabiendo que también podrían perderse pronto…”
Si algún momento la literatura posmoderna sirvió para mostrar orgullosamente un espíritu que se regodeaba en el pastiche y el distanciamiento irónico, con Luiselli esos juegos metatextuales sirven más bien para apuntalar el propósito serio de la autora, la lucidez de su crítica a un país que, al separar a los seres humanos en la falsa dicotomía “legal” y “extraño”, ha perdido su brújula moral.
(La Tercera, 17 de marzo 2019)
El sábado día 16 invitamos a 50.000 separatistas (según EL PAÍS) a que pasearan por Madrid. Digo que los invitamos porque, frente a lo que suelen decir, somos los españoles quienes los financiamos. Nosotros pagamos su Gobierno reaccionario, sus embajadas de pega, sus mercenarios de la televisión separatista, y así sucesivamente. Nuestros impuestos, gracias a la sumisión de los presidentes españoles, son los que los han convertido en una fuerza política adinerada, con sus altísimos sueldos, su administración familiar y sus falanges de choque. Todo pagado por las hienas españolas, como dice Torra.
Yo me alegro. He aquí 50.000 separatistas, casi todos venidos del agro, a los que un autobús, un bocadillo, unos trenes y un día precioso han permitido constatar cómo es una ciudad civilizada, europea, educada y con dirigentes no del todo chiflados. Vagaron por Recoletos, por el paseo del Prado, por Cibeles, zonas urbanas de impecable figura. Y no les tosió ni un energúmeno atragantado con una patria. Constataron, por tanto, que el Estado opresor, como lo llaman, no se parece al suyo, ni en su estado actual, ni en el que preparan con una Constitución catalana que da pavor leer. Aquí nadie los amenazó, nadie pintó dianas de muerte en la puerta de sus padres, nadie los insultó como los empleados de TV3 insultan a los españoles, nadie les lanzó excrementos, nadie les dijo que eran inferiores, de una raza desestructurada, africanos y alpargateros. Muy al contrario, ni siquiera fueron necesarios los municipales. De modo que 50.000 separatistas volverán a sus pueblos sin poder hinchar el pecho y consternados porque Madrid y el Estado opresor los ha tratado como ciudadanos. Y les ha pagado el gasto.