


Así como la mayoría de los inquilinos de la cárcel jura que es inocente, afuera casi todos aseguramos ser profesionales. Y si no que le prueben a uno lo contrario. Para suerte de pícaros, buscavidas y fantoches, el diccionario ofrece notable manga ancha en alguna de sus definiciones de la palabra 'profesional': Dicho de una persona: Que practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive. Una vez aceptada en el club de los pros semejante legión de legiones, el diccionario acaba de premiarlos con la última acepción de la palabra: Persona que ejerce su profesión con relevante capacidad y aplicación.
No es por error ni azar que el diccionario abre a felones y cacos las puertas del reconocimiento profesional, si ya la policía se encarga de orillarlos a hacer lo suyo con relevante capacidad y aplicación, amén de que muy pocos oficios castigan el error con tal severidad. Si otros toman la senda del profesionalismo por cariño, ambición o desafío, el que roba o estafa lo hace básicamente pensando en evitarse la calamidad de pasarse los próximos quince años encerrado entre puros aficionados. Ser, en este sentido, profesional, es conocer el precio del amateurismo y a partir de ese punto darse a perder el sueño afinando el control de calidad. ¿Qué malandro no busca ejercer un control a prueba de sabuesos sobre todas y cada una de las variables propias de cada lance, si ya todos sabemos que en el arte de sorprender al prójimo no hay constantes que valgan y sus únicas leyes pertenecen al código de Murphy?
Acción y efecto de profesar, define el diccionario el término ‘profesión'. En lo tocante al verbo ‘profesar', la Academia establece, entre otras acepciones no tan pertinentes, que consiste en "sentir algún afecto, inclinación o interés, y perseverar voluntariamente en ellos". En caso, pues, de duda, bastaría con averiguar si el prospecto de pro en realidad profesa al proceder. Cosa nada difícil, pues la presencia del afecto, la inclinación o el interés suele advertirse pronto, aunque no tanto como su escandalosa ausencia. Por más que los románticos abismales insistan en no ver el desdén del objeto de sus ansias, uno en el fondo sabe quién lo quiere y quién no. Uno prende la tele y advierte, sin tener que aplicarse mayormente, que el monigote que está ahí cantando no lo hace por cariño ni por gusto ni por mínimas ganas de profesar, y acaso, de poder, elegiría estar en otra parte.
Nada irrita y estorba más al conformismo propio que el profesionalismo ajeno. Y viceversa. Una vez que los sentimientos se involucran en un cierto proyecto, se desarrolla un miedo visceral a fracasar en el querido empeño, hasta el extremo de equipararse involuntariamente al criminal, que tampoco se atreve a contemplar la posibilidad nefasta de ver frustrado el plan. Corrijo: El Plan. Profesar es poner en la mira al desafío soñado, ir hacia allá y prender fuego a las naves. No es que el profesional sepa más que los otros, sino que se ha prohibido fracasar, de modo que lo que uno menos terco juzgaría un fracaso parece, a los ojos obsesos de nuestro personaje, nunca más que una curva en el camino. Que es lo que le sucede al ladrón que ya trae tres patrullas detrás pero conserva viva la certeza de que los aguafiestas de azul van a acabar pelándole los dientes, y eso cuando menos.
Keith Richards, otro pro con escasas simpatías entre los de uniforme, ha dicho alguna vez que un músico profesional no es el que hace rugir a un estadio repleto, sino el que puede llegar a un restaurante con su guitarra, proceder a lo suyo y lograr que le sirvan un plato de comida. Joderte alegremente por lo que amas, qué otra cosa al final es profesar.

En las autovías españolas, concretamente en la que va de Madrid a Andalucía, suelen proliferar, además de los llamados puticlubs, las residencias de la tercera edad, que constituyen auténticas prefiguraciones de los tanatorios. En tales subterráneos del alma el paisaje a contemplar no es otro que el de la carretera misma, y la única imagen de ser humano que no sea ya "recuerdo de la muerte" es el de los trabajadores del lugar, que huyen del mismo en cuanto su horario se cumple.
Pues allí se arrincona a seres humanos homologados mediante corte vertical en el ciclo de las generaciones, arrancados al entorno en el que la vida se contrasta y la palabra se renueva. En esos lugares no se está empíricamente sólo, pero la figura del otro no es jamás espejo de plenitud: esa plenitud a la vez dolorosa (puesto que perdida para el anciano) y exultante (por ser rasgo de la humanidad a la que uno pertenece, aunque toque ya representar el inevitable crepúsculo).
No hay allí más que interpares en el estatuto de residuo o desecho; estatuto determinado no tanto por la carencia psíquica o física, que sirvió de pretexto, como por la ofensa que supone el hecho mismo de ser conducido a tal lugar. Pues no es lo mismo ser el anciano de la casa que el asilado de la administración:
Sobre el primero pesa la conciencia de la progresiva e inevitable astenia y hasta quizás (en la hipótesis del exilio de los jóvenes y el aislamiento de los contemporáneos) el sentimiento de haberse quedado sólo. Pesa en definitiva lo que de trágico conlleva la existencia humana, tragedia a la que se expone todo ser de juicio, y que será tanto menos insoportable cuanto que sea asumida con mayor entereza.
Mas para el segundo a la tragedia se añade un ingrediente de humillación. Se añade el haber sido considerado como un ser humano carente de toda función en el reparto de la existencia social. En tal repudio es la sociedad la que se mutila a si misma. Pues saber dar su sitio al anciano es a la vez condición y reflejo de la salud de una organización entre hombres; y toda sociedad en la que no cabe tal cosa, en la que el ciclo generacional se corta verticalmente, se halla gravísimamente enferma... y ello cualesquiera que sean sus atavíos de progreso.

Otra novela de la misma estirpe de La República de los sueños, que les recomiendo leer, es Una casa para Mr Bilwas de V.S.Naipul, descendiente de inmigrantes hindúes llegados a la isla de Trinidad en el Caribe. Es otra novela sobre el éxodo, y los arraigos y desarraigos de una tribu extranjera en tierras americanas, sólo que en este caso se trata de trasposiciones culturales mucho más lejanas.
El Caribe ha cocinado a fuego lento desde los tiempos de la colonia española, y de la colonia inglesa, a todas las razas, en una mezcla de poderosos deslumbres. Conquistadores de Andalucía, Castilla y Extremadura, bucaneros de Gales y Escocia, colonos belgas, predicadores luteranos de Amsterdam, antiguos oficiales del ejército de Napoleón dueños de plantaciones, esclavos negros del África, sirios, libaneses y palestinos del antiguo imperio turco, hindúes de Bombay y de Calcuta, chinos de Cantón y de Shangai, judíos sefarditas.
Una mutua extrañeza, y un encuentro total donde la amalgama se revuelve de manera incesante. Y lo que Naipul hace es contar la historia de una familia hindú en una isla caribeña bajo el dominio colonial británico, igual que Nélida Piñón cuenta la historia de una familia gallega en el Brasil, un territorio que de una u otra manera también es el Caribe.

Debió ser en 2002 o 2003 cuando un destacado liberal europeo regresó asustado de lo que le había escuchado en la famosa (pero venida a menos) conferencia transatlántica de Bilderberg a John Yoo, a la sazón número dos de la asesoría jurídica (que actúa como tal para el conjunto de la Administración) del Departamento de Justicia de EE UU bajo la batuta del fiscal general John Ashcroft. "Ese Yoo de origen vietnamita debería ser enviado a Vietnam", comentó este intelectual ante los recortes a las libertades y la nada disimulada aprobación de métodos de interrogación a prisioneros que constituyen claramente tortura.
Pues bien, aunque el contenido del memorándo que escribió Yoo en 2003 era conocido (así como de otro paralelo de la CIA en 2002, parte de una serie de tomas de posición sobre este asunto), el texto (partes 1, 2, 3 y 4, una lectura que vale la pena por los horrores que pone de manifiesto) sólo ha salido ahora a la luz pública, tras verse forzado a publicarlo el Departamento de Justicia. En su intento de regular estás técnicas a presos en Guantánamo y en otras cárceles secretas se salta por la borda todas las convenciones internacionales y incluso las limitaciones internas de EE UU en aras de "la guerra contra el terrorismo".
La definición de tortura que aportaba -el límite que no se debía sobrepasar- es la siguiente: "La víctima debe experimentar un dolor o sufrimiento intensos del tipo equivalente al dolor que estaría asociado con daños físicos tan severos que de ellos derivaran muerte, fallo de órganos o daños permanentes resultantes en una pérdida de funciones corporales significativas". Era un intento de definir lo que podía constituir una tortura aceptable. Y de poner por encima de la ley a los interrogadores que se verían "protegidos por una versión nacional e internacional del derecho a la defensa propia".
Todo lo demás, es decir, casi todo, valía y en buena parte sigue valiendo. Incluidos el uso de drogas que alteran la mente o la llamada técnica de la bañera (waterborading) por la que se hace sentir al interrogado que se está ahogando, cuya posibilidad de uso ha reservado Bush para casos extremos. Es decir, que aunque la Administración acabó rescindiendo este memorándum, siguió alentando la aplicación de la tortura. Así no se gana la lucha contra el terrorismo, sino que se acaba alimentando aún más a la bestia, como ya hemos explicado en otras ocasiones. Por cierto, como ya mencioné en este blog, Yoo vive tranquilamente dando clases de Derecho en la Universidad de Berkeley.

Agotado el mercado de la cosmética femenina, el sector está lanzando vorazmente sobre el cutis varonil. ¿Con qué resultado? Con el efecto superior de transformar la concepción del hombre y, con ello, alterar sigilosamente su función, su condición, su demanda y su acción. Más que las teorías filosóficas y las predicaciones sociológicas, la amplia y poderosa campaña publicitaria dirigida a cuidar la imagen del varón, transforma decisivamente las cosas de toda la vida.
Los hombres siguen sin hablar entre sí de su aspecto, a menos que se haya sufrido una grave operación o haya transcurrido un largo alejamiento. Callan sobre su físico y sólo actualmente la voz anónima de la publicidad establece una intensa conversación. Cada consumidor a solas y ante el anuncio de hidratantes, energizantes y antiarrugas, estrena por fin, a estas alturas, la charla directa sobre los elementos que componen su apariencia.
La estética se hallaba ya establecida por todas partes y nunca antes el mundo se halló tan estetizado, diseñado, reelaborado con la inspiración de la belleza. En esa realidad, sin embargo, el hombre, quedaba como un residuo por colonizar e incorporar plenamente. La imagen social, la imagen individual, la imagen narcisista a la manera natural que las mujeres han practicado sobre sí mismas, empieza ahora en el reino de la testosterona. Contemplación del sujeto sobre sí, para gustarse a sí mismo en un recreo que interpretó desde hace siglos el cuerpo femenino en cuanto objeto no sólo personal sino comercial, expuesto a la mirada y a la cotización pública. La feminización del varón ahora crea un nuevo hombre público que se corresponde con el modelo femenino de la mujer pública, exhibida ante el ojo del público. El público de la actualidad, además, ha ganado en proporción y protagonismo femeninos y ante ese espejo presencial el varón se cosmetiza. La cosmética, como la palabra indica, es todo un cosmos. Hace y deshace visiones del mundo de modo que la profusión de anuncios y mensajes impulsando a la transformación del rostro (y la cintura y el torax) de los varones significa, a la vez, una radical cirugía de la ideología.

De los muchos envíos que hemos recibido esta semana hemos elegido cuatro textos de diferentes registros y distinta extensión, que reflejan con bastante claridad lo que en líneas generales ha sido la tónica común de todo lo recibido. Así, podremos observar cómo se han manejado en esta ocasión, al tratarse de una propuesta que se dirige esencialmente a manejar nuestra herramienta más poderosa: el lenguaje. Trasladar un campo semántico determinado y ubicarlo en otro lugar es, ni más ni menos, empezar a entender que para sacarle partido a nuestro particular lenguaje es necesario que apelemos a todas las palabras que conocemos y que las apliquemos de manera certera, contudente y muchas veces novedosa. No hay peor peligro para el escritor que la frase tópica, ya lo decíamos en una pasada consigna, y en la anterior -que ha dado pie a los ejercicios que hoy colgamos- explicábamos que tampoco debemos sucumbir a la belleza de las palabras por las palabras mismas, que el lenguaje hueco y artificioso también resulta un peligro que es menester esquivar si queremos contar un relato con claridad y precisión. Por ello hemos apelado a palabras que todos usamos, que todos conocemos, pero liberadas de su contexto usual. Quiere decir que, en lo referente a este aspecto, no se trata tanto de las palabras en sí, sino de la manera en que conjugamos dos palabras sencillas. Decir de un camarero que tenía manos delicadas de monaguillo, o decir que alguien era taimado como un cardenal del Renacimiento, es encontrar imágenes novedosas cuyo efecto está en la conjugación de palabras extraídas de áreas semánticas aparentemente alejadas. En general ha habido muchos aciertos, aunque también muchos se han quedado en la primera imagen que les ha venido a la mente. Hemos hecho un comentario general para los textos que hoy colgamos y que les permitirá evaluar, reflexionar y sacar conclusiones.
Buen fin de semana!
Jorge

Estos días solo me interesa la lectura, es lo único que no me deprime, me hace pensar en otras cosas y hace que me olvide de las preocupaciones. Creo que voy a volver a leerme El Gran Gatsby porque recuerdo que la última vez (nada más la he leído dos veces, con ésta serán tres) me reí bastante, me reí y me emocioné al mismo tiempo, sobre todo cuando Gatsby quiere embellecer a toda costa la pequeña casa de Nick Carraway (el narrador, vecino de Gatsby y primo de Daisy) para que el encuentro Gatsby-Daisy sea lo más perfecto posible.
¡Ay! El que ama, por muy mundano que sea, siempre resulta un poco ingenuo y torpe y capaz de hacer cosas impensables en cualquier otra situación. Por eso, porque ama, Jay Gatsby es tan vulnerable como un niño. Nos lo empieza a parecer desde el principio de la historia, sabemos que algo le ocurre a ese hombre con aspecto de estar a la intemperie aun entre las paredes de su lujosa mansión, y completamente aislado de las frenéticas fiestas que ofrece a todo tipo de desconocidos. Su comportamiento es misterioso, nos intriga, nos hace preguntarnos qué mira, qué espera, qué piensa, hasta quedar atrapados en su magnética personalidad.
Porque somos nosotros, los lectores, los que nos dejamos seducir por la emoción con que invade de flores y plata la cabaña de Nick Carraway para esperar a Daisy. Somos nosotros los que nos vamos enamorando de él cuando comprobamos que ha sido capaz de mantener intactos la ilusión y el amor por Daisy contra viento y marea, y somos los que nos vamos compadeciendo de él según nos vamos dando cuenta de que es un soñar y que ninguno de los que le rodean están a la altura de su sueño.

No voy con canciones, voy con prisa. Un pecado. Pensar que podría pasear por los jardines de Alfabia, hablar tranquilamente con mi amiga editora sobre sus planes, sus libros, sus jardines, su próxima salida con Villalonga y el nombre de ese lugar extraordinario. También me perderé un paseo con J.C. Llop y por las luces y sombras de ciutat. Ni podré ver al siempre sorprendente Cristóbal Serra... En fin un viaje de ida y vuelta a un lugar donde uno se quedaría a ver pasar el tiempo. Como siempre nuestra realidad a golpes contra nuestros deseos. Y ganando la partida.
Al menos me llevaré el último rescate de Serra para terminar su lectura en el avión. Y cómo no quiero perder el avión, aquí les dejo con un poco de reflexiones y textos robados de Serra, que siempre será mejor que lo que uno pueda decir o escribir. El libro se llama Péndulo y otros papeles y recupera un breve, y excelente, prólogo de reconocimiento del raro Serra por parte del pope Octavio Paz, en París y en el año 61. ¡Qué pequeños fuimos!
Dice Serra, hablando de Chesterton:
"Se ha prodigado mucho para ser bueno. La fecundidad literaria siempre ha sido para mí cosa sospechosa. El pródigo en literatura o quiere demostrar que es un portento genesíaco o simplemente trabaja a destajo. La nota peyorativa de jornalero acompaña muchas veces al prolífico escritor.
Los autores no son sólo victimas de los críticos- esos escorpiones de la literatura- sino también son víctimas de sus dones, si son muy talentudos. Chesterton me ha dado siempre la impresión de un dilapidador literario. Desde el momento que dejó de ser promesa para pasar a la fama popular, le entraron unas ganas locas de llenar cuartillas. Los artistas sufren su menopausia, sus cambios serios en vidas. Chesterton la sufrió."
¿Y que pensarán de eso Galdós, Azorín o Baroja? ¿Y qué el joven, más o menos, Andrés Trapiello que no deja casi nada de lo que escribe sin publicar?
Me gustaría provocar un diálogo entre Trapiello y Serra. Mejor uno inventado de Serra con Galdós.
Me voy, me esperan las prisas. Que bien las esperas en los aeropuertos, que buen momento para leer o escribir tonterías.

El terrible secreto Hyde surge de los sótanos más profundos de la naturaleza del apuesto e insatisfecho doctor, es su víctima, el que ha cargado durante mucho tiempo en mi imaginación con su culpa. Pensando en él me viene a la mente el monstruo de Frankenstein (de Mary W. Shelley), otra pobre víctima del progreso científico, que también surge de otro laboratorio aunque por distinto procedimiento. Frankenstein recurre a la cirugía y a la electricidad, y su criatura es el resultado de unir distintos miembros y órganos de diferentes cadáveres. Por el contrario, Jekyll prefiere la química, pócimas algo extravagantes que surten el efecto de separar a Jekyll de Hyde. Mientras que Mary Shelley anticipa los, ahora corrientes, trasplantes y a los androides, Stevenson anticipa a Freud y algo más que aún no se ha logrado: separar artificialmente los componentes de la personalidad. Dice Jekyll: "Día a día, así desde el punto de vista moral como desde el intelectual, me iba acercando progresivamente a esta verdad, por cuyo descubrimiento incompleto he sido condenado a tan horrendo naufragio: que el hombre no es realmente uno, sino dos. Digo dos porque el avance de mis propios conocimientos no llega más allá de este punto. Otros vendrán después, otros que me dejarán atrás e irán más lejos por las mismas sendas".
Así que, por encima de todo, en este relato se eleva la certeza de Jekyll y su creador Stevenson de que la conquista de un mayor grado de conocimiento exige cierta pérdida de inocencia y alguna dosis de sufrimiento, porque en cualquier cambio, aunque sea para mejor, se pierde el estado anterior y ya hay una falta. Y del mismo modo que el agua deja de ser agua si se separan sus componentes, Jekyll deja de ser Jekyll cuando Hyde se aparta definitivamente de él.
Según escribo estas líneas, de vez en cuando miro una fotografía de Stevenson, en que levanta un instante la vista de sus papeles y nos observa muy seriamente como advirtiéndonos: a partir de ahora todos somos el Dr. Jekyll y Mr. Hyde y ya no hay vuelta atrás.
