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Mañana tendremos otros nombres

Dar noticia de una ruptura sentimental, o narrar la crónica de un desamor, nunca  ha sido una  tarea fácil, ni tampoco  grata. Sin ir más lejos,  y sólo  por un legítimo deseo de llegar al fondo de tan doloroso desgarro,  se puede terminar oficiando de forense,  y conste que en el texto se alude sin rodeos a tan escasamente apetecible posibilidad: “[…] quizá toda historia de amor termina siendo una investigación, o mejor, una autopsia”.

Consciente de la posibilidad de caer en ese o en cualquiera de los otros muchos peligros que aquejan y afean al género (autocompasión, despecho y afán de venganza, el malo es el otro, ahora resulta que no sé a quién he amado la mitad de mi vida, etc.etc.) Patricio Pron se ha valido con muy notable acierto de unos recursos narrativos que no son en absoluto habituales y que pueden desorientar al lector, aunque ello ocurre únicamente hasta que  se  entienden las reglas de juego. Que resultan ser fascinantes porque le han permitido ir mucho más allá de un simple y desgraciado caso particular.

De entrada, las dos voces encargadas de llevar el peso de la narración son Él y Ella, es decir, nada que ver con aquellos personajes a los que el autor se encargaba de proporcionar cuanto antes unos rasgos físicos y un comportamiento moral  que permitían la inmediata identificación del lector, solidarizándose con unos y rechazando a otros  como ocurre en la vida misma. Tal despersonalización choca al principio  porque, encima, cuando empiezan a entrar en juego los demás personajes  ninguno de ellos recibe más rasgo identificador que la inicial (D., E., A., M., Bg. J., F.). Y lo mismo pasa con los padres de todos ellos, que son solo eso, padres innombrados, o con los jefes del despacho de arquitectos  en el que trabaja Ella, y a los que en todo caso se les da el tratamiento de jefe principal, jefe menos jefe, etc.

Si se tratase de una película podría decirse que toda ella ha sido rodada en planos medios, esto es, sin panorámicas que permiten una visión comprensiva y conjunta de la escena pero  también sin los primeros planos de los que se valen los directores  para resaltar un aspecto fundamental de la narración. Tampoco hay flash-backs (y los que hay son meros apuntes referidos al pasado), tampoco hay recurso al plano y contraplano ni  a todo el resto de triquiñuelas cinematográficas que permiten acelerar o retardar la acción o crear ilusiones  engañosas, así como tampoco hay apenas saltos  temporales o bifurcaciones elípticas. En absoluto. El flujo narrativo se mantiene inalterable mientras las cosas pasan porque tenían que pasar: al principio de conocerse El y Ella se van a vivir juntos porque así tenía que ser, y al cabo de unos años se separan porque quién se opone a la fatalidad. En algún momento Ella dice: “[…] nunca elegimos, solo vivimos en lo que es, lo  que no es existe sólo como idea, y como toda idea no puede ser habitada. Permanece a la espera, mientras uno cree que decide algo”.

Ese mundo de ideas no habitadas, y por lo tanto ese mundo deshabitado y a la espera de tomar una decisión, se complementa con otras  muchas intuiciones que suelen apuntarse siempre a  modo de tentativa. Por ejemplo: “[Él] siempre había pensado en la identidad como un punto de llegada, nunca como uno de partida”. Y de ahí, lógicamente,  que mañana vayamos a tener otros nombres, y unas vidas determinadas por el momento de la llegada y nunca al partir.

Porque, en definitiva, lo que Patricio Pron va construyendo con la tenacidad del tallador que esculpe lo que quizá acabará siendo el Mausoleo de Halicarnaso, es una clase de cotidianidad que  les resultará totalmente ajena e incomprensible a quienes se estén acercando al final de su trayectoria vital (viejos). A los propios protagonistas les pasa un poco  lo mismo porque también ellos están en plena exploración, pero si el lector ya veterano  cree de pronto reconocer una propuesta — por ejemplo si se trata de resolver los sempiternos problemas de la vida en pareja con el conocido y nunca exitoso recurso a lo que ahora los cursis de los reality show llaman “poliamor”— de inmediato se sentirá excluido al ver que lo que se pretende es “optimizar” la relación con la “adquisición” de un tercer actor. Lo mismo ocurre con la (casi siempre calamitosa) búsqueda de pareja acudiendo a los medios sociales, o las relaciones interpersonales mediante mensajes con los que se rompe un noviazgo, se propone una vida en común o se anuncia un cambia de piso o trabajo, expresado todo ello en tiradas de no más de 120 palabras. Entremezclados en un flujo narrativo que surge como un poderoso chorro continuo,  van apareciendo rasgos superestructurales  (las leyes del mercado, las imposiciones de la genética, las corrientes sociales, la precariedad laboral, etc) que conforman  y determinan unas vidas inmersas en la vieja pelea entre el deseo y la realidad. Y si dar noticia de un desamor nunca ha sido fácil ni grato, crear  a su alrededor un ámbito de significación inteligible (lo que la crítica de antes llamaba un universo narrativo) es una ambición  hercúlea que Patricio Pron ha resuelto con  brillantez y acierto porque, por encima de  todo, su novela es una apasionante tentativa encontrar un lenguaje capaz de dar cuenta de una realidad exterior que se está conformando ahora, o para decirlo más directamente, cómo dar noticia de que está surgiendo un mundo nuevo y que no puede ser reflejado mediante las técnicas narrativas de antes. Nada menos.   

 

Mañana tendremos otros nombres

Patricio Pron

Premio Alfaguara de novela 2019

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Entrecot electoral

La expresión del rostro del candidato consiste en curiosidad de primer orden para el periodista. Es lo primero que se busca al conocerse los resultados oficiales. Porque si hay algo que el ser humano no puede disimular, es la decepción; también el desengaño. La gente en casa todavía hace sumas, contando con los dedos los totales de izquierda y derecha, mientras se espera a los líderes en las sedes. Empieza a paladearse el título de la última película de Almodóvar: Dolor y gloria. “Ha llegado con rostro serio”, dicen de Rivera en la Ser. El periodismo de los sentidos, el que escruta, olfatea, toca y escucha pero aún no tiene el filete en­cima de la mesa, describe sensaciones y emociones: “El portavoz aparece sonriente, acaso lleve la procesión por ­dentro”.
Los reporteros informan desde Ferraz de que “el ambiente es relajado” y “reina un ‘optimismo prudente’”, dos términos que nunca tendrían que emparejarse : ¿o es que la alegría puede ser cautelosa? Hasta que se deciden a hablar de euforia y de saltos de alegría. “En la sede del PSOE, ¿se espera un Resacón en Las Vegas?”, le pregunta Ferreras a Ana Pastor. “Un fiestón”, responde ella. Las crónicas de la noche electoral guardan un parecido razonable con las retransmisiones deportivas y no pueden evitarse términos como arrasar, remontada, estrepitosa derrota o apretada victoria.
La primera comparecencia de Pablo Casado y su equipo apeló a la responsabilidad solidaria. Sólo hacía falta calibrar la distancia entre Teodoro García Egea, que miraba al infinito a la derecha del líder; Adolfo Suárez Illana, tan gris a lo largo de la campaña como su cabellera, sin apenas levantar los ojos del suelo, a su izquierda, y Casado, parapetado en su atril. La proxémica calcula entre 15 y 45 centímetros la burbuja del espacio íntimo, y el decaído triunvirato se presentó codo con codo. Parecían entonar un “la culpa es de todos”. Casado encajó el resultado sin excusas, sonriente, estirando las comisuras de los labios como el niño que excusa una travesura. Fue el único que se atrevió a mirar de frente. Nadie recordaba una noche electoral en que por la calle Génova sólo pasearan dos gatos negros. Y los mariachis enviados por Forocoches entonando Canta y no llores bajo el balcón popular desalmaban aún más el paisaje.
En la sede del oeste de Madrid, Sánchez no se encaramaba a las alturas, sino que se subía a una simple tarima, celebrando cuerpo a cuerpo la victoria en mangas de camisa rosa bebé, enviando mensajes de suavidad en las formas. Porque, en verdad, ese ha sido uno de los grandes triunfos del socialista: ante los insultos, una sonrisa; frente a la difamación, la más bella indiferencia. Y el filete aún crudo.
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1 de mayo de 2019
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‘Roma’ y las sombras

La ‘Roma' de Alfonso Cuarón empieza con el plano fijo de un suelo de losetas sobre el que cae agua a raudales. Alguien friega ese suelo, que tiene, en el centro del fotograma, un cuadrado dentro del apaisado y amplio cuadro de la imagen (filmada en 65 mm). El cuadrado interno más pequeño posee una luz clara y distinta a la del más opaco suelo de piedra; esa claridad indica la abertura en el techo de una claraboya que no se ve. En un momento de la larga secuencia de fregado (y pregenérico), un avión en vuelo atraviesa el firmamento y es reflejado en el cuadro menor. A continuación empezamos a ver figuras y cometidos humanos: una sirvienta, Cleo, que limpia la gran entrada cochera de esa vivienda de la Colonia Roma, cumpliendo también con sus demás tareas, entre las que cobra importancia en la trama el recoger los excrementos del perro Borras, que tanto sale, salta y ladra en la película.

La sensación que el film produce durante un buen rato es antagónica: el suave costumbrismo de una familia burguesa de la Ciudad de México de los primeros años 1970 enfrentado al hiperrealismo que resalta esa domesticidad de un modo nunca antes visto y oído en el cine (al menos en este tipo de cine que no es galáctico ni aparatoso). La imagen de la cámara digital Alexia, llevada por el propio Cuarón, también iluminador, es de una patencia seductora e inquietante, tanto en los interiores sin historia (la cocina de la casa de la calle Tepeji, el hotel de paso donde el luchador marcial Fermín exhibe ante Cleo su masculinidad recién satisfecha y su instrumental de defensa, la planta comercial de las cunas) como en aquellos en que el director ha pedido a su diseñador de arte reconstruir la fantasía enardecida de una memoria infantil: los grandiosos cines que ya no existen en la capital, los terrados de las casas de la colonia con la colada en sus cuerdas de tender como velas de embarcaciones varadas, el bosque bajo que rompe a arder, el embravecido mar de Veracruz donde tiene lugar una de las escenas más brillantes y mejor contadas, desde el punto de vista de la factura técnica, que yo haya visto en mi vida de espectador. El hiperrealismo exacerbado, la falsa verdad del mundo en blanco y negro de un país tan altamente coloreado como México, más que embellecer escamotean la simple verdad de unas vidas sin gran relieve, haciendo así de su devenir cotidiano un acontecimiento formal que las ennoblece, por su singularidad de figuras remarcables en un paisaje siempre atractivo a la mirada, al tiempo que depara al espectador 135 minutos de una ficción cautivadora.

Luminosa y perfilada hasta el extremo, ‘Roma' es la película de sus sombras, que alumbran de modo sutil la aparente línea clara de su contenido. Cuarón relata y compone teniendo siempre en cuenta la caprichosa estabilidad imaginativa del niño pequeño que él era en 1971 y la firme mirada adulta del cineasta que es hoy; su homenaje a Fellini, de rango titular por la coincidencia con el film homónimo de 1972, podría ser también sombra temática, pero en ningún caso estilística, pues nada está más reñido con la desaforada estética tardo-barroca y onírica del autor de ‘Amarcord' y aquella otra primera ‘Roma' italiana que la geometría de las panorámicas y travellings sistemáticos del mexicano.

La sombra principal de su película es, naturalmente, la que proyecta Cleo (Yalitzia Aparicio), que actúa con parsimonia y mansedumbre pero no duda en hipotecar -en la escena de la playa hasta el sacrificio- su propia vida por la de la familia para quienes trabaja. Ahora bien, Cleo no es una santa, ni renuncia a los placeres de su propio cuerpo, ni está desprovista de oscuridades morales. Goza de la confianza de sus señores, del amor de los niños, de la compañía étnica y lingüística de la otra sirvienta de la casa, y, sin distingos de clase social es recibida dos veces de modo privilegiado en el hospital donde trabaja el padre y su esposa, la señora Sofía, tiene muy buenas amistades; la primera vez para ser diagnosticada de su embarazo, y la segunda para la conmovedora escena del parto de su bebé prematuro; que esa niña que nace muerta no fuese deseada por ella misma en lo más íntimo es la sombra que arrastra Cleo, mayor que la del abandono y repudio de Fermín, el padre huido de la criatura.

Al personaje de Fermín, el guerrero y violento engendrador, se deben tres de las grandes secuencias de la película: la del hotel de paso ya citada, la del cine del que escapa al saber que a su novia Cleo no le baja la regla, y la del campo de entrenamiento marcial del Profesor Zobek. Sin debilitar en ninguna la base dramática de ese hilo del relato, Cuarón se muestra en ellas como fantasista, otra cualidad (en su excelente parábola distópica ‘Hijos de los hombres', de 2006, era muy destacada) que se añade como regalo imprevisto, aquí lleno de humor burlesco, al carácter evocativo y autobiográfico del film. Esa sombra juguetona en el trazado de las dos pequeñas tragedias femeninas, la de Cleo y la de la señora Sofía, es como la nave aérea que cruza el cielo en varios momentos, y de manera resaltada y sugerente en el final de la película. El vuelo de la fantasía en una narración que parece hecha solo de verdad e historia.

En uno de los textos más necios que me ha sido dado leer en los últimos tiempos, publicado por Slavoj Zizek en la revista The Spectator (14 de febrero de 2019), este ‘soi-disant' filósofo que tantas veces introduce el cine en sus consideraciones denuncia la película de Cuarón con una lectura que me atrevo a llamar de primer curso de realismo socialista según el método Stalin. Zizek ve en Cleo una traidora a su clase proletaria y a su pertenencia indígena, y a Cuarón como un explotador de las emociones, por utilizar, dice, la bondad superficial de la familia a modo de trampa o disfraz que tapa las raíces de un capitalismo paternalista. Dejando a un lado que el film no esconde las diferencias entre señores y criados, los caprichos, las órdenes y la mayor libertad en el dolor y en la angustia que tienen los burgueses, el pensador esloveno parece ignorar el molde o sombra que la Cleo de Cuarón (Libo se llama en la realidad) hereda de ciertas figuras esenciales del cine francés, no solo la atribulada cantante de segunda fila en espera de un dictamen médico fatal en ‘Cleo de 5 a 7' de Agnes Varda, sino, sobre todo, de las jóvenes heroínas sufridas del gran maestro Bresson, un especialista cristiano no-dogmático de los personajes humildes dotados, como bien ha señalado Adam Mars-Jones, de una misteriosa gracia ajena a la lucha de clases, que el cine, y todo arte, está facultado para reflejar, como cualquier otro tipo de pensamiento figurativo, sin necesidad de atenerse al canon marxista.

La ‘Roma' de Cuarón, conviene recordarlo en todo caso, no elude la sombra de la política, y la engrana con gran acierto de construcción en la peripecia: la estúpida vaciedad cinegética de los ricos propietarios en cuya mansión campestre la familia pasa esa cortas vacaciones que acaban en el incendio, y sobre todo el correlato magistral de la masacre llamada del día de Corpus Christi, acaecida el jueves 10 de junio de 1971 en Ciudad de México. Vista en un principio de modo secundario en las propias calles del centro, después a través del vidrio de las ventanas de un primer piso de los almacenes donde Cleo y la abuela de la familia han entrado a buscar cunas, la brutalidad criminal, ya sin sombra, irrumpe cuando los matones paramilitares asesinan en la planta de niños a unos manifestantes. El matón que dispara el último tiro de gracia es conocido ya de los espectadores y reconocido por Cleo, y nos recuerda, en sucinta pero contundente elipsis, que la razón violenta produce monstruos grotescos y aterradores, también.

 

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30 de abril de 2019
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El poder y la locura

Los temas que la literatura nunca abandona, porque se hallan en la sustancia de la condición humana, son pocos: el amor, la locura, la muerte, el poder. Lo sabían bien los trágicos griegos, sabios en representar el poder como una forma de locura; y no hay nadie más explícito que Shakespeare al examinar esta enajenación capaz de trastornar el mundo. A Eurípides se atribuye una frase lapidaria, aquella de que los dioses vuelven loco primero a aquel a quien quieren perder, como ocurrirá con Ricardo III, "alguien criado en sangre, y en sangre asentado".
 

El poder entorpece la razón de quienes lo ejercen con desmesura, y entonces terminan llamando la atención de los dioses, que, según recuerda Herodoto, nunca se ocupan de las acciones de los pequeños e insignificantes, porque estos, alejados del ruido, no suelen despertar sus iras, "puesto que la divinidad sólo tiende a abatir a aquellos que descuellan en demasía". Para eso tienen a su disposición a Némesis, la deidad de la venganza, presta a lanzarse contra el demonio de la hubris, esa enfermedad que pierde a los mortales encumbrados en su vanidad y en su orgullo destructivo cuando son dueños del mando absoluto.

Némesis castiga sin piedad a quienes se erigen por encima de los demás mortales sin atender a ninguna clase de límites, sordos a los clamores de la ley y a las voces de la cordura, porque se convierten en posesos de esa hubris que emponzoña sus cerebros y los nubla de vapores maléficos. Es la locura a que Lady Macbeth incita a su marido para apoderarse del reino usando de los instrumentos más mortíferos y eficaces, la traición, la vileza, la falta de escrúpulos, la perfidia, y el asesinato como necesidad de estado.

El síndrome de hubris tiene hoy categoría clínica gracias al médico y político británico sir David Owen, quien define las características principales de este padecimiento mental, tan viejo y persistente, en su libro de 2008 En el poder y en la enfermedad; un trastorno de la personalidad que no se da sino en el medio de cultivo del poder, que lo activa y exacerba.

El poder que enajena los sentidos y altera radicalmente la conducta es aquel que llega a tener carácter de absoluto, y que ha sido conseguido gracias a un éxito aplastante, por ejemplo una revolución armada, un golpe de estado, un triunfo electoral avasallador que como consecuencia favorece la supresión de las reglas del juego democrático.

El predestinado obedece a su propia obsesión y se quedará por largos años, las más de la veces sin plazo definido, y sin controles ni contenciones, porque todo el aparato de estado llega a funcionar bajo su arbitrio único. El tiempo desaparece de su mente, y aún la idea de la muerte le llega a parecer extraña.

Quien consolida el mando sin término ni restricciones sólo atiende su propio criterio obsesivo; se niega a escuchar a los demás, rechaza los consejos, y quienes lo rodean temen expresar sus propias opiniones; la impulsividad se vuelve la regla, y el examen de los detalles al tomar las decisiones se torna irrelevante porque lo que importa son los propósitos mesiánicos. Es el iluminado sentado para siempre en el trono, contemplándose en el espejo de su propia gloria.

Es un poder narcisista, y lo único que vale es la búsqueda obsesiva de un lugar en la historia. El qué dirán de los siglos. Es cuando el dueño del poder absoluto comienza a hablar en tercera persona al referirse a sí mismo, o se envuelve en el nosotros mayestático. 

Ya no responde de sus acciones ante sus conciudadanos, sino sólo ante Dios, o ante la Historia, entelequias suyas. Y si de alguna manera llega a pensar que no es comprendido en su tiempo, tiene la certeza absoluta de que el futuro, que también es propiedad suya, le hará justicia.

Al alejarse del diálogo con sus consejeros y subalternos, se queda solo, por supuesto, ya que ahora sólo es capaz de hablar consigo mismo. Es el monólogo de la soledad, donde sólo hay autosatisfacciones y justificaciones complacientes ante cada acción emprendida. Así, la pérdida de contacto con la realidad se le vuelve imperceptible.

Y la visión mesiánica, que crece en el vacío de la irrealidad, no se cuida de los costos políticos, desde luego todas las decisiones son acertadas, y por tanto moralmente válidas. El dueño del poder, que es a la vez dueño de la verdad, se acerca al abismo sin darse cuenta porque no queda nadie que se lo advierta.

Némesis llega para restablecer el equilibrio natural del universo, en el que la desmesura debe ser corregida, no importan los costos, no importan el ruido y la furia con que el hubris se deshace en pedazos en su caída. Al fin y al cabo se trata de derribar ídolos de sus pedestales de cera, y el bronce hueco resuena en ecos contra el suelo.

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29 de abril de 2019
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¿Cultura sin mujeres?

No hay imagen más concluyente acerca de la igualdad irreal que la servida involuntariamente por TVE en el primer debate de candidatos. Dos limpiadoras abrillantaban el suelo sobre el que pisaban los señores candidatos mientras las maquilladoras les matizaban brillos en el labio superior y la frente. El backstage siempre esconde momentos impagables, pero en este caso no fueron consejeros asesorando a sus primores, sino la evidencia de que las mujeres, una vez más, quedan relegadas a la intendencia y al cuidado. Que cuatro líderes debatieran sobre asuntos que corresponden a la mitad de la población producía cierta vergüenza ajena, pues la ausencia se ­hacía aún más palpable. También reflejaba la doble velocidad –y moral– que ha marcado el largo viaje de las mujeres ­para conseguir su carnet de ciudadanas con plenos derechos. En los dos últimos años, el feminismo ha ganado la batalla mediática, de forma que la tolerancia al machismo se ha reducido aunque en ocasiones se saquen los pies de tiesto, como la mera idea de juzgar a Ángel Hernández por la muerte asistida de su mujer en un juzgado de violencia de género.
En plena pugna electoral, se ha producido otra anomalía de campeonato en la cultura pública. ¿Se imaginan un teatro sin mujeres, o una coreografía de danza, o una orquesta? ¿Pueden digerir que la mirada femenina se quede ciega, y su voz muda, apartada de la gestión y la programación de repertorios clásicos y modernos? Pues eso es lo que ha ocurrido en el Inaem, que ha decidido –mediante un consejo de selección que incumplía la paridad– que todos los directores artís­ticos del Centro Dramático Nacional, la Compañía Nacional de Danza, el Teatro Clásico o el Centro de Tecnologías de Espectáculo, entre otros, sean varones. Son cargos que pueden durar casi una década. A modo de defensa, la directora y última responsable de dicha selección, Amaya de Miguel, aseguró que no podían introducirse medidas de discriminación positiva en convocatorias públicas. Se presentaron 15 candidatas –respecto a 54 candidatos– y todas quedaron descartadas. A pesar de la gran valía de algunos de los elegidos, me consta que entre las candidatas se contaban nombres sólidos y de larga trayectoria. El Inaem se pasa por el forro la ley de Igualdad, que establece “una participación paritaria equilibrada en todos los ámbitos de las administraciones públicas”. Y se escuda en endebles argumentos como la imposibilidad de introducir elementos de género.
La exclusión y el menoscabo de las ­féminas en la cultura vienen de largo. Discriminación positiva suena a avenir dos irreconciliables y tiene sus ene­migos y resistencias, pero desde la conciencia del retraso histórico que arrastran en su incorporación a las tareas plurales –y con casos tan descarados como el que nos ocupa– deberíamos afrontar otro ­dilema binario: el del mal menor. Esto es, aceptar un mal que conducirá a un bien. Porque una cultura sin mujeres al frente supone un retroceso. Y un empobrecimiento.
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29 de abril de 2019
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Vestido para el poder

Cuando Pedro Sánchez llegó al Palacio de la Moncloa como legítimo residente, además de renovar el colchón en el que durmiera durante ocho años Rajoy –a fin de conjurar el refranero español: “dos que duermen en el mismo colchón, se vuelven de la misma condición”–, realizó otro cambio importante: sustituir la suscripción a los periódicos deportivos por una selección de prensa internacional. Cómo no va a mutar el estilo de un hombre que desayuna leyendo en inglés y francés; nada que ver con el callo que originan las gestas en la Champions. En su libro Manual de resistencia (Península) explica que, tras su dimisión forzada, acudió a la oficina de la Seguridad Social con sus dos hijas, cogió el ticket y se sentó a esperar su turno. En los días siguientes, la pequeña le dijo: “Me encanta que estés prejubilado”. Y su otra hija, que no fue elegida delegada de clase, recibió de un compañero un hiriente :“¡Como tu padre!”. Pero el “aguanta Pedro” unido a una perfecta conjunción de astros lo condujeron a la presidencia del Gobierno. Sánchez se erigió en el atlético presidente español, saludado por el Daily Mail, Newsweek y Vice como Mr. Handsome. Incluso el sudirector de Buzzfeed, David Mack, se marcaba un tuit saleroso: “Noticias geopolíticas importantes: el nuevo presidente de España está bueno”. Cómo no iba a seguir leyendo prensa extranjera un Pedro Sánchez, graduado en resiliencia, que tan bien empezaba a quedar en las fotos al lado de Justin Trudeau. Buenos pómulos, deportividad y aire limpio, porque no hay muchos hombres que puedan permitirse llevar jeans y una camisa blanca pareciendo bien vestidos.
En su primera etapa como líder socialista, antes de que fuera negado y burlado en Ferraz, a Sánchez le colgaron el sambenito de guaperas, de niño bonito, incluso de Ken, el novio de Barbie. Entre sus antecesores no había precedentes de corte hollywoodiense y, al no derrochar la erótica del poder de aquellos vigorosos socialistas González y Guerra –curiosamente tan reivindicados ahora por la derecha–, fue etiquetado igual que una rubia tonta. Un prejuicio muy extendido, vestigio cateto de una España envidiosa que condena la belleza ajena, en lugar de celebrarla. En cambio, en esta segunda etapa, la que le condujo a la moción de censura, oficia de cuarentón canoso –que se obliga a correr diez kilómetros al día para mantener sus músculos pletóricos–, camina sobre el agua ante quienes quieren revocarlo por sus gestos hacia los independentistas. Aunque él se oponga al referéndum una y otra vez, parece que nadie le cree.
Sánchez se ha vestido de presidente durante diez meses y no abandona el traje. Riguroso, oficialista, de tallaje desigual –a veces se equivoca con los patrones, demasiado cuadrados de hombros–, con preferencia por las corbata púrpura y ternos oscuros sin atisbos de originalidad. Si hay algo que no se le escapa a ningún cronista es el halo de responsabilidad con el que se ha inmunizado de la pelea de gallos. El hombre que lee prensa internacional no insulta, ni siquiera a los que lo consideran el mismísimo espíritu del mal. Es educado y ceremonioso, aunque peque de aburrido, y responde a las provocaciones como el adulto reflexivo en que se ha convertido. No obstante, ha endurecido el gesto: aprieta la mandíbula y con frecuencia cierra fuertemente los labios, el superior aprisionando al inferior, las cejas se le crispan y esboza muecas hasta ahora desconocidas, como el gesto de desprecio a Albert Rivera –mirada de medio lado, boca también torcida– acompañada de ese “me has decepcionado” que vimos en el primer debate televisado.
“Es hiperactivo, no descansa”, dicen de él desde la ejecutiva socialista. Y lo cierto es que lleva en campaña desde que le conocemos, consciente de aquellas palabras de Muhammad Ali: “La pelea se gana o pierde muy lejos de los testigos, tras las líneas, en el gimnasio y en la carretera”.
La naturalidad nunca ha sido lo suyo, se nota la mella de la presión. Sin embargo, ese acartonamiento es casi profiláctico, técnico. Prefiere abusar del guion impoluto y optar por la sosería antes que por el cuerpo a cuerpo de Rivera. “¿Os imagináis lo que podemos hacer con una mayoría sólida?”, pregunta a menudo a los suyos, a medio camino entre visionario y motivado. Parece haber nacido para llevar camisas bien planchadas y gafas de aviador a bordo de un Falcon –sí, un Falcon– conduciendo a los socialistas de nuevo al poder. Por mucho que la vieja guardia del partido se mantenga incrédula.
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29 de abril de 2019
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Entrar a matar

El estilo se halla en la justa me­dida entre lo homologado y lo singular. Y no me refiero sólo al atuendo, el lenguaje o la gestualidad, sino a ese paraguas semántico llamado actitud. Gabriel Rufián lo desborda. Cuan importantes son las pisadas del poder; vean si no la energía que gastan los diputados cuando hacen el paseíllo hasta el estrado: algunos andan como si chafaran nubes, otros domando la timidez con la vista fija en un punto para no marearse. El candidato de ERC aprieta el paso, disfrutón cuando va al encuentro del micrófono. Se gusta hablando. Prepara las ocurrencias y las pone en escena, afanoso de epatar, un as del zasca y del happening.
Creció para dentro, algo reforzado por el hecho de que tardara mucho en hablar y precisara de logopeda. Sólo alguien que ha convivido intensamente consigo mismo puede derrochar tanta seguridad personal, habiéndose librado de la bicha que persigue a los políticos pusilánimes: el sentido del ridículo. Rufián, con sus buenas dosis de ambición y aspiración, podría pasar por pariente de aquellos personajes de La comedia humana balzaquiana, Albert Savarus o Lucien Chardon: provincianos, narcisos, atractivos, con amores políticos y literarios y hambre de poder.
Le falta finesse, pero no la pretende. Bien le ha funcionado el cuerpo a cuerpo, la camiseta con eslogan (que lo hace aún más joven), el tuit molotov y la escenografía granguiñolesca, ya sea la imagen de Rato entrando en la cárcel –“es el mercado, amigo”– o la impresora republicana a cuestas. Para él, la provocación es táctica y superación. La del estudiante que quiere dar más de lo que se le pide y se extiende en los exámenes, según han contado sus profesores.
Juan Gabriel –ay, esa tradición de nombres compuestos, como Alberto Carlos Rivera o Pablo Manuel Iglesias– siempre se ha hecho notar. En el colegio no le importaba ser considerado empollón o pedante, pues siempre desbordó orgullo de clase. ¿Por qué el hijo de un transportista y una administrativa que se conocieron en un mitin de Bandera Roja no iba a poder mirar por encima del hombro a los pijos de Boadilla del Monte, o a los de la Bonanova? Ahí está el personaje: pecho hinchado, cintura gruesa, mirada guasona, ese fenotipo tan catalán, el del foteta, que encandila a unos y horripila a otros. La polarización le da juego.
No le teme a los trabajos pesados porque ha hecho de todo, ­según su perfil de LinkedIn, desde descargar camiones en ferias hasta seleccionar personal para H&M. Graduado en Relaciones Laborales, llegó a experto cribando los mejores candidatos para un puesto de trabajo, hasta que la política –y las tertulias– lo reclamaron, y entregó su fe a Joan ­Tardà, pastor de almas independentistas, prometiéndose que cuando se proclame la república catalana lo dejaría. Amante de la literatura, de jovencito ganó premios de relatos; uno se titulaba Mal de mar. Este Sant Jordi firmará nuevo libro: Ser de izquierdas es ser el último de la fila (y saberlo).
Leo perfiles en medios digitales de aquel Juanga, como le llamaban en Jaén, con declaraciones de amigos de su abuelo republicano, y parece que se hubiera enrolado en el ISIS en lugar de ERC. Habitante del cinturón rojo de Barcelona, castellanohablante volcado de amor a su país, bien podría encarnar aquella etiqueta que tanto se estiló antes de los hipsters: modernillo. Hay voluntad de estilo en su vestimenta, y cuida su ropa igual que su barba. Camisa negra o azul noche, camisetas ajustadas –mitad jugador de fútbol made in Italy, mitad mago ilusionista de última generación–, blazer negra o de cuadros príncipe de Gales, pantalones pitillo con zapatillas de runner, cazadorita (amarilla) a la cintura... Con frecuencia la dota de significado, pues es hombre de eslogan al que le sobran los adjetivos –al menos en un relato erótico que escribió, publicado en Jot Down–.
Capaz de alterar los nervios de sus antagonistas, incluso de capitanes curtidos en tempestades como Pérez-Reverte, quien dijo aquello tan feo de que a Rufián “o le pegaban en el colegio o tenía miedo de que le pegaran, y de ahí salen las conductas posteriores”. Pero son el desafío de ojos pequeños y el látigo verbal lo que atrapa a la concurrencia. Los suelta sin piedad, desvergonzado y eficaz. Arrastra la mala baba a la que tan habituados están los británicos, con sus flechas dialécticas emponzoñadas en sarcasmo. El cinismo es un medio, no un fin, pero tapona los folículos. Bascula entre el coraje y el yoísmo, entre el argumento y el espectáculo, y en apenas cinco años se ha abierto camino hasta lo más alto de una papeleta electoral. En verdad, parece haber nacido para aguantarle la mirada a Aznar, desde esa izquierdita indepe que tan amargado lo tiene.
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24 de abril de 2019
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Luna de papel

No puedo reprimirme: rescato periódicos abandonados en los asientos de los aviones como pequeños tesoros, objetos animados que a pesar de su galopante delgadez contienen un guion del mundo que se puede tener siempre a mano. Porque un diario no precisa de conexión ni cobertura. No hay que apagarlo en despegues y aterrizajes, no pesa y, bien doblado, cabe en cualquier sitio. Con cuánta salacidad recojo ejemplares intactos que me serán útiles en algún rato muerto; del Financial Times o Le Monde, por ejemplo, que hacen sentir un poco en Londres y otro poco en París, y en un abrir y cerrar de ojos nos permiten atisbar un escenario extranjero, si bien cada vez menos ajeno.
Nunca se me ocurre abandonar un diario impreso por la mañana, pues me reservo alguna parte para recrearme ya que hay crónicas que se merecen un café y columnas que piden a gritos un vaso de vino. “Leo cada día el periódico”, afirman algunas personas mayores, dando fe de que mantienen activas sus facultades, puesto que continuar ojeando sus pá­ginas significa que el presente todavía
les pertenece. Compartir información es una manera de vivir en comunidad e intercambiar puntos de vista, de aprender algo nuevo y recordar algo viejo. No sé si se lee con más atención en papel, pero sí me reconozco en dos tiempos y espacios: el de la pantalla es atropellado, colonizador, mientras que el otro es voluntario, preparado, medida la luz y la temperatura, café con leche sin azúcar.
Hace años que se augura el fin del papel, pero ahí siguen los periódicos, ejerciendo un oficio que exige contrastar la información, cocerla a lo largo de un día –que a veces se alarga a semanas–, y procesarla en todos sus formatos, que intentan entenderse mucho mejor que los taxis y los VTC. Ignoro por qué no se ha inventado el día mundial del Periódico –sí existen, en cambio, el del Periodista, el 8 de septiembre, y el de la Libertad de Prensa, el 3 de mayo–. Habría que instaurarlo a fin de promover que la gente compre al menos uno como gesto ciudadano.
Un periódico impreso resulta un ­objeto del pasado, más incluso que el vinilo para muchos jóvenes. Yo suelo abrirlos por el final, de modo que vislumbro el mundo por detrás. Además, acostumbro a ojear los diarios locales de las ciudades que piso. No es lo mismo leer noticias deslocalizadas que in situ, volcadas en el papel traen la hechura de la provincia. Las hojas de la prensa, con sus maquetas, secciones, columnas, anuncios y cru­cigramas, despliegan una representación del mundo, también del ­íntimo, del propio. Porque los lectores discriminan unas páginas de otras, pero, a pesar de pasarlas rápido y con un chasquido, ­saben que aquellas otras realidades ­existen.
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24 de abril de 2019
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Novelas, mentiras, dolores, deseos, tanteos, prisas

"Las novelas describen las pasiones por ellas mismas, sin conciencia moral", decía Larra. Se equivocaba. La conciencia moral está presente en todas las grandes novelas, sin llegar a la exhibición evidente. Los que ven ausencia moral suelen confundir moral con moralismo y moraleja.

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Una sociedad sin filosofía ignora que una verdad dolorosa es mejor que muchas mentiras útiles, que además siempre acaban resultando inútiles y vergonzosas.

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"Las obras maestras siempre son tentativas afortunadas", decía George Sand con ironía, pero también con sinceridad.

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Cuando el mal no obedece a patrones conocidos lo convertimos en una figura mítica. (Las abismales).

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El espíritu de la alegría es mucho más sutil que el de la desdicha. Conseguir que no se evapore es la ciencia suprema de la vida.

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La conciencia de algunas personas es inexplicable: no tienen tiempo para echarle un vistazo a algunos libros del pasado, de valor incalculable, y que no obstante pueden encontrar gratis en la red.

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Nos condenan a tener prisa para conseguir nada. Ni siquiera tocamos aire. Ahora el cuerno de la abundancia es una máquina que solo vomita imágenes.

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El miedo puede ser a veces una de las formas del deseo. ¿O lo es siempre? Lacan tendía a pensar que siempre, pero era un radical.

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23 de abril de 2019
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‘Alea jacta est’


No reprocho a nadie esconder su voto. Aquí la verdad es peligrosa
 
 
 
Tengo para mí que una cierta cortesía con los lectores de esta columna aconseja comentar cómo me dispongo para unas elecciones temibles. Conste que no reprocho a nadie esconder su voto. Aquí la verdad es peligrosa.
 

No voy a votar al PP porque no ha hecho lo exigible para limpiar la patética imagen de una banda de ladrones lanzados a saquear el Estado con la tolerancia de su presidente. Sólo la infame violencia de los fascistas catalanes sobre Cayetana Álvarez de Toledo podría hacerme vacilar, pero ella se basta y sobra para defenderse.

Tampoco puedo votar al PSOE de Sánchez, aunque durante años lo hice al PSOE de González. Su actual secretario general ha convertido el partido en una pirámide de servidores. El culto a la personalidad que ha fomentado me repugna. Tener a los violentos nacionalistas catalanes y vascos como aliados le incapacita para combatirlos. Está arruinando el país con una deuda astronómica.

Imposible votar a Podemos por mera sensatez, pero además porque no hay modo de saber lo que uno vota en un partido que tiene tantas cabezas como la hidra y que cambia de nombre cada 100 kilómetros como los cacos de hotel. Se alimenta de odio y resentimiento. Ahora es amiga, además, de los separatistas.

Los de Vox son demasiado puros para mi pobre espíritu, tan atribulado que ya no admite más que mezclas. La pureza me asfixia. Sólo puedo respirar el aire cargado de mercurio de las ciudades. Para colmo, no trago a Manolo Escobar.

Así que me quedo con Ciudadanos. Han cometido errores y Rivera parece confuso, como si el país entero le fuera grande, pero ya dije en otra ocasión que es el menos dañino, el que menor dolor traerá sobre nosotros. Encima, es el único capaz de suprimir las subvenciones al matonismo en Cataluña y País Vasco.

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23 de abril de 2019
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El Boomeran(g)
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