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Estupefaciente tinta

Prefiero que sea negra, si es posible. Tengo esta idea maniática de que la azul no queda bien fija. Negra y espesa, incluso. La Mont Blanc, por ejemplo, no es lo bastante negra. La Waterman, en cambio, roza el cero cromático absoluto. Lo sé no solamente por el tiempo que tarda en secarse y su brillo tenaz sobre el papel; también por la negrura de las manchas que van quedándome en las manos. Una costumbre mal vista en la escuela que hasta hoy, sin embargo, me parece esencial. Encuentro que mancharse manos y antebrazos de la tinta más negra disponible es también una forma de comprometerse. O, si se quiere, un modo de entender la vida y la escritura en conjunto. No es lícito salir completamente limpio de la faena. Vamos, la sola idea me abochorna. Por no hablar del pequeño placer que es embarrar el punto sobre el dorso de la zurda cada vez que una nueva carga lo deja rebosante de tinta.

     Tener que levantarse a recargar el tanque no es propiamente un deber fastidioso, pero la tinta tiene esta fea costumbre de terminarse a la mitad del párrafo, de modo que debe uno saltar en pos del frasco repitiendo la hilera de palabras que ya sacó del horno y no ha podido aún vaciar sobre el papel. Pienso de pronto en esas paradas de la fórmula uno que duran entre seis y nueve segundos y me maldigo por no tener ni un lápiz disponible para las emergencias. Por supuesto, los lápices me parecen indignos de confianza. Pintan las letras de un gris deslavado a todas luces tibio y pusilánime. Y al final ya aprendí a recargar la pluma en nunca más de cuarenta segundos, durante los cuales voy repitiendo la frase pendiente como un mantra, costumbre hoy plenamente integrada al ritual de la tinta.

     Cuando se escribe un texto que, se teme, superará las seiscientas cuartillas -esto es, más del millón de caracteres- cargar tinta permite la satisfacción de percibir o dar por sentado un avance palpable: seis o siete cuartillas efectivas, probablemente el uno por ciento del proyecto en bruto. Si acontece que en una semana debo llenar el tanque más de dos veces, gano la sensación de que emprendí una fuga en una moto y los de azul jamás van a agarrarme. Un estímulo grande, cuando lo que se intenta es construir una historia verosímil. Puede que sea por eso que, así como otros gozan del olor de la gasolina o la pólvora, me quedo a veces instantes de más con la nariz sobre la boca del tintero.

     Si uno insiste en creer que escribir equivale a atentar, el olor de la tinta le llevará lejos. Inhalarlo es lanzarse hechizo arriba, con las manos manchadas del delito que no piensa ocultar, menos aún hacerse perdonar. Cuando el tintero muere, hay un doble placer en salir de excursión a por el nuevo. ¿Prefiero el ingrediente autolimpiador de la Mont Blanc o la oscura espesura de la Waterman? ¿Y si cargo dos plumas, una con cada una de las tintas? ¿Y si mejor me llevo la entrañable Skrip? Tras dos horas de consideraciones golosas, vuelvo a la cueva con al menos un frasco apergollado. El segundo deleite sobreviene a la hora de hacer girar la rosca por primera vez. Nada hay como el aroma de cincuenta mililitros de sangre negra y fresca, lista para empezar a ser succionada.

     Imposible explicarlo, sólo sé que funciona. ¿Placebo? Puede ser. ¿Vicio? Seguramente. ¿Brujería? Ojalá.

 

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21 de abril de 2008
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Galería de espectros: el oyente de Salinas

Fray Luis de LeónRafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he escuchado al oyente de Salinas.

Delfín Agudelo: ¿El que está presente en la “Oda a Salinas” de Fray Luis de León?

Rafael Argullol: Sí. Siempre he estado pensando en cómo podía ser el oyente que rememora Fray Luis de León en su maravilloso poema. Y he pensado que ese oyente privilegiado muy posiblemente era un oyente que en Salamanca escuchaba a Salinas interpretar el órgano, y que era a partir de esa interpretación concreta de Salinas que se iniciaba el prodigioso viaje cantado por Fray Luis de León. Es éste el más puro de los viajes platónicos que se han cantado en la historia de la poesía europea. Porque el oyente, ese oyente privilegiado, en el momento mismo de escuchar la música del órgano interpretado por Salinas, él mismo sufre una metamorfosis honda, por la cual lo que estaba despierto se duerme y lo que estaba dormido despierta. La captación sensorial de los fenómenos puramente superficiales quedan congelados, detenidos, y en medio de esa corteza fenoménica superficial abruptamente surge otro plano que estaba dormido, el plano del alma, el plano de la belleza esencial que es la que es despertada a partir de los sones concretos de la música de Salinas. Y esa suerte de belleza esencial avanza entonces por el espacio como si fuera sonambúlica, arrastra al propio oyente, arrastra al oyente a ser él mismo un sonámbulo, y ese sonámbulo viaja a través de un espacio distinto, viaja a través de los cielos, de las estrellas, de las esferas, hasta llegar a una conexión con una especie de espacio de inmovilidad esencial que sería el espacio de la belleza esencial. Todo ello tratado como en un estado de conciencia para-real propia del sonámbulo y ese estar despierto a lo que antes estaba dormido y vise versa hace que el oyente se convierta ya no en el oyente concreto del órgano de Salinas sino en el oyente de la música del cosmos, del universo.

Así avanza de manera elegantísima el poema, hasta llegar a las estrofas finales, preciosas pero también dolorosas, en las cuales el oyente ha llegado a percibir hasta tal grado la riqueza de la música, la riqueza de la belleza, que manifiesta no querer dejar ya ese estado sonambúlico en el que se encuentra, pero que lamentablemente deberá abandonar para volver a la condición cotidiana humana, a la condición de vigilia, a la condición de despierto respecto a lo superficial y dormido respecto a lo profundo. Y ese abandono final del estado sonambúlico en el que deberá caer, esa salida del estado sonambúlico, le crea una maravillosa nostalgia, que es la nostalgia con la que se cierra el poema. Ese oyente que viaja sonámbulo a través de la música de las estrellas verdaderamente es uno de los personajes más maravillosos que nos ha dado la poesía.
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21 de abril de 2008
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Religión en la plaza pública

"Aquí, en América, encontrará una nación que da la bienvenida al papel de la fe en la plaza pública". Así acogió en Washington el presidente Bush a Benedicto XVI, que fue mucho más lejos en esta declaración de principios nada laicos. El pasado viernes, en la Asamblea General de la ONU, el secretario general Ban Ki-moon le recordó al Papa que la suya es una "organización secular" y que el edificio que la alberga en Nueva York no tiene siquiera una capilla.  Ratzinger, sin embargo, aprovechó la tribuna para exigir que "la libertad religiosa no se puede limitar al libre ejercicio del culto, sino que tiene que dar la debida consideración a la dimensión pública de la religión, y por tanto a la posibilidad de los creyentes de desempeñar su papel en la construcción del orden social", aunque diferenció entre la dimensión del ciudadano y del creyente. Pero previamente había considerado "inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos -su fe- para ser ciudadanos activos", y  "no debería ser nunca necesario negar a Dios para disfrutar de los derechos de cada cual". ¿Quién lo exige? Es una subversión de los argumentos del laicismo.

Es verdad que poco hay más público que la religión, sea cristiana, musulmana u otra. Los viajes papales lo demuestran.  EE UU, formalmente un Estado laico o mejor dicho sin religión oficial, es uno de los países más religiosos del mundo, y en él la religión, al menos el deísmo, no es sólo un asunto privado sino muy público. Tanto que (aunque tan sólo desde 1956) los billetes de dólares llevan el famoso lema de In God We Trust ("En Dios confiamos"). Además, la dimensión pública de la religión ha ido aumentando con los crecientes intentos de politizarla. Parecía una cuestión tapada en las primarias demócratas, y sin embargo ha resurgido cuando Obama declaró recientemente que las frustraciones económicas de muchos electores en las ciudades pequeñas de Pensilvania les había llevado a "aferrarse a los rifles o la religión o la antipatía hacia la gente que no es como ellos". Pese a que tenga razón, está pagando por esta afirmación.

Aunque hablara mucho de religión -si bien significativamente escasamente de diálogo de religiones, que sólo citó una vez- , el discurso de Benedicto XVI en la ONU fue, inevitablemente, político. Con él, tres han sido los Papas que se han subido a esta tribuna. Pablo VI en 1965, cuando se presentó como "experto en humanidad". Juan Pablo II en dos ocasiones muy diferentes (1979 y, tras el fin de la guerra fría, 1995). En todos hay un hilo conductor: la insistencia en la libertad y en los derechos de los individuos. Juan Pablo II insistió mucho en 1995 en que la libertad no era algo que sólo buscaran los individuos sino también  las naciones. Y si habló de los "derechos de las personas", añadió los de las naciones, remontándose para ello al Concilio de Constanza en el siglo XV.

Inevitablemente, los tres Papas se han referido de una otra manera en esta tribuna al aborto y al control de la natalidad. La derecha americana y el Vaticano han coincidido en su oposición a dar fondos en la ONU a programas que contemplaran el aborto, y en esto han recibido el apoyo de los países integristas musulmanes.

Pero no todo son coincidencias con Bush.  Significativamente, Ratzinger sólo mencionó una vez la palabra "terrorismo" y consideró que el respeto de los derechos humanos es una de las formas de "aumentar la seguridad". Es decir, sin mencionarlos, un discurso contrario a Guantánamo, a la Ley Patriótica o a las detenciones ilegales de prisioneros de guerra.  Ya había pedido a Bush más "esfuerzos pacientes de diplomacia internacional" para resolver los conflictos internacionales. Pablo VI había definido la ONU, ya en aquellos años, como una "escuela de paz". El Papa Ratzinger también insistió en la paz, pero no desde el pacifismo. Defendió la injerencia par razones humanitarias. No renegó del uso de la fuerza sino que, insistió, ésta debe partir de un consenso si no universal, sí amplio. Hizo una alabanza a la ONU, como centro del multilateralismo y de la defensa de los derechos humanos cuya Declaración Universal cumple 60 años, e interesante fue su reflexión sobre el peligro de que la legalidad prevalezca sobre la justicia en relación con estos derechos.

Su insistencia en que hay que recuperar la religión en la esfera pública forma parte de esa tendencia que algunos sociólogos, como Peter Berger, detectaron desde los 90 y han llamado, la de la des-secularización del mundo. Al menos en Europa, oasis laico, conviene no sólo frenarla, sino invertirla.

Publicado en El País, 21de abril de 2008

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21 de abril de 2008
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El último espectador (4)

"Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad", debería decir al igual que Borges en Pierre Menard, autor del Quijote. Pero aun así intentaré explicarme. Yo creo que muchos narradores perdieron el camino en este laberinto. De los motivos de este extravío mencionaré apenas dos. El primero, tomándolo de un viejo artículo de C. E. Feiling titulado ¿Por qué escribo tan mal? Refiriéndose a este argumento de Piglia-vía-Borges que sostiene que sólo podemos releer -esta historia oficial de la literatura argentina que Piglia conjeturó y otros canonizaron-, Feiling dice: "La historia oficial tiende a generar una literatura asfixiante, que se desvive por inscribirse en esa misma historia y sólo se ocupa de ella".

Yo creo que Piglia también es víctima de esta asfixia de la que Feiling habla. Estoy convencido de que siente que respirar en el mundo de la literatura se le hace cada vez más difícil, lo cual lo empuja -a confesión de partes, relevo de pruebas- a inclinarse por los métodos artificiales. Lo acepta casi al pasar en la entrevista con Graciela Speranza, cuando elogia a Paul Schrader, el guionista de Taxi Driver. ¿Cómo lo ensalza? Diciendo que este hombre "consigue narrar historias, que en literatura ya es muy difícil". ¿Qué está diciendo Piglia aquí? Al mencionar que Taxi Driver parece una versión de Memorias del subsuelo sugiere que uno todavía puede llegar a ser Dostoievski en el cine, pero en la literatura no. En literatura ya es muy difícil, son sus palabras. Esta es la situación que está describiendo, un diagnóstico del quehacer hispanomericano actual: a los escritores les cuesta cada vez más escribir. Suena absurdo, pero no por eso es menos real.

El segundo motivo del extravío en el laberinto podría ser el siguiente. Todo artista siente la tentación de ser moderno, el mandato de la innovación. (Que a veces, por cierto, opera como una condena.) En este mundo nuestro, no hay nada más moderno que los medios electrónicos y la fragmentación del relato que producen. Nuestro modo de ver y de leer se está convirtiendo cada vez más en nuestro modo de conocer: el zapping, el chateo, Google, YouTube, los mensajes telefónicos. Nos dicen que ya nadie lee novelas, que nadie escucha discos completos, la gente baja temas sueltos de la red que incluyen bits de otras canciones: melodías clásicas reducidas a moneda de cambio, a campana de Pavlov que nos llena la boca de saliva. Enfrentados a la biblioteca infinita que asfixia, a este relato ‘oficial' según el cual narrar historias en literatura se ha vuelto difícil, muchos escritores se ven tentados por los brillos de estas nuevas formas y deciden imitarlas.

Y así fragmentan sus relatos, producen digresiones interminables, buscan la desconexión que surge de saltar de un texto a otro, la sensación de choque entre distintos registros. Algunos compran el argumento de que la profusión de blogs expresa la necesidad de subjetividad extrema, y se limitan a escribir sobre sí mismos. O rindiéndose a la presunta supremacía de estas formas, renuncian a la construcción del relato y escriben lo que les viene a la mente, confundiendo perorar con narrar.

/upload/fotos/blogs_entradas/pulp_fiction_med.jpg

La piedra de toque de la literatura de hoy es el monólogo de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction, donde se habla de cómo rebautizan en Francia a los productos de McDonald's. Hemos dejado de preguntarnos cómo escribir un Quijote acorde a estos tiempos, una obra que transforme la manera en la que ‘leemos' la realidad. Casi nadie arriesga su vida a la manera del protagonista de Las ruinas circulares, dedicándose a soñar un personaje tan vívido que escape de las páginas y opere sobre el mundo: no esperen encontrarse en breve con un nuevo Ahab, con un nuevo Raskolnikov, con un nuevo Erdosain. Ahora nos conformamos con saber la diferencia entre el Quarter Pound y el Royale with cheese.

Para emplear términos caros a la historia argentina reciente: lo que muchos narradores hacen es decretar un lock-out a los lectores. No son los lectores los que se declaran en huelga, son los mismos escritores que deciden no proveerlos más de libros inolvidables. Convencidos de que ya no queda más remedio que escribir notas al pie de la Gran Literatura, eligen narrar contra el lector creyendo hostigar así a la cultura de masas.  

                                                      (Continuará.) 

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21 de abril de 2008
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Poeta Vázquez Montalbán

Quisimos tanto a Manolo. Lo quisimos por sus crónicas sentimentales, por recoger el cancionero de las coplas y del pop, por su Manifiesto subnormal, por sus libros de cocina, por sus novelas, por su marxismo con mucho de Groucho, por sus artículos de "Triunfo", sus columnas de El País y por otras muchas cosas, comidas y bebidas que tuvimos la suerte de compartir con alguien que dejó un lugar que nadie puede ocupar en nuestro espacio de pensar, decir y escribir. Y también, o primero, lo quisimos como poeta. Como el novísimo, como el de "Una educación sentimental", "A la sombra de las muchachas en flor, "Praga", "Pero el viajero huye" y otros libros más cercanos.

/upload/fotos/blogs_entradas/manuel_vzquez_montalbn_portada_med.jpgEl otro día, en uno de esos rastreos por librerías de viejo me tropecé con uno de sus libros poéticos, perdido y nunca encontrado en mi biblioteca. Se llama "Coplas a la muerte de mi tía Daniela". Me imagino que estará incluido en esta edición de su poesía que ahora sale en la editorial Península. Lo consultaré.

Ayer estuve en la presentación de la Feria del Libro Viejo de Madrid, comienza el viernes 25 con pregón de Emma Cohen, en sustitución y homenaje del gran Fernán  Gómez. Ya tendré ocasión de hablar de esos libreros de viejo. Esos raros resistentes y necesarios amigos de los que nos movemos por esas pasiones. Esos que hacen posible el encuentro con esta perdida primera de edición de un libro de Manolo que quisimos y extraviamos. Para recuperar nuestro tiempo perdido están los libreros de viejo.

El largo poema de Vázquez Montalbán dedicado a su tía, además de deudor de Jorge Manrique, es también de los rapsodas de los tiempos de la radio de Bobby Deglané, de la cultura pop y de la académica que también tenía Vázquez Montalbán.

En su prólogo decía que "recitado es un poema meditación y puede ser una incitación a la ternura. Muy adecuado pues para la sobremesa del Día de Difuntos y para las alcobas a media luz donde todo es posible. Es un poema afrodisíaco".

Lo tendré que leer siguiendo sus consejos. Nunca había percibido lo afrodisíaco.

No lo tengo claro, sí que me gusta ese poema dedicado a una señora sin historia grande, con su historia pequeña y el poema de su sobrino que la hace vivir más allá de lo que imaginó:

"...el miedo a los olvidos / por todo ello memoria traigo / para mi tía Daniela/ Monterde Viader / o Viadell/ nunca lo supo/ hija de Sinarcas/ ilustre fregona/ mala lengua/ cigarra/ en el pobre hormiguero/ proletario/ de la España de charanga/ y pandereta/ devota de Belmonte / y de María / nunca supo/ que mereció ser triste/ el balance de su vida/ ignorante/ de la sabiduría que rebela/ desespera/ estetiza los cansancios/ puso su corazón / al ritmo del instinto/ y su cerebro / al de un cuplé/ insustancial..."

Yo también tuve mi tía Daniela. El poeta Manolo, hizo el poema para todas las Danielas. Gracias.

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18 de abril de 2008
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Un animal para el que la vida no lo es todo

De hallarse tentado por un ideal de libertad, el instinto de conservación del ser humano pierde peso. Pues el hombre es el único ser que eventualmente puede poner fin a su vida, no por astenia vital, ni tampoco porque la vida le desborda, sino simplemente en razón de que, para bien o para mal, en el caso de los seres de palabra (y exclusivamente en este caso) aun siendo el fundamento de todo, resulta que la vida no lo es todo. Es así de sencillo: en la historia de la evolución se ha dado un momento de discontinuidad por el cual un hijo de la vida no considera que esta constituye el valor supremo. No considera tal cosa, sencillamente porque ello es incompatible con la aparición de algo tan profundamente antinatural como es un sistema de valores, tan profundamente antinatural como es la subordinación de los lazos con los miembros de la propia especie a fines que valen por si mismos, con independencia de si sirven o no para vivir.

Ciertos políticos, incómodos ante una violencia que no se atreven a condenar (pero tampoco a asumir) en aquello a lo que auténticamente apunta, por lo que tiene de voluntario atentado simbólico contra comunidades humanas, escurren el bulto con el farisaico argumento de que ellos están siempre "por el respeto a la vida", ya que esta "constituye lo mas sagrado". Creen así alcanzar (¡a precio nulo!) una comunión, un acuerdo incluso con sus adversarios. Pues ¿quién podría no estar de acuerdo con tan edificante sentimiento? La decencia exigiría sin embargo que, además de la vida, se respetara la dignidad del otro, empezando por su alteridad. Pues la singularidad absoluta de la vida humana, lo que convierte en grotesca toda tentativa de homologarla con mera vida animal, reside en el hecho de que su dignidad está por encima de su permanencia. Para el ser humano la violencia brutal empieza con el menosprecio, con la negación de la condición de interpar, o con la herida en algún registro considerado esencial.

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18 de abril de 2008
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Césaire

/upload/fotos/blogs_entradas/cesaire_med.jpgAimé Césaire, el poeta martiniqueño va a tener "funerales nacionales" en su ciudad de Fort de France. Su muerte, a los 94 años, era esperada desde hace varios días y provocó ayer, jueves, en Francia un caudal de declaraciones con poco llanto. Más bien eran declaraciones para dar un pésame ineludible. Césaire era un poeta pero más bien un gran político, alcalde de su ciudad durante 56 años. Su mera presencia bastaba para recordar los crímenes de la colonización francesa.

Con su cara dura y seria Césaire era el inventor de una palabra negritude, que no sé cómo traducir al castellano, pues "negritud" me parece que se queda corta. En inglés, sería niggerhood, una mezcla del sustantivo de mayor desprecio para nombrar a un hombre negro y de una terminación noble. El resultado era una palabra para decir soy negro y con tremendo orgullo. La palabra fue inventada en el año 1947; aparece en un texto ahora recopilado por todos. Cesaira contaba el retorno a su isla después de una larga estancia en París. El texto, y sobre todo la palabra, hizo de Césaire un líder de la emancipación dentro de lo que eran las colonias francesas. Conseguir funerales nacionales (con presencia del presidente y representación de las grandes instituciones de la república) es un tremendo reconocimiento pero, de verdad, me parece que es una manera de saludar  a un luchador de la dignidad humana más que a un poeta.

Lo que escribo no es políticamente correcto pero es verdad: el gran poeta francés del Caribe es un blanco, Saint-John Perse (Alexis Saint-Léger Léger), nacido en Guadalupe y  que consiguió el Premio Nobel en 1960. Desde el punto de vista de la literatura, las islas francesas produjeron grandes talentos, como Patrick Chamoiseau, con una última novela respetable Texaco, pero la parte francesa no se puede comparar con los talentos nacidos en los West Indies: V.S. Naipaul, Derek Walcott, dos premios nobeles, y figuras como Jean Rhys o Wilson Harris. Aimé Césaire era un poeta de combate. Gran poeta, por supuesto, pero sus versos apuntaban a un blanco (en ambos sentidos de la palabra) político.

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18 de abril de 2008
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La crisis negra

Los negros augurios sobre el porvenir económico han potenciado la explosión del negro en los vestidos, las joyas, los frascos de perfumes y los tintes de los materiales más diversos.

La ecuación que relacionaba los tiempos de la depresión con la falda larga y los de prosperidad con la minifalda, se complementan con el recurso al negro como color del no color, como el estar aquí pero sin ser visto a la manera de la máxima protección contra la tragedia.

El negro que se lleva y encubre, opera como un luto apropiado a  la situación y como un cero de sí, una vacuna contra la muerte.

Su elegancia extrae precisamente de la muerte su prestancia pero, a la vez, de la nada su inacción. "No hay nada decisivo que hacer" resulta ser  la consigna común en los pronósticos sobre la recesión.

Más dura, más suave, su carácter fatal lo preside todo. Tanta fatalidad, además, en el anuncio de la fatalidad que su realidad se cumple antes de que le llegara la hora. Las viviendas, se dice, bajarán un 15 o un 20% y desde ese momento el comprador se retrae y el descenso se precipita.

Así se desarrollan todas las depresiones económicas que teniendo su causa en la recesión llegan a lo más depresivo por el negro presagio de la depresión. El pesimismo induce a la inactividad y la inacción a la fatal dejación, al abandono de la esperanza y su color.  En todo este ciclo, el negro concentra la redundancia del miedo, el color se empapa del triste color y la ocultación ante el mal encuentra su correlato en la profundidad de la gruta, el enterramiento o el negro absoluto de la celebración ciega.  El negro actual de Balenciaga, de Nicolas Ghesquière, de Narciso Rodríguez o de Christian Lacroix. Buena parte de las películas que ahora se estrenan son cine negro o tienden a él,  en la pintura o en la foto regresa el negro como insignia de actualidad. Incluso la máxima presencia de la China olímpica ¿qué es sino la terrible masa de su laca negra y el interminable laberinto de su grafismo negro total? 

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18 de abril de 2008
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Sesión XI. Cuentos Comentados

Como podrán observar en los textos que hemos rescatado para colgar esta semana, y como suele ocurrir casi siempre, hay propuestas muy diversas y con grandes aciertos, así como con fallos que entorpecen el fluir del texto. Creemos que estos cuatro textos plantean, en líneas generales, la tendencia de los ejercicios que se han recibido, las posiciones desde donde se narra y los recursos más habituales para encarar la consigna, como veremos en el comentario que adjuntamos.

Respecto a nuestro intenso debate de estos días acerca del lenguaje sencillo y efectivo o el lenguaje refinado y exquisito, pensamos que tal dicotomía sólo se presenta cuando el lector observa fallos en el mecanismo esencial de la ficción, cuando la historia que está leyendo empieza a desvanecerse y su lectura se vuelve enojosa y ríspida. Y ello ocurre con el lenguaje más «simple» como con el lenguaje más «elegante», por decirlo de alguna manera. Mario Vargas Llosa, en sus «Cartas a un joven novelista», habla del carácter necesario y contingente del lenguaje, esto es, de la manera en que el narrador usa el lenguaje propicio para que el lector sienta que lo que está leyendo no se puede contar de ninguna otra manera, con ningún otro lenguaje. Así, un lenguaje culto y engolado resulta maravilloso en Alejo Carpentier pero probablemente en casi ningún otro escritor, mientras que un lenguaje simple y directo como el del Hemingway más esencial resulta en otro escritor (o en otra ficción) algo pueril y plano. Y es que cada historia requiere una exclusiva forma de ser contada para lograr la excelencia narrativa, que no es otra cosa que la inmediata seducción del lector quien, al terminar de leer aquel texto literario se dice que esa y no otra es la forma en que había de contarse lo que acaba de leer. La historia es pues el lenguaje con que se aborda...

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18 de abril de 2008
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The Rise And Fall Of Pedro Infante And The Spiders From Mars

No falla: cada quince de abril se te olvida que es quince de abril. Sales como si nada, tuerces calzada abajo y de pronto ya estás embotellado. Imaginas algún árbol caído, un autobús volteado, unos cables de alta tensión chicoteando de lado a lado de la calzada. Te gustaría creer que el desperfecto está cien metros adelante y en un par de minutos la fila correrá a velocidad normal. Pero nada, ruedas a poco más de veinte minutos por kilómetro -caminando serían quince, cuando más- y no se ve por qué ni hasta dónde. Si por lo menos recordaras que es un quince de abril, lo tomarías con feliz pachorra. Te pararías a comprar una cerveza, reclinarías el asiento, subirías el volumen de la canción que hace días se te incrustó en el coco. En el peor de los casos, si todo ello fallara, mínimo ya sabrías por qué razón maldices tu suerte.

     Muchos en tu lugar lo habrían sabido desde pequeños. Se supone que nadie en este país ignora un dato así -asumes que cualquiera en la ciudad de Kingston sabe dónde reposan los restos de Bob Marley- mas a ti te tomó todavía un par de años averiguar que en el camino que conduce a tu hogar está el sepulcro más popular de México. Año tras año, a lo largo del último medio siglo, en la mitad de abril acontece una multitudinaria procesión espontánea que desemboca en el Panteón Jardín, donde se alza la tumba de Pedro Infante. Muerto el 15 de abril del '57.

     Jamás tuviste un disco suyo entre tus manos, y si bien más de una entre sus películas te arrebató unas cuantas carcajadas, creciste rechazando a esa zona de la memoria nacional donde quienes cantaban lo hacían vestidos de charro y con pistola, dueños de una anticuada fanfarronería que por lo visto era muy graciosa. No podías entenderlo, tal vez porque negar aquel pasado ajeno en blanco y negro era una forma de afirmarte como heredero de un futuro en high definition, al cual ya venerabas sin alcanzar ni a oler. Cuando cayó en tus manos aquella juglaría futurista de Bowie -donde el protagonista, un astronauta, cortaba felizmente y para siempre el contacto con la Tierra- alguien dentro de ti tomó la decisión de escaparse a un planeta quizá repleto de arañas, pero vacío de charros, mariachis, pistolas y sombreros. Mal podía coquetear Lady Stardust con Pepe el Toro.

     Mentirías si a estas alturas te diera por reivindicar a Pedro Infante, cuya memoria tan lejos está de requerir tu apoyo moral. A lo largo de toda la infancia esquivaste sus películas en la televisión, si bien conoces cuatro o cinco clásicas. Tenías que estar demasiado aburrido para soplarte una película del canal 4. Y ahora que buscas las escenas en YouTube, experimentas cierta nostalgia por lo nunca vivido, no bien vas descubriendo que las recuerdas, pero de verlas casi no las viste, y apenas las habrás escuchado, de seguro ocupado en materias que reclamaban más de tu atención. La tarea, los cochecitos, las historietas.

     Vivías por entonces al otro lado del Periférico, a salvo de la entrada del camposanto y sus tumultos del quince de abril. Has vivido, haces cuentas, cuando menos dos décadas cerca de aquella tumba celebérrima. Y ahora que terminas con las últimas líneas de una parrafada que nunca habrías creído probable, certificas que tú tampoco te has librado del todo del fantasmón. Con suerte, el año entrante vas a recordarlo. Abril 15: día de guardar.

 

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18 de abril de 2008
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