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Los buenos salvajes

Una de las circunstancias que pone en juego esa noción de si la vida es o no un negocio, como pretende la vecina de mi amiga Miriam, es aquella en que los padres, tíos o abuelos de uno pierden la capacidad de valerse por sí mismos. Ese es el centro de The Savages, una película escrita y dirigida por Tamara Jenkins que vi durante el fin de semana.

Protagonizada por los enormes Philip Seymour Hoffman y Laura Linney, The Savages cuenta la historia de dos hermanos que deben hacerse cargo de un padre con demencia senil. Jon (Hoffman) es un profesor de secundaria, obsesionado por Bertolt Brecht -lo cual nos remite inevitablemente a las nociones del Teatro de la Crueldad-, tan incapaz de compromiso alguno que sólo se anima a tener relaciones con fecha de vencimiento. (Al comienzo del relato se despide de su amante polaca carente de visa, cuya partida de USA es inminente.) Wendy (Linney) tiene un trabajo administrativo y alienta el sueño de convertir su miserable vida familiar en una obra teatral, como si sacarle jugo artístico a la experiencia equivaliese a redimirla.

Al igual que Jon, Wendy carece de afectos verdaderos: tiene un amante que está casado con otra, pero en el fondo parece más conectada con su viejo perro, bautizado Marley. En Cuento de Navidad de Charles Dickens, Marley es el Fantasma que viene del pasado para incitar a Scrooge al arrepentimiento... y para ofrecerle una esperanza. Manohla Dargis, del New York Times, me sugirió también el parentesco de estos Jon y Wendy con John y Wendy Darling, los niños a los que en Peter Pan se les ofrece la posibilidad de no volver a crecer. Sólo que estos no son ‘darlings', esto es queridos y queribles, sino ‘savages': salvajes. La película está llena de estos ecos del pasado que, con una y mil variantes, resuenan a diario en nuestro presente.

Obligados a hacerse cargo de este padre que escribe insultos con mierda sobre la pared, Jon y Wendy hacen lo que muchos: internarlo en un asilo de ancianos. La justificación de sus actos parece inapelable, al menos desde el punto de vista matemático-mercantilista: ‘Estamos haciendo por él mucho más de lo que él hizo por nosotros', dice Jon. Y quizás tenga razón. La película no da detalles al respecto más allá de las quejas interesadas de Jon y Wendy, que se tienen a sí mismos por víctimas de una crianza negligente. Pero el quid de la cuestión es otro. Las relaciones humanas más agradecidas se construyen sobre una suerte de ida y vuelta en materia de empatías, de gestos, de atenciones. Pero las otras relaciones humanas -esto es, la mayoría- siguen siendo humanas aun cuando resulten totalmente desbalanceadas. Nadie puede dar en medida equivalente a lo que recibe, ni asimilar perfectamente lo que se le da -y lo que se le niega. Y aun así sentimos. Y amamos. Y padecemos. Y disfrutamos. En materia de afectos, las cuentas nunca cierran: cada una de nuestras relaciones podría ser simbolizada por un 4 = 1, o un 2 = 12, equivalencias imposibles en el terreno de las matemáticas pero familiares en el terreno de la vida.

No hay discursos en The Savages, ni grandes confesiones, ni epifanías. Pero a pesar de la brutalidad con que los hermanos se conducen a veces, y de su ilimitada torpeza emocional, lo que cuenta es lo que finalmente hacen. Sí, es cierto que ninguno de ellos se lleva a su padre a vivir con él. Pero en los hechos, acompañan al viejo hasta el final de su viaje. Lo visitan asiduamente en el asilo. Lo sacan a pasear. Y velan a su lado hasta el último minuto. ¿Están haciendo por él más de lo que él hizo por ellos? Probablemente. Así es el amor, así es la condición humana. Comprenderlo es lo que hace posible que, al final del film, entrevean algo parecido a un futuro, por precario que sea -como los hilos que elevan al niño-actor de la obra de Wendy por encima de su triste circunstancia.

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20 de mayo de 2008
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No todos temen al karma

Las ideas perversas suelen ser tan vulgares como quienes se atreven a ponerlas en práctica, pero al pensarlas uno se siente original. "Me doy miedo", se dice, con alguna orgullosa vergüenza, como si antes millones de canallitas no hubiesen concebido idénticas o equivalentes ruindades. De niño, me pasé incontables noches obsesionado con el trazo de un crimen perfecto. No iba a matar a nadie, pero me divertía teorizar al respecto. Saber que, si quería, podía escabecharme a un semejante. Luego, en la adolescencia, el juego predilecto de mi gang consistía en imaginar torturas tan insoportables que no quedaba más que retorcerse primero y carcajearse después; como aquella del tubo de vidrio roto en varios pedazos hacia dentro del meato urinario. Cosas que uno creía en esencia imposibles, pues no pensaba hacerlas ni imaginaba que otro las hubiera pensado. Cosas para contarse, como en un juego donde todo se vale porque nada es verdad.

     No sabría decir cuántas canalladas he llegado a planear, entre otras cosas porque es mi trabajo. Cuando encuentro que alguna tiene buena pinta -podría funcionar, si se intentara- la guardo en el cajón de las armas nucleares, para el uso y abuso de mis personajes. Gracias a ello, disfruto de una impunidad ilimitada, amén del privilegio de gozar de principio a fin la canallada, con el pretexto de que nunca pasó. Tortura uno a los personajes, y a veces se atormenta junto a ellos, por el puro placer de imaginar lo que más teme y ponerlo en escena de alguna forma convincente. Sufrir y hacer sufrir a las hipótesis: qué prurito sabroso.

     Las ideas perversas parecen más perversas cuando además se valen de la cobardía. Una amenaza, una calumnia, un insulto o una indiscreción resultan más arteros y antipáticos si son anónimos. No estaría muy seguro de seguirme respetando si un día me valiera de una artimaña así, pero lo peor sería que, cometido el crimen, ya no podría escribirlo sin delatarme. Y eso sí que saldría demasiado caro, más que el karma y el cargo de conciencia, que al final se negocian de infinitas maneras. Pensé algo así después de concebir la idea del Cyrano From Hell. Una suerte de terrorismo romántico que por entonces creí original.

     El plan, que en sí mismo invitaba a narrar la historia, consistía en hacerle la guerra a un equis enemigo solitario. No a fuerza de amenazas, sino de ilusiones. Enviarle una tras otra cartas apasionadas y anónimas, ir llenando su soledad con una ilusión hueca que al final destruiría con la noticia de que su remitente falleció. Un plan que al fin me parecía imposible, pues requería de una mente cruel y sistemática, amén de varios litros de mala leche. ¿Quién sería el imbécil resentido capaz de semejante masacre emocional? Tenía ahí a un personaje, con el perfil completo de la historia.

     No pasó mucho tiempo antes de que el proyecto se me viniera abajo a medio cine. Sin remitente, se llama la película de Carlos Carrera donde una adolescente destruye a un vecino viejo y solo haciéndose pasar por anónima enamorada. Al cabo consolado por la buena factura de la película, me temí sin embargo que aquella canallada fuera un lugar común en el menú de los hijos de puta. ¿Quién, que tenga los pocos escrúpulos para llevar a cabo un plan así, no puede ir más allá con la imaginación y concebir maldades realmente originales, desde ese territorio donde todo es posible porque ya se han saltado todas las trancas?

     En pleno 2008, una historia como ésta es puro costumbrismo. Nunca el anonimato -aun y sobre todo el agresivo- estuvo tan de moda. Nunca antes fue tan fácil penetrar en la intimidad de cualquiera. Vamos, que las ideas perversas ni siquiera parecen perversas. Hasta que un día aparece el primer muerto, confirmando que las palabras también matan...

 

Mañana, aquí: La inconcebible historia del blog asesino.
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20 de mayo de 2008
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Richard Ford a destiempo (I)

Cuando llegué a los Estados Unidos a fines de los ochenta, el concepto de moda en literatura era el de "realismo sucio". La revista Granta había dedicado todo un número a explorar el tema, los suplementos culturales de los periódicos abundaban en indagaciones sociológicas en un intento de explicar por qué en la década optimista de Reagan aparecían escritores como Raymond Carver, Richard Ford, Tobias Wolff, Amy Hempel, Ann Beattie, Bobbie Ann Mason (como si la literatura tuviera que ir de la mano de la política o los cambios sociales).

Quise enterarme de qué iba esta literatura, y me puse a leerlos a casi todos. Así, entendí por qué al periodismo cultural le era fácil etiquetar a estos escritores tan diversos con un solo nombre. Los protagonistas de los cuentos -porque lo mejor del "realismo sucio" estaba en el cuento- eran de clase media baja, divorciados o separados que tenían un empleo flojo o estaban desempleados, casados no felices que vivían en los suburbios o en las ciudades deprimentes de "middle America" (esa gran extensión de territorio entre California y Nueva York), y ahogaban sus miserias y frustraciones en el alcohol o las drogas o aventuras sentimentales que conducían a más alcohol y drogas. Era los Estados Unidos que iba a contrapelo de la famosa propaganda de Reagan, "Amanecer en América", que hablaba de recuperar el optimismo, la fuerza y el orgullo de ser norteamericanos después de la década turbia de Vietnam y Watergate. Para los personajes del "realismo sucio", la mañana no había llegado. De hecho, la mañana solía encontrarlos durmiendo la borrachera de la noche anterior.

De todos estos escritores, el que menos me conmovió fue Richard Ford. Había poesía en el laconismo de la prosa de Carver, vitalidad en el universo literario de Wolff, humor corrosivo en los cuentos minimalistas de Hempel; Ford me parecía, en sus cuentos, una radicalización del proyecto narrativo de Hemingway. Personajes muy viriles, muy estoicos, en contacto con la naturaleza hostil. Traté de leer Rock Springs (1987), su celebrado libro de cuentos, y fracasé; no lo terminé, y no recuerdo de qué iban los cuentos que llegué a concluir. Un amigo escritor me sugirió que intentara leer El periodista deportivo (1986), la primera novela en la saga de Frank Bascombe --a la que luego continuarían El día de la Independencia (1995), ganadora del Pulitzer, y Acción de Gracias (2006)--, pero cuando ví de qué iba, no me llamó la atención. Pensé que no era "realismo sucio" sino "realismo doméstico", en el peor sentido de la palabra. Personajes con un universo emocional muy reducido, norteamericanos de clase media que vivían a espaldas de la historia (por eso tampoco me interesaba buena parte de la obra de Updike, sobre todo la saga de Rabbit, uno de los modelos de Bascombe; por eso siempre me interesó la obra de Philip Roth).

A veces, sin embargo, no se trata de que una obra sea buena o mala; simplemente, ocurre que uno llega a un autor a destiempo. Eso me pasó con Ford; a los veintitantos años, no tenía la experiencia de vida suficiente para entender de qué hablaba. Cuando se trataba de literatura, yo buscaba tramas que me cautivaran, relatos épicos que tuvieran que ver con, digamos, una rebelión en Canudos, y no con la visita de un padre atribulado a la casa de su novia para pasar las pascuas. Con respecto al lenguaje, quise leer a Ford en inglés, y en ese entonces mi dominio de la lengua no era el suficiente como para captar los matices, la complejidad de la prosa de este escritor nacido en Mississippi (1944). Pasaron los años, y yo fui cambiando, hasta que un día descubrí que podía entender a Richard Ford. El periodista deportivo, leída no hace mucho, supuso toda una revelación; qué lejos quedaban términos como "realismo sucio" o "doméstico". La comparación con Hemingway tampoco le hacía justicia, porque Frank Bascombe es cualquier cosa menos austero o lacónico o viril.

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20 de mayo de 2008
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La dispersión urbana: Barcelonas

Carnicería del Raval (www.flickr.com/cabernicola)Rafael Argullol: Hay un evidente dificultad para realizar la novela, la película, incluso el poema de la megápolis, porque no hay este autorreconocimiento, ni su posibilidad.

Delfín Agudelo: La megápolis aniquila entonces el sentido del autorreconocimiento. Me pregunto qué pasa en la megápolis con el oriundo de la ciudad, con aquél que nació y ha vivido todo el tiempo en ella. Pienso, cómo no, en Gangs of New York, de Scorsese: la idea de los nativos contra los irlandeses. Pero vemos entonces este fanatismo de Bill the Butcher, que podemos traer a colación en la actualidad - pensando en puntuales brotes de xenofobia. Vemos así a todos aquellos que dicen que el inmigrante viene a quitar trabajo, a subir índices de criminalidad, a corromper la cultura. Aparentemente olvidan que el inmigrante también hace de la ciudad una megápolis, es uno de sus positivos creadores. La ciudad es impensable sin las voces narrativas que fluctúan dentro suyo.

R.A.: Esto se está viendo muy bien en una ciudad como Barcelona, donde en estos momentos al menos conviven tres Barcelonas pero no siempre en una ósmosis deseable. Por una lado la Barcelona de los nativos barceloneses; la otra es de los centenares de miles de inmigrantes que han llegado en el plazo escaso de diez años; y por otro lado la Barcelona del turismo magnificado, que es otro de los grandes fenómenos de esta época, que hace que centenares de miles de personas se desplacen de un lugar a otro y ocupen escenarios urbanos, que es un factor que desde luego no es para nada despreciable. Estas tres Barcelonas muchas veces tienen una coexistencia difícil y a veces incluso diría inexistente. Y en parte eso es explicable por la violencia del choque. De la misma manera que el ciudadano era hospitalario con el viajero extranjero que llegaba a la ciudad, y había ancestrales leyes de hospitalidad que afectaban en todas las culturas a ese viajero y al anfitrión que tenía que recibirlo, el turismo masivo tiene algo de nueva invasión de los bárbaros, y causa retracción en los nativos. Y con respecto a las migraciones hay que reconocer que son más difíciles de conciliar cuanto más alteridad transportan. Las migraciones campesinas que originaron el proletariado urbano que aparecen en las novelas de Balzac, Zola y Dickens, no dejaba de ser conformada por unos individuos, en muchos casos analfabetos, es verdad, pero cuya lengua era el francés o el inglés, y cuya religión era la misma que la de los burgueses que los estaban esperando en al ciudad. Eso se alteró profundamente en nuestros días. De entrada una enorme cantidad de los inmigrantes transportan otros idiomas, otras religiones, otras tradiciones, otras literaturas, otros artes, otros folclores. Ya no solo otras razas, que en el fondo sería quizá lo que es más fáRaval Power, www.flickr.com/cabernicolacil de congeniar, y de lo que más se ha hablado.

Más allá de la piel hay la identidad profunda. En ese sentido hay que tener en cuenta que las migraciones de nuestra época transportan mucha alteridad. Eso en España y Barcelona se está viendo mucho. Barcelona era una ciudad de continua inmigración, pero por lo general de otros lados de España, de gente que hablaba un idioma que también se hablaba en la ciudad, que compartía una tradición, una religión. En cambio, lo que ha sido chocante, que seguramente será estimulante pero también peligroso y puede desencadenar estallidos, es que las nuevas migraciones transportan alteridades muy fuertes, que se sitúan en el ámbito de la ciudad y generalmente desconocen por completo lo que son las señas de identidad tradicionales de los nativos de la ciudad. Tenemos una especie de juego de estratos demográficos que se está produciendo además a una enorme velocidad y hubiera sido completamente imprevisto hace tres o cuatro décadas.

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20 de mayo de 2008
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La pregunta primordial respecto al caso Fritzl

La pregunta primordial es la siguiente: ¿cuál es la máxima subjetiva de acción a la que Fritzl responde? Y como corolario ¿cabe ser sujeto de tal máxima sin inserción en la ley, es decir, sin reconocimiento de lo tolerado y lo prohibido? Ya he indicado que no creo en absoluto que Fritzl responda a una suerte de impulso casi animal, puramente biológico, en el que el deseo de infringir la ley no cuenta.

No creo que Fritzl infrinja la ley porque con ello responde a una necesidad que sería corolario de su determinación genética. Más bien creo que Fritzl experimenta un deseo que nace de la ley misma, deseo que es posiblemente universal pero que él, con plena lucidez respecto a sus implicaciones, infringe. Si tuviera que apostar diría que su presunta pederastia posterior es consecuencia de su acto de infracción originario y no a la inversa.

Inscrito en el universo de la ley y de los símbolos el ser humano hace cosas innecesarias para la supervivencia y que hasta son potencialmente lesivas para la misma. A veces tales acciones son tan admirables como la Odisea, la Recherche o -en su día- la hipótesis heliocéntrica (perfectamente indiferente entonces para todo interés que no fuera el de conocer). Con la misma distancia frente a lo inmediato, el ser humano hace, en ocasiones cosas que, por odio de la ley configuradora, y aun por odio de la propia condición humana, apuntan a lesionar la humanidad. Tal inclinación se traduce quizás en deseos concretos -incestuosos eventualmente-. Satisfacerla no es a veces menos fácil que labrar una fórmula o forjar una metáfora, es simplemente más estéril y portador de muerte algo más que biológica: muerte de ese tejido simbólico que hace del humano un esencial "nudo de relaciones".

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20 de mayo de 2008
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Cumplir 80

"Que me concedieran el premio Nobel ha sido lo peor que le podría haber pasado a mi carrera", ha declarado Doris Lessing. ¿Un exceso de egolatría? Un exceso, nada más, de biografía.

La edad no perdona. "A partir de los 80 años -me decía un pariente, siempre activo- hay que desengañarse, las fuerzas no responden". Doris Lessing confiesa que ha dejado de escribir por falta de fuerzas y dice que le gustaría hacer saber a los jóvenes que las energías no son para toda la vida. No adelanta, desde luego, nada con su advertencia, ni tampoco se adelanta nada con ella. El adelante no existe por anticipado y la idea de uno mismo para más tarde es inconcebible sin la prógnosis del cuerpo aún no atardecido.

Vale, sin embargo, como una constatación más, de que escribir es un oficio tanto mental como manual y que no sólo los escultores o los pintores son productores de esto o aquello en función de su salud y su resistencia, sino también los benditos escritores. El escritor enfermo segrega una literatura diferente al escritor sano y el escritor saludable se halla en situación de continuar pensando y traduciendo en texto sus imágenes si conserva su tono muscular en forma suficiente.

Parece prosaico pero es casi arcaico el saber que funde el espíritu y el cuerpo, el cuerpo con la inspiración, la inspiración con la respiración, el hígado con el intelecto.

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20 de mayo de 2008
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La mala educación

Ayer me referí a las cosas que me gustan de Madrid y me dejé en el tintero mencionar una que me repatea: la mala educación y grosería que inundan sus calles. Lo siento pero es así. No es que me considere la quintaesencia del refinamiento, pero aún me deja muda la brusquedad y mala baba de algunas contestaciones y comentarios, y digo muda porque a veces sales a la calle con buen talante o con un talante normal, pensando en tus cosas, y de pronto te encuentras con esas palabras desabridas, que te dejan sin reaccionar unos segundos, hasta que decides no digo nada y me voy como una atontolinada o me encaro y saco a la verdulera que llevo dentro.

Es una ciudad donde cuesta trabajo dar las gracias por cualquier cosa, sujetar la puerta del metro para que entre el que viene detrás, donde automáticamente no nos levantamos para cederle el sitio a una embarazada, un anciano o alguien con problemas, donde la sonrisa se la reserva uno para mejor ocasión, donde si nos rozamos o tropezamos con alguien no pedimos disculpas, como mucho decimos algo a regañadientes, donde somos de una impaciencia con el coche que da asco. De acuerdo que debajo de las buenas maneras todos somos más o menos iguales, pero las maneras pueden servir para no amargarnos innecesariamente y para suavizar el comportamiento en el día a día y así poder centrarnos en asuntos más importantes. Lo bueno que tenemos es que no somos susceptibles con las críticas.

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20 de mayo de 2008
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Entre bárbaros, inquietudes y poetas

Fue en Granada. En la ciudad que sabe cantar y beber. En el festival poético que premia, en el nombre de Federico, cada año a un poeta. Éste ha sido el año de uno de los poetas bebedores, Paco Brines. El poeta que no sabía de Dios, que insiste en Luzbel y que celebra con muchos al amigo que se fue, a esa puerta para quedarse que se llama Ángel y conduce a lugares propicios para el amor, la nocturnidad y la bebida. Recordado Ángel González, que vive con libro póstumo, Nada grave. Recordado por Brines y otros amigos que vinieron después, se hicieron poetas y supieron ser nuevos bárbaros para ser razonables ciudadanos. Urbana pandilla: "Amigos. Nadie más. El resto es selva". Eso escribía otro poeta, Jorge Guillén, siendo joven e indeciso, en años de guerra y en la selva franquista que entonces fue Sevilla. Guillén otra vez está de librerías con unos cinco kilos de poemas. Buen alimento.

/upload/fotos/blogs_entradas/enrique_morente_med.jpgEn la selva de Granada, además de ilustrados nuevos bárbaros, también hay bárbaros veteranos que hacen música y también pactan con Luzbel para que la noche no termine. Uno es Miguel Ríos, mucha carretera, mucha memoria; y otro, Enrique Morente. Otro maestro en nocturnidades, cervezas y otras cosas de beber que no han impedido que conserve una voz para hacernos creer en todos los demonios. Dice Miguel, y tiene razón, que Morente es lo más parecido que tenemos a Van Morrison. En voz y aspecto. Morente más alto, con mejor genio y con más flamenco. Un disco de esos dos pájaros de un tiro nos volvería a llevar a las plazas de toros como si estuviéramos ante el posible encuentro entre Belmonte y José Tomás.

El cantaor de Granada, el universal Morente, con muchas cosas se ha atrevido en su vida de artista. Vanguardista de manera visceral, buscador sin necesidad de ilustración, ilustrado por la gracia de la naturaleza. No está en el canon de las vanguardias poéticas que acaba de publicar Andrés Soria Olmedo -imprescindible libro de este granadino lorquiano y cercano- porque no se le ocurrió nacer antes ni escribir poemas. Morente debería estar, estará, en los libros que hablen de las vanguardias del cante. Morente, que dentro de poco presentará su disco con letras de Picasso. Más difícil que cantar el listín de teléfonos. Un disco para el malagueño que supo llorar por un lugar de Euskadi llamado Guernica. Allí, cerca del árbol de Guernica, presentará el disco este cantaor andaluz que también, como Pablo, como Federico, como los poetas, como nuevos bárbaros que defienden la razón ilustrada, como las personas decentes, hoy lloran por otro muerto en Euskadi, por un malagueño asesinado por la mala gente que se esconde. Por ese guardia civil que somos todos.

Artículo publicado en: El País, 18 de mayo de 2008.

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19 de mayo de 2008
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Chulapos y chulapas

La impresión que uno tiene cuando llega a una ciudad tan enmarañada como Madrid es impagable. Privilegios del turista. Esa primera visión será todo lo superficial e incompleta que se quiera, pero la sensación de novedad y sobre todo de extrañeza es algo así como el acento y musicalidad de un idioma que no conocemos. ¿Cómo sonará mi lengua en los oídos de un francés o un ruso? Jamás podré saberlo, no puedo alejarme tanto de ella como para compararla con otra, no soy capaz de escucharla con neutralidad. Pues algo parecido nos sucede con el lugar en que trabajamos, dormimos, nos alegramos, entristecemos y a veces hasta nos enamoramos. Llega un momento en que lo consideramos nuestra segunda piel. Quizá por eso una pregunta que sale sola en cuanto tenemos delante a un extranjero que nos visita, desde actores famosos a seres anónimos mapa en mano, es qué le parece la ciudad. Aparte de que a uno le agrade oír que su segunda piel no es un asco, la pregunta encierra una auténtica curiosidad por descubrir algo más que se nos escapa, algo que, como la carta robada de E.A. Poe, de tan visto ya no lo veamos.

Según lo que me dicen por ahí fuera, lo más conocido es el Museo del Prado y pisándole los talones, si no por delante, algo tan vago como la noche de Madrid, de hecho hay gente que aún se acuerda de la movida de los ochenta y que viene a hacer tesis doctorales sobre aquel espejismo cogido por los pelos. Ya no es como hace unos años, pero que Madrid haya sido capaz de exportar y encontrar sus señas de identidad en algo tan cósmico como la noche y en algo tan normal como la diversión y las copas supone un gran talento de la gente del pueblo, que es la que está llenando de farra sus calles. Madrid, a falta de unas Fallas o de unos Sanfermines, exporta calle. En las postales turísticas, aparte de las dedicadas a la Puerta de Alcalá o la Biblioteca Nacional, tendría que aparecer como reclamo gente con un vaso en la mano apiñada en la puerta de un bar. Sin embargo, últimamente queremos más, queremos tener tradiciones más arraigadas y antiguas que la Movida o el botellón y hemos mirado hacia nuestro pasado.

Y nos hemos dado cuenta de que la identidad de Madrid no está en lo señorial, en la monumentalidad, ni en grandes tradiciones, sino en lo popular, en la gente, de nuevo en la calle. Lo popular es lo que la hace distinta, le da gracia y ese toque altanero (a veces antipático, todo hay que decirlo), que hace que un madrileño pueda ser pobre pero no humilde ni modesto, que se hable de las praderas (como si fuesen inmensas) de un río que se puede desocupar y llenar como una bañera. Y es el caso que para hacerles crecer raíces a los madrileños y que nos sintamos aún más de aquí, se haya tenido que recurrir a las fiestas populares, a las verbenas, que se hayan desempolvado los trajes de chulapa y chulapo, las manolas, los chispas, el chotis, el organillo, el mantón de manila, el azucarillo y el aguardiente y que se trate por todos los medios de que castizo no sea sinónimo de añejo. /upload/fotos/blogs_entradas/el_chotis_med.jpgA mí lo que más me gusta es que nada es grandilocuente ni solemne en estas fiestas, no hay grandes símbolos, ni grandes palabras, ni elevados sentimientos, ni mucho menos ideales, todo es cotidiano y difícilmente sencillo como el chotis, un baile concentrado al máximo en un ladrillo. Un baile íntimo, de pareja, nada de saltos ni levantar la pierna, nada de coros y danzas. El chotis y la verbena van encaminados a alegrar una tarde, nada más, a ser posible con "una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid", van dirigidos a la sensación del momento, a pasarlo bien. Por cierto que el chotis vino de fuera y se quedó como muchos de los que estamos aquí porque Madrid está montado sobre el mestizaje. Muchos barrios los crearon los inmigrantes que vinieron en los cincuenta y sesenta buscando trabajo de otras regiones del país, y ahora me encuentro a mis vecinitas chinas y rumanas vestidas de madrileñas.

Los trajes, por cierto, tienen un precio bastante asequible y no pueden ser más sencillos, trajes de calle, creíbles, ponibles, que el uso auténtico que se le dio en su día ha sellado, nada de aparatosos peinados, ni peinetas, ni sayas, digamos que no es el típico traje típico. Y, como remate, el patrón de Madrid era un simple labrador, San Isidro. Y el mismo símbolo del oso y el madroño no encierra ninguna megalomanía, el oso no está atacando, ni mostrando fuerza, ni poder sino comiendo pacíficamente de un madroño, que es un árbol pequeño, un arbusto.  

Artículo publicado en: El País, 19 de mayo de 2008.

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19 de mayo de 2008
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El racional comportamiento del ingeniero Fritzl

Para acceder a sus fines Fritzl, recorrió todos los pasos y se procuró todos los medios necesarios, lo cual hace que su comportamiento sea perfectamente racional en el sentido kantiano (y en consecuencia -no lo olvidemos- ético según los criterios del pensador de Könisberg, que hace unos meses consideré en este blog). Esto, importantísimo asunto, dificulta ya toda hipótesis que pudiera sustentar el eximir de responsabilidad al ingeniero. Ciertamente cabe decir que disponiendo de capacidad racional instrumental Fritzl se encuentra sin embargo en la imposibilidad de discernir el bien del mal, es decir: su razón cognoscitiva (sin la cual no se daría capacidad de operar en conformidad a determinados fines -buenos o malos-) no tendría complemento en la razón práctica. Por sintetizarlo en términos kantianos: Fritzl sería capaz de fijarse objetivos y adecuarse a ellos, pero no experimentaría el imperativo categórico de no instrumentalizar a los seres de razón; de donde su incapacidad de discernimiento respecto del bien y del mal. Así pues Fritzl sería un ser de razón sólo parcial; viviría en una suerte de talla o plano abstracto en la esfera tridimensional de la razón (razón cognoscitiva, razón práctica y sentimiento de lo bello y lo repugnante); mutilado en una dimensión fundamental de nuestro ser, Fritzl sería en este sentido un monstruo. Conviene, sin embargo, ver la cosa con detalle.

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19 de mayo de 2008
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