Marcelo Figueras
Soy un argentino atípico, dado que el fútbol me tiene sin cuidado. Cuando trato de racionalizar este desapego, recurro a nociones de mi infancia. Me digo que, dado que era miope y no podía jugar bien, la mía debe ser una reacción al estilo de la fábula La zorra y las uvas: desprecio lo que no puedo poseer. O bien que debe haberme quedado un rechazo instintivo, dada mi infausta suerte en dos oportunidades en las que jugaba a la pelota: cuando en Neuquén me corté el tobillo con un vidrio de Coca-Cola (hospital, varios puntos), y cuando en Córdoba -vacaciones accidentadas todas ellas- le pegué un chutazo a un panal de abejas, que salieron de inmediato en nube a vengarse (debo decir que con sumo éxito) de su agresor.
Pero cuando pienso de esa forma tiendo a olvidarme de la razón principal. Que recordé ayer domingo, leyendo el suplemento Radar del diario Página 12. Justo en esa fecha, un 1º de junio de treinta años atrás, se inició el Mundial de fútbol que la Argentina terminaría ganando, de local y de manera que nunca dejará de ser sospechosa.
Recuerdo el fervor -recuerdo ver partidos en mi casa rodeado de compañeros de la secundaria, tenía 16 y estaba terminando quinto año- y también recuerdo el festejo final en las calles. Yo salí a celebrar, como todos. Y nunca me lo voy a perdonar. No porque haya sido cómplice consciente de la dictadura: en esos tiempos yo no tenía la menor idea de nada de lo que estaba ocurriendo, no había presenciado actos de represión ni conocía a nadie que siquiera conociese a un desaparecido -o que en fin, confesase conocerlo. Lo que no me perdono es no haber sido fiel a mi intuición. Yo no sabía por qué, carecía de datos y de argumentos para justificar esta sensación, pero mi estómago -o si prefieren, mi alma- me decía que si había alguien a quien yo debía temer no era a los presuntos ‘subversivos’, protagonistas de tanta propaganda oficial que los presentaba como la reencarnación del Hombre de la Bolsa, sino a los militares, policías y representantes -de uniforme o no- de cualquier otra fuerza de seguridad.
Luchaba yo en esos tiempos para no dejarme atenazar por el sentimiento que la dictadura trataba de inspirarme a toda hora: un miedo pánico, miedo de salir a la calle, miedo de opinar, miedo de hacer algo por los demás -miedo de pensar. Y embarcado en mi batalla personal y por ende solitaria, no advertí que iba a caer de narices en otro sentimiento, totalmente contrario al anterior pero igualmente manipulador: el alivio. Alivio de poder gritar sin que nadie te mirase raro, alivio por poder manifestar con otros sin parecer sospechoso, alivio por poder expresarme en la calle sin que nadie me haga desaparecer. Para ponerlo en términos del Indio Solari -no el del fútbol, el cantante de Los Redonditos de Ricota-, les dejé que secuestraran mi estado de ánimo. Y desde entonces no he logrado dejar de percibir el fútbol de esa manera. Como una de las formas favoritas que tiene el poder de secuestrar el ánimo de millones de personas: para que no griten lo que tienen que gritar sino consignas huecas, para que tapen con sus gritos de fervor los gritos de aquellos que claman por sus vidas -como en aquel odioso, imperdonable Mundial 78.