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La escapada

Recurrir a la memoria como vía hacia el conocimiento suele ser un recurso rico y provechoso.  Pero según y cómo puede acabar siendo lo más parecido a montar un caballo que galopa enloquecido por una pista llena de bifurcaciones que a primera vista parecen bien señalizadas ( y que por lo tanto son seguras), pero que muchas veces conducen a callejones sin salida o, lo cual es peor, a abismos en los que es fácil despeñarse.

Justamente por ello parece aconsejable  tratar la memoria con la cautela y el respeto que merece toda arma de doble filo. Me apresuro a reseñar que no creo equivocarme al afirmar que en lo relativo a manejar los recuerdos con cautela y respeto Gonzalo Hidalgo Bayal es un consumado maestro. La trama de La escapada no puede ser más sencilla: un día cualquiera, un ciudadano llamado  Gonzalo Hidalgo Bayal (nombre y apellidos del narrador en primera persona que no por casualidad coinciden con los del autor sin que ello autorice a hablar de obra autobiográfíca)  se topa con otro ciudadano al que de pronto no reconoce pero que resulta ser un compañero  que en los  ya  lejanos tiempos de estudiantes todos conocían como Foneto. Nada de grandes alegrías y efusiones por el encuentro. Respeto mutuo. Discreción. Cautela. Y curiosidad. Durante unas horas los dos antiguos compañeros de estudios, hoy jubilados ambos, pasean, hablan, visitan locales y lugares que ya frecuentaron entonces y al final se despiden, otra vez sin grandes alegrías ni efusiones. Y ni siquiera dejan constancia del convencimiento mutuo de que probablemente no volverán a verse nunca más.

De todos los sucesos que surgen a colación a lo largo de ese día que pasan juntos lo más parecido a una aventura es el relato de aquella vez que se adentraron en los barrios más miserables y deprimidos de Madrid a bordo de un seiscientos y la cosa casi se puso fea porque el coche se paró justo cuando se acercaban con aire poco amistosos unos tipos muy mal encarados y acompañados de unos perros poco amistosos. Pero ya digo que la cosa “casi” se puso fea porque en el último minuto el coche se puso en marcha y pudieron alejarse de aquellos tipos tan mal encarados como sus perros. Todo el resto de lo narrado va poco más o menos así porque Foneto no tarda en perfilarse como un ser tangible pero opaco y que  ya en sus tiempos de estudiante eligió llevar “una vida en blanco, sin molestar, sin fastidio, sin ansiedad, sin desazón”.

Para decirlo de una vez, se trata de un hombre sin atributos con el que las preguntas directas sonarían como un cañonazo, o como una intolerable intromisión en su quizá minúscula intimidad. “¿Por qué no quisiste acabar la carrera?” “¿Has estado casado?” “¿Crees que haber vivido toda tu vida atrincherado en un quiosco de prensa ha colmado las expectativas  que tenías cuando de joven parecía  que ibas a ser un filólogo  tan grande como don Ramón? “

Sin embargo el lector puede dedicarse a leer tranquilo porque esas y otras muchas cuestiones también transcendentes, y que Foneto oculta tras su aspecto anodino y opaco, acabarán siendo dilucidadas a su debido tiempo y de la forma más correcta. Revisitar el pasado, solo o en compañía, no es una simple exploración arqueológica  porque implica, casi podría decirse que especularmente, poner en cuestión el presente. Y eso es lo que hacen con suma competencia el ciudadano Gonzalo Hidalgo Bayal con la inefable ayuda del Gonzalo Hidalgo Bayal narrador,  aparte de la ayuda no solicitada del inefable Foneto. Que éste sea un objeto casi neutro permite justamente que las  dudas, sospechas o ignorancias  lanzadas sobre él no reboten distorsionadas por su propia operación de conocimiento. Según se avanza en la lectura  va quedando claro que el  verdadero sujeto de la narración es el nuevo ámbito de significación (llámelo realidad quien lo prefiera, o incluso verdad) que surge de la confrontación dialéctica presente–pasado.  Unas veces la conclusión surge de forma seca y contundente como un disparo (“dejar de tomar una decisión también es tomarla”) aunque asimismo puede dar motivo a metáforas tan brillantes como la del quiosquero reconvertido en estilita moderno o el quiosco como símbolo de lo efímero. Incluso una trayectoria sentimental tan poco envidiable como la del pobre Foneto puede dar origen a unas espléndidas reflexiones sobre el amor y sus fatigas.  Todo lo cual viene a demostrar una vez más que el buen narrador puede tener dormida en la cabeza una gran  historia y que para despertarla no necesita viajar azarosamente al otro confín del mundo. Le basta con tener un encuentro fortuito con el Foneto que el algún momento ha formado parte de la vida de todos nosotros.

 

La escapada

Gonzalo Hidaldo Bayal

Tusquets editores

 

 

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17 de octubre de 2019
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Marcela Aguilar: Cronista de la crónica

 A fines de setiembre, Marcela Aguilar, flamante decana de Periodismo y Letras de la Universidad Diego Portales de Chile y profunda conocedora del periodismo narrativo en América Latina, presentó La era de la crónica, una versión breve, ágil, erudita y cautivadora de su reciente tesis doctoral.  Es un recorrido por la historia de la crónica, las investigaciones de los estudiosos de esta especialidad cada vez más analizada del periodismo, y una presentación de los principales temas y motivos de la literatura universal tal como los aplican los cronistas actuales. Este es mi prólogo para su libro, que publicó la Editorial de la Universidad Católica.

*          *          *

En 1967, el exquisito musicólogo, compositor y pedagogo inglés Deryck Cooke culminó su monumental estudio del ciclo de cuatro óperas El anillo del nibelungo, de Richard Wagner, con la edición de un doble disco long-play que los aficionados al mundo de dioses, gigantes, enanos, anillos de poder y amores excesivos de Wagner atesoran con gratitud. Cooke presenta, explica, analiza, desmenuza, compara, concluye, aventura, descubre ideas y conceptos detrás de las líneas argumentales y musicales, y entona rapsodias líricas sobre el vasto universo artístico de la llamada Tetralogía wagneriana.

La grabación no ha dejado de estar en catálogo, y ahora resurge en CDs, online y en versiones que combinan sus palabras por escrito o leídas con pulcra pasión y dicción melodiosa por él mismo (Cooke fue durante casi toda su vida un divulgador de la música clásica en las ondas de la BBC), acompañadas por fragmentos sonoros sacados de la canónica versión de la obra dirigida por el maestro húngaro Georg Solti o por partituras para los melómanos con educación musical.

En su original, revolucionario estudio, Deryck Cooke explica el Anillo a partir de más de un centenar de temas, variaciones de melodías, ritmos, armonías presentadas por el sonido reconocible de uno o más instrumentos. Lo que Wagner mismo llamó sus “leitmotiv”, motivos musicales que representan a los personajes, relaciones entre ellos, sentimientos, lugares, símbolos, valores, hasta ideas filosóficas. La música no acompaña: cuenta la historia.

Hay un tema para el anillo labrado con el oro del Rín, que otorga poder pero también provoca la envidia, el odio y la tragedia; otro para el fresno del mundo, en el que el dios Wotan coloca la espada mágica que solo un valiente sin miedo podrá sacar, con la que el hijo del dios luchará hasta la muerte y con la que su nieto Sigfried recobrará el anillo, a diez horas del comienzo de la saga y a siete horas de su conclusión catastrófica.

Pero también hay tres temas musicales para Siegfried: para su amor, para su enojo, para su confusión al perder al amor de su vidas; una melodía para su amada Brunhilda dormida rodeada de fuego sagrado; otra para su descubrimiento del amor de Sigfried y uno más para su furor ante lo que cree la traición de su amado. La redención, la perdición, la repulsión y el arrebato sexual tienen su melodía y su instrumentación. El despertar del mundo de los dioses tiene una armonía lenta y misteriosa en las tubas, su triunfo con la inauguración de la morada sagrada Walhalla, un glorioso crepitar de trompetas y timbales, y su caída y destrucción, un aquelarre de cuerdas alborotadas.

El maestro Cooke ordena y facilita la comprensión de esta historia compleja: Wagner crea un universo igual de maravilloso y horripilante que este de nosotros, en lucha permanente entre el amor y el odio, la generosidad y la codicia, el heroísmo y la cobardía, la renuncia a querer y ser querido a cambio del poder y el dinero, y el sacrificio supremo por el ser amado. Y al final, la destrucción de un mundo condenado a perecer por su incapacidad de gobernar sus pasiones y sus sentimientos más abyectos.

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¿Por qué comienzo con esta historia de un musicólogo apasionado y un compositor excesivo y genial para presentar un libro de crónica latinoamericana?

Porque al internarme en el rico bosque de colores, luces y sombras, aromas, cantos de pájaros y plantas medicinales que conforman este bello y sabio libro de Marcela Aguilar, al buscar un camino para entenderlo, me vino a la cabeza de forma extraña pero potente, no buscada, la comparación con una pasión íntima por una música que me fascina y a la vez me llena de perplejidad.

Así me siento respeto del periodismo narrativo, o literario, o escritura de no ficción, o crónica. Y así quisiera presentar a la erudita apasionada, rigurosa y original, analítica, crítica y profética autora de este libro necesario y bello.

Marcela es periodista, es narradora, es cronista. Formó parte de legendarias redacciones con grandes maestros del oficio y se sumergió en el barro de la realidad para contar el Chile post dictadura, el reino del “en la medida de lo posible”, cuando todo era difícil y todo era soñado. Fue editora de revistas y de libros. De hecho, tuve la fortuna y alegría de tenerla como editora de la segunda versión de mi libro Periodismo narrativo y de uno de los capítulos de su profética antología de crónicas y entrevistas Domadores de historias.

También es maestra, docente enamorada de la enseñanza del periodismo, líder de un proyecto potente en la Universidad Finis Terrae. También allí la tuve como directora y organizadora de talleres, buscando siempre un peldaño más para que suban sus alumnos. Esa es la tarea del buen profesor, poner las manos juntas para que se eleven y se alejen de uno, ayudarles a encontrar su propio camino. Me consta que los que tuvieron a Marcela de profesora, y ahora como directora de la Escuela de Comunicación, la recuerdan con cariño y siguen aprovechando sus enseñanzas.

Y no sólo eso. Disfruté viéndola en acción como juzgadora de trabajos de colegas, como jurado del Premio de Excelencia que otorga la universidad donde trabajo, la Alberto Hurtado. Vuelca allí su sentido de la justicia y la equidad, reconociendo el trabajo duro, la originalidad, la generosidad de sus colegas, pero también aportando a los otros jurados conocimientos sobre los géneros que juzgamos en otras partes del mundo, y contexto histórico y cultural sobre cada uno de los temas, sea el homicidio del comunero mapuche Camilo Catrillanca, el recuerdo del asesinato de Víctor Jara, casos de corrupción, de amor y desesperación de una pareja de ancianos que cumplen un pacto suicida, o la mirada rigurosa hacia la corrupción política y policial o la empatía y comprensión hacia la fragilidad humana. Ser parte de un jurado con Marcela Aguilar es presenciar una lección de humildad y erudición.

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Y en medio de sus muchísimas tareas, la tesis de doctorado en la universidad más prestigiosa del país, aplaudida con un Cum Laude, con jurado internacional, que ahora llega al público en este libro que destila décadas de conocimiento sobre periodismo, literatura, ciencias sociales y la transmisión del saber en las universidades.

Para no dilatar más la espera, explicaré la relación que veo entre este libro y el proyecto de Deryck Cooke. Como hacía el musicólogo con la monumental obra de Wagner, también Marcela Aguilar distingue los motivos, los temas, las grandes historias y paisajes y personajes que un puñado de autoras y autores de crónica contemporánea tratan en sus obras narrativas.

Y por añadidura, presenta y analiza la “música”, el estilo, las estructuras y tics y felicidades de vocabulario de escritores del pasado mítico, como los cronistas de Indias Antonio Pigafetta y Bartolomé de las Casas, poetas modernistas devenidos reporteros como José Martí y Rubén Darío, clásicos de la crónica como Gabriel García Márquez y Elena Poniatowska y maestros actuales como Josefina Licitra, Alberto Fuguet o Gabriela Wiener.

El capítulo central de esta obra, el más original y logrado para mí, es el que presenta los temas y brinda ejemplos sobre cómo la crónica actual trata a cada uno.

Amazonas y heroínas; Añoranza de países lejanos; Arcadia y el salvaje noble; Bajada al infierno; Bandido justo, rebelde; Bufón sabio; Codicia, avaricia; sed de oro, avidez de dinero; Decadente, decadencia, el descontento, el melancólico; Emigrante, emigración, ídolo lejano recuperado; Ermitaño, estrafalario; Tiranía y tiranicidio, traidor; Vida deseada y maldita en una isla.

Estos son los temas. Los miro y sonrío. Todos estos personajes, estos lugares y estos motivos están en El anillo del nibelungo de Richard Wagner. Y en El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien. Y en Harry Potter de J. K. Rowling. Y en Juego de tronos de George R. R. Martin y los guionistas de la serie de HBO. Son los temas de las sagas medievales, de los textos sagrados como la Biblia, la Torá, el Corán, el Popol Vuh o el Bhagavad Gita, de las tragedias griegas y de las obras de Shakespeare. Por eso están en los diccionarios de temas y de argumentos de la literatura universal de Elizabeth Frenzel, que Aguilar usa como guía para sus motivos en las crónicas latinoamericanas.

Todos estos autores, para el ojo avizor y avezado de Aguilar, se enfrascan en estos temas desde dos posiciones narrativas: desde adentro, el camino de la “fenomenología cultural”, o desde afuera, la ruta del “realismo etnográfico”.

  ¿Quién le canta a amazonas, heroínas, bandidos y rebeldes? Cristian Alarcón. ¿Quién añora países lejanos? Leila Guerriero. ¿Quién busca una arcadia perdida? Martín Caparrós. ¿Quién baja al infierno y también le ríe las gracias al sabio bufón? Alberto Salcedo Ramos. ¿Quién provoca y señala la codicia y la sed de riquezas de los congéneres? Juan Pablo Meneses. ¿Quién retrata a genios ermitaños y estrafalarios? Julio Villanueva Chang. ¿Quién desnuda los grandes crímenes y pequeñas miserias de los tiranos y sus secuaces? Juan Cristóbal Peña. ¿Quién busca la verdad en la isla maldita de la memoria y el desierto de la inhumanidad? Marcela Turati.

 

 

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Este buceo que parte de la gran tradición literaria de occidente para llegar a los contadores de aquí y ahora tiene para mí aliento borgeano. Yo creo (esto es solo en parte una broma) que como hacía Borges en sus mejores cuentos, Marcela Aguilar se inventó a la supuesta teórica Elizabeth Frenzel y su sospechosa colección de posibles argumentos y temas. ¿Y si La era de la crónica, el libro que usted, señora lectora, señor lector, tiene entre manos fuera en realidad un exquisito juego de espejos y laberintos a la manera del inimitable Jorge Luis?

En uno de los momentos más lúcidos e iluminadores del libro, Aguilar llama la atención sobre dos temas que faltan, que la actual crónica latinoamericana no mira, o sobre los que apenas trata de puntillas. Son el amor romántico y el amor al conocimiento. Las relaciones de pareja y amistad y la ciencia y la tecnología. El nuevo periodismo norteamericano y la literatura de no ficción europea sí tratan estos temas. En la obra de Emmanuel Carrére y de Svetlana Alexiévich hay amor, mucho amor. En la obra periodística de Gabriel García Márquez no. Sus novelas están llenas de enamorados; en su periodismo la política le gana la batalla a la libido.

Y el llamado “nuevo Nuevo Periodismo” de Estados Unidos está lleno de científicos, investigadores, amantes del saber, pioneros de la era digital, empresarios de la nueva economía, como había en las letras latinoamericanas hace un siglo, cuando se creía en la épica del conocimiento. Hoy apenas una gran crónica, El rastro de los huesos, de Leila Guerriero, tiene a un puñado de antropólogos forenses como héroes y agonistas. En la mayoría de las crónicas, señala Aguilar, hay poco amor y mucho pecado capital.

Después de trazar un mapa de temas, estilos y posiciones narrativas, la autora se lanza a analizar a los analizadores. Vuelca su mirada a los estudiosos de la crónica. Allí combate con originalidad y valentía el proclamado “excepcionalismo” de estos supuestos Nuevos Cronistas de Indias. Como ella demuestran, ni son tan distintos de sus congéneres de Europa y Norteamérica ni representan un quiebre o un cisma con el periodismo de las generaciones anteriores.

Al final, esta cronista de la crónica logra una obra que perdurará en el tiempo. Porque, como le sucedió a Deryck Cooke en su encuentro con la obra de Wagner y de Mahler, a Marcela Aguilar el mundo ancho y profundo de los cronistas le hizo encontrar en la obra de los demás su tema, su argumento, su motivo.

Buscando como lectora a los más creativos cronistas de su época, se encuentra como escritora y sale ahora al encuentro de sus lectores. Tengo la fortuna de haber sido uno de los primeros.

 

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17 de octubre de 2019
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El profesor que siempre regresa

El día que llegué a Santo Domingo, la República Dominicana estaba sacudida por un terremoto político del que nadie cesaba de hablar: el ex presidente Leonel Fernández, aspirante a una nueva candidatura para las elecciones que se celebrarán en mayo del año entrante, había desconocido el resultado de las primarias del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), en las que se enfrentaba al empresario Gonzalo Castillo. Se trataba de un conflicto interno, aunque de grave repercusión nacional.
 

Su trascendencia, para entenderla, hay que contarla a trechos, hacia atrás. Quien denuncia el fraude es el propio presidente del PLD; y su oponente, a la cabeza del conteo por un pequeño porcentaje de votos, tiene el respaldo del actual presidente de la república, Danilo Medina. Se trata de un sisma dentro del partido político más grande del país, dividido ahora por la mitad, y donde cada mitad tiene a la cabeza a dos antiguos y estrechos aliados.

Y hay todavía más: el Partido de la Liberación Dominicana fue fundado en 1973 por Juan Bosch, tras otro sisma dentro del Partido Revolucionario Democrático (PRD), fundado también por él en el exilio en Cuba, en 1939, en tiempos de la dictadura del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo. El PRD se encuentra ahora también dividido, y una de sus ramas, el Partido Revolucionario Moderno (PRM) concurrió a las primarias para elegir su propio candidato, que resultó ser, en este caso sin disputas, otro empresario, Luis Abider.

A pesar de que la Junta Central Electoral, a cargo del escrutinio de estas primarias, mandó a contar las papeletas emitidas para cotejarlas con los resultados electrónicos, el ex presidente Fernández exige una auditoría del sistema digital; y si la pugna sigue, Abider, el candidato del PRM, se volvería el favorito para ganar las elecciones del año entrante.

Pero gane quien gane la presidencia, ese candidato provendrá de alguno de los partidos, o ramas de los partidos fundados alguna vez por Juan Bosch. Esos partidos han estado repetidas veces en el poder desde el fin de la era Trujillo, a lo largo de más de medio siglo. Él mismo, como candidato del PRD, ganó abrumadoramente las primeras elecciones democráticas que se celebraron en 1962, después que regresó del exilio, al que volvería apenas nueve meses después de haber asumido el cargo, pues fue derrocado por un golpe militar.

Bosch, a quien siguen llamando el profesor, es una figura ejemplar de la historia moderna dominicana, que no se explica sin él, pero es también, al mismo tiempo, una figura trágica.

Escritor de renombre, maestro del cuento en América Latina, un intelectual reflexivo, ferviente defensor de la democracia, y a la vez hombre de izquierda, austero en su modo de vida, y enemigo jurado de la corrupción, creyó que la República Dominicana podía transformarse en Suecia de la noche a la mañana, como si los generales trujillistas no existieran.

Y hay otra figura clave: la del doctor Joaquín Balaguer, colaborador íntimo de Trujillo, quien formuló la doctrina política de la larga dictadura, y luego, con astucia, y sin escrúpulos, se hizo con el poder por varios periodos presidenciales, a la cabeza del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC).

Autor de poemas cursilones, los defendía frente a los ataques de "los poetas afeminados que envidian la virilidad de mi arte", según escribió una vez; y por una de esas ironías macabras, el Premio Nacional de Literatura le fue otorgado en 1990 al mismo tiempo que a Juan Bosch, un escritor verdadero.

Pero pese al abismo que mediaba entre ambos, no sólo literario sino, sobre todo, político, se aliaron en 1996 para respaldar al candidato del PLD, Leonel Fernández, y así derrotar a José Francisco Peña Gómez, el líder del PRD, quien se había quedado a la cabeza de aquel primer partido fundado por Bosch tras el sisma de 1973.

Bosch entró en la vejez sin más aspiraciones de llegar a la presidencia, y prefirió respaldar a sus discípulos, el primero de ellos Leonel Fernández. Balaguer, en cambio, se acercó a la muerte siendo siempre candidato, la última vez cuando tenía 95 años, ya completamente ciego. Era la novena candidatura de su vida.

En el año de 2003, en tiempos de la presidencia de Hipólito Mejía, el poder político entonces en manos del PRD, el Congreso Nacional aprobó una ley en la que se mandaba erigir un busto de Balaguer en un parque de Santo Domingo, con la inscripción: "Doctor Joaquín Balaguer, Padre de la Democracia". Otra grave ironía. El partido original de Bosch, declaraba padre de la democracia a Balaguer, heredero de Trujillo.

El partido de Balaguer ahora no cuenta y ha pasado a la cuarta fila. Cuentan los partidos fundados por Bosch, y quien gane las elecciones presidenciales del año entrante será, de una u otra manera, un heredero suyo. No sé si de su pensamiento, pero sí del sistema político dominicano, que no existiría sin él.

 

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15 de octubre de 2019
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La violencia humana (1)

Spike Lee dice que Estados Unidos “glorifica la violencia”. No es ninguna novedad, la glorificó en el Far West y en su lucha contra los indios y contra los búfalos, y la glorificó más tarde a través del cine.

Es rara la película americana que no banaliza la violencia. En casi todas las películas de espías o de serie negra la muerte campea a su anchas: es el fasto barroco de la aniquilación.

Una de las características del cine americano de acción es que la muerte no trae consecuencias de ninguna clase. El protagonista va en su coche, dispara a diestro y siniestro, mata a un individuo en cada esquina, y luego se va a su casa como si no hubiese pasado nada y se toma un zumo de naranja. La narración no explica qué pasa con esos muertos que han quedado en la cuneta: la narración omite toda explicación al respecto, y la culpa brilla por su ausencia.

El otro día estuve viendo la Trilogía de Bourne, y aún siendo bastante aceptable, uno se cansa de tanta muerte y tantas persecuciones en coche, algunas de ellas totalmente rocambolescas e inverosímiles. Al final de la tercera película los dos protagonistas toman copas en un barco que se desliza por aguas tropicales. De los muertos que han dejado atrás nada sabemos, como nada sabemos de todos los asesinatos perpetrados por sus enemigos de la CIA.

Se trata de películas llenas de flecos sueltos en su bien tejida y bien destejida narración, y donde la muerte alcanza una trivialidad absolutamente malsana, a la que ya nos hemos acostumbrado. Su ideología ya la conocemos: matar es un asunto tan expeditivo como trivial.

En una novela negra puede haber muertos, pero es exigible (al menos para mí) seguir a esos muertos hasta el final, hasta su mismo entierro, y ver el efecto que su muerte produce en sus seres más queridos. Son exigencias de la narración y de la más elemental psicología.

Y si hablamos de películas y de novelas, mejor olvidarse de los videojuegos, donde la trivialización del mal llega al paroxismo y el jugador ha de matar a la máxima velocidad posible. Por ahí van los deseos de la modernidad, y los deseos aspiran a encarnarse. No es de extrañar que América sea el país de los asesinos solitarios que asaltan cines y colegios como si fuesen los protagonistas de las películas que entretienen sus noches y sus días.

 

Françoise Sagan se ocupó una vez de uno de esos asesinos, si bien en Europa: Landru, y lo que dijo de él resulta inquietante: “Landru fue un asesino trivial si lo comparamos con los generales que enviaban a miles y miles de muchachos a Verdún”. Alguien dirá que eso es otra historia. Françoise Sagan creía que no.

 

 

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14 de octubre de 2019
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Tarde de otoño

Siento especial debilidad por el libro Duchamp en España (2009), de Pilar Parcerisas, tanto por el texto como por las fotografías y, en general, por la edición de Siruela. Sin embargo, hoy, sábado 12 de octubre de 2019, mi valoración de la obra se ha venido abajo; recorría La Huerta de El Manazas observando la concentración de milanos reales en un dormidero cuando, al apartarme del camino, casi tropiezo con un urinario, oculto entre la hierba, pegado al muro norte de las ruinas de una paridera. Duchamp estuvo aquí, me he dicho, quiso mantener en reserva una copia ante la posible pérdida o rotura y, también, ante la segura negativa de Elsa von Freytag de regalarle otra. Quizá, he pensado, hable con Parcerisas y con Siruela, podría chantajearles, amenazarles con difundir el carácter incompleto del libro, pero no lo haré, prefiero obtener dinero con la venta en China del preciado objeto. Y, entonces, lo que parecía imposible, aumentar aún más mi dicha, ha sucedido, he hallado en la cuneta, resplandeciente gracias a los últimos rayos de sol, una bolsa de 250 gramos de Colines de la marca Auchan, un producto excelente que voy a dividir, la mitad para mí, como tentempié, y la otra mitad para echar en el tejadillo del cobertizo del huerto de las monjas benedictinas, contiguo a mi casa, donde gorriones, urracas y tórtolas turcas, acuden a comer los restos de nuestros desayunos.   

 

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13 de octubre de 2019
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Llave maestra

Has aguantado correctamente la cena de trabajo ; qué combinación tan odiosa la de beber vino haciendo deberes. Desde que ya tienes un pasado, decidiste declinar amablemente las invitaciones a degustar un menú vespertino como acto de servicio laboral, aunque de vez en cuando se cuela alguna si estás fuera de casa y la rutina no te recoge con sus hábitos cada vez más acolchados.

Es tarde y en tu interior ha ido creciendo un fuego, una indignación secreta que no va contra nadie. Tan sólo son las circunstancias. Sientes que te han arrebatado tu tiempo propio, esas últimas horas lánguidas, cada vez más imprescindibles para descargar los datos del día, o lo que es mejor, recrearse con las novelas de Delphine de Vigan o Julian Barnes:Las lealtades y La única historia , dos delicias publicadas por Anagrama, que estos días ha estado de aniversario y a muchos nos ha hecho recordar de qué manera fuimos desvirgados por su colección amarilla y ese je ne sais quoi herraldiano.
El caso es que llegas a la puerta de la habitación de hotel deseando desplomarte sobre el lecho accidental, arre pintiéndote de haber prostituido tus horas mezclando el consomé con detestables Excels, y la tarjeta magnética no abre. El piloto rojo insiste en su negativa. El cansancio no pesa, tumba. Por un momento te ves incapaz de bajar a la recepción y pedir una nueva llave. Tanto es así que recibes un rapto de nostalgia táctil: no hay nada más tranquilizador que sentir las llaves de casa en el fondo del bolso, tintineando con su promesa de felicidad, que por un momento te recuerda a las burbujas del champán.
Hemos intentado reducir el tamaño de nuestros enseres domésticos, y también hemos querido reemplazar virtualmente los cinco sentidos. Pero el tacto, menos exaltado hoy que la vista, el gusto o el olfato, procura un sentido de la experiencia más preciso y reconfortante que cualquiera de ellos. Descartes aseguraba que es el menos engañoso y, por tanto, el más seguro de los sentidos: "Lo que no se no toca no se ve".

Más fiables que las tarjetas magnéticas, las llaves metálicas pesan, abultan y se pierden. ¿Y qué? La resistencia a lo físico y tangible, reemplazado por lo inmaterial, ha modificado aparentemente nuestros hábitos. Comprobamos la carga del móvil en vez de hablar por él, fotografiamos lo que vemos en lugar de vivirlo, observamos constantemente la pantalla como si de ella fuera a surgir el Santo Grial. Pero los gurús que nos condujeron a la vida virtual de la hiperconectividad y la inmediatez anuncian ahora la emergencia de una era posdi gital en el 2020, cuando las llaves magnéticas nos vuelvan a fallar a esa hora en que o se abre la puerta o la derrumbas.

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9 de octubre de 2019
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Me cuesta tanto olvidarte

No soy capaz de despegar del paladar el estribillo de Me cuesta tanto olvidarte desde que se la escuché a José María Cano junto a su hijo Daniel, acompañándole al piano. No se trataba de un concierto, sino de la presentación -en el Congreso de los Diputados- de la Fundación Carme Chacón. Los Cano fueron buenos amigos de Carme. "La echo mucho de menos", confesó Daniel, de 23 años, que ha dado cuerpo a la extrema sensibilidad que alcanzan algunas personas con asperger. Su padre, más pintor que músico ahora, no suele cantar las canciones de Mecano, pero hizo una excepción y le puso palabras a un sentimiento que discurre entre quienes conocimos a la política singular y noble, competitiva y sentimental, hecha a sí misma, capaz de sellar el coraje con la poesía, la disciplina con la pasión.

Se lo cuento a Julia Otero, quien me dice que piensa muy a menudo en ella. Es una frase que oigo con frecuencia, en especial de mujeres. Tan joven, repetimos, y con un futuro prometedor. Tan valiente. ¿O acaso no abrió un buen pedazo del techo de cristal, desafiando la flecha del tiempo? Nunca nos acordábamos de que su corazón latía a tan sólo 35 pulsaciones por minuto: ella, con su vida intrépida, sus vuelos en Hércules, sus jornadas maratonianas y su vida familiar, no se permitía asomo de debilidad.
Hoy, Carme Chacón inspira una fundación que salva vidas de niños que sufren enfermedades del corazón.
Hace unos meses, un taxista me llevó a la estación de Sants y surgió el nombre de Carme. Al hombre se le hizo un nudo en la garganta y lloró silenciosamente, agarrado al volante. Y tras pedirme disculpas -innecesarias- me contó que había llevado a Carme en su taxi poco antes de fallecer. "Cuando ya había bajado, de repente vi un rostro cerca de la ventanilla: era ella, que me decía adiós con la mano. Me quedé impresionado por aquel detalle".

Hoy, Carme inspira una fundación que salva vidas. Tres niñas panameñas han sido ya intervenidas en Dexeus por el doctor Raúl Abella, quien nos impactó con una cifra helada: nuestra sociedad afronta tantos problemas que hay realidades que pasan inadvertidas, como los mil niños que mueren cada día en el mundo por enfermedades del corazón.

En el acto, la sonrisa solar de Carme emerge desde la pantalla. Zapatero asegura que la seguimos sintiendo, que empieza a vislumbrar la verdadera dimensión del personaje a medida que pasa el tiempo. Hay un momento en que servidora tropieza con las palabras en la presentación del acto y, en lugar de "la propia Carme" -el traicionero inconsciente-, dice "la pobre Carme". Rectifico, intento regresar al texto, pero pierdo algunos fonemas, me trastabillo... "Pobre", una manera de nombrar el infortunio, un lamento por la pérdida de su paso firme, taconeado con poder y hermosura. Al terminar, saludo a Miquel, su hijo de once años, y me lamento: "¡Ay, me he equivocado!". Él me responde: "Lo has hecho muy bien y no lo ha notado nadie porque no sabían lo que llevabas escrito". La misma sonrisa solar de su madre. Y el círculo de su memoria se extiende, cada vez más inabarcable.

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9 de octubre de 2019
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Burla y urnas

Negar a los liberales democráticos es una grosería, también lo es que Rivera acepte lo que ha estado negando durante un año
 

Dentro de pocas semanas habrá que acercarse a votar. Incluso quienes se hayan jurado no hacerlo, lo harán. Es difícil abstenerse del único vicio nacional aún permitido. Nunca se sabe lo que durará. La política en España es burda, de brochazo, de uñero. Hace unos días oí dos noticias. En una, Rivera (ya era hora) decía que si era preciso pactaría con Sánchez. En otra, decía Sánchez que nunca pactaría con un tipo que había pactado con la ultraderecha. Eran varias groserías. Es notorio que Sánchez prefiere pactar con los herederos del terrorismo vasco o con los nacionalitarios catalanes. Negar a los liberales democráticos es una grosería, pero también lo es que ahora Rivera acepte lo que ha estado negando obstinadamente durante un año. Políticos toscos.

La política española no es un espectáculo, es una farsa. Uso la palabra en el sentido que le da José Luis Pardo en otro de sus ineludibles artículos, el titulado Tragedia y farsa del socialismo científico en la revista Letras Libres, una de las pocas que aún tratan con seriedad a la cultura seria. Es un artículo que debería divulgarse, estudiarse, discutirse en la universidad porque expresa con limpia claridad el paso de la izquierda clásica (la tragedia de la lucha de clases) a la izquierda reaccionaria (la farsa de las identidades). Los agravios nacionales, de género, de especie, de genética, de cultura, de lengua o de tribu, sirven para crear múltiples empleos, decenas de departamentos universitarios y servicios burocráticos. Clérigos y agraviados.

Esta mutación convierte en una farsa la diferencia entre derechas e izquierdas. Se trata, tan solo, de tácticas mercantiles para la toma del poder, es decir, del capital, vendiendo identidades.

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8 de octubre de 2019
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Metacine

Tengo entendido que a los más incorregibles adictos a las substancias psicotrópicas se les proporciona, como paliativo y sustituto de bajo riesgo, metadona, un analgésico sintético de doble propósito: mantener el efecto narcótico del producto prohibido y aliviar paulatinamente el síndrome de abstinencia de la droga. Pensaba en todo esto hace unos días, mientras iba de un cine a otro a ver, a las cuatro, La mirada de Orson Welles de Mark Cousins, y después, a las ocho, El gran Buster, así como en mi adicción cinematográfica de larga duración (casi la de mi vida entera) y en las metadonas contemporáneas a las que todavía no me someto en la pequeña pantalla casera o informática; yo, como William Burroughs, un junkie que probó las dos vías de acceso a los paraísos artificiales, prefiero la droga dura en vena, es decir, en sala, al menos mientras el cine sea un estimulante legal dispensado tras el paso previo por taquilla. Y para ampliar el espectro de lo auténtico y lo derivado, supe a los pocos días que se estrenaba Entendiendo a Ingmar Bergman, título sincopado del original alemán, dirigido por Margarethe von Trotta.

Se trata a mi juicio, más que de una casualidad o una moda, de una variante del arte del simulacro y la glosa, que también afecta a la literatura actual, en la que priman cada vez más novelas no ficticias o ensayos no epistemológicos, en los que el sujeto supera a la obra, imponiendo por encima de la metodología las veleidades del yo. Otra manera más llana de ver el fenómeno sería asociarlo al género biográfico, que lleva siglos de existencia en lo que respecta a los escritores o a los pintores, y en el cine, por razones obvias, se ha inclinado al biopic de estrellas de la pantalla, cuanto más desdichadas o folloneras, mejor. Ahora, la lupa de la erudición, el examen de archivos y la crestomatía de la obra realizada habría por fin alcanzado al cineasta, y no al modo fantasioso e irreverente con el que se filmó, dos veces, la vida de Hitchcock y una al menos la de Godard. Los tres que hemos citado al principio son primeras figuras de su arte, pero no se me hace fácil imaginar el mismo tratamiento de exaltación y búsqueda minuciosa de indicios que practican Cousins, Bogdanovich y von Trotta aplicado, por ejemplo, a los inmensos Yasujiro Ozu, John Ford o Manoel de Oliveira.

Los metatributos recién estrenados se ven con gran placer, por la estatura de los directores retratados y el puro placer de ver no sólo fragmentos memorables de sus obras fílmicas sino también retales desconocidos de ellos mismos. En el caso de La mirada de Orson Welles, A Contracorriente Films, la audaz distribuidora de los tres documentales, la ha rebautizado elegantemente, quitándole el fetichismo adorador, tan ñoño a veces, que el crítico de origen escocés Mark Cousins muestra respecto a Welles; el film se llama en inglés The Eyes of Orson Welles, y más allá del rostro del americano, Cousins delira por su ídolo (que también lo es mío, aclaro), terminando su comentario en off, más propio de colega que de estudioso serio, con una declaración de amor un tanto sonrojante referida al autor de Sed de mal: "Gracias por seguir haciendo miel como las abejas".

Pero Cousins ha trabajado a fondo, y tuvo además la suerte de hallar en una oficina de Nueva York una maleta llena de interesante material inédito, en papel sobre todo, con curiosísimos bocetos y acuarelas de la mano de Welles. Lo mejor, con todo, es la importancia dada al Welles político y al Welles enamorado; según su hija Beatrice, la inolvidable pajecillo de Campanadas a medianoche hoy una mujer madura entrevistada en su casa de México, el gran amor de la vida de Orson fue Dolores del Río, muy por encima de lo que su padre sintiera por Rita Hayworth o por la propia madre de Beatrice, la italiana Paola Mori. Y el compromiso progresista y antirracista del director está muy bien contado, con entrevistas poco difundidas de radios americanas y la BBC. En una de ellas podemos oír al maestro explicar el final, distinto al de la novela, que él quiso darle a su película de El proceso; Kafka escribía antes de Hitler, pero no así él al adaptarla al cine: el Holocausto fue su referencia.

Los trabajos hagiográficos de von Trotta y Bogdanovich son menos carnales, pero también más convencionales, pues ambos directores recurren, al contrario que Cousins, al trillado expediente de los bustos parlantes, que no siempre tienen cosas que decir. En El gran Buster le elogian, entre otros, Mel Brooks, Werner Herzog y Quentin Tarantino, todos más bien de modo rutinario; otro entrevistado muy poco o nada conocido dice sin embargo la frase más llamativa del documental: "El mejor efecto especial de las películas de Keaton era él mismo". Los fragmentos mostrados son una delicia, naturalmente, y siempre gusta ver el emparejamiento con Chaplin en Candilejas, donde actúan ambos como es sabido; Bogdanovich reafirma lo que yo siempre tuve por leyenda, que Keaton mismo, que era gran cineasta aparte de gran cómico, dirigió la escena de la muerte de Calvero, el protagonista, mientras Chaplin, dentro del encuadre, yace en la cama turca de su camerino, que será su lecho mortuorio; la escena está rodada con gran refinamiento y eficacia patética, dentro del sentimentalismo sublime de ese film. Y llama mucho la atención el retazo teatral incluido, de un Buster Keaton en una función de los años 1940 en Broadway: impresionante. Aunque un atropellado Bogdanovich, juzga huero el papel que Keaton interpretó en la obra maestra Film, mediometraje mudo realizado en 1964 en las calles del Village de Nueva York por Alan Schneider siguiendo "desde el concepto original hasta el último fotograma" la visión y el tono fijados en el guión de Samuel Beckett, activamente presente durante todo el rodaje y al que sin duda se puede considerar co-autor del film.

La alemana von Trotta da a conocer su apuesta desde el primer envite. Ella quiere contar su amor por Ingmar Bergman, aunque, lógicamente, tiene también que contar las relaciones eróticas del director sueco con varias de sus heroínas; es otra curiosa coincidencia que tanto Welles como Keaton y Bergman fueran los tres no diré que mujeriegos, palabra sospechosa en la actualidad, pero sí de amores profusos y dados al casamiento. En cuanto a bustos parlantes, sorprende que el francés Olivier Assayas, director a menudo inspirado, diga solo banalidades, algo que sin embargo no sorprende oír de la boca del sueco Ruben Östlund, tan superficial opinando de cine como haciéndolo. Carlos Saura, en francés, apunta a la sexualidad imperante en el cine bergmaniano, pero sabe a poco. ¿Dijo más y fue cortado en montaje? Quienes sí tienen cosas que decir son los intérpretes, mucho mejor ellas que ellos, de ese grandísimo director de actores que fue Bergman. Y cuando se mezclan en las declaraciones el trabajo y el amor, Liv Ullmann y Gunnel Lindblom nos seducen doblemente. Se habla mucho de teatro, lo que es de justicia, no se evade el espinoso asunto de su encontronazo con el fisco sueco, y hay una alusión que parece anecdótica y yo considero substancial: Bergman gustaba de trabajar en lugares fríos y oscuros, siendo 12 grados su temperatura ideal. De ahí que la pasión latente en su extraordinaria obra nunca se queme en la incandescencia.

Si estos tres films aquí reseñados producen, con todos sus aportes, un cierto efecto de placebo, lo que se anuncia es aún más profiláctico: What She Said, un documental, estrenado ya en la Berlinale del pasado febrero, sobre la crítica norteamericana Pauline Kael, temida con respeto y denostada con saña, según los gustos. El mío respecto a ella es intermedio, pero la verdad, para leer u oír fórmulas magistrales de cine prefiero, antes que al doctor, al practicante. Por ejemplo glorioso, Agnès Varda, que se ha despedido del mundo a los 90 años (en esa maravilla que es Varda por Agnès), sentada ante un atril y alucinándonos con su sabiduría de primera mano.

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4 de octubre de 2019
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El megalómano

Ayer me pareció entrever y medio oír una noticia según la cual un señor se quejaba de que la Guardia Civil le visitaba sin llamar al timbre
 

Un catarrazo me ha destruido el cerebro y otras partes sustanciales del cuerpo. Cuando estás febril y con los animales (pulmones, estómago, ojos, laringe) en rebeldía, por lo menos yo tiendo a sufrir alucinaciones. Así que ayer me pareció entrever y medio oír una noticia según la cual un señor se quejaba de que la Guardia Civil le visitaba sin llamar al timbre. "¡Estoy harto, decía, de que nos despierten golpeando la puerta de madrugada!". Usaba un plural poco convincente. No se sabía a quién había despertado la Guardia Civil ni por qué. Deduje que era una escena de alguna película sobre el Holocausto y que quien se quejaba era un judío del gueto de Varsovia.

Luego me fijé un poco más y vi entre nubes a un señor gordito, con el pelo de persiana y lo reconocí de inmediato. Era el mismo que pocos meses antes había dicho que era Mandela y un poco antes que era Gandhi y antes que era el acorazado Potemkin. Bien, pensé, este hombre no está en sus cabales, pero es que tiene muchísimos problemas para llegar a fin de mes y pierde la cabeza. Como yo, pero sin el catarro. Me fijé un poco más y retrocedí espantado. A quien de verdad se parecía es a la señora Doubtfire, con gafas y todo. Un personaje más acorde con su posición ante la historia.

Pero luego me enfadé. ¿Cómo se atreve este funcionario que instruye a los matones (apreteu, apreteu!), cómo osa compararse con la dulce y sensible Ana Frank? ¿No está humillando a los judíos aterrorizados por tipos como él durante el dominio de los nacionalistas alemanes? Recordé a Shostakóvich, ovillado al pie de la escalera, de madrugada, muerto de frío, a la espera de los esbirros de Stalin que vendrían a buscarle en cualquier momento. Resígnese a su papel histórico, señora Doubtfire, y deje de hacer el ganso.

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1 de octubre de 2019
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El Boomeran(g)
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