Julio Ortega
-Toni, los negros que en tus novelas vuelan de vuelta al África,¿vienen del libro de García Márquez?
-No -respondió de inmediato-, vienen de Ohio.
Reímos.
-Cuando yo era estudiante graduada en Ohio -contó de buena gana-, decidí hacer un trabajo de campo en las afueras de la ciudad, donde la comunidad negra sobrevivía de la pequeña agricultura. Un día una muchacha me dijo que su padre había regresado, volando, al África.
¡Un evidente mecanismo de control social!
También en español se cuenta del padre que dice "voy a comprar cigarrillos," y no vuelve nunca, dije.
¿Era un mito local o una leyenda proveniente del África? Concluí que se podía asumir como una protesta contra la esclavitud; pero que en este siglo se repita una hipérbole colonial, es inquietante. Luego,Toni encontró que conforme la ciudad se expandía sobre los márgenes rurales, la leyenda del vuelo de regreso iba desapareciendo.
En la ciudad los dramas familiares de dominación patriarcal se negocian en los juzgados.
Cotejando relatos, resultó evidente que la historia del vuelo era otra estrategia de control de la humillación social. Cuando la figura paterna desaparecía, la familia sólo tenía los recursos de su cultura para suturar el desamparo.
Remedios la bella, en Cien años de soledad, es una epifanía del mismo linaje popular.
En este caso, la historia de una muchacha que desaparece con un vendedor ambulante, y el padre anuncia al pueblo que ella ha subido al cielo en cuerpo y alma.
Por eso, imaginé que el personaje de Toni es el Ángel de la historia que contempla las ruinas coloniales de su cultura, sin bienes que repartir a los suyos. Y Remedios, la bella, es el Ángel del relato, que huye más allá de los pájaros de la memoria, hacia el mito popular, donde ya no hay penuria social. Ambos, quiero creer se cruzan en el cielo luminoso del Caribe y se hacen adiosito. Aunque, en verdad, se avistan en el horizonte de la novela, sin culpa ni pena, recuperados por la iluminación de la lectura.
Toni Morrison había cometido el peor error de un escritor que va a un congreso: llevar a su hijo pequeño. El chico se pasaba el día en la piscina, y yo hacía turnos para acompañarla con una piña colada.
De pronto Juan Rulfo cruzó el jardín, leve y frágil, tan discreto que nos hizo volver la mirada para saber quién hacía tanto silencio. Lo vimos desaparecer como el personaje de un cuadro que escapase con un hop lewiscarreano.
Esa noche, en la tumultuosa recepción, me topé con Rulfo al centro del salón, y me dijo:
-He visto una mesita vacía al fondo, vayamos allá…
Lo seguí sorteando celebrantes, pero no lo reconoció nadie. En efecto, una mesita nos esperaba con dos sillas bajo una luz cenital. Me contó lo que bien podría ser el origen de Pedro Páramo.
Otra vez en la piscina con Toni, le propuse que fuese a Brandeis, donde yo dirigía Latin American Studies, y habíamos empezado unos encuentros con escritores. Toni aceptó de inmediato. Me pidió que la mitad de sus honorarios fueran directamente al fondo de la asociación afroamericana.
El Premio Nobel de Literatura de 1993 fue para Toni Morrison.
Ruth Simmons, presidenta de Brown entre 2001 y 2012, me contó con detalle la destrucción de sus archivos en el incendio de su casa. Ruth, que entonces era Provost de Princeton, se mudó a la casa quemada para supervisar la tarea restauradora. Puedo verla entre el grupo de estudiantes y el equipo técnico, comprometida en los detalles de su misión. No ha habido, hasta donde sé, dos mujeres de semejante talento disputando palabras a la ceniza.
Me doy cuenta ahora que el relato de Rulfo como el de Toni Morrison son, contra toda fuerza destructiva contraria, la intermediación que resuelve los extremos de la violencia dominante.
Juntos, ambos mundos se refractan, distintos pero paralelos.
El espacio de Rulfo es de economía inversa: una resta que sólo puede terminar en el desierto. Pero la cultura popular que asoma en el lenguaje empírico brilla en las costuras del desierto como una breve huella del huerto perdido en manos del padre errático. En pocos libros las palabras del pueblo llevan su peso terrestre. Por lo demás, la mascarada de la muerte tiene más que ver con la perspectiva indígena, si no carnavalesca por lo menos guiñolesca. Justamente, la cultura popular permite a la novela abrir leves espacios donde asoma el horizonte. Y es en un carnaval donde Pedro Páramo es asesinado por su hijo Abundio. De modo que en el esquema de dos espacios confrontados (huerto/desierto; comunidad/infierno; padre/hijo), el relato, sin embargo, es disputado por el principio barroco de la hipérbole.No hay sólo un discurso en la novela, sino el espacio virtual de un despliegue dialógico, capaz de remontar la economía de la destrucción.
Dada la tradición narrativa estadounidense en torno a la experiencia afroamericana, Toni Morrison no requiere resolver la discordia fundacional de la violencia, sino confrontar las consecuencias de la precariedad familiar y, en su caso, la demanda de alguna justicia reparadora contra los demonios del discurso patriarcal. Pero lo decisivo es que su instrumental analítico proviene del realismo mágico, y aunque ella se tomó en la representación menos libertades que Rushdie, había asimilado la lección de García Márquez para demostrar la capacidad resolutiva de la cultura popular, hecha de varias fuentes y corajes. De modo que el pasado no impone el trauma, sino la tarea de exorcisarlo en el relato.
Ella sobrevuela el horizonte de nuestra lectura.