Anoche salí con mi hijo y algunos amigos a festejar el triunfo español en la Eurocopa. Cada uno de nosotros tenía una bandera de España en la mano. Por las calles cercanas a la plaza de Santa Ana, pasaban los coches con jóvenes españoles eufóricos agitando banderas. Fuimos a la Cibeles; más banderas.
Había algo raro en todo esto: parecía haber vuelto el orgullo de identificarse con la bandera. Hacía cuatro años, cuando llegué a Sevilla a vivir por un año, me había llamado la atención la relación desencontrada que tenía los españoles con los símbolos de su país. En los partidos de fútbol, apenas podían verse las banderas españolas. En el País Vasco, los alcaldes debían ser obligados por la Corte Suprema a colocar banderas de la nación en los edificios de los ayuntamientos; por cuenta propia no lo hacían. Alguien me explicó que el problema con la bandera era que se hallaba muy asociada con el franquismo; los excesos de la dictadura, la represión de las identidades regionales, hacían que para muchos españoles fuera difícil identificarse con la bandera.
Una vez más: no quiero usar al fútbol como metáfora de nada. Pero lo cierto es que ayer me dí cuenta que, pese a los delirios de Ibarretxe, algo estaba cambiando en España. Me sorprendió, por la mañana, leer en La Vanguardia un artículo del presidente de la Generalitat de Cataluña explicando por qué quería que ganara España; parecía un político español más y no un fervoroso nacionalista catalán. Y luego, por la noche, tantas banderas en las calles me hicieron pensar que, como me dijo un amigo, los españoles por fin habían logrado reapropiarse de manera orgullosa de uno de sus símbolos patrios.
El deporte puede dar pie a las expresiones más banales del nacionalismo. Pero también puede, simplemente, hacerle ver a toda una comunidad que son más las cosas que la unen que las que la separan. Hay vascos y catalanes que sueñan con escindirse de España y crear sus propias naciones, pero me parece que son más los que no quieren que España se rompa.

Su nombre, Arar, poco dirá al común ya que su producción es tan exquisita, seis mil botellicas al año, que apenas si es conocida. La llevan dos animosos socios y sus respectivas. Llegado el momento, se remangan y suben o bajan a brazo las barricas de cincuenta kilos desde la puerta de la casa hasta los calados.



Respecto a las otras conquistas en que se mostraba tan brillante como astuto y tan persuasivo como trapacero, la clave se hallaba, según me decía, a que todas las mañanas, antes de levantarse de la cama, dedicaba unos tres cuartos de hora a hacerse perfecto cargo de la situación. De la situación saldada el día anterior y de las particularidades de esa mañana de cuyo ensamblaje pensaba extraer el mayor provecho. En su parecer, quienes pasaban de la cama a la acción sin mediar algún ejercicio de la mente se enfrentaban a altas probabilidades de resbalar, tropezar, equivocarse. Porque así como se recomendaba generalmente la práctica de algunos ejercicios físicos antes de abordar el día, creía indispensable ejercitar la mente, flexionarla, reflexionar-la para presentarse públicamente en forma. Estos minutos diarios entregados al análisis se traducían a la vez en lucidez y autoconfianza. Bastaba poco, al empezar la jornada, para constatar que el resto de individuos con quienes trataba apenas se habían preocupado de ninguna preparación mental y, como consecuencia, fácilmente les sacaba ventaja. Su praxis intelectual o su inteligencia práctica o la práctica deportiva de su inteligencia, aumentaba incomparablemente su capacidad de maniobrar y obtener posiciones privilegiadas. De hecho, así fue como su fama de haragán se compaginaba con su poder social y su aparente pasividad con la intervención astuta. Realmente, más incluso que en el mismo deporte, la quietud del cuerpo se revelaba un factor decisivo para ganar fuerzas. Una fuerza que podría parecer incoherente con la molicie corporal pero que, de hecho, daba cuenta de su formidable eficiencia. Conclusión: de la potencia que procura la contemplación se obtiene la acción más certera, de la energía que procura la meditación se logra saltar los obstáculos... En definitiva, los muchos beneficios que se derivan de la nada aparente se traducen en la máxima cosecha de bienes. 


