

Se cerró el cine Darío y luego mi tío Angel Mercado, el hermano menor de mi madre, regresó al pueblo desde la mina la India donde trabajaba de contador, y abrió otro en una vieja casa de adobes que tenía un corral de vacas. El corredor interior de mediagua de la casa se convirtió en el palco, y el inmenso patio, donde ordeñaban las vacas, en la luneta.
La caseta de proyección era como un palomar que se alzaba sobre la techumbre de tejas de barro de la casa, y se subía hasta ella por una escalera vertical. Yo pasaba mi vida ahora dentro de la caseta, y fastidiaba a los proyeccionistas para que me regalaran cuadros sobrantes de película, hechizado por las imágenes fijas que podían verse a trasluz, y también proyectarse con una lámpara de mano y un lente de anteojos.
Empecé entonces a ver las películas desde las ventanillas de la caseta, y a fascinarme ahora con los seriales de gángsteres que nunca botaban el sombrero por muy rudas que fueran las peleas, libradas en bodegas sórdidas y estaciones abandonadas de ferrocarril. Una temprana escuela de suspense. Siempre quedaba pendiente la suerte del héroe al final de cada rollo, amarrado entre cajones de explosivos prontos a explotar, o inerme sobre los rieles mientras un tren se acercaba trepidante, escena que se repetía entera al comienzo del rollo siguiente para mostrar como se salvaba al último momento.
Sea cual sea el estado de una sociedad, ya se trate de momentos de exaltación o de quiebra, hay personas que se erigen para los demás en referencia ética, es decir, en modelo para esa dimensión de nosotros mismos que sólo ve satisfacción en la realización de un ideal de libertad. .Un animal es libre cuando nada coarta su instinto de lucha por la actualización de sus potencialidades, es decir, por la realización plena de su naturaleza, y el hombre no es en este sentido una excepción. Mas la naturaleza humana tiene entre sus rasgos esa singularidad absoluta que constituyen las capacidades racional y lingüística, las cuales tienen objetivos no siempre determinados por el imperativo de la subsistencia individual y específica, objetivos traducidos en esa máxima que incita a no conformarse con una vida reducida a genuflexión. En toda circunstancia se ha considerado que héroe es quien, aleccionado por tal imperativo, se alza contra las fuerzas inerciales (la pusilanimidad, la costumbre, la abulia, el puro miedo) que en su propio seno le impiden enfrentarse a la tarea que sabe primordial. Mas, luchando contra si mismo, el héroe no sólo aspira a conquistar su libertad, sino a ser visto por los demás como promesa de libertad propia. Pues bien:
Héroe en esta acepción de la palabra es aquel que tiene la fortuna de experimentar que su propio espíritu explorador es sobrepasado, absorbido, por aquello mismo que se trata de explorar, de tal manera que como escribe el Narrador de la Recherche "el investigador es por entero el oscuro país en el que debe investigar, y su bagaje ya de nada sirve". En tal ascesis (consecuencia de la superación de la "cobardía que aparta de toda tarea difícil, de toda obra importante") sólo cuenta el delimitar la dificultad, es decir despejar las brumas que dificultan la nítida percepción de la misma y el mantenimiento en todo momento de la vigencia del juicio, es decir: sólo cuenta el contenido mismo de lo que he designado como disposición filosófica.
Mas como corolario surge también entonces la exigencia que conduce al arte digno de tal nombre. Y digo "digno de tal nombre" porque desgraciadamente, tanto en su uso cotidiano como en el específico de los eruditos, el término arte designa a menudo un conjunto de tareas que apuntan tan sólo a lo superfluo, a ornamentar nuestras vidas. En sus modalidades convencionales, el arte es excesivamente respetuoso con los parapetos que la cultura ha fraguado para evitar que aflore la exigencia de verdad, exigencia de desvelamiento, exigencia indisociable de una radical confrontación, la cual es de hecho el motor originario de la obra de arte y lo único que le otorga legitimidad.
Estoy hojeando una revista femenina en la peluquería cuando me tropiezo con unas cuantas sugerencias para regalar: un ordenador portátil de oro con diamantes acompañado de su correspondiente ratón "forjado en oro con 59 brillantes" (¿y por qué no 60?). Por supuesto el pendrive no podía ser menos, continúa en la misma línea del oro con pavé de diamantes. Y luego tenemos el móvil o celular que no puede ser más de oro ni tener más diamantes incrustados. ¿Se imaginan tener un móvil así y olvidárselo en un bar? Toda la tecnología posible está aquí en plan Las mil y una noches, Ali Babá y los 40 ladrones, Sueños turcos, El señor de la media luna... Sólo se salía de la tónica, una pluma que además del oro blanco y los imprescindibles diamantes también llevaba rubíes.
A cualquier escritor con semejante set de trabajo sólo le saldrían obras brillantes y cegadores, deslumbrantes y lo que se suelen llamar obras ricas.
El escritor o el pintor sólo realiza algo de interés cuando, por principio, siente que aquello no es de ningún modo obra suya. Lo más indeseable de la llamada "creación" es detectar el pringue que une al objeto realizado con el sujeto realizante. Esta pegajosidad es la prueba de que no se ha hecho nada importante para los demás o que permanece demasiado apegada a la carne de uno mismo. El auténtico éxito del artista no es producirse sino producir, promover un accidente que, como tal, no pertenece a uno ni a otro, no huele ni sabe a su persona sino que, libremente, forma parte del mundo. Este logro viene a ser del todo accidental y nada perjudica más a un cuadro, una página o un edificio que descubrir en sus pliegues los ensayados gestos y mohínes del artista.
Lamento, lamento de verdad el silencio de Hugo Chávez Frías, presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Su programa de radio y televisión dominical, Aló, presidente, ha sido suspendido debido al cúmulo de actividades que debe atender el gobernante. La verdad es que lo que esperaba, al llegar a Caracas un domingo, era el análisis del líder venezolano sobre la liberación de Ingrid Betancourt y su valoración de la posición de Álvaro Uribe. El presidente colombiano tiene ahora 91 % de apoyo de la opinión pública de su país. El cara a cara de los dos hombres (Uribe visita a Chávez en unos días) ocupa el primer plano en la tremenda actualidad de América Latina. Rafael Correa, el presidente de Ecuador, mantiene sus distancias con su vecino colombiano pero no se puede negar que los repetidos fracasos de la guerrilla de las Farc en Colombia quita una referencia a la izquierda del continente. Ahora, en América Latina hay que pensar en lo que se puede hacer dentro de las instituciones sin tomar un fusil para hacer eco de un cambio revolucionario.
Y más allá de los episodios recientes, se ve claramente que por primera vez, una elección presidencial en EE. UU. puede afectar un continente convencido de que lo que viene de Washington es siempre más de lo mismo. Lo decía el Washington Post hace unos días: la relación entre los vecinos del Norte y del Sur están en un cruce de caminos. En casos como éste es muy bueno ver lo que dice el "inter-american dialogue", un think tank que tiene simpatía y conocimiento del Sur aunque habla desde el Norte. Reproduce el análisis que publicó su vice-presidente Michael Shifter en El Tiempo de Bogotá y también otro análisis hechos para Oxford Analytica (en inglés).
¿Qué vemos? Discrepan sobre Cuba, Venezuela y los acuerdos de libre comercio. Sobre Colombia (menos lo del tratado de libre comercio) e inmigración parecen de acuerdo. Dos otros artículos de Shifter sobre la visita de McCain a Colombia y Obama y Colombia precisan la pregunta que el Sur hace al Norte después de los éxitos de Uribe: ¿Se puede pedir mano dura contra la droga y el terrorismo (plan Colombia) y negar un trueque en el momento de dar algo sobre comercio (tratado)? Con Uribe, EE. UU. tiene un presidente eficiente, fuerte y que le entrega resultados. Implementar el tratado de libre comercio entre Colombia y EE. UU. es, en este momento, algo merecido. McCain quiere hacerlo, Obama rechaza la idea. Si no viene el tratado, tarde o temprano, en un Aló, presidente que no quedará suspendido para siempre, Chávez no tardará en decir a Uribe: mira cómo te tratan tus amigos...
Reflexionaba hace unas semanas sobre la sombra que cae sobre una persona que deja de sentirse llamada por esa singularísima disposición del alma a la que apunta la palabra filosofía. Lo que de alguna manera estaba sugiriendo es que las disciplinas científicas, literarias o artísticas sólo representan cabalmente la riqueza del espíritu en la medida en la que fermenta tras ellas la exigencia radical de lucidez. Sólo entonces cabe practicarlas esperando de ellas que sirvan de peldaño para la única "cita capital con uno mismo" que todo ser humano tiene contraída con anterioridad a la de la muerte. Cita que el sistema social que reduce a indigencia la cotidianeidad de nuestras vidas nos mueva a diferir una y otra vez. Ello cuando no nos conduce al supremo nihilismo de pensar que la vida del espíritu es cosa de finos, y que carece de base la afirmación aristotélica de que es intrínseca a la naturaleza humana la exigencia de saber, o sea, que efectivamente la filosofía a todos concierne.
No estoy en absoluto indicando que la literatura o la ciencia han de presentar una suerte de fachada filosófica, o algún tipo de ingrediente conceptual explícito para responder con veracidad a su función. Por el contrario: precisamente porque subyace tras ellos la exigencia radical que denomino filosofía, el arte y la ciencia valen por sí mismos, y juegan plenamente su papel dignificador y hasta moralizador de nuestras vidas.
Pero en ocasiones una tarea como la de la escritura apunta simplemente a paliar el vacío al que se hallan abocadas las vidas carentes de filosofía. Mas que acto de fertilidad creativo, tal ejercicio es entonces más bien un síndrome: síndrome de la ausencia de fuerzas, síndrome de que el alma, aun resistiéndose a abismarse en la renuncia, sólo encuentra un sustitutivo de vida espiritual. Hay todavía un temblor frágil, pero nada realmente conmueve, "...como una tierra ya estéril para la viña sirve aun para el cultivo de la remolacha".
Debajo de la plaza roja está la España negra. Arriba: explosión de color, de euforia por una España triunfadora, sin complejos, que celebraba una ceremonia pagana, civil y civilizada. En el limbo: algunos aguiluchos que cotizan a la baja, y que, como aves carroñeras, se alimentan del pasado podrido. Abajo: los restos, los estertores, de una patria antigua, injusta y de negro. En blanco y negro, fotografiada por Eugene Smith, uno de los maestros fotográficos de Life, que mostró al mundo cómo era un pueblo español de los años cincuenta. Un pueblo cualquiera de la España profunda. Un pueblo llamado Deleitosa, en la sierra cacereña, en el que la guerra había dividido en dos a la población. Un pueblo que enterró a sus muertos y volvió a la lucha cotidiana por la supervivencia, por conseguir salir de la condena de una tierra sin pan. En Deleitosa tenían pan y apenas tenían electricidad ni agua corriente. Tenían unas calles sin asfaltar que olían a excrementos animales y humanos. Un pueblo con millones de moscas y pocas radios. Hombres renegridos, mujeres de luto, niños sueltos, cinco guardias civiles y unos cuantos falangistas. Un pueblo español que poco se parecía al de una canción de Joselito. Un pueblo español que tardó muchos años en poder cantar esa horterada tan nuestra, tan alemana, tan jovial y futbolera llamada Que viva España.
En los bajos de la plaza roja -ese templo abierto, televisado y disfrutado a tiempo real por millones de españoles que no se acuerdan, o que no quieren acordarse, que un día fuimos ese otro pueblo humillado y pobre- está fotografiada aquella realidad que hoy nos parece irreal. Fotografías de unos tiempos donde la crisis no significaba el miedo a la subida de la gasolina, sino el miedo a no comer. Fotos de tiempos de silencio y coplas para huir de la realidad. También eran tiempos de sueños de fútbol, de dulces tardes, de geniales futbolistas que vinieron del frío, del sur o de cualquier pobre pueblo donde el mundo se podía llamar Deleitosa. También nos hicieron creer que nosotros -y nuestra furia- podíamos ganar a cualquiera. Sobre todo a esos rojos. Y los ganamos. Una y no más. Y nos hicimos americanos, y llegaron las bases y los quesos. Y la leche.
Me encantaría que estos nietos de unos hombres que vivieron en la edad del pan, esa última generación de un mundo rural -el que cuenta Julián Rodríguez en su novela Cultivos- que hoy son esos jóvenes sonrientes, triunfadores, ricos y famosos que nos han hecho felices con su fútbol, con su ánimo, con su humor, además de cantar alegres "¡Que viva España!", supieran que decir "¡Arriba España!", para muchos, es retroceder a los años del mundo fotografiado debajo de su, nuestra, plaza roja. Volver a negro.
Artículo publicado en: El País, 6 de julio de 2008.
La pregunta surgió leyendo una entrevista a Fito Páez en la Rolling Stone local. Hablando de Buenos Aires, Páez la define como "el gran laboratorio argentino", y al mismo tiempo admite que hoy no tenemos capacidad de ‘leer' a esta enorme ciudad: "La perdimos", dice. Para ejemplificar el estado actual de las cosas acude a pruebas irrefutables. Señala que es la ciudad que consagró a Mauricio Macri como intendente, un hombre que dijo haber leido "una novela de Borges", cuando todo el mundo sabe que Borges no escribió nunca una novela. Agrega que es la ciudad que dio su voto mayoritario para consagrar Presidente de la Nación a Lilita Carrió, o sea la Papisa Elisa, protagonista de la más formidable voltereta ideológica en menos de cinco años, mediante la cual pasó del bando progresista a representar lo más retrógrado -en materia económica y política y social, y en su alianza sin condiciones con la jerarquía de la Iglesia católica- que existe hoy en la Argentina. Más datos que menciona Fito: "Música popular de los 80: Yendo de la cama al living", uno de los grandes discos de Charly García. "Música popular hoy: Arjona... Arjona no hace treinta y cuatro Luna Parks en ningún lado del mundo, loco. ¿Qué pasa? ¿Se han vuelto todos locos? ¿Cómo puede ser? ¿De Yendo de la cama al living a esto? ¿Qué pasó en el medio?"
Las preguntas de Fito son retóricas, pero prefiero pecar de obvio a dejar pasar una oportunidad para pensar. ¿Qué nos pasó? Pasó la dictadura, con su carga de oscurantismo y de miedo y su profunda herida psicológica. (Nadie que haya celebrado el Mundial de fútbol 78 y el fraude de Malvinas en el 82 puede decirse inocente, o virgen de algún grado de locura.) Pasó la decepción de la democracia alfonsinista, que perdonó a todos los criminales y nos mandó a todos a casa deseándonos felices pascuas. Pasaron los 90, que en términos de la banda Divididos sería apropiado denominar la era de la boludez, si no fuese porque al tiempo que los habitantes de Buenos Aires veraneaban en Miami, Menem devastaba el país e hipotecaba la vida de las próximas generaciones. (El mismo Menem que, dicho sea de paso, decía haber leido las obras de Sócrates, aun cuando todos sabemos que Sócrates no escribió obra alguna.)
Pasó la Argentina de la desnutrición, como resultaba inevitable. Pasó el escándalo de las coimas en el Senado y la represión con que De La Rúa se despidió de la presidencia, dejando treinta y uno muertos en su estela. Pasó el vacío de poder, los seis Presidentes en cuestión de días. Pasó el asesinato de Kosteki y Santillán a manos de policías represores. Pasaron los piqueteros originales, que motivaron la primera reacción racista de la clase media porteña en muchos años -la primera de muchas. Pasó Blumberg, que dio letra a lo peor de la clase política -con el apoyo, otra vez, de la clase media local- para pedir bala contra los delincuentes y convertir a todo el morochaje en sospechoso del crimen de portación de cara. Pasó la concentración de los medios (TV abierta, cable, diarios, radios) en manos de unos pocos -oriundos de Buenos Aires, por supuesto. Pasaron los cacerolazos de la "gente como uno", en apoyo de los millonarios del campo y desmedro de un gobierno que se atrevió a plantear la redistribución de la riqueza.
¿Hacen falta más pruebas? Con este derrotero, ¿quién puede sorprenderse por el triunfo de Macri y el prestigio de Carrió, o por el hecho de que Charly García, uno de los mayores artistas de Buenos Aires, esté hoy internado en un neuropsiquiátrico?
En semejante contexto, tampoco sorprende el hecho de que en los últimos años no hayan surgido nuevos músicos populares del nivel de García, Spinetta y Páez, ni cineastas a la altura de Leonardo Favio, ni escritores a la par de Borges y Cortázar. Como si eso fuera poco, nuestra TV ha conseguido el extraño mérito de competir en el ranking de las más lamentables del planeta.
Retomando la idea de Fito: Buenos Aires ha sido el laboratorio de los peores experimentos sociales y políticos de las últimas décadas. Y en este presente falaz, gobernada por el señor que tiene el privilegio de haber leido una novela de Borges, dominada por medios que ni siquiera disimulan sus intereses porque nadie se los cuestiona (en la peculiar ética de buena parte de los porteños, ser rico equivale a ser bueno) y con las calles tomadas por las señoras de las cacerolas importadas y el lenguaje soez, la pregunta más angustiante no es qué nos pasa, sino más bien: ¿qué nos va a pasar?
El cine, que fulgura en mis primeros recuerdos, me hizo escritor, junto a las historietas cómicas y las radionovelas. Fueron las escuelas de imaginación de mi infancia, más que los libros de Salgari, o los de Julio Verne, confesión que hago sin rubor. La literatura, igual que Dios, escribe con líneas torcidas.
En un patio, quizás antes de los cinco años, estoy sentado en el suelo viendo una película que se proyecta en una sábana colgada entre los árboles. Es un cine ambulante. Un asesino de gabán negro y sombrero, quizás mejor un ladrón, el pañuelo cubriéndole medio rostro, se acerca entre las sombras con una lámpara sorda en la mano, para abrir una caja fuerte. O la película en que el personaje principal era una mano cortada, que andaba sola apoyándose en los dedos, y estrangulaba a sus víctimas.
Mis recuerdos van después al cine Darío, muy cerca de mi casa. Como ven, todo en Nicaragua se llama Darío: los cines, las escuelas, las calles, hasta las cantinas. La oscuridad de la sala que olía a orines, las bancas de madera como escaños de iglesia, el haz de luz inconstante que surgía de las ventanillas de la caseta de proyección, todo era parte de un reino misterioso. Y yo era un visitante devoto de aquel reino, suplicando siempre a mi padre el valor de la entrada de luneta, no pocas veces sin fortuna.