Sergio Ramírez
Se cerró el cine Darío y luego mi tío Angel Mercado, el hermano menor de mi madre, regresó al pueblo desde la mina la India donde trabajaba de contador, y abrió otro en una vieja casa de adobes que tenía un corral de vacas. El corredor interior de mediagua de la casa se convirtió en el palco, y el inmenso patio, donde ordeñaban las vacas, en la luneta.
La caseta de proyección era como un palomar que se alzaba sobre la techumbre de tejas de barro de la casa, y se subía hasta ella por una escalera vertical. Yo pasaba mi vida ahora dentro de la caseta, y fastidiaba a los proyeccionistas para que me regalaran cuadros sobrantes de película, hechizado por las imágenes fijas que podían verse a trasluz, y también proyectarse con una lámpara de mano y un lente de anteojos.
Empecé entonces a ver las películas desde las ventanillas de la caseta, y a fascinarme ahora con los seriales de gángsteres que nunca botaban el sombrero por muy rudas que fueran las peleas, libradas en bodegas sórdidas y estaciones abandonadas de ferrocarril. Una temprana escuela de suspense. Siempre quedaba pendiente la suerte del héroe al final de cada rollo, amarrado entre cajones de explosivos prontos a explotar, o inerme sobre los rieles mientras un tren se acercaba trepidante, escena que se repetía entera al comienzo del rollo siguiente para mostrar como se salvaba al último momento.