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La cuestión de la bondad

Me salió del alma. ‘Si tuviese que definir qué es lo más difícil en este mundo', le dije a mi pobre hija, que no sabía de qué estaba hablando, ‘no dudaría: no hay nada más difícil que ser buena gente'. Las razones que inspiraron el exabrupto distaban de ser trágicas, pero su naturaleza cotidiana y además privada no contradice el argumento: vivimos en sociedades que desconocen cada vez más la noción de bondad, un concepto sospechado de arcaico y por ende de inoperante, al que no puede definirse más que por aproximación en virtud de su rareza -una perla negra por la cual, oportunamente, nadie pagaría un centavo.

Me pregunto cuándo, dónde y cómo habrá aparecido la noción por vez primera. Durante los albores de la especie, imagino que lo bueno debe haber coincido con aquello que convenía al sujeto, y tal vez a su comunidad, del mismo modo en que opera en el contexto de una manada animal: bueno lo que nos cobija en invierno, bueno lo que los alimenta, bueno lo que nos protege de los predadores. Pero en algún momento debe haber irrumpido la duda, propiciando el cuestionamiento. Cuando el hecho de que los más fuertes se quedasen con el abrigo o al reparo, condenando a los más débiles a la muerte, sugirió que el poder quizás no fuese el único de los criterios de discriminación. Cuando algo repugnó a aquellos que estaban comiéndose a sus congéneres. Cuando el arma que hasta entonces había servido para protegerse del tigre fue utilizada contra el hermano, o para robar una mujer ajena. Imagino que estos planteamientos deben haber coincidido con el origen de las religiones, ya no en su carácter de mitos fundantes y explicaciones del mundo natural, sino en su etapa ulterior como propulsoras de una ética individual y comunal. Si algunos de ustedes saben algo específico sobre el origen de la bondad como concepto, o conoce bibliografía ad hoc, sean buenos y compártanlo. No todo es Google en este mundo.

Por supuesto, cuando mi hija preguntó de qué estaba hablando no me remonté a la Edad de Piedra, esas consideraciones surgieron después. En el momento me limité a hablar de nuestra circunstancia, de esta ¿civilización? de la que formamos parte remisa pero parte al fin, y que no sólo desconoce la noción de bondad, sino que además la persigue consecuentemente. Un mundo que lo mide todo en términos monetarios, y que por ende propicia el provecho personal, no encuentra en la bondad utilidad alguna. La bondad no cotiza en nuestras sociedades, en tanto se da de narices con la fuerza propulsora del capitalismo.

Como no todos tenemos dinero suficiente, el dinero es el objeto y la razón del privilegio, y el privilegio es aceite en conjunción con el agua de la bondad. No llegaré al extremo de decir que tener y ser (bueno) son opciones contradictorias, pero creo que la cuestión del tener es en buena medida responsable de la reducción de la bondad al anacronismo, en tanto determina un porcentaje enorme de nuestros actos. Cuanto más tengo, menos quiero perder. Cuanto menos tengo, más necesito. Y cuando tengo suficiente, vivo con tanto miedo de perder lo que tengo que sobreactúo el miedo de los que más tienen. En este mundo angustiado por los alimentos escasos, las hipotecas impagables y la espada de Damocles del agua, el imperativo del tener oblitera la consumación de ser (bueno), quizás más que en cualquier otra época.

Esto se está poniendo interesante. Si no les molesta, la seguimos mañana.

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21 de julio de 2008
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Barcelona, tres de julio del año 2025

Al oír el chirrido del frenazo me volví alarmado, pero era el Ferrari propulsado por energía láctea de Jaume Destrals, un amigo de la infancia. Subió a la nube artificial y se vino hacia mí luciendo una sonrisa gloriosa: "¡Ya lo habrás visto! ¡Estoy pagando veinte veces más que tú!". En efecto, el nuevo gobierno de extrema derecha había publicado las declaraciones de Hacienda para poner de manifiesto la alta aportación de las empresas y la muy escasa de los labriegos, pescadores, artesanos, obreros manuales y funcionarios, población a extinguir. Jaume, dueño de una cadena de hoteles y otra de prostíbulos, fulguraba: "¡Y a cambio recibo lo mismo que tú! ¿Cuánto me cuesta la autopista, cuánto me cuesta un sello? ¡Lo mismo que a ti, pero tú pagas veinte veces menos que yo!".

Le agradecí su solidaridad y traté de escapar a tanto entusiasmo, pero no iba a ser fácil. Desde el colegio le había estado yo sermoneando con mi marxismo prehistórico y ahora se tomaba la revancha. Insistió:

"¿Y mi barrio? Durante años he visto cómo el dinero del Ayuntamiento se iba a los barrios pobres. Los han saneado, urbanizado, modernizado. ¡Tienen incluso bibliotecas y colegios! Pero en Pedralbes, donde vivimos quienes más aportamos, ¡ni un monumento a Cambó, nada, no han hecho absolutamente nada! ¿Te parece justo? Los que más pagamos para el bienestar común somos los que menos recibimos a cambio. ¿Quieres un habano?"

Acepté el cigarro y de nuevo le di las gracias humildemente por su largueza, su desprendimiento, su generosidad, su capacidad de sacrificio, le dije cómo admiraba el método científico que utilizaba para hacer trabajar a los demás por muy poco dinero y así contribuir más solidariamente a Hacienda. Luego, avergonzado, traté de escapar. No hubo modo. Se acercó para encenderme el puro con su teléfono biónico y me guiñó un ojo.

"Y eso que sólo declaro una parte ridícula. Si hiciera una declaración verdadera, besarías la tierra que piso". Plegó la nube, volvió al Ferrari y salió disparado agitando el puro. Me sentí asquerosamente egoísta...

Artículo publicado en: El Periódico, 19 de julio de 2008.

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21 de julio de 2008
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Galería de espectros: Giovanni Drogo

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el espectro de Giovanni Drogo asomándose a las almenas del castillo.

Delfín Agudelo: ¿Te refieres al protagonista de El desierto de los tártaros de Buzzatti?

R.A.: Sí, me refiero al protagonista ya mayor y viejo, después de pasar tantos años en esta fortaleza esperando una invasión que nunca se ha producido ni nunca se producirá. Imagino a Giovanni Drogo rememorando lo que han sido estos años en el castillo, rememorando aquél día situado muchos decenios atrás en que llegó por primera vez a la fortaleza como un joven oficial lleno de ilusiones, y que había sido destinado a ese fortín fronterizo, decisivo para su país porque allá podía producirse la invasión de los enemigos, de los bárbaros, de los tártaros. Drogo y sus compañeros se organizan desde el primer momento para esperar esta invasión; la fortaleza está en máxima tensión, en máxima crispación militar, pero primero pasan unos días y no hay invasión; luego de meses, tampoco hay invasión; pasan años, y tampoco. Las relaciones internas de ese microcosmos se van convirtieron en autosuficientes, lo que era en principio un lugar de la frontera asume su posición de lugar, un fragmento del mundo se convierte en el mundo. En ese esperar a los tártaros por parte de Giovanni Drogo vemos que se va cristalizando el propio esperar de la vida. No solo de la vida suya, sino de la vida humana. En su caso estáticamente encerrado, libremente encerrado en esa fortaleza, en el caso de la mayoría de los hombres quizás moviéndose pero siempre a la espera de algo que nunca acaba de llegar. Por eso la literatura -y especialmente la literatura moderna-, nos ha deparado tantas situaciones de espera. Esperando a Godot, esperando a los tártaros de Buzzatti, a los bárbaros de Cavafis. Quizás estamos siempre esperando un acontecimiento exterior que llegue y nos reviva.

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21 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / I

I. Los discos duros no cantan. 

Se habla mal y a menudo de la deshumanización de las personas, aunque bastante menos y casi siempre con simpatía de la humanización de las máquinas. Abundan, además, los cándidos que se solazan hallando toda suerte de coincidencias huecas entre el reino de las tinieblas y el imperio de William Gates, en tanto los dominios de Steve Jobs gozan de inmunidad plenaria. Si nos diéramos a seguir la estricta lógica de estas supersticiones prepúberes, arribaríamos a una conclusión optimista: el demonio, que de siempre se arroga el papel de eficiente y genial -¿alguien confundiría una tontería inoperante con una "idea diabólica"?-, se entrega a fabricar sistemas defectuosos asociados a máquinas frecuentemente disfuncionales, mientras su competencia celestial se esmera diseñando aparatos, aplicaciones y accesorios cuyo funcionamiento es poco menos que impoluto.

     No vayamos más lejos, desde su mismo sitio web, el mundo Mac alardea elegancia y funcionalidad. Su sistema de ventas es sencillo y preciso, compra uno cualquiera de sus aparatos en un par de minutos, y pocos días después los recibe en su casa, perfectamente envueltos en un empaque de por sí seductor, sin pagar un centavo de más. Todo funciona, todo tiene sentido, nada evoca el rencor cotidiano que une al usuario con su PC. Excepto cuando se le ocurre a uno plantar un Microsoft Word en su MacBook, y he aquí que la máquina cuasihumana comienza a desplegar actitudes bestiales. Nada molesta más al usuario contento de una Mac como sentir que está de vuelta al frente de una Compaq.

     ¿Qué es al fin más diabólico, el logrado perfeccionismo del mundo Mac o la ya proverbial ineficacia de Windows? ¿Cabe pensar en un infierno tan mal administrado que es incapaz de producir siquiera ideas diabólicas?

 

Mañana: II. ¿Sueñan los ratones con usuarios binarios?

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21 de julio de 2008
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El pecado perseguible de oficio

La Dirección de Asuntos Religiosos de Turquía, conocida como la Diyanet, una especie de policía moral, ha establecido una ordenanza que manda a las mujeres de cualquier edad a abstenerse de usar perfumes porque las fragancias envasadas incitan a los hombre al pecado. "El Altísimo Mahoma no consideraba con gentileza a las mujeres que utilizaban perfume fuera de su casa", dice el mandamiento, con lo que, ya se ve, una mujer que se perfuma y acicala dentro de los límites de las paredes de su casa, para placer de los sentidos de su esposo, queda fuera de sanción, sea o no que a él le guste oler perfumes.

Salir perfumada a la calle es entonces inmoral. Según la Diyanet, la razón es que las mujeres están obligadas a cuidarse de no incitar a los hombres, como depositarias que son del pecado, ya que por naturaleza, establecen los teólogos policías, segregan estimulantes sexuales igual que una araña segrega los hilos en que atrapa a sus víctimas. Y no sólo dejar de perfumarse. El comportamiento en público de las mujeres debe se de manera tal que no despierte ideas equívocas en algún varón desconocido. Ni miradas aviesas, ni sonrisas tentadoras. La cara de piedra es la mejor defensa para no hacer a nadie pecar, así como los jugadores de póquer que no mueven un solo músculo de la cara para no descubrir su juego.

Deben, por tanto, taparse los encantos, seguramente tobillo arriba, ya que los tobillos suelen ser no pocas veces por sí mismo atractivos, cosa que no puede afirmarse siempre de los pies. ¿Y qué decir de una mujer que se queda sola con un hombre que no es ni su hermano, ni su padre, ni su esposo, haciendo trabajo extra en la oficina, o sentándose a tomar un café aunque sea a la vista pública? Grave delito también.

El pecado perseguible de oficio, en un país que aspira a entrar en la Unión Europea.

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21 de julio de 2008
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Desconcierto, racismo y vista cansada

Todavía me duraba la resaca emocional del concierto de Tom Waits. Había disfrutado, estaba contento, subía por el paseo de Gracia de Barcelona, llevaba el último libro de poemas de Raquel Lanseros en mi macuto. Y también llevaba mis flamantes, nuevas y preciosas gafas para mi vista cansada. Tenía unas horas por delante antes de tomar un avión a Almería. Participaba en un curso sobre Internet y poesía dirigido por Miguel Naveros y Jesús Vigorra, admirados por distintas razones. Estaba contento con las músicas, con los poemas y con el futuro encuentro con jóvenes poetas andaluces.

Un señor de unos cuarenta años, bajito, sonriente y con aspecto de algún país del norte Africano, me pide la hora. Le tengo que decir que espere un momento, tengo que sacar mi móvil e intentar adivinar sin tener que poner me las gafas. Me pregunta si yo soy de esos racistas que les molesta pararse con un "moro". Le digo que en absoluto y me preocupo por su procedencia. Me dice que es un profesor de literatura de Túnez. Y me pregunta si soy barcelonés. Sigo la conversación y me solicita hablar un poco más conmigo pero en un lugar menos transitado... y me ruega que ¡no hable tan alto! Me siento estúpido, por educado y paciente. Le digo que tengo que seguir mi camino. Noto que se sigue acercando a mí, a mi mochila. No reacciono. Le digo adiós. Y sigo mi camino. El se queda con una mirada de pocos amigos. Y se dirige a mí con éstas poco cariñosas palabras: "cabrón, racista...ya lo sabía yo. ¡Racista!... ¡Hijo de puta!".

Decido hacer oídos sordos y sigo mi camino. Algunos me miran como si hubiera tenido una conducta racista contra aquél tipo pequeño e iracundo.

/upload/fotos/blogs_entradas/los_ojos_de_la_niebla_med.jpgMe paro en un café. Tengo tiempo para leer. Quiero volver a Los ojos de la niebla de Raquel Lanseros. Encuentro abierto un lateral de mi mochila. Me han quitado las gafas. Las gafas de diseño años cuarenta, las putas, caras y cómodas gafas. Las gafas que eran para mi vista cansada. Me brota un cabreo con incrustaciones racistas. Consigo vencer ese estúpido sentimiento.

Recuerdo historias de mis veinte años. Estaba en el Cabo Blanco, me escapaba de Argelia dónde me había robado. Estaba feliz en el norte de Túnez. En un albergue de jóvenes europeos me limpiaron los últimos que me quedaban. Fui rescatado por unos sardos. Éramos pobre y viajeros. Nunca fuimos racistas. Ahora que somos menos pobres, pero seguimos viajeros, tampoco queremos ser racistas. Volveré a conseguir otras gafas. Tendré que superar los inconvenientes de mi vista cansada. Habrá que asumir que después de un gran concierto nos toca un poco de desconcierto.

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18 de julio de 2008
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Sesión XVIII. Cuentos Comentados

En la estupenda novela de Antonio Skármeta, El cartero de Neruda, el viejo poeta intenta explicarle al inexperto cartero cómo funciona la poesía, y para ello le lee un poema suya sobre el mar, sobre el vaivén de las olas y su andar infinito. Le pregunta luego de la lectura qué le ha parecido el poema y el cartero confiesa: "Me he mareado". Neruda, entonces, replica conmovido que es el mejor halago que ha recibido jamás. (escribo esto de memoria, pero básicamente así lo cuenta Skármeta) Pues bien,  eso es precisamente lo que busca el ritmo de un relato: marear, transmitir una sensación.

La consigna de esta semana era una propuesta bastante difícil de encarar, pues como hemos venido comentando en estas dos últimas sesiones, el ritmo de la narración a menudo se puede confundir con el tono narrativo, y ello se debe a que ambos aspectos se retroalimentan... como en realidad ocurre con todos los elementos que componen un texto literario, en el que, además, el narrador debe procurar que en ningún momento se advierta el "ensamblaje" de las piezas.  Vimos en la sesión anterior un par de ejemplos acerca de cómo acelerar un texto, imprimiéndole vértigo, confusión, rapidez, y sobre todo cómo el narrador termina por contagiar al lector de todo ese apremio. En esta ocasión hemos puesto el acento en el aspecto contrario: cómo ralentizar ese ritmo hasta darle una cadencia demorada, casi monocorde, como hemos observado en la mayor parte de los trabajos que nos han remitido durante la semana. En muchos otros, aunque bien contados, ha faltado ese ritmo, probablemente porque la elección del tema resultaba contraproducente: observen que en los ejemplos que hemos colgado, los personajes se posicionan como espectadores de algo que ocurre fuera de su alcance y que es precisamente ello lo que posibilita un ritmo digresivo y la lentitud de la reflexión, elementos privilegiados aquí por sobre la acción.  En muchos de los textos que nos han enviado, insistimos, se ha elegido un tema demasiado "dinámico", por así decirlo, y eso ha distorsionado la acertada utilización de un ritmo más lento.

Planteamos esto fundamentalmente para insistir en la idea de que un buen relato de ficción debe entregarnos a los lectores no sólo el conocimiento de lo que se cuenta sino una sensación, un sentimiento respecto de lo que se cuenta. La buena ficción funciona por empatía, por la manera en que el narrador convence a sus lectores de que lo que cuenta ha ocurrido o cuando menos podría haber ocurrido. Y a menudo ese convencimiento se sustenta en la cadencia con la que manejamos nuestro lenguaje: en el ritmo.  Lo veremos así en los ejemplos que hemos elegido para esta semana... esperamos vuestros comentarios.  

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18 de julio de 2008
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Rascacielos

Hasta ahora el reto de los rascacielos consistía en que cada vez fuesen más altos. Por lo visto se está construyendo uno en Dubai que ya ha llegado a los ochocientos y pico metros. Que no cuenten conmigo para subirme ahí. Tengo la experiencia de una vez que me alojé en el piso 60 de un edificio de Atlanta y el día de mi partida se estropeó el ordenador central y todo se paralizó: ascensores, aire acondicionado, comunicaciones internas... Los clientes nos quedamos atrapados en las habitaciones y pasillos sin saber qué hacer. Parecíamos náufragos. Eso sí a las dos horas entrábamos y salíamos de los diversos cuartos como Pedro por su casa en un plan muy familiar. Uno tenía café, otro unas magdalenas y otros una resaca de tres pares de narices y no se enteraban de nada. Nunca he visto tanta bolsa con hielo en la cabeza, más bien sólo en las películas. Y creía que era un recurso cinematográfico porque en mi cultura las resacas se combaten con cerveza.

Algunos se vistieron de calle y otros se quedaron con sus saltos de cama y sus pijamas. Hay gente con la que daría gusto meterse en la cama sólo por pasar la mano por los camisones de superseda y los pantalones de rayas recién planchados. Después de tantos días, ahora empezábamos a saber los nombres unos de otros. Estábamos en el mismo barco a la deriva, perdidos en las alturas, y yo echaba de menos ardientemente pisar tierra firme. Así que en un arrebato me despedí de mis nuevos amigos y me lancé escaleras abajo arrastrando un enorme maletón y el bolso que se me escurría del hombro constantemente. Las escaleras eran estrechas y llenas de rellanos, pero tenía un objetivo que tiraba de mí y era salir de aquel edificio infernal.

Y ahora se inventan los rascacielos giratorios, cuyos apartamentos se irán moviendo en todas direcciones para poder disfrutar de distintos paisajes y matices. Que ¿qué me parece esta nueva idea? El lunes os lo diré.

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18 de julio de 2008
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La narración

Recordemos las características que, desde Ferdinand de Saussure, suelen presentarse como características del singular código de señales antes descrito:
 
  a) Polaridad interna: significante (imagen acústica, o visual en el caso del lenguaje de signos) / significado (idea representativa de lo designado)

  b) El significante es arbitrario, no hay ningún vínculo "natural" entre la objetiva mesa y la imagen acústica mesa.

  c) El lenguaje a menudo (si no la mayoría de las veces) parece no tener otro objetivo que sí mismo.

  d) Un conjunto finito de elementos fonéticos abre camino a un conjunto potencialmente infinito de entidades semánticas.
 

La aparición en un código de señales dotado de la polaridad significante - significado no puede menos que introducir una radical subversión en la función misma del signo. Fijémonos de entrada en lo sorprendente que es el simple hecho de que se dé una idea, es decir, algo no material (lo material es la huella dejada por la imagen acústica, el significante, no el significado) algo, cabría decir, no sometido al segundo principio de la termodinámica. No es que la materia viva y sometida a códigos se doble de un mundo de ideas, es que lo ha generado. Como otras veces he dicho, la carne se ha hecho verbo. Pues bien:
 
Mientras nos movemos en el ámbito del mero código, se da tan sólo un lazo por así decir horizontal entre la señal y lo por ella designado, un eventual botín -la flor para la abeja, por ejemplo. Obviamente, una vez que el botín ha sido alcanzado el funcionamiento del código ya no tiene sentido alguno, pues suprimida la alteridad del objeto, simplemente el interés se ha agotado. Mas cuando la señal encierra esa polaridad interna que la convierte en signo lingüístico, entonces la alteridad persiste, y aun no habiendo interés exterior... se abre la posibilidad de recreación interna.
 
El signo fertiliza la potencialidad interna de crear polaridades sin necesidad alguna de remitirlo al exterior. Mas hacer funcionar el signo lingüístico aún en ausencia de correlato en el entorno físico, es la base misma de lo que denominamos narración. Cuanto más indiferente sea el mundo exterior más exigencias se tienen de fertilizar el interior. Por retomar los términos de Aristóteles: cuanto más resuelto esté lo relativo a la subsistencia y al ornato de la vida, cuanto más satisfecha esté la necesidad, más se acrecentará el deseo de que surjan nuevos conceptos y nuevos vínculos entre conceptos y hasta nuevas combinaciones (en número potencialmente infinito) de esos vínculos entre conceptos.
 
En razón de la polaridad interna, los niños alcanzan esa capacidad ilimitada para forjar tanto expresiones aisladas como oraciones perfectamente cargadas de sentido. Expresiones que nadie les ha enseñado, simplemente porque el conjunto de las mismas no es finito, resultando pues imposible que fuera alcanzado mediante aprendizaje acumulativo.
 
Los niños, ciertamente, aprenden una lengua imitando, pero esa condición necesaria no es en absoluto suficiente, como lo muestra el hecho de que determinados pájaros imitan sonidos humanos, sin que se den ellos el menor atisbo de lo que la condición lingüística supone.

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18 de julio de 2008
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La virtud de comprar

Las últimas palabras de Zapatero en el reciente congreso socialista fueron para pedir a los ciudadanos que se animaran a consumir más. ¿Se había visto antes a un militante socialista incurriendo en esta clase de perversión? Se verá, no obstante, cada vez más, dentro y fuera del socialismo.

El consumo es el rey de la producción. Y de la creación y de la innovación y del crecimiento y del empleo. Aquello que fue considerado un tremendo mal moral (el consumismo alienante), se revela como la clave de nuestra salvación. Ninguna crisis saldrá adelante desde el descenso de la confianza y acción del consumidor. Lo que fue un gran pecado de despilfarro se transforma en el auténtico motor del bienestar general. El bienestar no sólo para quien adquiere el producto sino para la sociedad entera que se verá bañada por la gran eyaculación individual.
 
Lo que fuera despilfarro o simple farra es ahora forraje. Lo que se veía como una desviación de la virtud se reclama hoy como un valioso don social. Ni el ahorro ni la contención nos dan vida.  La depresión económica coincide con la depresión del ciudadano consumidor. Y viceversa. ¿Un desatino comprar para mitigar la depresión del ánimo humano? Todo lo contrario: el ánimo deprimido nos hunde colectivamente a través de la antisocialista actitud de no comprar. 

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18 de julio de 2008
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