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Volar de nuevo

Vuelvo a las alturas. A una gran terraza. La que rodea una vivienda lujosa de la última planta de un imponente edificio. Me muevo con total desparpajo, conocedor del terreno, experto en el manejo de llaves y contraseñas. Dos niños ricos, pulidos, quizá uno de ellos yo mismo, el otro mi primo Gonzalo, se suman a la prospección, juntos recorremos el inabarcable enclave, inmenso, lleno de recovecos. Y en uno de ellos, en un saliente orientado al Sur, sin apenas antepecho, experimento de nuevo la necesidad de lanzarme a volar, la necesidad de regresar a esa etapa de mi vida, en la que, quizá por ansia de notoriedad, sobrevolaba planeando la rutinaria masa humana, e incluso, en algunas ocasiones, abordaba singladuras arriesgadas, aleteando con fuerza y recorriendo espacios considerables, para luego, al despertar, sentir un dolor agudo en los codos, en los hombros y en especial en el esternón, la quilla de las aves, donde se insertan los poderosos músculos pectorales que permiten mover con vigor las alas y mantener los brazos extendidos sin excesivo esfuerzo. Y, de repente, allí, en esa vasta azotea, la veo a ella, una mujer de rojo tumbada en una chaise longue, una mujer provista de unas maravillosas gafas de sol, las más bonitas que nunca viera, y me dirijo a ella no sé si para decirle que había estado a punto de volver a la práctica de vuelo y que ella, el hecho de descubrirla a ella, me había salvado, pues yo, de modo evidente, ya no era el mismo, había ganado peso, mucho peso, o, simplemente, para decirle que me encantaban sus gafas, su vestido rojo y su sonrisa fosilizada, común en los cadáveres delgados expuestos a la intemperie durante más de quince días.

 

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10 de febrero de 2020
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Good Bye

La separación del Reino Unido (pronto desunido) favorece solo a ciertos financieros y a esa oligarquía que hará de la isla una finca para superricos
 

A Hitler no lo derrotó Gran Bretaña. Fue más bien el colosal esfuerzo industrial americano (que supuso, por cierto, la incorporación de las mujeres al trabajo severo), junto con el arrojo de los soldados anglosajones, lo que venció al disciplinado, sacrificado, tonto, pero admirable Ejército alemán, con la inestimable ayuda del invierno ruso y sus millones de cadáveres.

Aquella fue la Gran Bretaña que amamos, la de los soldados audaces, la de los heroicos servicios hospitalarios en el frente, la de la honra de los mutilados, todos ellos empujados por la colosal bravura de Churchill, uno de los últimos políticos adultos que ha dado Europa. Yo conocí aquella Inglaterra de los primeros años sesenta del siglo pasado, aún renqueante, aún empobrecida, casi arruinada, y la amé sin reservas.

Olvidamos, sin embargo, que buena parte de las finanzas y una mayoría de la nobleza apoyó a Hitler hasta que estalló la guerra. Entre otros, los Windsor. Las clases dirigentes inglesas eran odiosas: clasistas, chovinistas, vanidosas, racistas y analfabetas. Churchill tuvo que luchar contra sus amigos y contra sus pares, solo contó con el apoyo de una población que aún entonces conservaba el orgullo del valor y la honra.

Para nuestra desdicha, los herederos de aquella parte de la clase dirigente son los que han llevado a cabo la estafa más artera desde la II Guerra Mundial. La separación del Reino Unido (pronto desunido) favorece solo a esos financieros y a esa oligarquía que hará de la isla una finca para superricos, un centro de blanqueo (ya lo es) y, muy probablemente, un país al borde de la delincuencia internacional. Para lo cual explotan de nuevo el patriotismo de los pobres, pero ahora para convertirlos en miserables.

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4 de febrero de 2020
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W. C.

Un incidente doméstico de Melania y Donald Trump me viene a la cabeza en estos días de aprietos del presidente que quizá no acaben en un apretón. Sucedió hace dos años cuando la pareja solicitó al museo Guggenheim de Nueva York el préstamo de un paisaje nevado de Van Gogh para decorar en sintonía la Casa Blanca. La conservadora-jefa Nancy Spector les hizo saber con seco humor que, indispuesto el vangogh, ofrecía en su lugar una pieza contemporánea, Amerika, del italiano Maurizio Cattelan, consistente en una primorosa taza de váter, con su mecanismo hidráulico y sus tuberías, todo ello confeccionado en oro de 18 kilates. Cien mil personas la frecuentaron, guardando la debida cola, cuando el Guggenheim la expuso en un retrete ad hoc, aunque no hay estadísticas del uso mingitorio, o mayor, de la obra, que funcionaba y tenía puerta.

Amerika fue robada el pasado agosto cuando se exponía, con la misma aglomeración de usuarios, en la manor house inglesa de Blenheim, y a día de hoy sigue sin aparecer, mientras se especula sobre su destino. ¿Fundida por desaprensivos para convertirla en lingotes de oro sin firma de autor? ¿Mandada robar, para su solaz, por algún jeque petrolífero de desmandado esfínter? Cattelan niega que su taza sea una metáfora anti-trump, y solo acepta la interpretación kafkiana del título, habiéndose inspirado, dice, en la novela Amerika del escritor checo. Yo también sostengo una hipótesis, aunque no dispongo de pruebas fecales. La letrina valorada en cinco millones de dólares, sustraída por complacientes esbirros rusos, según mi teoría la tiene en su poder Trump, aunque él mismo no tire de la cadena; sus senadores le limpiarán las vergüenzas en el excusado. Y mientras una facción de la primera potencia mundial adora a un ídolo chapado en oro, aquí seguimos metidos en el merdé diario del desdoro de la política. El nuestro, al contrario que Amerika, no es inodoro.

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3 de febrero de 2020
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El diablo en la cocina

 

El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, se hallaba indignado tras descubrir la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres. Entonces escribió una brevísima nota para el poeta y, muy al estilo británico, se la dejó con el conserje de su club: "Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]".

El agraviado demandó por injurias al marqués, y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra él al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading. Un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra del homosexualismo como desviación de las leyes de la naturaleza y, por tanto, como vicio y pecado capital.

En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que, durante la vista del juicio, Wilde sufre de parte del abogado acusador acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y el arte de cocinar salta de por medio:

"¿Cocinaba él mismo?", pregunta el abogado. "No lo sé", responde Wilde, "nunca he comido en su casa". "¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?", insiste el otro. "No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente... cocinar es un arte". Y el público congregado en la sala ríe. 

Para el abogado, tanto como para el público que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un homosexual, o al menos un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar; a callar, y a obedecer. 

El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión, una más de las necesarias cualidades de la perfecta casada; y aunque Fray Luis de León advierte que "grandes vicios son los del comer y beber", considera que más lo son aún "la afición excesiva del aderezo y afeite, porque, para satisfacer al gusto, la mesa llena basta y la taza abundante; más a las aficionadas a los oros, y a los carmesíes, y a las piedras preciosas, no les es suficiente ni el oro que hay sobre la tierra..." 

La palabra cuque, el cocinero varón, un anglicismo como tantos en la lengua tan híbrida de Nicaragua, implicaba burla solapada, y desprecio. Quizás en los barcos de vapor que surcaban el Gran Lago en travesías de veinte horas, la presencia de un cuque se justificaba, pero no en tierra firme. Y las primeras en rechazar esa presencia, o burlarse de ella, eran las cocineras, mujeres robustas y mandonas, dueñas absolutas de las cocinas, y quienes proclamaban la incompatibilidad de los sexos en los asuntos culinarios.

Por eso es que en mi infancia me mantuve lejos de la cocina, expulsado apenas osaba asomarse; la cocinera, convertida en guardiana implacable, me amenazaba con el cucharón en la mano. Y por eso es que me convertí en un cocinero teórico, que es como me califica mi mujer, alguien que habla con gusto de la cocina, conoce a fondo los registros de los sabores, puede describir los ingredientes de un plato y los pasos necesarios para mezclarlos, pero fracasaría a la hora de meter las manos. El machismo me sacó de la cocina.

Aunque quizás no deba exagerar tanto. En casos de extrema necesidad, como, por ejemplo, cuando me ha tocado vivir fuera de Nicaragua, he cocinado con algún éxito, en Berlín, en Los Ángeles, en Cambridge, mi mujer ocupada en clases de pintura, o de idiomas; apartamentos pequeños donde no hay sino pocos pasos entre la mesa de escribir, la cocina, y la mesa de comer. Y he aprendido, también, y que no desmerezca, a lavar los platos.

En Berlín, en los años setenta, un amigo venezolano que había estudiado música en la Academia de Santa Cecilia, y había terminado estirando la masa con el bolillo en una pizzería en Roma, me enseñó a hacer pizzas, empezando por la masa, el principal secreto hacerle crecer al calor del aparato de la calefacción.

E intentaba también, por pura nostalgia, la muy nicaragüense sopa de mondongo, para agasajar a los compatriotas que nos visitaban los domingos y que estudiaban, la mayoría, en la Universidad Técnica de Berlín. El carnicero me miraba extrañado cada vez que iba por los cinco habituales kilos de mondongo, hasta que no se resistió y me preguntó cuántos perros tenía, pues los berlineses no conocen, como alimento humano, las delicias de los callos.

Hoy nadie discute que la cocina es un arte, y los grandes chefs no sólo son artistas reconocidos, sino científicos que experimentan la deconstrucción de sabores en complejos laboratorios, como el célebre Ferrán Adriá, o tienen tanto prestigio, como Gastón Acurio, para que su nombre suene como candidato presidencial en Perú.
Hay que acordarse siempre, en fin, de Balzac, cuando dice en su Fisiología gastronómica, que "todos los hombres comen, pero son pocos los que saben comer. Todos los hombres beben; pero menos aún son los que saben beber. Hay que distinguir entre los hombres que comen y beben para vivir, de los que viven para comer y beber..."

 

 

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3 de febrero de 2020
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Guardianes del recuerdo

"Guardianes del recuerdo de la edad dorada, garantes de la promesa que la realidad no es lo que se cree, que el esplendor de la poesía, que la luminosidad maravillosa de la inocencia pueden resplandecer y pueden llegar a ser la recompensa que nos esforzamos en merecer" (Marcel Proust).

¡Para vivir hay que mentir! Ahí reside el escándalo, la matriz del más radical nihilismo, pues conduce a desesperar de las palabras, perder la confianza en el valor de lo que somos, de lo único que realmente nos singulariza entre los animales. Aunque todos los niveles de mentira están cargados de muerte para el alma, hay quizás un salto gradual cuando se pasa de engañar a engañarse, de enredar a los demás a enredarse a sí mismo. ¡Para vivir hay que mentirse!

Antes que la mentira hubo el momento luminoso de la ficción, una construcción imaginaria que se añade a lo cotidiano, e incluso se sustituye al mismo. La mentira es ciertamente otra cosa, resultado quizás del descubrimiento de que, valga o no por sí misma, la ficción es útil precisamente para sacar provecho en el mundo empírico que antes sustituía o doblaba.

Y no es que soportemos la atmósfera viciada de la mentira, sino que hemos mutado hasta adaptarnos plenamente a ella. De ahí la conformidad con la que asistimos a las omnipresentes formas de lenguaje falaz, desde el mensaje del político de turno, hasta la trivial propaganda en la se nos dice que, dada su composición, al adquirir un determinado producto se está contribuyendo a la causa ecológica. La mentira ha empapado el cuerpo social y no nos erigimos contra ella sino que, como mucho, intentamos soslayar aquellas modalidades que pueden directamente perjudicarnos.

Y sin embargo los hombres que para vivir han de mentir son capaces de poner piedra sobre piedra para que ciertos paisajes (me viene a la cabeza el de la montaña navarra) se armonicen y enriquezcan con casas de campesinos que tienen la dignidad y hasta la firmeza desafiante de las casas de los poderosos. Esos hombres consiguen elevar puentes sobre el cauce de los ríos, con un riguroso saber- traducido o no en formulas- de la potencia de aguante de los materiales que han de soportarlos. Esos hombres, la mayoría de las veces sin pretensión alguna, contribuyen a que el marco de la vida cotidiana sea posible (quizás sólo con una parte diminuta en el conjunto pero siempre imprescindible).

Muchos pensadores, artistas o escritores se han sentido a un momento u otro atravesados por el sentimiento, no ya de total dependencia de los demás en la vida cotidiana, sino de ser perfectamente prescindibles, de que su desaparición no supondría perturbación alguna en el entorno social. Se habrán entonces congratulado por el mero hecho de que haya personas cuya disposición (de hecho expresión de un amor a la técnica) haga posible el mantenimiento de ese entorno: esas personas que garantizan el funcionamiento de sistemas de canalización, o que saben controlar la fermentación de un mosto, haciendo así posible ese signo de civilización que es una sencilla fiesta del vino.

La reflexión nos dice que el saber profundo delicado y meticuloso de estos hombres que garantizan la cotidianeidad no evita que huyan de la verdad, y que lo hagan casi de forma " natural" es decir, movidos por un instinto de conservación, intentando evitar lo insoportable. En esta contradicción estamos: aquellos que por la técnica hacen posible la vida humana participan del mecanismo que conduce a poner entre paréntesis la verdad de la condición humana. Son a la vez lo más admirable por su inteligencia (práctica porque teórica, es decir, simplemente inteligencia) y lo mayormente contrario al espíritu que apunta a la verdad -¡ a cualquier precio! Nietzsche dixit.

Y la mención de Nietzsche hace evocar a Hegel: esa contradicción entre despliegue de la inteligencia y horror de la re- velación, esa contradicción entre admirable construcción humana y renuncia a ver, es simplemente lo que hay que asumir.

¿Razones últimas de tal contradicción? ¿Razones del hecho que los artesanos constructores de Ferrara o Pisa y conservadores en última instancia de estas admirables ciudades, estén abiertos a la execrable mentira que supone el discurso por entero de un Salvini? Entre ellas eso que Jacques Lacan designaba mediante la expresión "lo insoportable", una de cuyas modalidades es el hecho de que el destino inevitable de la forma acabada (de aquello que el lenguaje humano-y sólo él- erige en belleza) sea romperse o hacerse pedazos. Proceso de corrupción que, al ser interpretado por ese mismo lenguaje humano, es causa de "fobos", el terror trágico de los griegos. Pues la erección por el lenguaje de la forma en "lo bello", implica que la de-formación no sea ya materia neutra sino lo carente de perfección u orden, lo in- mundo, que sólo una gran entereza permitiría confrontar.

Así la capacidad de conferir significación que tienen las palabras cuenta quizá entre las causas últimas del rebajamiento que supone la reducción de esas mismas palabras a instrumento, causa de esa utilización del lenguaje consistente de entrada en engañar y más profundamente en engañar-se.

Una vez contaminada el alma, habrá quizás momentos en los que la verdad pueda volver. Algo posibilitará de nuevo un sentimiento de existencia verídica. Pero ese algo, ese "guardián", no nos retraerá a la edad dorada sino a su recuerdo, es decir a un efecto del lenguaje. Y tal fortuna no se alcanzará sin lucha, pues lo único que surge sin lucha -en los sueños atroces - es la consecuencia de haber repudiado nuestra humanidad. Tal fortuna se alcanzará tan sólo como resultado de una ascesis para olvidarse de uno y reconciliarse con las palabras:

"(...) que el esplendor de la poesía, que la luminosidad maravillosa de la inocencia pueden resplandecer y pueden llegar a ser la recompensa que nos esforzamos en merecer".

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29 de enero de 2020
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La corrección

¿Cómo se ha podido extender la sandez de un modo tan eficaz?
 

Creo que la creciente irritación que sienten los ciudadanos contra la casta dirigente no se debe a ideologías cada vez más fúnebres, como el bolivarismo, el peronismo o el socialismo reaccionario, es decir, nacionalista. Creo que la irritación crece por la estupidez de las doctrinas. Es más dura de aguantar la sandez que la deshonestidad. A eso me refería el otro día cuando comparaba a los franquistas, casi analfabetos, con los actuales propagandistas de la fe. No es un fenómeno sólo español, sino internacional. Incluso yo diría que los grupos más infectados de ideología norteamericana son los que someten a los ciudadanos a las peores majaderías anglosajonas.

Un amigo me envió la foto del cartel que alerta a los visitantes que entran en una exposición de la Tate Modern. Traduzco: "Aviso sobre contenidos. El arte de William Blake contiene duras y a veces provocativas imágenes que incluyen escenas de violencia y sufrimiento. Por favor, diríjase a algún miembro del equipo si desea más información". Pueden ustedes ver el original por Internet buscando el Daily Mail del 25 de enero. Es sólo un ejemplo entre mil. ¡William Blake! ¿Qué no dirían de Goya?

¿Cómo se ha podido extender la sandez de un modo tan eficaz? Aún es pronto para saberlo, pero sin duda el abandono de la vieja lucha ilustrada por la ciencia, el saber, la verdad, la libertad, la justicia, la honradez y todo cuanto defendieron en su día los ilustrados europeos y americanos, ha conducido a la ruina. Los partidos, en especial los de izquierdas, han de seguir cultivando su labor doctrinal y clerical para la que fueron creados, pero ajenos a la justicia, la verdad y la libertad, tratan de imponer las bobadas populistas anglosajonas. El nuevo modelo de represión.

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28 de enero de 2020
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Los años Sorogoyen

En la pasada década hay en el cine español un nombre clave que se dio a conocer en 2013 con un raro título, Stockholm; raro en tanto que la capital de Suecia no salía más que mencionada en el diálogo de una fiesta de jóvenes modernos y tampoco era una referencia argumental. En menos de diez años, Rodrigo Sorogoyen ha dirigido cuatro películas (desconozco una anterior a su década prodigiosa, Ocho citas, realizada a medias con Peris Romano en 2008) que han dado que hablar y acumularon premios, aunque la mejor de las cuatro para mi gusto, Madre, no aparezca extrañamente entre las nominadas a mejor película o mejor director en los Goya correspondientes al año 2019.

Sorogoyen, que no ha cumplido los cuarenta, procede del mundo de la televisión, donde fue guionista y director de series, pero no se le nota; su universo particular ni es historicista ni es costumbrista ni es fantástico, estando muy alejado así de los cánones de esos géneros tan televisivos. Sus guiones, escritos los cuatro en colaboración con Isabel Peña, son de una calidad infrecuente entre nosotros, y de un virtuosismo al dialogar que no da sensación de artificio: elaborados pero no laboriosos, como también saben serlo, por ejemplo, los de Tarantino. Junto a la escritura, el ojo al encuadrar y poner la cámara, la fulgurante cadencia del relato y un montaje que oscila entre el remanso y la catarata hacen de Sorogoyen, en mi opinión, el mejor narrador fílmico aparecido en España en lo que llevamos de siglo XXI. Su frecuente utilización del plano-secuencia, de la que volveremos a hablar, le confiere una personalidad formal en las antípodas de lo que esa misma querencia produce en las manos de Berlanga o Arturo Risptein, maestros del plano largo superpoblado; a Sorogoyen, por el contrario, le gusta alargar el tempo sin cortes pero con pocos personajes, como si estos fueran alfiles de un ajedrez que disponen de todo el tablero para moverse a su gusto.

En la citada Stockholm, dos personajes únicos (interpretados por Javier Pereira y Aura Garrido) se hacían un poco exasperantes en la peripatética primera parte del film, que parecía un cortometraje alargado, aunque los diálogos tuvieran gracia y la imagen fotográfica ya estuviese realzada por la iluminación de Alex de Pablo, otro colaborador infalible en las obras de Sorogoyen. Sucedáneo del espíritu gamberro de la Movida, o historieta de amor adolescente, la ópera prima en solitario del director daba un giro inesperado en su último tercio, dotando así a la historia de profundidad y misterio; un giro de horror macabro sin apenas sangre, desarrollado en una vivienda blanca e impoluta, antítesis de la densa noche madrileña de los dos paseantes. En el interior de ese piso (que se sabe por cotilleo cinematográfico que estaba en la céntrica calle Montera), la pareja protagonista no sólo se conoce sexualmente sino que se transforma, y esa metamorfosis es el tema de la película. ¿Se hace de repente un Madrid que podría ser de Fernando Colomo un Estocolmo, el espinoso Estocolmo de Ingmar Bergman? El bellísimo contrapunto se desliza hastaa la azotea del edificio, que vuelve a darnos un skyline madrileño y un desenlace de desesperación nórdica que más vale no contar.

Tres años después, Sorogoyen se pasa en Que Dios nos perdone al cine negro, con un ingrediente papal que sabe a poco y un subtexto religioso algo desdibujado. Inspirada en la mística del thriller hollywoodiense de los dos policías que trabajan juntos, el bueno y el malo (categorías que aquí se mezclan e interconectan durante la acción), la película explora también el territorio del psicópata asesino y anuncia en parte el tema central de su más reconocida y premiada (siete goyas en 2018) El reino, que para mí adolece del tratamiento periodístico de crónica política, aunque, como es marca de la casa sorogoyen, algunas secuencias y algunos personajes nos dejen con la boca abierta de admiración. Y así como la lectura "actual" de las tramas corruptas era, siendo cosa sabida, lo menos revelador de El reino, lo apasionante de Que Dios nos perdone, por encima de la figura tópica del criminal sado-edípico, resultaba ser la privacidad de los policías, con las memorables escenas del gazpacho, en las que Antonio de la Torre logra hacer olvidar el incómodo y pienso que innecesario tartamudeo impuesto a su personaje. Al igual que en Stockholm, Sorogoyen se afirmaba en esas dos siguientes películas suyas como poeta de la gran ciudad abigarrada y sombría, y también como artista de las malfunciones; sus protagonistas, hombres y mujeres que desempeñan roles de heroicidad y arrojo, de búsqueda y resistencia, son a la postre antiheroicos. Unos por accidente, otros por decisión propia, todos nos dan la imagen del desajuste y el desasosiego que impera en las películas del cineasta madrileño.

La urbe -pero no las sombras y su resquemor- desaparece de la reciente Madre, que es el cortometraje de igual nombre abiertamente continuado en un largometraje de más de dos horas. La osada idea de empezar un largo con un corto autónomo que sirve de prólogo al resto funciona de maravilla. El celebrado corto de 2017 es básicamente una llamada telefónica en un solo plano con dos actrices en tensión casi histérica y una voz infantil en off. En 2019, acabado dicho introito, la cámara de Sorogoyen se va al mar, sin perder la movilidad de esa formidable arma suya de expresión, el steadycam, que muchas veces sortea a trompicones los obstáculos surgidos en su camino y otras parece discurrir parsimoniosamente y con levedad.

Madre expanded, como podríamos llamarla, es la historia de una duda, también de una transformación, de una creencia espiritual no religiosa que confía en el reino del más allá o se lo imagina. Es decir, un precipitado de los motivos que interesan al tándem Peña/Sorogoyen. En esta ocasión, la continuidad de aquella llamada de Iván, el niño perdido del corto, se ramifica, sin perder su ambigüedad. Pasados diez años, según indica una cartela en el largo, la Madre, Elena, es camarera en un bar de la costa atlántica de Francia, vive con un novio español, y de aquel Iván, vivo o muerto, no sabemos nada. Lo que acabamos sabiendo es poco y también ambiguo, aunque suficiente, desde que aparece de improviso un personaje esencial de la historia en otro plano-secuencia de sutilísima configuración formal. El encuentro frente a frente en el restaurante ajardinado de la Madre (Marta Nieto) y el Padre (Raúl Prieto) adquiere una extraordinaria emotividad: la cámara avanza muy lentamente, como si la revelación que va a oírse exigiera el pudor de la morosidad. La reacción de Elena al oír la culpa del padre es salvaje y rápida, aunque tiene una (me pregunto si acertada) enmienda posterior.

Después de ese diálogo en parte aclaratorio sigue el misterio de este film tan rico en duplicidades del sentido. Sorogoyen, en unas notas de producción escritas por él, le traspasa al espectador el decidir si la película ocurre porque Jean (el adolescente francés de la playa) se parece a Iván, o porque Elena asume los costes sentimentales y el peligro de ese parecido improbable. Dicho de otro modo, sigue preguntándonos el director: "¿si Jean llega a aparecer dos años antes hubiera ocurrido lo mismo?" La pertinencia de las preguntas, y su osadía, refuerza el impacto de esta gran película. ¿Sería el beso de Elena y Jean en el coche de igual naturaleza? El deseo a un efebo de una bella mujer de media edad que sigue atrayendo a los hombres no es lo mismo que el ansia de besar a un niño que podría ser suyo. ¿Hay en el beso maternidad insatisfecha o atracción sexual? Quizá ambas a un tiempo, aunque es probable que ninguno de los dos sepa a quién besa.

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27 de enero de 2020
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Construcción de un poema

Dispongo de tres sintagmas singulares para formar el armazón sobre el que construir un poema. Como acompañamiento otros sintagmas, de cosecha propia.  

 

El primero de los sintagmas singulares es ‘Tu hijo, acaso trapecista', que inicia el poema “La milagrosa” del libro Quién anda ahí de la poetisa cubana Ketty Blanco Zaldívar  (Guáimaro, 1984).

 

El segundo es ‘Sigo siendo un gregario, un vulturejo’ declaración escrita en un mensaje de facebook por el poeta Joaquín Fabrellas Jiménez (Jaén, 1975).

 

El tercero, ‘Simón, el delator del Tesoro', remite al Antiguo Testamento, al Segundo Libro de los Macabeos.

 

En cuanto al acompañamiento propongo 'muchacho tremendo, híbrido, visitante', 'agónico circense', 'gente sapiencial', 'ligures ungidos', 'simio impío', 'confusa muchedumbre', 'alada oveja', 'síntomas malos', 'Dositeo Espermio', 'territorios imaginarios', 'he sido una palabra en un libro', 'su aliento era plaga', 'musique d’ameublement' y 'obradores de la iniquidad'.

 

Ahora solo resta atinar; experiencia y fortuna.

 

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24 de enero de 2020
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La fiscal

Cuatro días después de la exhumación del Generalísimo presenté con Almudena Grandes, Luisgé Martín y la librera y editora Mili Hernández un concienzudo estudio sobre el Derecho Penal franquista en lo tocante a la represión de los "estados sexuales peligrosos", obra del catedrático Guillermo Portilla. En primera fila del público se sentaba Dolores Delgado, en funciones entonces de titular del Ministerio de Justicia, impulsor del libro. Acabado el acto, la ministra se acercó a saludar, y creo no haber sido el único que se moría de ganas de oírle el relato en vivo de su rol destacado en Cuelgamuros y en el helicóptero mudo. Delgado fue muy discreta, aunque sí se refirió a algo visto por quienes seguimos la transmisión en directo aquel 24 de octubre: sus esfuerzos, a mi modo de ver logrados, por mantener en la salida del monasterio un semblante serio pero no apenado, propio de quien, como tantos millones de españoles, veía cumplido el traslado de un usurpador desde un sitial de honra a un lugar de reposo.

Me faltan conocimientos para dudar de los jueces opuestos a su designación de Fiscal del Estado, pero recelo de los hirientes ataques de los políticos, antes incluso de que la señora Delgado haya tomado posesión; por sus decisiones habrá que juzgarla si incurre en dolo. De momento lo propio es confiar en un currículum que parece adecuado y en iniciativas como la del compendio del profesor Portilla, que escarba y saca a la luz, comparándolas históricamente con las del nazismo, las persecuciones y condenas brutales llevadas a cabo por algunos magistrados de la dictadura de Franco, narradas con una hábil mezcla de cuento de terror y esperpento grotesco. No vaya a resultar a la postre que lo que a Delgado no se le perdone sea, más que su cargo de fiscal, su papel de notaria de uno de los hechos más dignos y justos de la democracia española.

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24 de enero de 2020
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Lo que no es tuyo no es tuyo

 

 

 

Aunque Helen Oyeyemi es en sí misma una adelantada capaz de escribir a los 18  años una novela que de inmediato la puso a la cabeza de los novelistas británicos de su generación, por suerte para ella entonces era demasiado joven para que le afectase aquel recurso universal que consistió en calificar de “experimental” toda escritura que no se atuviese a las reglas de juego establecidas. Pero como la manía de clasificar sigue intacta, ahora ronda sobre ella el peligro de ser despachada como una suerte de actualizadora, o moderna versionadora de viejos  cuentos infantiles universales. Novelas como El señor Fox  (2013) y Boy, Snow, Bird (2016), que tenían como referentes más obvios y cercanos a Barbazul y Blancanieves, respectivamente, la  pusieron al borde del encasillamiento.

Pero a Helen Oyeyemi no parece fácil  pillarla en falso. Lo que no es tuyo no es tuyo  es su séptimo  libro y ya ha dado suficientes muestras de su capacidad de inventiva como para andar ahora dando explicaciones o inventando excusas. Durante la promoción de su última novela, Gingerbread (2019), una periodista insistió en ver determinadas alusiones simbólicas en el título pero de inmediato fue llamada a capítulo  sin contemplaciones: ”Me alegra que a usted le sugiera todas esas cosas, pero Gingerbread es pan de jengibre, sin más”. En otras ocasiones  ha dejado muy claro que a ella lo que de verdad  le interesa es escribir historias que dan paso a otras historias sin que el orden narrativo dentro de las mismas, o su jerarquía, o la coherencia, deban imponer siempre su propia lógica.

                En el presente libro Helen Oyeyemi ha dado un salto adelante tan importante en su desarrollo como narradora  que parece como si hubiera encontrado la clave (o esa llave que va saltando de un relato a otro sin que se llegue a dilucidar bien cuál es su función en cada caso) con la que abrirse al futuro.  Para no seguir dando más vueltas en el aire y dejar claro de qué estamos hablando, pongo como ejemplo el relato  titulado “¿Tu sangre es tan roja como esta?”. La cosa empieza como una declaración de amor: “Tú siempre decías, Mirna Semiónova, que no estábamos hechas la una para la otra”. A partir de ese arranque la cosa se complica, como cabe suponer, pero es debido a la aparición de un hermano al que la voz narradora idolatra  aunque tiene la virtud de que nada de lo que se diga lo va a retener más allá de cinco o diez minutos. Casi sin solución de continuidad, resulta que la protagonista sólo hablaba hasta entonces con ese hermano desmemoriado y con una fantasma (bastante alarmista, por cierto), pero en una fiesta a la que asiste conoce a la Mirna Semiónova que de entrada parece ir a ser el motivo central del desarrollo narrativo pero que pasa de inmediato a segundo plano debido a  la  prueba de aptitud que la narradora  debe pasar para ingresar en una escuela de marionetas, un examen al que se presenta con un títere  de guante de piel marrón  dotado de un maletín negro y peinado con raya en medio  y al que le compra un sombrero de copa porque le hace sentirse más cómoda. Poco antes de empezar la prueba ella entabla conversación con una chica muy guapa cuya marioneta es  una pieza de ajedrez de porcelana, “una reina color ciruela con una corona como único rasgo distintivo y una ligera ondulación que indicaba la existencia de caderas y pecho”. Y la marioneta plantea de inmediato la pregunta clave: “¿Tu sangre es tan roja como esta?”.

                Y ahí es justamente donde quería llegar yo: el gran poder narrativo de Helen Oyeyemi reside en su capacidad  para que el lector admita con toda naturalidad un diálogo patafísico entre un títere que es una pieza de ajedrez y otro que es un guante de piel marrón y peinado con raya en medio, con el agravante de que, sin que nada lo justifique, justo antes de la audición a la aspirante le cambian su títere por otro de latón que resulta llamarse Gepetta, quien no tardará en pasar a ser su mejor amiga.  

Sé que esta enumeración de pequeños y vertiginosos desconciertos  (y conste que me he callado muchos otros) puede inducir a pensar que los relatos de Helen Oyeyemi son simples pasatiempos o excusas para exhibir sus notables recursos creativos. Pero no hay tal. Ella es nacida en Nigeria de padres nativos pero criada en Londres, y aunque por desgracia carezco de la más mínima moción acerca de la cultura yoruba, no parece creíble que los mitos, creencias e incluso las modulaciones propias de la narración oral no estén detrás de algunas de las peculiaridades que personalizan la prosa de esta autora. Pero es que, además, quien conozca otras de sus narraciones sabe que entre las aparentes frivolidades y diversiones (se nota que se divierte horrores desarrollando historias y de ahí su capacidad para transmitir su propio entusiasmo) resuena una voz profundamente femenina, la voz de todas las mujeres que viven de cerca el racismo, los malos tratos, la exclusión social y cultural por un simple matiz de la piel, las difíciles y muchas veces mágicas relaciones de unas madres con sus hijas,  o la soledad del transgénero.

                Es decir que resulta positivo para el lector dejarse de prejuicios y gozar de los relatos tal y como se le ofrecen, pero sería una gran pérdida para él que mientras tanto no vaya prestando atención a esa otra voz misteriosa y transversal que le da un sentido general a la trabajada  narrativa de Oyeyemi, capaz de transformar en cuestión de unas pocas líneas a un odioso padre maltratador y bestial  en una madre brutalmente violada y que ha decidido transformarse en su verdugo. Pero todo ello, insisto, dotado de un tono lúdico muy de agradecer.

 

Lo que no es tuyo no es tuvo

Helen Oyeyemi

Traducción, María Belmonte

Acantilado

 

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22 de enero de 2020
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El Boomeran(g)
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