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Cabezas de col segadas

Protagonista mayor del denominado Terror en la Revolución francesa fue Antoine Fouquier-Tinville, quien sería guillotinado en 1795, por sentencia del mismo Tribunal Revolucionario del que era acusador público, tras un duro alegato del nuevo fiscal, quien le acusa precisamente por el número de personas que había llevado al cadalso: personas de ambos sexos y de toda condición social, mujeres embarazadas incluidas. Advertido de que estaba amenazado, Fouquier-Tinville se negó a huir, presentándose antes de ser requerido, convencido de que se había limitado a ser consecuente con las leyes y aseverando en su defensa: "Yo era el hacha de la revolución. ¿Se castiga pues a un hacha?".  

Pese a esta firmeza, antes de su caída hay un momento en el que el mismo Fouquier-Tinville parece sentir escrúpulos y dudar del camino emprendido, pero el brazo del hacha tiene inmediato relevo en un Saint Just exclamando: "Basta de compasión, basta de debilidad con los culpables". Cuando también Saint Just es arrastrado por la ola y sube al cadalso junto a Robespierre, podría creerse que el Terror había sido un momento de desvarío en el que nadie reconocería haber participado y al que en cualquier caso nadie con buen juicio encontraría justificación. Pues bien:
En el capítulo VI de su "Fenomenología del espíritu", tras el apartado dedicado a la Ilustración (II. Die Aufklärung) Hegel abre una reflexión sobre la libertad absoluta y el Terror (III Die absolute Freiheit und die Schrecken) en la cual puede leerse:

"La única obra (Werk) y la única acción efectiva (Tat) de la libertad universal es por consiguiente la muerte, una muerte que carece de todo alcance interior, una muerte que no es realización de nada (...) la más fría y superficial de las muertes, sin mayor significación (Bedeutung) que la que tiene el arrancar una cabeza de col o sorber una porción de agua. En la superficialidad de esta sílaba sin expresión reside la sabiduría del gobierno, la comprensión de la voluntad universal, su realización".

Hegel no pronuncia la palabra Revolución ni hay referencia explícita a Francia, pero sin duda el Terror (der Schrecken) que se enuncia en el título es perfectamente identificable, como lo es la referencia a la más fría y carente de sentido de las muertes, esa muerte garantizada por el gobierno jacobino.

En una tremenda y exhaustiva reflexión sobre la significación de las dos metáforas del párrafo de Hegel (arrancar la col y sorber una porción de agua) James Schmidt ("Cabbages Heads and Gulps of Water..." Political Theory 26:1 -1998 4-32. Boston University) cita una carta del filósofo (escrita en la Nochebuena de 1794 desde Berna a su antiguo compañero del seminario Schelling) relativa a Konrad Engelbert Oelsner, que conocía por dentro la Revolución Francesa y que había incluso sido detenido durante ocho días en los tiempos del Terror:

Por casualidad tuve ocasión de hablar hace unos días con el autor de las cartas que tú bien conoces, firmadas con una O en Minerva de Archenholtz, supuestamente escritas por un inglés. En realidad se trata de un ciudadano de Silesia llamado Oelsner (...) Oelsner es todavía un hombre joven, pero se ve que ha vivido muchísimo (...) Sabes probablemente que Carrier [jacobino prominente implacable en la petición del cadalso para Luis XVI] ha sido guillotinado. ¿Sigues leyendo los periódicos franceses? Este juicio ha sido muy importante y revela la completa infamia (Schändlichkeit) de los Robesperrianos". 

¿Cómo casa esta calificación de completa infamia con los citados textos de la "Fenomenología del Espíritu" que parecen conferir legitimidad a ese terror del que fueron víctimas muchos de los que apostaron por la Revolución? En su singular jerga y estilo, Hegel viene a decir: la secuencia revolucionaria, terror faccioso incluido... ¡no hubiera podido ser de otra manera! Pues una necesidad imperiosa (más fuerte que la necesidad natural, mera modalidad de la anterior) regía todos y cada uno de los pasos.

Esta idea hubiera sublevado a alguien como Voltaire, por dos razones: en primer lugar por considerarla meramente especulativa, sino fantasiosa; en segundo lugar porque si efectivamente fuera conforme a algún tipo de racionalidad, no haría sino probar esa brutalidad de lo que la naturaleza y la sociedad ofrecen, el sarcasmo que supone la idea leibniziana del mejor de los mundos. 

Pero la disposición de espíritu de Hegel es de alguna manera opuesta a la de. Del fervor inmediato por los acontecimientos revolucionarios, Hegel pasa a extraer la médula de estos acontecimientos y de allí a la convicción propiamente filosófica (es decir expuesta como resultado de una necesidad conceptual) de que el proyecto profundo de la Revolución, la verdad escondida tras la toma de la Bastilla, la Declaración de los Derechos del Hombre, pasa no sólo por la ejecución de un soberano, la mediación por el Terror, sino incluso el menosprecio de las buenas intenciones carentes de efectividad.

¿Revolucionarios como la pensadora Olympe de Gouges o el poeta André Chenier podían abrigar el consuelo racional de que su subida al cadalso no era vana? Más lucidos serían, vendría a decir Hegel, si asumieran que su agitación había sido estéril, que su muerte, su inmediata inmersión en la nada, era concordante con la nada que supondría ya el haber vivido en un mundo de meros proyectos morales. Tremendo párrafo al respecto (y como antes decía dura jerga):

Frente al gobierno [entiéndase revolucionario], como la voluntad universal efectiva, no hay más que la voluntad pura inefectiva, la intención. Ser sospechoso viene a sustituirse a ser culpable, tiene la misma significación (Bedeutung) y el efecto (Wirkung) es el mismo. Y la reacción (...) consiste en la brutal destrucción de este Ser ensimismado al cual nada puede ser arrancado sino el mismo ser".

Hegel por así decirlo lo justifica todo porque lo entiende todo, o mejor dicho lo contempla todo (o eso pretende) desde el concepto, el reino de sombras al que todo obedece y todo hace necesario. 

¡Tanto más doloroso e injusto! clamaría indignado Voltaire, no dispuesto a hacer de necesidad virtud ya se tratara de la ley de dios, el movimiento del hegeliano espíritu absoluto o la irreductibilidad de la naturaleza: "Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas".

 

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13 de noviembre de 2019
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Si un tiempo fuertes ya desmoronados

Cayó el muro hace ya treinta años, y de pronto me doy cuenta que va ya para medio siglo que viví en aquella ciudad dividida, moderna y a la vez provinciana, una ciudad de antiguos esplendores que también fue mía y que amaba desde mis lecturas de Berlín Alexander Platz, la novela inolvidable de Alfred Döblin. Era la mitad de los años setenta del siglo pasado, cuando fui becario del programa de artistas residentes en Berlín Occidental, entre escritores, músicos, artistas plásticos y cineastas de muy distintos países. 

En los años cincuenta el ícono de la división entre este y oeste, en el comienzo de la guerra fría, era el paralelo 38, la línea imaginaria que partía Corea. En la década siguiente esa línea zigzagueaba con su trazo rojo en el plano malva y magenta de Berlín a lo largo de 120 kilómetros, y representaba un muro de sólido hormigón armado. Y la gran anomalía para quienes defendían la panacea del mundo socialista, versus el mundo capitalista, era el muro mismo. 

Si se quería atravesar el muro a pie, o en auto, se utilizaba el Checkpoint Charlie, donde los coches eran sometidos a una rigurosa revisión en busca de pasajeros clandestinos que pudieran ir escondidos en el maletero, y los guardas fronterizos buscaban hasta debajo del piso de la carrocería, sometida a examen mediante espejos.

Se podía ir también en metro, o en tren. Los vagones de madera del tren elevado pasaban raudos acercándose a la frontera amurallada, rumbo a la estación ferroviaria de la Friederichstrasse, la misma calle del Checkpoint Charlie: ¡Atención! ¡Está usted dejando Berlín Occidental!, prevenían en letras negras sobre fondo blanco los rótulos a lo largo de la vía. 

Esqueletos de edificios, ventanas tapiadas, paredes en ruinas y paredes aún enteras como en un decorado de teatro, otros que habían sobrevivido a los bombardeos; calles partidas por la mitad, mujeres que se asomaban a los balcones para mirarse de lejos, desde ambos lados. 

De este lado, las plataformas armadas con tubos en la Postdamer Platz a las que los turistas subían para asomarse a aquel otro mundo extraño y sombrío, y la mole del Reichtag, el edificio del parlamento incendiado por los nazis. De por medio, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las alambradas, las torres de vigilancia, como en las prisiones. Del otro, la puerta de Brandemburgo, ahora clausurada, donde, desde lo alto, la diosa Victoria conducía su cuadriga de caballos. 

Bajo el cielo gris, el muro de cemento serpenteaba como el largo convoy un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, o marcado por las cruces en memoria de quienes pretendían atravesarlo y caían asesinados a balazos en el intento. Los trozos de ese muro se volvieron después suvenires, junto con uniformes militares, cartucheras, cascos, charreteras y condecoraciones de quienes lo custodiaban.

Y en la otra mitad, prohibida y desolada, calles llenas de silencio y transeúntes furtivos, donde, sin embargo, los herederos de Bertol Brecht representaban sus piezas en la Berliner Ensemble o en la Volksbühne, y se podía visitar la espléndida biblioteca de la Universidad Humboldt en la Unter den Linden, o las salas del museo de Pérgamo en la isla de los museos.

Porque Berlín dividido era una ciudad doble, como en muchos sentidos aún lo sigue siendo muchos años después de la caída del muro: de uno y otro lado se repiten las salas de ópera, las salas de teatro, las salas de concierto, los museos, las pinacotecas.

La Friederichstrasse es ahora una elegante calle de tiendas de lujo, casas de moda y hoteles cinco estrellas. Entonces el tráfico era escaso, y muchos de sus edificios neoclásicos se hallaban aún en ruinas, mientras otros habían sido reconstruidos y albergaban oficinas públicas. El símbolo de la modernidad, que señalaba el progreso de la sociedad socialista, era la torre de televisión de la Alexanderplatz, con su cúpula de acero que albergaba un restaurante a doscientos metros de altura.

A ambos lados del boulevard Carlos Marx se desplegaban los edificios de viviendas para el proletariado, enseña del porvenir, pesadas moles decoradas con guirnaldas de estuco dorado, como queques de bodas, al mejor estilo de la arquitectura estalinista. En ese boulevard, bautizado primero con el nombre de Stalin, los tanques rusos habían sofocado despiadadamente la rebelión obrera de 1953. Luego pasó a llamarse boulevard Karl Marx en 1961, cuando Jrushchov llegó al Kremlin, y el nombre de Stalin se volvió prohibido en los dominios soviéticos de Europa Oriental.

Todos los muros que dividen terminan cayendo, aunque vuelvan a alzarse luego otros que de nuevo terminarán por caer. Muros para que nadie escape de los paraísos infernales. Muros para que nadie entre en los paraísos vedados. Muros levantados por las ideologías que pretenden ser únicas, por el odio racial, por la discriminación, y por la soberbia del poder. 

 

 

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12 de noviembre de 2019
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¡Resánchez!

A las ocho llegaron las encuestas y eran coincidentes. Habíamos salido de Guatemala y llegado a 'Guatepeor', decían

Mientras esperaba para votar en el colegio de mi barrio, en Madrid, observé que a muchos se nos había puesto cara de urna. Tanto varones como hembras lucíamos la cabeza en forma de caja y la boca como una ranura bajo la nariz. Era la cuarta o la quinta o la decimosexta vez que acudíamos con nuestro DNI por sombrero. Eso sí, mejor tener cara de urna, que cara de barretina, de chapela, de fallera, de gaita o de talayot. Hay que ver cómo progresa el nacionalismo en este país que nunca, ¿verdad?, había sido nacionalista.

Por la tarde no se sabía nada, los diarios y las teles insistían en sus emocionantes planos y fotos de monjitas votando, pero sabíamos ya que la participación había caído un 4%. ¿Es eso mucho, es poco? No lo sabríamos hasta la noche. ¿Quién se había hartado definitivamente? ¿La derecha de misa y peineta, la de los negocios, los liberales, los sociales, los peronistas, los chavistas, los golpistas? El cansado era el tapado. A las ocho llegaron las encuestas y eran coincidentes. Habíamos salido de Guatemala y llegado a Guatepeor, decían. No había manera de formar una mayoría absoluta sin adoptar a un Puigdemont o a un Otegi. Como es natural, los candidatos, en sus sedes, empezaban las preces, rogativas y rosarios para que, en el recuento, les mejorara un poco la carita. Sin embargo, todo podía empeorar.

Y empeoró. Resulta, mira tú qué gracia, que quienes se habían abstenido eran los míos, los de Ciudadanos. Que Sánchez perdía 3 escaños, Pablo 7 y Rivera 50. Era de suponer que los perdedores presentarían su dimisión, pero solo Rivera lo hizo. Ni Tezanos. Todos se agarran al sueldo, al Falcon, al chófer, al sillón y a la más firme incompetencia como si fueran prebostes de Franco. Tendremos que dimitir nosotros.

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12 de noviembre de 2019
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Supremos

Como con Franco, no hay rector en Cataluña que no considere a la nación por encima del saber
 

Han cerrado algunas o todas las universidades catalanas para que los alumnos puedan manifestarse por la patria. En premio a su entrega se les hará un examen de trámite y pasarán curso sin esfuerzo alguno. Como con Franco, no hay rector en Cataluña que no considere a la nación por encima del saber, de cualquier saber y, por supuesto, por encima de la sabiduría misma. Yo creo que llevan razón.

Vimos, hace unos días, cómo una manifestante bailaba un twerking, o un jerk, o un reguetón, en fin, algo muy técnico, delante de las llamas en uno de los incendios de Barcelona y cómo la filmaban para exhibir su acusación en el globo. No creo que haya ningún argumento académico que permita conceder mayor importancia a una clase de física cuántica. El alumnado catalán puede aprender a incendiar ciudades y a mover el culo delante de las llamas. Después de Foucault y Derrida es muy difícil jerarquizar estos saberes si se comparan con los de la gramática generativa, digamos.

No me parece preocupante que en Cataluña se cierre la Universidad, como ya sucedió en Madrid en tiempos de Fernando VII. En aquel año, su majestad abrió, para compensar, las escuelas de tauromaquia. Quizás en Cataluña podrían abrirse escuelas de sardana o de manières de table para comer calçots.

En todo caso, poco se pierde, dada la demostrada capacidad del alumnado catalán para dominar a su sociedad, y en cambio he aquí una ocasión inesperada para que, libre por unos días o meses del adoctrinamiento nacional y del agobiante escrutinio de los comisarios del régimen, ponga el alumno a prueba su inteligencia sobre este asunto de la nación y la identidad. Con un poco de talento, más de uno se pasará al twerking en permanencia o incluso a cualquier otra nación que le parezca más guay.

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5 de noviembre de 2019
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¿No perder la esperanza?… No perder el juicio

El filósofo vasco Patxi Lanceros (El robo del futuro, Catarata, Madrid, 2017, p. 45) cita una frase de Edgar Morin relativa al principio de esperanza "Sólo si logramos combinar los logros del pasado con las expectativas del presente podremos hablar de resurrección de la esperanza. Pero no olvidemos que esperanza no significa certidumbre, sino posibilidad".
 

Tratándose sólo de una posibilidad no deberíamos apostar todos nuestros cuartos a la esperanza. Y sin embargo el mismo Lanceros cita esta frase del sociólogo Zygmunt Baumann "Si perdemos la esperanza será el fin, pero dios nos libre de perder la esperanza".. Pues bien: 

Parece que efectivamente Dios nos libra, pues la esperanza y su potencia vivificante se despliegan en las más adversas condiciones, siendo variable poco importante el que la probabilidad de lo proyectado sea escasa. De hecho las esperanzas que mayor consuelo han aportado a la humanidad no entran siquiera en la problemática de las probabilidades: nula es la probabilidad de una vida eterna, es decir, una vida contraria al segundo principio de la termodinámica, y sin embargo ha constituido una de las causas finales mayormente movilizadoras de la historia.

La esperanza como principio ha sido erigida en cimiento sustentador de la actividad humana por multitud de moralistas. Sin duda por tribunos de cierta concepción del tipo de finalidad que anima las grandes luchas sociales, pero sobre todo -y en todas las épocas- por émulos o predecesores de los actuales predicadores evangélicos. En todo caso moralistas para quienes, de no estar regida por la esperanza, la vida humana no parecería deseable y quizás ni siquiera posible. El principio de esperanza nos marcaría desde el arranque en la infancia, y así un niño no amamantado por la palabra materna en la esperanza sería de alguna manera un hijo de la muerte. Un relato de la narradora y poetisa Teresa Colom (La senyoreta Keaton i altres bèsties, Edicions 62, Col.leció La butxaca, 2016) tiene como protagonista a un niño que "pronunció su primera palabra" teniendo como único testigo a la muerte, la cual, usurpando las funciones de madre, había tomado buen cuidado de que en la criatura no anidara la esperanza:

"Pero la Muerte, experta en arrebatar la vida, no en engendrarla, había olvidado una cosa al tomar el relevo del vientre de la madre muerta, un elemento imprescindible que la Vida entreteje meticulosamente y sin excepción en todas las existencias para que se mantenga aferrado a ellas hasta el último suspiro. Olvidó dotar al niño de esperanza".

La consecuencia de ello es implacable. Al sentirse no ya desesperanzado de hecho, sino incapacitado por esencia para la esperanza, ese niño se siente llamado a abismarse:

"El niño no había sabido nunca de dónde había salido, pero fue a buscar la tierra que intuía más blanda, la que más veces había visto remover, donde no había lápidas, ni féretros, el pedazo de cementerio más alejado de los transeúntes, del mercado, la fosa. 

"No perder la esperanza...". Y sin embargo retomo, tras muchos otros, una pregunta aquí ya otras veces planteada directa o indirectamente: ¿no será precisamente la erección de la esperanza en principio de la acción y del pensamiento, lo que, evitando que asumamos lo real, hace que no seamos capaces de una vida cabalmente humana?

La entrega a la esperanza equivale a dejar legislar lo imaginario, y lo imaginario es la matriz del sueño. Hay sueños fértiles, pero hay también ese sueño sthendaliano que inspira la interrogación de Unamuno: "Soñar la muerte ¿no es matar el sueño?" pero sobre todo: "Vivir el sueño ¿no es matar la vida?"

Lejos de contribuir a afrontar los retos que supone todo proyecto de construcción espiritual, el anclaje en la esperanza se convierte a menudo en el expediente que permite precisamente evitar esa confrontación. En este sentido, la religión sería efectivamente la plasmación mayor de la legislación de la esperanza.

La esperanza meramente imaginaria es en ocasiones alimentada, por así decirlo, para dar ánimos, como el médico oculta lo radical de la dolencia para que el enfermo no se desmoralice. Otras veces la postulación de la esperanza no apunta (o no exclusivamente) a objetivos de salvación individual, sino de dignificación colectiva; la esperanza es entonces concebida como arma para que el ser humano no desfallezca en el noble proyecto de alcanzar la realización plena de su naturaleza de ser de razón...en un mundo por venir. Pero aquí hay derecho a una elemental pregunta: ¿qué pasa entre tanto? Si estamos en el día y vida de una cotidianeidad insustancial, o incluso en la situación de un prisionero o de un enfermo, de tal manera que (excluido el alcanzar uno mismo a ser parte de la humanidad liberada y creativa) ni siquiera hay perspectiva de seguir mucho tiempo luchando por la misma... ¿qué hacer entonces? 

Desde luego, si no una respuesta explícita, el propio Ernst Bloch, apostol mayor del "Principio de esperanza" (título de su libro quizás más célebre) nos da un ejemplo, y no precisamente en el hecho de incitarnos a la esperanza, sino en su propio esfuerzo por dar aliento al pensamiento (tuviera él mismo esperanza o no la tuviera). Y así nos encontramos con un autor que nos ofrece espléndidas reflexiones sobre realizaciones históricas, literarias, artísticas, científicas, musicales, etcétera. Reflexiones vinculadas por la reivindicación del principio de esperanza, pero que hubieran podido tener un hilo conductor bien diferente, ciertamente entonces con interna transformación, pero quizás el mismo grado de vitalidad.

¿Dios nos libre pues de perder la esperanza? Más bien cabe desear que la buena suerte nos libre de perder el pensamiento, ese continente, al decir de Horkheimer, de toda esperanza legítima (Adorno T.W. y Horkheimer M, Hacia un nuevo manifiesto. Eterna Cadencia, 2014. Traducción de Mariana Dimópulos). Entre la exacerbación de la razón pragmática y un descontrol cómplice de la locura, sólo el pensamiento en acto, pensamiento en lucha con asuntos de extrema dificultad, aparece a Horkheimer como forma de afirmación de nuestra naturaleza (festiva afirmación de nuestra naturaleza, me atrevería a decir) cuando escribe: "En el acto de pensar está encerrada toda la esperanza".

La frase dice ciertamente que la aspiración a una situación de mayor bienestar, belleza y dignidad, la aspiración utópica, sólo alcanza legitimidad si el pensamiento lúcido y confrontado la sostiene, es decir, si el pensamiento contempla las condiciones en las que puede venir a ser realizada. Pero hay algo más: en un momento en el que la polaridad teoría- praxis era para los intelectuales un debate mayor, la frase de Horkheimer indicaba que el despliegue mismo del pensamiento equivale a realización de la más legítima esperanza, que el pensar es en sí mismo riqueza esencial, que el pensar nos hace ser. Vieja historia en realidad:

"Soy una cosa que piensa (je suis une chose qui pense)" dice de sí mismo el narrador del Discurso del Método en el momento álgido de su meditación, es decir, cuando aplicando su duda metódica ni siquiera puede afirmar con certeza apodíctica que el entorno inmediato (el fuego en la chimenea, el pliego sobre el que escribe, la propia mano que sostiene la pluma, etcétera) son otra cosa que resultado de una vivencia onírica ("pues no he de olvidar que tengo costumbre de dormir").

Y remontándose a Jonia "lo mismo pensar y ser (tò gàr autò noeîn estín te kaî eînai ...)", arranque de la "Vía de la Verdad" en el poema de Parménides. Cabe incluso extender la sentencia en el sentido de que hay también coincidencia entre ser y ser pensado, pues ¿qué garantía hay de que algo es en ausencia de testigo? Pero dejo este problema ontológico relativo al ser de las cosas, para limitarme al ser que piensa, y cuya fidelidad a sí mismo pasa por hacerlo radical y decididamente, depositando en este acto sus expectativas y alejándose de aquellas modalidades de la esperanza que sólo responden a la imaginación no controlada por los símbolos, la imaginación como arma de consuelo.

 

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4 de noviembre de 2019
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La violencia humana (II)

 

¿Está triunfando la glorificación de la violencia que planea por toda la obra del marqués de Sade?, cabe preguntarse. No son pocos los que tienden a pensar que el binomio víctima/verdugo está presente en la naturaleza. Los reportajes televisivos sobre la vida salvaje abusan de las secuencias en las que un animal parece hacer de víctima y otro de verdugo, pero la etología moderna ha demostrado que es una falacia atribuirle a los animales tendencias humanas. A menudo esos reportajes, muchos de ellos americanos, solo sirven para justificar la despiadada violencia humana; pero como dicen los etólogos, los animales economizan mucho la violencia, solo matan para alimentarse y lo hacen siempre de forma efectiva y rápida.

 

La violencia barroca, exhaustiva y sádica es una invención humana: es nuestra enfermedad. Hablar de víctimas y verdugos en el reino animal es caer en el antropomorfismo más falaz. Ese antropomorfismo se ve ya muy claro en el poema de Sade La verdad, donde atribuye a la naturaleza la misma violencia desmedida que vemos en sus novelas y en sus panfletos.

 

Konrad Lorenz, padre de la etología moderna, vio con claridad meridiana dos clases de violencia: la animal, ajustada y austera como ya dijimos, y la humana, sobre la vque no podemos decir lo mismo, ya que en muchos casos no aspira a generar miedo, aspira a generar terror, que sería el miedo elevado a la enésima potencia. El miedo puede producir agitación, temblor, aceleración de los pies y el corazón, pero el terror paraliza y nos deja sin voz.

 

El terror es la abolición de la palabra.

 

 

 


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2 de noviembre de 2019
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La fábula y el documento

No es la primera vez que Tarantino hace cine de historia envuelto en oropeles: la patraña, la broma, la imitación, el hurto. Y es este Tarantino bipolar (historicista y truhán) el preferible, al menos para mí, quizá porque coincide con una voluntad actual de macla entre la ficción pura y el contexto verídico que la novela favorece (uno mismo la ha practicado en más de un libro) y el cine trata menos o lo hace de un modo más callado. Érase una vez en...Hollywood, como su muy anterior Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) son dos obras maestras de la refundición de situaciones, géneros y personas reales e imaginarias, y ambos insisten desde el arranque, más que ningún otro film suyo, en la condición del cuento de hadas: empiezan con el "Érase una vez", bien ya en el título, como en esta su película número 9, o en el primer plano de la de 2009, donde una cartela anuncia "Érase una vez en Francia, ocupada por los Nazis", con la correspondiente fecha de situación, "1941".

       La acción de la novena película, la del año 2019, también está fechada precisamente, en el verano de 1969, y  la acompaña un uso, más burlón que erudito, de los informativos, las entrevistas trucadas, las canciones de época y el aire un tanto hippie de los tiempos; un aire respirable en comparación al de Malditos bastardos, que era opresiva y encarnizadamente bélica desde el comienzo y tenía brotes de violencia (la marca de la casa) de extraordinaria crudeza, sobre todo en torno al pequeño escuadrón aliado de voluntarios judíos scalphunters arrancando con sádica determinación los cueros cabelludos de los nazis que capturan. La sanguinolencia en Érase una vez en...Hollywood además de estar muy reducida se representa, por decirlo así; forma parte de las escenas de westerns serie B rodados, siendo la matanza  final en la villa del actor Dalton la única apoteosis gore. La justificación parece obvia; estamos en Los Angeles, la mayor fábrica de producción de ficciones que entonces existía, y la película, sin ser metaficticia, un término que no le cuadra nada a Tarantino, casi se ve obligada a transitar los cauces de lo real y lo fingido constantemente  y desde el principio, cuando comparece como estrella un tanto ajada Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), galán de éxito en una serie de cow-boys famosa en los años 1950 cuyo cantado salto a la primera fila de los matinee idols nunca tuvo lugar. Rick y su inseparable Cliff Booth (Brad Pitt, en una de sus más logradas interpretaciones), su doble, su stunt, su amigo íntimo pero no su pareja; aunque las chicas no les quitan a ninguno de los dos el sueño, la homosexualidad de este tándem tan bien avenido ni se insinúa. Su comparecencia es por vía documental: un entrevistador televisivo más bien publicitario que periodístico que hace preguntas banales en un tonillo sensacionalista y así introduce la realidad de la vida de Rick y su Doppelgänger. Ya desde ese reportaje prologal será difícil distinguir en los 160 minutos de duración del film lo que es propaganda de lo que es verdad, lo que es fracaso de lo que aún permite una promesa. O, en otro registro, lo que es reflejo del cine y lo que es sujeto del cine.

    Entre sus aciertos magistrales, que son casi constantes en este film inspirado y arrollador, destacan los que tienen de protagonistas a dos actores míticos por distintas razones, Bruce Lee y Sharon Tate. El episodio con el actor chino-americano es ácidamente divertido, enfrentando al luchador marcial y filósofo de pacotilla a Cliff, que le da una paliza. Por el contrario, la escena de Sharon Tate como espectadora de sí misma es dulcemente cómica; la joven y no muy distinguida actriz pasea por Los Angeles y ve que en un gran cine se proyecta The Wrecking Crew (en España llamada más titilantemente La mansión de los siete placeres), olvidable película de espías dirigida en 1968 por Phil Karlson e interpretada por Dean Martin y un florilegio de bellezas internacionales, encabezadas por Elke Sommer, Nancy Kwan y ella. Dándose a conocer a la asombrada taquillera, Sharon (encarnada con gracia por Margot Robbie) consigue entrar sin pagar y disfruta entre los espectadores de su propia presencia en la gran pantalla; una ingenua mise-en-abîme del cine dentro del cine. Es de notar que estos dos episodios centrales aunque anecdóticos están referidos a actores que murieron muy jóvenes; Bruce Lee a los 32 años a causa de un edema cerebral producido por la reacción a un medicamento contra el dolor, Sharon Tate del modo trágico que no se ve pero queda implícito y anticipado en el film de Tarantino, cuyo desenlace es tan sugerente como elocuente, un movimiento de cámara aérea que pasa de un jardín a otro en la calle de Cielo Drive donde se sitúa la imaginaria villa de Rick Dalton y estaba realmente la de sus vecinos Roman y Sharon. Esa toma sutil escueta y elegante preanuncia lo que sin ver sabemos que ocurrió en la casa de los Polanski con la inminente entrada de la familia Manson.

         Una de las ocupaciones más conspicuas de Tarantino es la de archivista, superior yo diría a la de coleccionista (de discos, de películas malas, de frases hechas y momentos estelares del séptimo arte). Y ese archivo que sigue formando y fomentando se convierte en una de las venas más productivas de su cinematografía; interrumpe sus películas con remedos de Godard o del cine de yakuzas, cita sin parar, recupera y enaltece lo que otros juzgan menor y está olvidado, como lo hacía Borges. Extravagantes ambos, su gesto tiene tanto de arrogancia como de altruismo (¿un poco de humorada también?), y cuando Tarantino glosa en Érase una vez...en Hollywood, como un monje medieval,  los spaghetti westerns de Sergio Corbucci y Joaquín Romero Marchent, yo me acuerdo de Borges proclamando la grandeza literaria -por encima de Lorca o de Antonio Machado- de Rafael Cansinos Assens. O los excursos que ambos, Tarantino y Borges, practican y hacen materia constitutiva de su imaginación: la digresión, la nota a pie de página, el escolio, tan abundantes en Malditos bastardos, con sus inolvidables insertos explicativos y sus mini-disertaciones sobre el cine francés o germano de los años 1940 y el peligro de que las películas de nitrato ardan tan fácilmente.

     Pero hay otra contaminación más recóndita en el cine de Tarantino, que en su voracidad de lector y recopilador también alcanza a la literatura. Los apartes en el proscenio son un recurso de la comedia satírica, así como el coro lo es de la tragedia grecorromana. Pienso en el estupendo set piece gótico-ranchero de la larga secuencia de la visita de Cliff a la finca donde un antiguo y ya anciano amigo (Bruce Dern) alquilaba sus instalaciones para rodajes de poca monta y parece ahora secuestrado o quizá muerto por un grupo de arpías. No hay porqué contar el desenlace de esa visita, pero la salida del rancho entre las dos filas de Furias desencadenadas que le insultan y le amenazan es aterradora, al modo en que lo es el teatro isabelino que, a mi juicio, tanto se deja notar en las situaciones y sobre todo en los diálogos, voluptuosos, malvados, de esmaltada verbalidad, con los que Tarantino enriquece tanto sus guiones. El modelo de un teatro de la crueldad pre-shakesperiano que influiría a Shakespeare, no sólo en Hamlet, esa Revenge Play trascendida. No comparo a Quentin con el Bardo. En su mismo tiempo, un poco antes de aparecer en los teatros de Londres y un poco después de retirarse aún joven a Stratford, floreció una gloriosa segunda fila de dramaturgos (esos segundones que tanto les gusta promover a Borges y a Tarantino), Thomas Kyd, John Webster, Christopher Marlowe, entre otros, que utilizan las tramas de venganza para dar vía libre a sus fantasías libidinales, a menudo localizadas en países remotos o culturas ajenas (descacharrantes en Érase una vez...en Hollywood las escenas de esperpento romano y Cinecittà). Por alguna razón que yo mismo no sabría substanciar ahora, me acordé, al acabar de ver la novena película de Tarantino, de John Ford. No el gran cineasta de La diligencia, sino su homónimo del siglo XVII. El autor de otra sublime extravagancia de ambiente italiano, Lástima que sea una puta. El título es envidiable, los excesos, las mutilaciones, los abusos, casi insoportables aunque hechizantes. Patrañas sobre un fondo renacentista seguramente cierto y reinventado.

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31 de octubre de 2019
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La semana en que Chile cambió

foto de Susana Hidalgo

 

Acaban de tirar gas lacrimógeno, pero nadie puede arrancar. Es viernes 25 de octubre de 2019 en Santiago de Chile, y estamos apretados, pegados unos a otros, somos parte de una muchedumbre, de la marcha más grande en la historia del país. Alguien grita: ¡Tranquilidad! ¡Calma!, pero él es el único más nervioso. En general, nadie pierde el control. En pocos días se han acostumbrado. Ya saben que, en estos casos, hay que dejarse llevar por la marea. Y no tocarte la cara, ni rascarte los ojos, ni sonarte los mocos. Y en eso, cuando aprietas los párpados porque no aguantas más y sientes cómo te van cayendo las lágrimas una atrás de otra, aparecen dos mujeres jóvenes. Dos estudiantes, de veinte o menos años, con pañuelos en el rostro. Traen en sus manos unos spray, y nos rocían la cara con un líquido que han preparado ellas y que alivia. Lo reparten sin preguntar quién eres. Esa parece ser su labor dentro de esta semana, en que el país más competitivo de América Latina cambió para siempre: ayudar a combatir los efectos de las lacrimógenas.

En la marcha, que reúne un millón doscientos mil participantes alrededor de la Plaza Italia de Santiago, no hay discursos, ni un escenario, ni artistas, ni banderas de partidos políticos, ni agrupaciones sociales. Más de un millón de personas caminando, golpeando una sartén, y gritando contra el presidente Sebastián Piñera: que renuncie, que saque a los militares de las calles, que responda por los muertos de la represión de los últimos días y los casi 500 heridos a bala, y que basta de abusos, basta de pagar tan cara la salud y la educación y los medicamentos y los servicios y el transporte y la jubilación que es tan baja, que no alcanza y que no tiene que ver con un oasis. Así definió Piñera a Chile, en relación a América Latina, en una entrevista pocos días antes del estallido: "Nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable".

La evasión

La tarde del viernes 18 de octubre de 2019 comenzó la semana que cambió la historia de Chile. Los días previos, como las semanas previas, como los meses previos, como los años previos y como las décadas previas del país, habían avanzado con el orden establecido. Uno de los temas que ocupó más titulares en los días previos tenía que ver con la selección chilena de fútbol: después de mucho tiempo, Arturo Vidal y Claudio Bravo volvían a compartir nómina y partidos en la Roja, y los medios destacaban que pese a los roces previos y a la guerra declarada entre ambos, en un momento del último partido se habían dado la mano en la cancha.

En el escenario futuro asomaban tres eventos internacionales importantes, que habían elegido a Chile por su fama de país seguro y tranquilo. La Apec, con la posible venida de Trump y Putin para noviembre; la COP25, con la llegada de líderes ambientalistas de todo el mundo, encabezados por Greta Thunberg; y la primera final única de la Copa Libertadores de América, en el Estadio Nacional de Santiago.

Por esos días previos, que son apenas diez días atrás y que parecen tres vidas pasadas, se iniciaba una campaña de los estudiantes escolares a evadir el pago del metro de Santiago. ¿La razón? Un alza del precio del pasaje en 30 pesos chilenos (0,04 dólares). La evasión era simple: saltar el torniquete de pago, y entrar gratis. Evadir. La ciudad empezó a rayarse con la palabra "Evade", como una invitación. Evadir, explicaban los dirigentes, como evaden impuestos las grandes empresas que abusan de sus clientes. Evade, con Piñera, el presidente, en el podio de los mejores: un reportaje de prensa descubrió que llevaba casi 30 años sin pagar los impuestos de su casa de veraneo. Se estima que hoy su fortuna bordea los 3.000 millones de dólares.

La tarde del viernes 18 de octubre se convocó a una jornada amplia de evasión del metro. Ya no eran sólo los estudiantes de colegio. Esa tarde se fueron sumando universitarios, oficinistas, trabajadores, todos saltando masivamente los torniquetes. Al poco rato se comenzaron a cerrar las estaciones. Y se detuvo el servicio del metro. Y se incendió la primera estación. Y después se incendió la segunda y la tercera y la cuarta. Los canales iniciaron un breaking news permanente, que duró toda la primera semana. Y esa misma noche el presidente declaró Estado de Emergencia, y dejó la seguridad de Santiago a cargo de un militar. Y esa noche se siguieron quemando estaciones de metro. Y ahí me enganché al televisor y a las redes sociales y no solté más las pantallas. El país se quemaba en mi televisor, el país cambiaba en mi teléfono, y uno se dormía con noticias urgentes para despertar con nuevas urgencias, más urgentes que todas las anteriores.

La noche del domingo 20 de octubre Piñera apareció por cadena de televisión con cara de preocupado. Con el ceño fruncido y pronunciando las palabras con violencia, declaró que el país estaba en guerra. "Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite".

Sus palabras cerraban un fin de semana de toque de queda, de incendios de estaciones de metro, de saqueos a supermercado, de helicópteros sobrevolando toda la noche y a poca altura, haciendo retumbar los vidrios y las camas.

Los expertos en embarazos dicen que, después del séptimo mes de gestación, los bebés escuchan claramente todo lo que pasa afuera de la panza de su madre. Si quieres que sea una persona tranquila, te recomiendan que le hagas escuchar música clásica. Si quieres que sea concentrada, te dicen que le leas historias. Mi hija, que debe nacer en un mes y medio más, se ha pasado estos días de revuelta escuchando los golpes de ollas y sartenes, el rugido de helicópteros militares, y la transmisión interrumpida de las noticias. Su padre y su madre, como muchos chilenos de esta semana, no se han querido perder detalles de esta película en vivo, de esta serie de no-ficción en tiempo real, de esta maratón de Netflix, sin Netflix, donde cada hora pasa algo nuevo.

El lunes aumentan las protestas. Todos salimos a escribir y postear y tuitear, que #noestamosenguerra. La televisión sólo muestra gente en los supermercados, o saqueándolos o haciendo fila para comprar (yonkis del consumo en vivo y en directo). Del robo y del pillaje nacen los "chalecos amarillos", unas brigadas de autodefensa de la clase media y media baja, que defiende sus logros materiales con palos y bates de béisbol (en un país donde nadie juega béisbol). Se organizan por turnos, para hacer guardia en sus barrios. El día siguiente, varios alcaldes aparecen en las noticias con los chalecos amarillos.

El martes no hay gobierno, y no hay oposición, pero tampoco hay guerra. Comienzan a circular, eso sí, las primeras imágenes del show ininterrumpido de abusos de militares y carabineros. Ha pasado tan poco tiempo, pero en realidad es una vida.

El miércoles, hace nada, Piñera anuncia un paquete de medidas económicas: sube un porcentaje la jubilación, eleva el sueldo mínimo, agrega un impuesto a los sueldos altos. Pero del otro lado no hay nadie. Su primer paquete de medidas no tiene contraparte. Sólo queda esperar cuánta gente se moviliza al otro día, y al otro día las protestas siguen.

La angustia republicana

Los días se repiten con una angustia republicana. Agota estar todo el día enchufado a la serie más vertiginosa de todas, pero no se puede abandonar. Esto es importante. "¡Está pegando una patada!", dice la madre de mi hija, y toco su panza y siendo el golpe y miro la tele, y están mostrando a un grupo de jóvenes lanzándole piedras a la policía. En pocos días nuestra rutina son las protestas, los militares en las calles, el último video de una golpiza, la nueva fake news y pensar en qué comemos. En casa decidimos no caer en la fiebre de hacer fila en los almacenes, y así terminamos haciendo pan casero el jueves por la tarde.

Las imágenes se suceden sin pausa. La mujer de Piñera, Cecilia Morel, reconoce que es verdad el audio que circula y donde ella dice que lo que sucede en el país es como una invasión alienígena. Cada noche, en Plaza Ñuñoa, desafían el toque de queda cantando uno de los himnos de esta semana: "El derecho de vivir en paz", de Víctor Jara. Cada despacho de la televisión, alguien toma el micrófono del notero para pedir que muestren las imágenes de abusos y torturas militares. Un jefe de la aviación hace un llamado, desde Antofagasta, para "que no panda el cúnico" en la ciudad. Hablo con un par de radios argentinas, pero les aclaro que no les podré aclarar nada, porque no se entiende bien lo que pasa. El miércoles por la tarde salimos a marchar, aprovechando que la manifestación pasa por Apoquindo, a dos cuadras de nuestro departamento, en una comuna poco habituada a manifestaciones y donde el día antes habían avanzado tanques con militares de verdad y fusiles apuntando a vecinos que golpeaban cacerolas y francotiradores con cabezas de protestantes en la mira. Acompañamos la protesta por un nuevo Chile un par de cuadras, porque no es fácil caminar mucho con una panza de más de siete meses. Alcanzamos a hacer una foto, porque queremos contarle a nuestra hija que ella estuvo ahí.

Fuera de las discusiones en los medios, con expertos y analistas express, en el mundo privado también ha sido una semana de cambios: me ha tocado ver gente que discute y se sale de grupos de WhatsApp, entornos familiares y de amigos que replican el cambio. Y no parece menor. Este nuevo Chile, que marchó con el #PiñeraRenuncia, traerá también un nuevo paisaje en las relaciones íntimas.

El aluvión

Ohhh, Chile Despertóooo. Despertóooo, despertóoo, Chile despertóoo. La gente grita alegre, protagonista de su marcha. Me quedo parado a un costado de la avenida Providencia, a la altura de Condell, y pasan y pasan los marchantes, con carteles ingeniosos, con disfraces, con amigos y hermanos y primos y compañeras de trabajo, golpeando ollas, sartenes, pailas. No se detienen. Trato de registrar en mi memoria cada cara, cada gesto, pero es imposible. El aluvión de personas emociona: y hace una semana, hace justo una semana, estábamos cerrando un viernes como cualquiera, como todos, un viernes para olvidar la semana. Y, sin embargo, a los tres o cuatro días de eso, había detenidos que eran torturados "crucificándolos" en la antena de una comisaría de Peñalolén.

Nadie vio venir todo lo que ha sucedido, pero era obvio que iba a pasar. En el país líder del ranking contra la corrupción de América Latina, hay 140 chilenos que concentran casi el 20% de la riqueza del país. Y los grandes corruptos, empresarios acusados de evasión o de colusión, pagan sus faltas con multas bajísimas o yendo a la universidad a clases de ética. Los niveles de desigualdad, gritan los marchantes de esta tarde, no son sólo económicos. Aunque el gobierno sólo anuncie paquetes en esa dirección.

La última vez que estuve en una marcha fue en mi adolescencia, para el plebiscito de 1988: cuando ganó el NO a Pinochet. Recuerdo que esos años, en el Cine Arte Alameda, el mas cercano a Plaza Italia, estaban dando la película El gran dictador, de Chaplin. Esta semana que Chile exploto, ahí estaban proyectando Joker.

Han pasado 31 años, y en la marcha veo jóvenes como el que fui, empujando un carro en el que creen. Nadie sabe lo que va a pasar después de esta semana, y de eso estamos todos seguros. Pero, posiblemente, con los años, algunos pondrán en duda la magnitud y los beneficios de estos cambios conseguidos. Otros, tal vez, culparán para siempre a esta semana en la que la se desnudó una estructura abusiva, un modelo desigual que nos convirtió en el país ejemplo de América Latina.

Un grupo, cerca del pequeño obelisco de Plaza Italia, canta el otro himno de la revuelta: "El baile de los que sobran", de Jorge González, de Los Prisioneros. Pero hoy no es una noche más de caminar, como dice la canción. Quiero registrar cada detalle de lo que está pasa, una crónica de esta semana interminable en el que ha cambiado la historia de Chile. Dando paso a una nueva, en el país que nacerá mi hija.

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29 de octubre de 2019
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Chile lacrimógeno

Cuando despertó, el gas lacrimógeno todavía estaba ahí.

Dentro de su nariz, en su garganta, en sus pulmones, en su memoria reciente de no poder ver y toser sin pausa tratando de respirar. Y en la memoria de los años setenta y ochenta, cuando este cronista, como muchos chilenos y argentinos de su edad, vivieron lo que nunca pensábamos que volveríamos a ver: Estado de Excepción, Toque de Queda, ejército en las calles, imágenes de soldados y policías disparando al pueblo desarmado, denuncias de torturas y abusos sexuales en comisarías, 16 muertes hasta ahora, centenares de personas heridas, miles de detenciones.

Esta mañana del miércoles 23 de octubre de 2019, mientras teclea para entender qué está pasando en el país al que vino ilusionado hace tres años, este cronista argentino sigue tosiendo y restregándose los ojos frente a esta pantalla.

El gas todavía pica.

Así funciona el gas lacrimógeno que los Carabineros de Chile arrojan a la multitud, en su gran mayoría jóvenes que bailan y cantan en paz. Es una nube blancuzca, a veces rojiza, que primero se mete por la nariz y causa un agudo escozor ácido. Como meterse mostaza por la nariz. Después, se mete por la boca, paraliza la lengua y entra por la garganta. En el caso de este cronista, el picor en los ojos que provoca las lágrimas que le dan nombre al gas es lo siguiente. Un dolor fuerte debajo de los párpados, como si los ojos se quisieran hundir en sus cuencas, un dolor que se prolonga a los huesos encima de los ojos.

En lo que yo vi en estos días, la mayoría de las y los jóvenes que salen en las pantallas de la televisión chilena, como malhechores cubiertos de trapos y pañuelos, se están cubriendo de los gases lacrimógenos.

Pero pese a su nombre, el principal efecto de esta sustancia, que el Estado chileno nunca dejó de usar desde la dictadura de Pinochet, no es provocar lágrimas. Provoca rabia, indignación, ganas de volver a salir a la calle.

Lo dicen los carteles: Chile despertó. No tenemos miedo. No son 30 pesos, son 30 años.

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#NoTenemosMiedo

No, no son los 30 pesos que subió el boleto del metro; son los 30 años de abusos de una democracia vigilada y de una constitución atenazante que redactaron los sirvientes del dictador en plena dictadura y que ningún gobierno democrático pudo, supo o se atrevió a cambiar.

Cuatro vecinos y varios de sus hijos e hijas de uno de los edificios con ventana a Plaza Italia compraron el lienzo de diez metros donde pintaron las palabras: No tenemos miedo. Ya lo cantaban en manifestaciones por los derechos de los negros y contra la guerra de Vietnam en EEUU en los sesenta. Lo colgaron de su ventana. Después, estudiantes lo colgaron en el centro de la estatua, de la cabeza de la estatua del General Manuel Jesús Baquedano. Así salió en incontables medios internacionales. No tenemos miedo

Lo que estos días hace llorar a Chile, que salió en masa a protestar desde el viernes en cada ciudad y pueblo, no es el gas lacrimógeno. Es el no poder llegar a fin de mes en un país donde el PIB per cápita subió, pero su beneficio quedó concentrado en las mismas manos de siempre. El 1 por ciento de arriba se reparte en gerencias, casos de corrupción y ministerios, mientras el 30 por ciento de abajo se endeuda hasta la desesperación.

La mayoría de quienes salen a la calle no están fuera del sistema: están dentro, trabajan y estudian, pero lo que ganan es una afrenta y lo que gastan, un escupitajo.

A veces hace falta un último insulto para mirarse al espejo y entender finalmente que se están burlando de uno. El ministro de Economía Juan Andrés Fontaine, ante las primeras protestas hace diez días por el alza en el precio del transporte público, que lo hace más caro que en muchos países de Europa, llamó a que los chilenos y chilenas se levantaran más temprano para tomar el metro antes de las 7. Esa fue la gota que rebalsó el vaso.

Las lágrimas no son por el gas, son por el abuso y la ofensa de décadas, por la promesa incumplida de la democracia recobrada en 1990. Los mejores periodistas, escritores, académicos y artistas de Chile están contando lo que pasa de forma potente y sintética. Los leo con admiración y gratitud. Este es un país donde, mientras el presidente decide no ver lo esencial y se enrosca en su propia guerra contra las cacerolas y las pancartas, muchos están pensando en qué pasa, por qué y cómo salir de esto.  

Así lo explicaba a los lectores de España y Latinoamérica a comienzo de las protestas la corresponsal de El País, la reconocida periodista chilena Rocío Montes:

“Aparentemente Chile era un oasis dentro de una América Latina convulsionada, como dijo hace unas semanas el presidente Sebastián Piñera. Pero entre jueves y viernes explotó una especie de olla de presión con violentas protestas sociales que este sábado tienen la capital bajo control militar, como no sucedía desde la dictadura. Las movilizaciones se originaron por el alza del precio del pasaje del metro, pero parece existir cierta coincidencia en que lo de la tarifa del boleto se trata apenas de la expresión de un descontento mayor de la sociedad chilena. La acción del Ejército apoyado por los carabineros no ha logrado aplacar la protesta en diferentes zonas de Santiago de Chile, donde este sábado se han seguido produciendo enfrentamientos, ataques incendiarios y saqueos en el comercio. Las manifestaciones comienzan a irradiarse a otras regiones del país, lo que obligó al Gobierno a decretar un toque de queda.”

Su reportaje se llama La olla de presión revienta en el oasis chileno.

El mismo sábado 19, la eximia novelista, dramaturga y actriz Nona Fernández en el diario La Tercera, partía su reflexión desde lo que vivió en la primera noche de las protestas:

 “Camino desde Morandé, en el centro de Santiago, hasta mi casa en Ñuñoa. Horas de caminata. Veo jóvenes con la cara pintada como el Joker que gritan que este es un mejor remate para el gran chiste. Pienso cuál es ese gran chiste. ¿El alza del pasaje del transporte público? ¿Las posteriores declaraciones del ministro a propósito? ¿Las pensiones de nuestros jubilados? ¿El estado de nuestra educación pública? ¿De nuestra salud pública? ¿Nuestra agua que no nos pertenece? ¿La ridícula concentración de los privilegios para un grupo minoritario? ¿La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario? ¿La constitución ilegítima que nos rige? ¿Nuestra pseudodemocracia? Las posibilidades son infinitas, y mientras veo que se acerca un camión lanza-aguas, mi cuerpo, instintivamente, con una sabiduría escondida en él por años, corre, se esconde, se cubre la cara, y logra sortear la situación una vez más. Igual que ayer. Igual que anteayer. ¿Cuántos años llevo escondiéndome del agua sucia de un guanaco? ¿Cuántos seguiré haciéndolo?”

Su crónica se titula El gran chiste.

El lunes 21 el agudo analista y fundador del semanario satírico y de investigación The Clinic, Patricio Fernández, ponía todo esto en contexto en la revista digital argentina Anfibia:  

“En el caso chileno, es indudable que el aumento del precio en el transporte público es sólo el detonante de una molestia mayor. Desde la recuperación de la democracia en 1990 hasta avanzada la década del 2000, el país multiplicó en varias veces su ingreso per cápita y fueron muchísimos los que abandonaron la pobreza para ascender a una clase media que al mismo tiempo accedía a bienes con los que sus padres ni siquiera habían soñado y asumía compromisos de gastos, derivados de su nuevo estatus, que cualquier traspié ponía en peligro. El crecimiento económico permitió a la naciente democracia ignorar la destrucción de las seguridades sociales llevada a cabo por la dictadura. Muchísimos hicieron del crédito un modo de vida. Y todo funcionó bien, hasta que la economía perdió el ritmo y esa autosuficiencia que nos llevó a creernos ‘los jaguares de América Latina’ mostró sus fragilidades.”

Su análisis lleva por título No es una guerra, es el fin de un ciclo.

El martes 22 a la tarde, se publicó un documento firmado por más de un centenar de académicos de la Universidad Alberto Hurtado, donde trabajo. Son profesores e investigadores de derecho, de economía, de educación, de psicología, de ciencias sociales y periodismo:

“En el país ha estallado un conflicto social agudo, que nos recuerda que vivimos en un delicado equilibrio social y político que debemos abordar entre todos y todas con seriedad y responsabilidad. Rechazamos que este conflicto se afronte con estados de emergencia y toques de queda que inhiben el diálogo y la tranquilidad social.”

En similares términos se expresan profesores de otras universidades, estudiantes, gremios, asociaciones de periodistas, que deploran el sensacionalismo de la televisión, y el Colegio Médico, que denuncia que el número de muertes y heridos es mayor al informado por el gobierno, junto con una carencia alarmante de recursos en la salud pública, que lleva años.

Cada una de estas noches, en medio del toque de queda y del paso ominoso de los tanques verdes del ejército por las calles de Santiago, con el olor del gas lacrimógeno en la garganta, el país asiste atónito a discursos cada vez más confusos del presidente Sebastián Piñera.

Primero, dijo que estábamos en guerra contra un enemigo poderoso, para ser inmediatamente desmentido por el general del ejército con uniforme de combate que él mismo puso a cargo de la seguridad.  

La noche del martes citó al poeta uruguayo Mario Benedetti para ampararse en su desconcierto: “Cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”.

 

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Inmediatamente la Fundación Mario Benedetti le respondió airada. Esta mañana consulté a la presidenta del directorio de la fundación, Hortensia Campanella. “Sin darse cuenta, al usar esa frase, Piñera está descontextualizando una cita que hace Mario de un grafiti que vio en un muro de Quito, según cuenta en Perplejidades de fin de Siglo,” me respondió la representante de los derechos del autor de La tregua.

“En todo caso me deja perpleja, y es una cruel ironía, que justo ahora el presidente de Chile nombre a un autor que siempre estuvo ligado al sufrimiento y dignidad del pueblo chileno”. 

Ahora Piñera llama al diálogo, pero sigue culpando de la situación a criminales organizados, que sin embargo no tienen líderes visibles. Los partidos de oposición, incluso el Frente Amplio que surgió de las protestas ciudadanas de 2006 y 2011, no moviliza a los que ahora mismo, al mediodía del miércoles 23, vuelven a tomar masivamente Plaza Italia y muchas plazas del país.

Danzan, cantan, saltan, tocan pitos y cornetas y tambores y cacerolas. Ya no lloran por los gases lacrimógenos que volverán esta tarde, cuando se vuelva a acercar el toque de queda. Y ya quieren dejar de llorar por vivir en un país sin salud pública, sin educación pública de calidad, con jubilaciones de hambre, donde todo está privatizado desde los tiempos de la dictadura. Quienes se manifestan son una mezcla de jóvenes que no ven futuro en este sistema abusivo y jubilados que no pueden pagar sus remedios porque les obligaron a poner sus ahorros en fondos de pensión que les pagan 200 dólares mensuales en un país donde muy difícilmente encuentren un alquiler por ese precio.

Otro de los carteles más viralizados es el de una joven que sale a la calle, con su cartón escrito a mano, que dice que su abuela murió por no poder pagar una operación privada.

Chile despertó. ¿Qué viene ahora? No está claro, pero no se volverá al sueño del oasis de Latinoamérica, ni a las lágrimas de bajar la cabeza y viajar en metros atestados, pagando un pasaje mayor que el del metro de Madrid para ganar un sueldo como el de Paraguay.

Mientras siguen sin parar los cánticos y los cacerolazos desde su ventana en Plaza Italia, ya escuece menos el gas de anoche. Todo está en veremos, pero esta semana hay un país en el sur de América que dijo basta.

 Crónica publicada en la revista digital Escrituracrónica.com y en el diario Perfil de Argentina. 

 

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28 de octubre de 2019
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El peso de la tierra

En las grandes obras dramáticas hay siempre personajes que tienen menor presencia, pero sin cuya acción toda la trama se desmoronaría. Sin la torpeza de Cassio, que cae ingenuamente en la trampa de Yago, Otelo no hubiera encontrado ocasión de dar salida a su inconsciente celoso, y la tragedia no hubiera tenido lugar. Y algo análogo cabe decir respecto de Fray Lorenzo en Romeo y Julieta. Si el clérigo no hubiera tenido la idea de dar a Julieta una poción para que parezca estar muerta, el melancólico Romeo no hubiera creído que efectivamente estaba muerta y no hubiera decidido morir asimismo, para desesperación de la joven al despertarse. Pues bien:

En la historia de la ciencia hay también personajes clave que, por así decirlo, están poco presentes en los textos. Desde los años de bachillerato el lector sabe que Newton establece las leyes de la gravitación universal y que la fórmula general depende de una constante escrita usualmente G (F= G.m1.m2/r2, tal es la fuerza gravitacional ejercida por una partícula de masa m1 sobre una segunda partícula de masa m2). Newton enuncia su fórmula en 1686, pero el valor preciso de G (y por consiguiente la posibilidad de que la fórmula sea matemáticamente operativa) no se establece hasta pasado más de un siglo (1797-98) gracias a los delicados experimentos del científico británico Henry Cavendish. "Weighing the earth" fue al parecer la expresión explícita con la que Cavendish designó su experimento. El proceso para alcanzar el valor de G pasó por determinar la masa MT de la Tierra. Ello permitía calcular el "peso" de la tierra es decir la fuerza con la que sería atraída por el campo gravitatorio de una segunda masa.

No es sólo el aspecto técnico lo que llama la atención sino también el prometeico tono de la expresión literaria: "Weighing the earth"... Sometiendo a la tierra misma, el peso dejaba de ser mera expresión de nuestra limitación como sustancias físicas, de ese por desgracia inevitable apego a la tierra, de la imposibilidad de alzarse sobre ella, excepto para el humo que asciende del abismo apocalíptico: "Y tocó el quinto ángel. Y vi caer una estrella desde el cielo hasta la tierra. Y se le dio la llave del pozo del abismo. Y abrió el pozo del abismo, y subió humo desde el pozo, como humo de un gran horno, y se oscurecieron el sol y el aire por el humo del horno" (Apocalipsis 8, 1-2).

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24 de octubre de 2019
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