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La Cruz de Monte Arruit

Enrique Meneses Puertas era un lechuguino dedicado a dilapidar concienzudamente la fortuna familiar en los casinos y los restaurantes de moda de Madrid, París o Biarritz cuando repentinamente, y sin tenerlo meditado ni estar preparado para semejante propósito, se alistó voluntariamente y como soldado raso en las fuerzas  expedicionarias españolas que luchaban en Marruecos  defendiendo la última colonia de aquél imperio en el que antaño no se ponía el sol. Su inesperada decisión causó sorpresa y hasta escándalo entre sus refinadas y ociosas amistades, primero porque estaba muy lejos de ser un aventurero preparado para sobrellevar la clase de penalidades que le aguardaban pero sobre todo porque poco antes acababa de tener lugar el Desastre de Annual (1921) y las tropas españolas allí destacadas continuaban siendo masacradas debido en gran parte a la ineptitud de sus mandos y pero también porque, encima, las operaciones se llevaban a cabo con criterios más políticos que militares.

Vaya por delante que lejos de ser una obra con elevadas miras literarias  se trata de un texto de denuncia (o por mejor decir, de apasionada denuncia) y muchas veces el afán por dar cuenta de lo que allí vio se pone por delante de las reglas literarias y estilísticas al uso. A pesar de lo cual se lee con fruición porque ofrece un testimonio de primera mano de uno de los episodios más bochornosos  y cruentos  de una país al que aún le faltaba por vivir una terrible Guerra Civil.

De entrada es muy llamativa la descripción del estilo de vida de los chicos ricos en los años Veinte: automóviles de lujo, pisos suntuosos, criados, fiestas anegadas en champán hasta la madrugada, algún chute ocasional y mucho baile y mujerío. Las marquesas y las duquesas estaban en su salsa pero en ocasiones (“Hija, por Dios, qué lata”), no podían asistir a alguno de los mejores bailes de la temporada por culpa de otros compromisos previos.

En el curso de unos pocos días ese lujo y disipación se van a trocar por comidas en malas condiciones, agua podrida, camastros repletos de chinches y enfrentamientos contra un enemigo que luchaba por liberar de intrusos su territorio y recurría a  las peores atrocidades para amedrentar al adversario. Y Enrique Meneses  no pasa por alto uno solo de los terrores y miedos de unas tropas que veían multiplicados sus sufrimientos por la incompetencia de los mandos y el ciego egoísmo de unos políticos más ocupados en sus respectivas carreras que en el resultado final de una contienda que parecían dar por perdida.

A pesar de que la literatura relativa a las actuaciones de España en Marruecos es relativamente abundante, está claro que para las autoridades, y en especial para las franquistas, no era un episodio que les gustase airear. Al fin y al cabo, cualquier crítica al Ejército fue un tema tabú durante más de cuarenta años y el propio Francisco Franco, el caudillo invicto, fue uno de los generales directamente implicados en el desastre africano. Su devoción por las tropas nativas que tuvo un día tuvo bajo su mando podía verse reflejado en la vistosa Guarda Mora que le protegió de sus enemigos hasta mucho después de la independencia del Sahara.

Mientras se reponía en hospitales  de la Península de la grave herida en la cabeza sufrida en el curso de la desastrosa batalla por el Monte Arruit, Enrique Meneses dejó constancia por escrito de lo ocurrido durante sus meses de servicio primero en los Húsares de Pavía y el Regimiento de la Princesa y luego en los  famosos Regulares de Melilla, un cuerpo integrado en principio por soldados nativos que podían ser apoyados por españoles encuadrados en el escuadrón de caballería que poseía dicho regimiento. 

Al ya mencionado desinterés por las bellas letras por parte del autor  se une la dificultad de un lenguaje muy de acorde con la época pero decididamente anticuado para el gusto del lector actual. No obstante, la frescura del material narrativo, las vívidas descripciones de los olores, sonidos, miedos y heroísmos son más fuertes que cualquier expresión anticuada o excesiva (sobre todo en lo relativo a los sentimientos patrióticos) pero ello no permite olvidar los magníficos retratos de compañeros y amigos o pasajes tan vigorosos como una carga del escuadrón de caballería de los Regulares, con sus pequeños caballos árabes a galope tendido y ellos en pie sobre los estribos disparando contra el enemigo (pág. 115 de la presente edición).

Una vez repuesto, Enrique Meneses aún tendría tiempo de colaborar en Hollywood con Charly Chaplin, Rodolfo Valentino y demás celebridades de la época, ejercer de corresponsal en España del New York Herald Tribune, refundar la revista de Rubén Darío Cosmópolis o dirigir en París la agencia Prensa Mundial (favorable a la República, por supuesto) hecho que le valió en 1944 una condena a muerte bajo la acusación de haber ejercido cargos políticos. Su hijo, Enrique Meneses Miniaty (muerto en 2013) fue un escritor, reportero y fotógrafo mundialmente conocido.

La Cruz de Monte Arruit

Enrique Meneses Puertas  

Ediciones del Viento

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26 de septiembre de 2019
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Clase ejecutiva

Viajes de trabajo, decimos. Ni rastro del turista que hemos sido en vacaciones. La piel más tenue y azulada alrededor de los ojos, el invariable maletín posado sobre la pequeña maleta de cabina, el teléfono escupiendo mensajes. Se trata de un protocolo universal que se resume en un formato de cola. Para pasar los controles, para acceder a tu asiento, para registrarse en un hotel previa identificación y pago; en definitiva, para demostrar tu inocencia. La cola de la vida te aguarda a deshora. Alguien te echará su aliento fétido sin ser consciente de ello, o hablará a grito pelado, o te pisará y quizá pedirá perdón, o no sabrá mantener la distancia social y querrás ahuyentar su mirada saltona. Verás a personas como tú que anticipan lo que les espera al llegar a destino: la reunión, el almuerzo ruidoso, el hotel con un cubrecama color chocolate que por un instante te encogerá el ánimo.

Cruzas avenidas, palpando el pasaporte, con un paso más enérgico, ¿o no será sólo una zancada extranjera que adoptas cuando estás lejos de casa? Tienes ansias de descubrir algo nuevo, algo que te produzca sensación de provecho, que haga merecer la pena el pasar dos, cinco, siete días añorando tus costumbres. Cuando enlazo varios viajes seguidos, se me adelgaza la voz. Algún familiar, por teléfono, me dirá “qué cansancio sólo de escucharte, no me extraña que estés afónica”. Y por un momento siento la mácula ­heroica del viajero profesional, dispuesto a cumplir su misión a pesar de la ira que acumula su estómago, de las durezas de los pies peregrinos, de un descorazonamiento que te abomba en el pecho, buen conocedor de que el azar anda de puntillas.

Llega un día en que los números de habitación te bailan en la memoria, y, cuando te despiertas a medianoche, no sabes si estás en Rennes o en A Coruña, en la 402 o la 204. Pierdes el dibujo del cuarto, su escena, y aunque te gustaría ser una de esas mujeres de Hopper que esperan, con la maleta ordenada y la ventana azul, sientes cómo el frío de las baldosas entra por los pies y te aturde. Detestas el estatus de viajera frecuente, pero eres capaz de repetir todos los pasos con los ojos cerrados. Has aprendido a apagar la luminotecnia hotelera del cuarto clase ejecutiva , a abrir el agua de cristal en una bisagra a falta de abrebotellas, o a desconfiar de ese café matarratas de hotel que complica aún más la expulsión de tu cotidianidad. Nos lo advirtió el melancólico Pavese: “Viajar es una brutalidad. Te obliga a confiar en extraños y a perder de vista todo lo que te resulta familiar y confortable de tus amigos y tu casa. Estás todo el tiempo en desequilibrio”. Y sí, ese es el verdadero problema: dejar la cabeza en casa, mientras el cuerpo soporta las áreas de turbulencias con un vahído solitario.

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25 de septiembre de 2019
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Ventas

Redúzcase a una tercera parte el sueldo de sus señorías cuando no están gobernando. Verán como hay Gobierno en dos meses 
 
 
Tiene mucha razón el antropólogo Carlos Granés, en su reciente Salvajes de una nueva época, al identificar el así llamado arte actual y la política. Ambos están en constante oferta de fórmulas salvadoras o denuncias radicales, pero solo con el fin de que alguien les compre la mercancía, sea en forma de subvenciones, sea como clientela que acude al espectáculo.
 

Las próximas elecciones tienen algo de reestreno artístico. Se parecen mucho a una cualquiera de las exposiciones de arte actual que tienen lugar en los museos dedicados a este pormenor en cualquier ciudad del mundo. Todas están compuestas por terribles desafíos, denuncias e indignaciones que nadie se toma en serio y sirven para ocupar el ocio dominical de las familias burguesas. Así también vamos ahora a sufrir a unos partidos políticos que tienen que vendernos un material de refrito, algo averiado, y aunque todos sabemos que son una sarta de embelecos y frivolidades, en algo habrá que ocupar el domingo 10 de noviembre.

Granés presenta el ejemplo perfecto de esta confluencia entre arte y política: el golpe de Estado catalán, construido por los publicistas del nacionalismo. Fue una enorme performance que atrajo mucha clientela entre las gentes de clase media y del agro. Acabado el espectáculo queda el problema de desmontar las tiendas, quitar los cartelones y aliviar a los heridos por accidentes circenses. Todos quieren olvidarlo, sobre todo los publicistas. Persisten solo los que no tienen otra fuente de ingresos.

Sí, es una buena idea para evitar absurdos como el de estos meses pasados, tan artísticos como tediosos. Redúzcase por ley a una tercera parte el sueldo de sus señorías cuando no están gobernando. Verán como hay Gobierno en dos meses.

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24 de septiembre de 2019
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Tres Españas o más

A las dos evocadas por Machado, y a esa tercera de la Guerra Civil audazmente propuesta por Andrés Trapiello en su ‘work-in-progress' Las armas y las letras, se suman otras, como si España fuese un cuerpo de miembros infinitos, y eso que aquí hoy no hablamos de los cantonalistas que quieren desmembrar una nación para imponer la suya hecha trizas. En tres libros recientes hay asomos de un país múltiple que se repite a sí mismo en sus antagonismos, en sus ilusiones, en sus condenas, y en los tres me he visto reflejado en una esquina del gran espejo-luna de la realidad española: tener una avanzada edad facilita estos y otros vislumbres del pasado. Javier Padilla, el joven autor de A finales de enero (Tusquets, 2019, Premio Comillas) me solicitó en su día una entrevista, de las muchas que forman la arboladura de su amplia investigación, pese a que yo le advertí por carta que a su primer protagonista Enrique Ruano nunca le conocí, y a los otros dos, Lola González y Javier Sauquillo, íntimos de Enrique y víctimas del atentado de la calle Atocha 55, les traté poco. Pero, como el detective que todo buen biógrafo ha de llevar dentro, Padilla insistió, quizá, he pensado al leer su libro, porque mi reducido testimonio daba una imagen lateral y no política de esos estudiantes de mi edad que conspiraban contra el régimen de Franco, ellos con una militancia programática que yo no tuve y un riesgo que yo apenas sufrí: la imagen de unos comunistas ardorosos que iban mucho, no menos febrilmente, al cine y, en el caso de Javier Sauquillo, que escribía crítica no ideológica en la revista especializada Film Ideal, donde coincidimos en la segunda mitad de la década 1960 poetas cahieristas catalanes, marxistas que no odiaban a John Ford, anarquistas amantes de Mizoguchi y Bresson, y tuvo incluso cabida una facción extrema tildada de marciana por los demás componentes del filmidealismo.

De hecho, Javier Padilla señala en su libro que la pareja formada -tras el vil asesinato de Ruano el 20 de enero de 1969 a manos de la policía franquista- por Lola y Javier, tenía pensado ir al cine, como tantas otras noches, al acabar su trabajo de abogados laboralistas el mismo día de fines de enero de 1977 en que la banda fascista irrumpió en el despacho de Atocha y acabó con la vida de Javier y otros cuatro compañeros, arruinando irremediablemente la de Lola, malherida y privada de los dos hombres que amó. Una mujer luminosa ensombrecida por los acontecimientos, para quien, y esto lo cuenta muy bien el autor, el dogma político nunca abandonado era no sólo una firme militancia personal sino un modo de pertenencia al universo que unía a esos tres amigos del alma y los cuerpos. Fidelidad a dos credos, la revolución comunista y el poder liberatorio del séptimo arte, que experimentaba en esa época una trascendental refundación del lenguaje fílmico.

A finales de enero reconstruye con solvencia y algo de suspense los terribles tejemanejes de las dos conspiraciones, la de los policías de la Brigada Social manipulando al portero de la finca donde se produjo la muerte de Ruano, y la de los matones de extrema derecha, quizá ambas improvisadas y tan chapuceras como letales. El Epílogo mezcla el perfil político y sentimental de los tres camaradas con una contundente estampa elegiaca en la que los criminales supervivientes aparecen, en años aún recientes, promovidos a cargos oficiales, condecorados, fugados con facilidad de cárceles y fronteras. A ello, Javier Padilla añade en su Coda una sugestiva antinomia respecto a Lola González, que sobrevivió a sus dos novios sucesivos hasta su confusa muerte en otro fin de enero, el 30 del año 2015; ella sería una heroína trágica de novela rusa, y las dos amigas y correligionarias marxista-leninistas de aquel tiempo amargo que aparecen frecuentemente en el libro, Manuela Carmena y Cristina Almeida, serían personajes de novela decimonónica de aprendizaje y apertura al mundo en la tradición alemana tardo-romántica. La distancia que separa las aspiraciones brutalmente truncadas de Lola del logro efectivo que estas dos valerosas mujeres han representado en nuestro país.

Novela de ascenso y caída, más que de formación, fue la de los Panero, contada con uso de metáforas y algún sobrentendido en la obra maestra de Jaime Chávarri (El desencanto, 1976) y por Ricardo Franco (Después de tantos años, 1994), y ahora plasmada por el periodista Aaron Shulman en un biopic de grupo, The Age of Disenchantments (Ecco Press, 2019). Fascinado por esta familia de la que no llegó a conocer a ninguno de sus componentes, Shulman escribe su voluminoso libro para un lector norteamericano medio que poco ha de saber de la historia española contemporánea, por lo que su empeño, compendiar las vidas íntimas y literarias de varias generaciones de Paneros ancladas en un cambiante paisaje político y moral se hace, leído aquí, prolijo y superfluo; la macla de unos seres singulares y un trasfondo común no acaba de funcionar. Shulman, que se ha informado bien pero incurre a menudo en un inglés hinchado y grandilocuente, traza un buen retrato del mayor y más formidable histrión de los hermanos, Juan Luis, escapándosele, creo, Leopoldo María, el gran poeta de la familia y de mi generación, y la persona más inteligente que yo haya conocido en mi vida, hasta que el electroshock y los manicomios le desbarataron. Michi (José Moisés), el pequeño y el que murió más prematuramente de los tres, ha tenido, quizá por ello y por sus encantos personales, no seguidores (estos van a raudales a Leopoldo María) sino exégetass póstumos, siendo "un chisgarabís que se valía de la frivolidad para no pasar desapercibido", como le describe ácida y acertadamente Caballero Bonald en un breve aparte de su extraordinario libro de semblanzas Examen de ingenios.

En la vida real, en el cine (aunque sólo alcanzó a salir en la película de Chávarri), y también en el libro de Shulman, quien más brilló y aún brilla casi treinta años después de su fallecimiento es Felicidad Blanc, esposa del poeta del régimen y madre de los tres díscolos; la elocuencia de sus palabras y su melodiosa vocalidad, entre doliente y burlona, quedaban muy patentes en el film de Chavarri y Shulman, que ha leído todo o casi todo lo escrito por ella y sobre ella, capta y trasmite los muchos perfiles de esta mujer fuera de lo corriente (aunque el punto de comparación con Gertrude Stein no parece muy atinado).

En septiembre de 1983 media docena de señoritas exuberantes y vestidas de una gala desproporcionada recorrieron, sin caerse ninguna de sus altísimos tacones de aguja, la alfombra roja del Festival de cine de San Sebastián, donde se presentaba fuera de concurso la película de Antonio Giménez-Rico Vestida de azul. No eran estrictamente mujeres, sino varones en distinta fase de reconstrucción femenina, un proceso y una voluntad que todas ellas anhelaban y explicitaban con convincente determinación ante la cámara de este insólito y valioso docudrama verídico. Casi cuarenta años después de haber sido gestado y realizado, el film de Giménez-Rico es el objeto central del libro de la periodista Valeria Vegas (Dos Bigotes, 2019), un exhaustivo e instructivo cómputo del tema de la transexualidad en el cine español, que resulta haber tratado el asunto con asombrosa profusión. Vegas acompaña su estudio de reportajes y entrevistas, entre otras con el director del film y alguna de las supervivientes de aquel grupo de lo que en aquel tiempo aún se llamaba travestis; el término transgénero no existía, y género se aplicaba solo al western o al terror, y, fuera de la pulp fiction y la serie B, al producto guardado en las trastiendas.

Recuerdo muy bien esa noche, no sólo por el atrevido carácter de la película, que no he vuelto a ver desde su estreno, sino porque, capitaneados por un galanteador Guillermo Cabrera Infante y su no menos favorable comandante Miriam Gómez, algunos de los escritores que participábamos en unos coloquios sobre Cine y Literatura paralelos al festival entablamos conversación con dos de las "chicas de azul", Eva y Nacha. De aquel encuentro y la velada posterior conservo, además de las fotos festivas con ellas, Fernando Savater y Leopoldo Alas, compañeros de farra, la impresión del descubrimiento de una identidad que hoy nos resulta ya consuetudinaria (mientras la Santa Alianza de Ciudadanos, PP y Vox no lo tuerza) y cobra su lógica carta de naturaleza por doquier. Llamativas en su atuendo de fiesta y desbordantes en su físico, esas chicas, y en concreto Eva, a la que volví a ver, rebajado un poco su glamour, después de San Sebastián, no tenían vocación de cabareteras y mucho menos de jineteras, aunque la difusa línea de sombra entre el cabaret, el transformismo y la exhibición de "cuerpos divinos" fuese para la mayoría de ellas, por aquel entonces, el único recurso. He sabido por el libro de Valeria Vegas que Eva murió joven de cáncer, en el año 2006, plenamente aceptada por su entorno familiar del pueblo albaceteño donde había nacido, aunque sin poder asistir a las transformaciones legales y sociales de la personalidad transexual, ella que no buscaba hacer de su metamorfosis un espectáculo sino una forma de vida integrada. Es muy curioso, o no tanto, que el cine, como un espejo que nos acompaña en el camino, de fe, inspire o haga posibles estas Españas viejas y nuevas en las que el fracaso de unos y el dolor de otros abren las puertas del futuro de todos.

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24 de septiembre de 2019
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Lo superficial

Vivimos tiempos de preciosas superficies. Se dejan acariciar, lacadas y brillantes, o trenzadas y rústicas. Son vistosas, pero cuando quieres penetrar en ellas, conocerlas más allá del primer roce, no hallarás ni una gota de agua, porque debajo habita la nada.

Una tiene la sensación de habitar un lugar de cartón piedra donde casi todo es intercambiable. La palabra dada acaba a menudo traicionada, no solo en la política, también en las juntas directivas, las redacciones, en los patios y en los círculos sociales. Se debe a su baja cotización: la verborrea se desliza ligera, igual que si cabalgara sobre una cinta rodante. Hasta el punto de que quienes quieren consolidar el valor de la palabra repiten: “siempre, todo por escrito”.

“Vengaré mi raza” se dijo la escritora Annie Ernaux, hija de tenderos-taberneros, quien al recoger el premio Formentor 2019 el pasado viernes, mostró con qué profundidad ha buceado en su vida, etnóloga de sí misma, capaz de sumergirse hasta el fondo de la realidad y de su transfuguismo social. Ernaux recordaba en su discurso de recepción del premio el día en que le regaló un jarrón de opalina a su madre, un presente que le provocó un ataque de risa nerviosa: no sabía donde colocar aquel delicado objeto ni tenía idea de su valor. Un choque de clases dentro de la propia familia.

“De los cambios de las mujeres en los países árabes, vemos sólo la superficie”, me confiesa Joumana Haddad, escritora y activista libanesa. También participó en les Converses literàries y enfatizó acerca de lo absurdo de celebrar que las féminas puedan por fin conducir en Riad cuando en realidad no se les dispensa ningún tipo de respeto. “Cada vez que una se escapa de su yugo y llega a Europa, lo celebro” me dice. Haddad acaba de publicar en nuestro país La hija de la costurera (Random House Mondadori) donde evoca el oficio de su abuela y su madre, quien la empujó a formarse y aprender idiomas –habla siete–,como única salida posible.

Haddad ejemplifica la voluntad de profundizar en su cultura, comprender por qué aún tienen que distinguirse con ese velo convertido en seña de pertenencia -o, mejor dicho, de sumisión- en estos tiempos tan instagrameados que celebran el fashion hiyab como signo de liberación. “Llevan las cabezas cubiertas, pero unos leggins tan ajustados que apenas pueden andar”.

Banalidad que se mueve golpe de ocurrencia, y una vez viralizada se convierte en categoría de papel de fumar. Poco basta para satisfacer a los llamados influencers , que en verdad no demuestran más que su facilidad en ser influenciables. Una popular instagirl , me alertó de que sólo leía autoayuda, y se sinceró: “Los libros que me mandan a casa , y que son muchos, los dejo en la calle”. Le agradecí el aviso.

Lo superficial no necesita maceración ni vuelo. Basta un eslogan provocador, unas buenas uñas de colores, una simple pancarta y una mentira repetida hasta la saciedad, esa basura imposible de reciclar.

 

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23 de septiembre de 2019
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El ángel del olvido

 

 

 

Carintia es un estado federado (bundesland) situado en el sur de Austria. Posee una importante minoría eslovena. Como ocurre con gran parte de las naciones de la gran Península de los Balcanes, la histortia de Carintia es larga, compleja y no exenta de violencia. Con la anexión de Austria por parte de Alemania en 1938, acto de guerra consumado con el beneplácito de gran parte de las autoridades y la población austríaca, se abrió para Carintia un periodo particularmente doloroso y difícil porque en la lucha contra el invasor jugó un papel muy importante el movimiento partisano decisivamente apoyado por las fuerzas comunistas de Eslovenia que al término de la II Guerra Mundial se hicieron con el poder tanto en la propia Eslovenia como en la serie de naciones integradas en la entonces recién creada Yugoslavia.

Al igual que ocurría al mismo tiempo en la Francia ocupada, cada acción bélica o de sabotaje llevada a cabo por los partisanos provocaba una brutal represión dirigida sobre todo contra la población civil y en especial contra las familias de los presuntos autores del hecho. Esa represión daba motivo a una escalada de represalias no menos cruentas y que provocaban castigos aun peores perpetrados por agentes de la Gestapo con ayuda de la policía local.

De todo ello habla la presente novela. El aspecto más destacable de la misma es el cuidado que pone la narradora en el transcurso del largo, desconcertante y muchas veces difícil proceso de conocimiento por parte de una niña que no vivió los peores y más traumáticos sucesos ocurridos durante la guerra, pero de los que poco a poco, y según crezca, se irá haciendo consciente, siendo cada vez más capaz de asumir como propio el entramado de odios, resentimientos y afán de venganza que todavía condicionan a los habitantes de Eisenkappel-Vellach, la aldea natal de una autora que no oculta en ningún momento que está utilizando su propia biografía como material literario.

Instintivamente, y porque intuye que sus padres están todavía demasiado condicionados por el pasado, la niña se pone del lado de la abuela, una verdadera fuerza de la naturaleza que si fue capaz de sobrevivir a las miserias y horrores de la guerra ahora, en plena posguerra, continúa mostrándose muy por encima de las circunstancias.

Poco a poco, y según vaya creciendo, la narradora irá conociendo la actuación y el grado de implicación de sus familiares y vecinos en unos hechos cuyo recuerdo todavía les tortura y condiciona sus vidas.

Como todo testimonio de primera mano, El ágel del olivido (una entidad celestial a la que acuden los habitantes de Eisenkappel igual que en otras latitudes se venera al Cristo de la buena muerte) aporta una visión personal y emocionada de uno de los muchos rincones olvidados de la Europa actual.

Maja Haderlap

El ángel del olvido

Traducción de José Aníbal Campos

Periférica

 

 

 

 

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18 de septiembre de 2019
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Al rescate

Cuando el lenguaje económico entra en un salón de belleza, admites una vez más la existencia de unos extraños y universales vasos comunicantes que acortan la distancia entre el mundo exterior y el interior. Así ocurre con el término rescate, que hoy ocupa un lugar predominante en los mensajes del marketing cosmético. Piel y cabello, barridos por los estragos de la polución y el sol, precisan una reparación de emergencia, piden a gritos un renacer. La jerga de la seguridad siempre ha tenido efecto como reclamo publicitario: del tan manido SOS al “factor de protección total”. Hidratación, nutrición, reconstrucción del folículo... todo ello prometen las mascarillas y tratamientos que se venden con la etiqueta rescue. Fueron las arcas desplumadas de la crisis del euro quienes gritaron primero a pleno pulmón la palabra rescate. Resumía a la perfección la debacle, y además le añadía literatura al valor del vil metal.

El malestar social no tiene atajos. El consumo de antidepresivos sigue creciendo, y son muchos los que se plantean tomar una pastilla de por vida para poder dormir o para no deprimirse tanto. Apenas recuperados de la anemia global que adelgazó todos nuestros sueños de grandeza, se anuncian los vientos de un nuevo ciclón financiero. Y un ambiente de desconfianza se extiende de nuevo, provocando una ola generalizada de ansiedad: fueron más de siete años de vacas flacas y todavía no habían llegado las gordas.

Queremos que nos rescaten. Y no sólo los champús que devuelven elasticidad y brillo a nuestro pelo, también los políticos decentes y flexibles, los profesores vocacionales capaces de inculcar pasión y conocimientos, los médicos que antes de reñirnos escuchan, los conductores de taxi –o VTC– que preguntan si la temperatura está a tu gusto... Que nos rescaten del exceso de las pantallas y de tantas palabras vanas, del ruido visual –leer online se ha convertido en una montaña rusa de líneas entre anuncios coloridos–, de la burocracia estéril, de la saturación de repeticiones, del “lo miraremos con cariño”.

Pero no son sólo bancos y exfoliantes quienes exploran la diferencia entre ser rescatadores o rescatados. Mucho se alentó desde el cine de Hollywood la figura del salvador, en la mayoría de ocasiones un hombre capaz de matar polillas y rinocerontes, de reemplazar un presente mediocre por un futuro soleado. Pero ese ideal de pseudopríncipes que escalaban fachadas y balcones fue aniquilado una vez que generaciones enteras de mujeres despertaron de la ingenuidad romántica y supieron que sólo ellas podían salvarse a sí mismas. ¿Quién nos rescatará si no es nuestro propio abrazo?

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18 de septiembre de 2019
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Tenorio

Como se comprueba en los cinco dramas editados por Carmen Becerra, el mito del seductor tiene una diferencia esencial frente a los babosos tipo Oliver Stone o Harvey Weinstein
 

¿Cómo juzgarán hoy en día algunas mujeres a ese personaje secular, Don Juan? ¿Con mayor severidad que antaño? No estoy seguro. Según Carmen Becerra, autora de un interesante prólogo a la edición de cinco obras sobre el celebrado sinvergüenza (El mito de Don Juan, Biblioteca Castro), la evolución del personaje a lo largo de dos siglos, desde Tirso de Molina hasta Espronceda, nunca es complaciente. O bien se le condena a los fuegos eternos o bien se le ajusticia, pero nunca hay benevolencia. En el mejor de los casos, el Don Giovanni de Mozart y el poema de Espronceda, el diabólico personaje es malvado por desorden mental y acoge el castigo con entusiasmo. El Comendador le evitará a don Giovanni tener que fatigarse hasta la extenuación seduciendo doncellas a una edad inadecuada. Ese era también el contenido del Casanovade Fellini, un viejo seductor obligado a mantener el tipo, como un pistolero del Oeste tenazmente desafiado, harto ya de sí mismo y de las mujeres.

Como se comprueba en los cinco dramas editados por Carmen Becerra, algunos perfectamente desconocidos (¿quién ha leído La venganza en el sepulcro de Alonso de Córdova?), el mito del seductor tiene una diferencia esencial frente a los babosos tipo Oliver Stone o Harvey Weinstein y es que, en realidad, lo que les gusta no es el sexo con mujeres, sino la transgresión por y en sí misma. Son verdaderos parientes del Don Juan de Byron y otros románticos burgueses fascinados por el mal. Unos tipos abnegados, en su condición de malvados profesionales, que no tienen más remedio que rebelarse todo el santo día, negar, insultar, hostigar, transgredir y demás cualidades que actualmente exhiben al completo los artistas subvencionados y los niños antisistema.

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17 de septiembre de 2019
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Fragmentos de un espejo roto

La independencia de las provincias de Centroamérica fue proclamada el 15 de septiembre de 1821 en el Palacio Nacional de Guatemala, en una encerrona de próceres temerosos del futuro que se apresuraba delante de sus ojos. Guatemala era entonces asiento de la Capitanía General, desde donde se gobernaba el destino de seis provincias, contando Chiapas, las que, tras el derrumbe silencioso del gobierno colonial, no volvieron a avenirse nunca, dominadas por las discordias entre liberales y conservadores.
 

En Centroamérica, desde entonces un traspatio, la independencia llegó como una carambola, después que en otros países del continente, México, Venezuela, Colombia, Argentina, Chile, culminaban, o estaban por culminar, las grandes epopeyas bélicas que dieron a la historia latinoamericana nombres como los de Miranda, Bolívar, San Martín, Sucre, O´Higgins.

Hay distintas maneras de contar la historia, y por tanto, de fijar las fechas de las celebraciones. Las bisagras del impero colonial comienzan a aflojarse en 1808, cuando España cae bajo la férula del imperio napoleónico y en América, gran paradoja, la chispa de la independencia se enciende con proclamas de defensa de la legitimidad del reinado de Fernando VII, depuesto por los franceses. El Cabildo de Caracas, para dar un solo ejemplo, se proclama como la "Junta Suprema conservadora" de los derechos de aquel monarca tan dual, al que la historia llama indistintamente "El Deseado", y "El rey felón".

Tras la proclama de la independencia, los próceres tenían el oído puesto en el destino de México, el vecino poderoso de entonces, y pocos meses después de la firma del acta oficial del 15 de septiembre de 1821, temerosos de quedarse solos, corrieron a anexar a las recién independizadas provincias al imperio de Agustín de Iturbide, que no tardó en fracasar. Chiapas se integró a México independiente en 1823.

La independencia centroamericana cayó como una fruta madura del viejo árbol colonial. Fue el resultado de un trámite burocrático confuso, aceptado en algunas de las provincias, rechazado en otras; o, como ocurrió en León, Nicaragua, la dualidad: las autoridades suscribieron el "acta de los nublados", que proclamaba la independencia de España, "hasta tanto que se aclaren los nublados del día".

El acta del 15 de septiembre lleva a la cabeza la firma del Capitán General don Gabino Gaínza, quien no hacía sino cambiar de casaca. De gobernador español, pasaba a jefe del gobierno independiente, y los firmantes que concurrieron con él, tenían, en su mayoría, una impecable hoja al servicio de los intereses coloniales, ya agónicos para entonces en todo el continente.

En el primer punto del acta se explica, con diáfana claridad, la razón fundamental para que aquellos que representaban el poder de la corona se lo transfirieran a ellos mismos convertidos en autoridades republicanas. Ese primer punto dice, de manera textual, que se declara la independencia "para prevenir las consecuencias, que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo". Más claro no canta el gallo de la historia.

Sin embargo, si el acta del 15 de septiembre se firmó sin costo de sangre, alentó las disensiones y las disputas intestinas. La sangre habría de derramarse abundantemente después en continuas guerras intestinas entre criollos y mestizos, que buscaban mantener viva la nueva República Federal proclamada en 1824, y los conservadores monárquicos, que rechazaban la federación como un plan de los francmasones. Y estas guerras vinieron a sellar nuestra suerte definitiva: la de ser, hasta ahora, pedazos sueltos de un todo común. Una frustración que no cesa.

El verdadero prócer de este sueño imposible que se llama Centroamérica, fue el general Francisco Morazán, empeñado a lo largo de una década en unir los fragmentos dispersos y darle a la región una entidad política federal, hasta que murió fusilado en Costa Rica en 1842. Luego, cada pequeño país cogió su propio camino.

Desde la independencia hemos vivido bajo la regla de oro que Giuseppe de Lampedusa expresa en El Gatopardo, muy siciliana y muy universal: "si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie..."

Casi ya dos siglos de historia independiente en una región fragmentada, y tantas veces olvidada, que se sitúa lejos de cualquier asomo de entidad o unidad política, y donde los vínculos geográficos, históricos y culturales, resultan siempre apartados por intereses espurios; una crónica cortedad de miras, que en pleno siglo veintiuno deja la modernidad, que implica el desarrollo integral y la justicia social, en una lejana quimera.

La pregunta de si somos una nación, o queremos serlo, ni siquiera está planteada. Los discursos retóricos y demagógicos sobran. Los organismos de integración son decorativos, un parlamento, una corte de justicia, tal como si para construir una casa se comenzara por el techo, sin tener primero los cimientos.

En lugar de próceres, como Morazán, lo que hemos tenido son ilusionistas de oficio. Y continuamos mirándonos en los fragmentos de un espejo roto.

 

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17 de septiembre de 2019
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Cuando el pacifismo es coartada

Me he referido aquí en varias ocasiones al filósofo francés Jean Cavaillès detenido por la Gestapo en agosto de 1943, torturado, encarcelado en Fresnes, finalmente fusilado el 17de enero de 1944 en la ciudad de Arras y sepultado en la designada "fosa número 5" bajo la inscripción "Desconocido". Jean Cavaillès fue acusado entre otros cargos de actos de sabotaje contra las tropas de ocupación, lo cual era hasta tal punto cierto que, en un artículo de homenaje, el físico francés Etienne Klein se refiere a él con el juego de palabras "Un filósofo explosivo".

El padre de Jean Cavaillès era oficial de carrera y de hecho la infancia y adolescencia del futuro pensador transcurrió en un entorno de militares. Ello no le impidió considerarse siempre un pacifista. Pero pacifista no significa anti-militarista. Cavaillès tenía muy claro que la disciplina militar es susceptible de estar al servicio de muy diferentes causas. Ser antibelicista como Cavaillès no debería impedir (¡al contrario!) la clara conciencia de que en determinadas situaciones (así la de una Francia bajo la doble bota del fascismo alemán y del régimen colaboracionista de Pétain)...tomar las armas era una exigencia ética. Pues bien:

El amigo de Cavaillès, asimismo filósofo y también fusilado por actos de resistencia Albert Lautmann, en sus años de estudiante participa también de un sentimiento anti- belicista, en su caso en razón de sus simpatías por el socialismo francés. Sin embargo, hijo de mutilado de la primera guerra, sabía que en determinados momentos el pacifismo podía servir de coartada para la cobardía y de ninguna manera estaba dispuesto a que este caso de indignidad fuera el suyo. De ahí que en 1938, lúcidamente inquieto por la amenaza fascista, sigue los cursos de formación de oficiales.

Al estallar la guerra, tras colaborar en una acción en la que son derribados siete aviones alemanes, vive la derrota del ejército francés en la primavera de 1940, es hecho prisionero e internado en uno de los campos para oficiales denominados Oflag (Offizier-Lager) y distinguidos entre ellos por números romanos que correspondían a la región (alemana o anexionada) en la cual se encuadraban. El de Lautmann era el número IV en Silesia, del cual se evade en 1941.

Integrado en la resistencia, entre otras tareas se ocupa concretamente de facilitar contacto, vía España, de personas de diversas nacionalidades que colaboran con el ejército secreto. Arrestado por la Gestapo en razón de un chivatazo en mayo de 1944, es fusilado en agosto de 1944 en Camp de Souge en las proximidades de Burdeos, dónde cayeron 256 prisioneros, víctimas de los soplones de la policía de Vichy tanto o más que de las rafias de los ocupantes alemanes.

Albert Lautmann se ocupó entre otras cosas de la relación entre la realidad matemática y la realidad física, esbozando sus primeras hipótesis en su libro "Las matemáticas, las ideas y lo real físico". La realidad física nos interpela en tanto meramente humanos. Ello desde que un niño constata con rabia esa necesidad natural, esa tozuda irreductibilidad que impide alzarse del suelo. Pero nos interpela también la realidad social, desde el momento en que ese mismo niño constata que le es vetado apoderarse del deseado fetiche de su compañero de juegos (mientras que eventualmente la recíproca no se cumple).

Irreductible a la voluntad, la naturaleza es quizás sin embargo accesible al conocimiento, a una observación desinteresada, a lo cual nos conduce simplemente el amor al lenguaje y a sus frutos. Pero el amor al lenguaje pasa también (y quizás sobre todo) por intentar apuntalar las condiciones sociales que favorecen la eclosión de ese mismo lenguaje, y no dándose las mismas en la sórdida cotidianidad de la Francia del general Pétain, Albert Lautmann no entrevé otra actitud digna que el compromiso con la resistencia.

De haber sobrevivido a la ocupación de su país, muy probablemente Lautmann habría llegado a ser sido un puntal en esa metafísica sustentada en la ciencia que en nuestros días está constituyendo, una verdadera resurrección de los orígenes jónicos de la filosofía. Pero como Kant dejó sentado (al extender la filosofía crítica de la razón pura cognoscitiva a la razón práctica), la exigencia del espíritu va más allá del deseo de conocer. Tomando corajudamente una vía que le llevaría al pelotón de fusilamiento Albert Lautmann dio otra prueba inequívoca de entereza filosófica.

Si vuelvo a traer a colación la envidiable envergadura de estos dos pensadores es por mostrar mi desasosiego cuando escucho discursos en los que se proclama sin más, con toda generalidad (¡y desde luego a precio nulo!) la equivalencia entre posiciones antibelicistas y rechazo de la condición de militar. Estar en contra del belicismo imperialista no debería impedir (¡al contrario!) la clara conciencia de que en determinadas situaciones (así la de una Francia bajo la doble bota del fascismo alemán y del régimen colaboracionista de Pétain)...tomar las armas es una exigencia ética.

 

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17 de septiembre de 2019
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El Boomeran(g)
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