Francisco Ferrer Lerín
Vuelvo a las alturas. A una gran terraza. La que rodea una vivienda lujosa de la última planta de un imponente edificio. Me muevo con total desparpajo, conocedor del terreno, experto en el manejo de llaves y contraseñas. Dos niños ricos, pulidos, quizá uno de ellos yo mismo, el otro mi primo Gonzalo, se suman a la prospección, juntos recorremos el inabarcable enclave, inmenso, lleno de recovecos. Y en uno de ellos, en un saliente orientado al Sur, sin apenas antepecho, experimento de nuevo la necesidad de lanzarme a volar, la necesidad de regresar a esa etapa de mi vida, en la que, quizá por ansia de notoriedad, sobrevolaba planeando la rutinaria masa humana, e incluso, en algunas ocasiones, abordaba singladuras arriesgadas, aleteando con fuerza y recorriendo espacios considerables, para luego, al despertar, sentir un dolor agudo en los codos, en los hombros y en especial en el esternón, la quilla de las aves, donde se insertan los poderosos músculos pectorales que permiten mover con vigor las alas y mantener los brazos extendidos sin excesivo esfuerzo. Y, de repente, allí, en esa vasta azotea, la veo a ella, una mujer de rojo tumbada en una chaise longue, una mujer provista de unas maravillosas gafas de sol, las más bonitas que nunca viera, y me dirijo a ella no sé si para decirle que había estado a punto de volver a la práctica de vuelo y que ella, el hecho de descubrirla a ella, me había salvado, pues yo, de modo evidente, ya no era el mismo, había ganado peso, mucho peso, o, simplemente, para decirle que me encantaban sus gafas, su vestido rojo y su sonrisa fosilizada, común en los cadáveres delgados expuestos a la intemperie durante más de quince días.