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El diablo en la cocina

Por 3 de febrero de 2020 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

 

El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, se hallaba indignado tras descubrir la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres. Entonces escribió una brevísima nota para el poeta y, muy al estilo británico, se la dejó con el conserje de su club: "Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]".

El agraviado demandó por injurias al marqués, y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra él al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading. Un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra del homosexualismo como desviación de las leyes de la naturaleza y, por tanto, como vicio y pecado capital.

En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que, durante la vista del juicio, Wilde sufre de parte del abogado acusador acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y el arte de cocinar salta de por medio:

"¿Cocinaba él mismo?", pregunta el abogado. "No lo sé", responde Wilde, "nunca he comido en su casa". "¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?", insiste el otro. "No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente… cocinar es un arte". Y el público congregado en la sala ríe. 

Para el abogado, tanto como para el público que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un homosexual, o al menos un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar; a callar, y a obedecer. 

El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión, una más de las necesarias cualidades de la perfecta casada; y aunque Fray Luis de León advierte que "grandes vicios son los del comer y beber", considera que más lo son aún "la afición excesiva del aderezo y afeite, porque, para satisfacer al gusto, la mesa llena basta y la taza abundante; más a las aficionadas a los oros, y a los carmesíes, y a las piedras preciosas, no les es suficiente ni el oro que hay sobre la tierra…" 

La palabra cuque, el cocinero varón, un anglicismo como tantos en la lengua tan híbrida de Nicaragua, implicaba burla solapada, y desprecio. Quizás en los barcos de vapor que surcaban el Gran Lago en travesías de veinte horas, la presencia de un cuque se justificaba, pero no en tierra firme. Y las primeras en rechazar esa presencia, o burlarse de ella, eran las cocineras, mujeres robustas y mandonas, dueñas absolutas de las cocinas, y quienes proclamaban la incompatibilidad de los sexos en los asuntos culinarios.

Por eso es que en mi infancia me mantuve lejos de la cocina, expulsado apenas osaba asomarse; la cocinera, convertida en guardiana implacable, me amenazaba con el cucharón en la mano. Y por eso es que me convertí en un cocinero teórico, que es como me califica mi mujer, alguien que habla con gusto de la cocina, conoce a fondo los registros de los sabores, puede describir los ingredientes de un plato y los pasos necesarios para mezclarlos, pero fracasaría a la hora de meter las manos. El machismo me sacó de la cocina.

Aunque quizás no deba exagerar tanto. En casos de extrema necesidad, como, por ejemplo, cuando me ha tocado vivir fuera de Nicaragua, he cocinado con algún éxito, en Berlín, en Los Ángeles, en Cambridge, mi mujer ocupada en clases de pintura, o de idiomas; apartamentos pequeños donde no hay sino pocos pasos entre la mesa de escribir, la cocina, y la mesa de comer. Y he aprendido, también, y que no desmerezca, a lavar los platos.

En Berlín, en los años setenta, un amigo venezolano que había estudiado música en la Academia de Santa Cecilia, y había terminado estirando la masa con el bolillo en una pizzería en Roma, me enseñó a hacer pizzas, empezando por la masa, el principal secreto hacerle crecer al calor del aparato de la calefacción.

E intentaba también, por pura nostalgia, la muy nicaragüense sopa de mondongo, para agasajar a los compatriotas que nos visitaban los domingos y que estudiaban, la mayoría, en la Universidad Técnica de Berlín. El carnicero me miraba extrañado cada vez que iba por los cinco habituales kilos de mondongo, hasta que no se resistió y me preguntó cuántos perros tenía, pues los berlineses no conocen, como alimento humano, las delicias de los callos.

Hoy nadie discute que la cocina es un arte, y los grandes chefs no sólo son artistas reconocidos, sino científicos que experimentan la deconstrucción de sabores en complejos laboratorios, como el célebre Ferrán Adriá, o tienen tanto prestigio, como Gastón Acurio, para que su nombre suene como candidato presidencial en Perú.
Hay que acordarse siempre, en fin, de Balzac, cuando dice en su Fisiología gastronómica, que "todos los hombres comen, pero son pocos los que saben comer. Todos los hombres beben; pero menos aún son los que saben beber. Hay que distinguir entre los hombres que comen y beben para vivir, de los que viven para comer y beber…"

 

 

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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