Hacia el final de los años ochenta, una computadora envidiable tenía un disco duro de más o menos veinte megabytes. Pasada la mitad de los noventa, se hablaba comúnmente de memorias de más de un gigabyte. No imaginaba uno qué tantas cosas podría llegar a guardar para colmar tamaño vacío informático. Hoy día, las nuevas computadoras vienen equipadas con discos internos de cientos de gigas, y externos que tranquilamente llegan al terabyte, hasta hoy auspicioso con su millón de megas. Nada que no se pueda uno gastar en almacenar música, fotografías y video. Una vez instalados en la imagen de alta definición, ya hay quienes hacen cálculos en petabytes, inclusive exabytes. Cada uno de estos últimos, equivalente a un millón de teras.
Hace veinte años, los archivos se almacenaban en floppies en los que con trabajos cabían más de seiscientos kilobytes. Bastaba, sin embargo, un solo floppy para guardar entero el sistema operativo, más el procesador de palabras, más una buena cantidad de archivos. Hoy día, serían necesarios casi ocho mil de aquellos discos blandos para guardar la información que cabe en un dvd-rw, y más de ochenta mil para albergar los bytes que contiene un blu-ray. No vayamos más lejos, ¿quién recuerda la última vez que compró un diskette?
Todavía conservo la cámara Sony Mavica donde guardaba, en un diskette de 1.4 megabytes, entre treinta y sesenta fotografías, que para asombro de mis amistades podía enviar por e-mail desde cualquier café internet. Solamente hay que ver esas fotos horrendas que hace cinco años todavía tomaba para creer que provienen de 1950. Tal vez no sea ya el tiempo, sino el progreso quien insiste en descontinuarnos igual que a todas esas que de pronto llamamos cantidades imbéciles.
Imaginar el porvenir podría ser tan simple como plantar el último de los Ipod Nano al lado de un diskette como el de la Mavica. O de su equivalente en capacidad, que sería algo así como once mil quinientos diskettes. Más de cincuenta metros de rebanadas de plástico apiladas como tortillas. Mirando entonces diez o quince años adelante, imaginemos un disco duro externo de un exabyte. Tiene el tamaño del TimeCapsule de un tera, pero le caben un millón de ellos. Que ahora mismo costarían algo así como quinientos millones de dólares. ¿Cuánto tiempo tendrá ya que pasar para que al exabyte lo reemplace el zettabyte, y a éste el yottabyte, que como es natural incluye en su interior un millón de exabytes?
Traduciendo de nuevo al arcaísmo presente, un yottabyte hospeda el contenido aproximado de veinte millones de millones de discos blu-ray. No puedo imaginar para qué science fucktion podría llegar a precisar un yottabyte, pero temo ya la hora en que ni siquiera eso parezca suficiente; cuando se ofrezcan nuevos prefijos binarios y la gente se ría de los yottabytes con la clase de sorna olvidadiza que hoy provocan los floppies y sus miles de bytes y los días sin mouse y esas letritas verdes en la pantalla negra comerretinas. Si no recuerdo mal, recién se había inventado la rueda.


El capítulo canino ha suscitado muchos chistes. Cuando empezó el declive y le abandonaban los consejeros y asesores a puñados se rió de sí mismo evocando el momento en que sólo le quedaría a Barney en la Casa Blanca. Barney es su primer perro presidencial, un fox terrier negro. Entre sus hazañas más celebradas se cuenta el mordisco con que regaló hace bien poco a un periodista, esos seres tan hostiles a su dueño. Es muy improbable que el príncipe de los perros americanos haya recibido un zapatazo con ocasión de una travesura o de un mordisco, como suele ocurrirles a los perros plebeyos. O a su propio dueño, George, este pasado fin de semana, así premiado por su mal comportamiento con los árabes. 

Muy dotado para los discursos, para los parlamentos, incluso sin hacer uso del punto ni la coma cuando se está expresando verbalmente. Buen poeta, excelente divulgador. En su último libro Biblioteca de clásicos para uso de modernos, nos recuerda ésta emocionante historia de belleza, justicia y debilidades:



‘Cuando uno camina por un salón detrás de Jay-Z o J-Lo, puede ver cómo las caras de todos los presentes se iluminan y el foco del lugar gira hacia ellos concediéndoles toda la atención. Lo mismo pasa cuando uno entra a un lugar con un bebé: todas las caras explotan de alegría y todos los ojos se vuelven hacia el pequeño', escribió.