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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Coronación

La república más moderna, más potente, más pura, debía dotarse de un ritual que rivalizara con las antiguas consagraciones monárquicas. De ahí esta ceremonia de hoy, que supera los ritos que ya casi desaparecieron de las testas coronadas arrodilladas ante el Dios de donde surgía su poder, bajo palio, entre el incienso y al ritmo de himnos sagrados, acompañados, vigilados y tutelados por los sacerdotes y pontífices de la única religión verdadera. Eran ceremonias donde se producía una operación de orden simbólico, por la que se transmitía el poder desde su origen a quien lo ejercía.

En Washington,la divinidad es el pueblo y el sumo sacerdote es el presidente del Tribunal Supremo, pero la ceremonia tiene idéntica función. La fiesta es una enorme misa popular en la que se celebra la relación directa entre el soberano y quien lo encarna, el pueblo y el presidente: juramento, discurso, desfile, banquete y bailes populares sirven para balizar y representar en una sola jornada, la misa de un día entero, esta relación estrecha, también física, entre el Presidente y los ciudadanos, que se concreta en el juramento del pacto de soberanía, las reglas de juego a las que se someterá el gobernante.

Estados Unidos es una república presidencial, en la que el presidente tiene unos poderes que desbordan los de un simple ejecutivo. Una de sus mejores cosas, definitivamente republicana en relación a las viejas monarquías, ha sido precisamente vulnerada por quien deja de ser hoy presidente para pasarle el relevo al siguiente: nadie, ni el presidente, está por encima de la Constitución.

Pero la elección no es por sufragio popular directo, como sucede en Francia; de ahí también una cierta necesidad adicional de escenificar y simbolizar la comunión entre presidente y pueblo, esa relación directa que vinculará a los ciudadanos con su primer magistrado. La aclamación, la comunicación verbal y la fiesta se convierten así en complementos del procedimiento de elección indirecta por el voto de los delegados elegidos el 4 de noviembre, un acto que se celebró el 15 de diciembre sin la menor atención de la opinión pública.

La Casa Blanca durante una larga época estaba abierta a todo el mundo que entraba y salía e incluso comía y bebía a expensas del presidente. Hasta hace bien poco tiempo la seguridad todavía no había bloqueado las calles adyacentes y los washingtonianos podían entrar en los jardines y visitar la mansión con gran facilidad. El lugar donde vive el presidente cumplía también así una función democrática, mansión ciudadana en medio de la ciudad, abierta a los conciudadanos. Ahora en cambio, la Casa Blanca ha perdido el aura original y es de nuevo un castillo cerrado como el de los viejos monarcas europeos donde se efectúan todas las manipulaciones secretas. El morbo y el ansia del ‘caso Lewinski' deriva de esta sospecha generalizada: ¿qué estarán haciendo ahí dentro con nuestro dinero esos políticos tan poco decentes?

La lista de los presidentes del Supremo que tomaron juramento a los presidentes de la Unión habla por sí sola respecto a la historia de la ceremonia y su significado. Son los sumos sacerdotes ancianos, los magistrados del Supremo, los únicos cargos vitalicios de la república, quienes ofrecen la imagen de continuidad en el día de la Inauguración y una continuidad real en sus sentencias, cuya decantación ideológica desborda las presidencias.

Hoy se estrena en esta labor inaugural el juez John Glover Roberts, presidente nombrado en 2005 por George W. Bush, de indudable ideología conservadora y dispuesto lógicamente a dejar profunda huella en la jurisprudencia constitucional americana. Nació en 1955, por lo que se supone que tiene por delante todavía un larguísimo trecho de sentencias y de tomas de juramentos presidenciales. El tribunal que preside constituye el auténtico legado ideológico de Bush, que Obama irá enmendando suavemente con los sucesivos nombramiento por muerte o dimisión de los magistrados vitalicios.

¿Y qué decir del pueblo? El de Washington ha votado a este presidente de forma masiva. Obama es el presidente de los washingtonianos, afro americanos en su mayoría. Todos los norteamericanos quieren estar en Washington hoy, para participar de la comunión de masas. Y los que no, lo seguirán por televisión, en una de las grandes retransmisiones históricas y de las que hacen historia. El pueblo de hoy en día no se entiende sin las pantallas de televisión y de los ordenadores, sin los teléfonos móviles y el correo electrónico, pero necesita también a la masa incandescente alrededor de su ídolo para redondear la representación de la gran ceremonia del poder presidencial.

(Una de las cosas más certeras e inteligentes que se ha escrito estos días al comparar al presidente que hoy se va con el que hoy llega es esta frase de Maureen Dowd en el New York Times: "W [George W. Bush] vive en la sombra de la presencia de su padre, mientras que Obama vive en la sombra de la ausencia de su padre".)



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La irrealidad

"Nadie cree básicamente en lo real, ni en la evidencia de su vida real. Sería demasiado triste", dice Jean Baudrillard en El crimen perfecto. El crimen perfecto es el de la muerte de la realidad  y ahora, a comienzos de año, podemos volver a creer en lo imposible, la irrealidad se  pone al día y desbanca la oscura carga de realidad que fue imponiéndose en 2008 por acumulación de sus basuras, sus heridas, su adversidad. Ahora, sin embargo, apenas pesa todavía la anualidad, apenas ha crecido su realidad y  el periodo de la irrealidad que se despliega delante, el tramo de realidad sin realizarse es, todavía, el mundo de la alegría.

De otro modo, sería demasiado triste.



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Trastos viejos, ancianos creadores

A punto de cumplir 100 años el realizador de cine portugués Manoel de Oliveira comentaba el otro día en un coloquio sobre su obra el inmenso placer que le proporcionaba cada nuevo rodaje. El ejemplo de Oliveira, quien hizo su primer documental en 1931, nada menos, es probablemente extremo pero puede relacionarse con los de otros cineastas longevos que últimamente nos han ofrecido notables películas, como Claude Chabrol o Sydney Lumet, para no referirme a directores como Clint Eastwood, el cual, entrega tras entrega, parece aumentar su excelencia a cada año que pasa.

Las palabras de Manoel de Oliveira acerca de su trabajo, y del disfrute que éste le continuaba procurando, me han recordado lo que afirmaban recientemente otros dos centenarios, o cuasi centenarios, que se mantienen en una plenitud creativa. Moisés Broggi, el cirujano que hizo decisivas aportaciones en la hospitalización de campaña durante la Guerra Civil, sigue escribiendo sus magníficas Memorias. Por su parte, Rita Levi-Montalcini, la neuróloga italiana, contaba graciosamente cómo había escapado de cualquier oferta de jubilación, aun a riesgo de quedarse casi sin dinero, y cómo seguía dirigiendo cotidianamente su laboratorio.

En los tres casos el común denominador era considerarse a sí mismos como seres capaces de ilusión y no como meros vestigios del pasado. Tenían proyectos de futuro en sus respectivas tareas. Naturalmente, uno puede reírse del hecho de que un anciano centenario albergue proyectos de futuro. Pero, más allá de que cualquiera es libre para establecer sus propias utopías, Rita Levi-Montalcini explicaba muy bien la causa última de su vitalismo de senectud. Venía a decir que no le preocupaba la muerte -necesariamente próxima dada su edad- porque tras tantos años de investigación científica sobre la vida no consideraba que ésta, y por tanto tampoco la muerte, pudiera medirse como lo que sucede a este "pequeño cuerpo nuestro". Su conclusión era que el cosmos merecería que lo viéramos de otra manera, menos mezquina si se quiere.

No sé si Oliveira o Broggi compartirían esta opinión pero, tan agnósticos como Levi-Montalcini, bien podrían hacerlo pues también ellos han apostado por atravesar la vejez como seres vivientes y no como meros supervivientes. Una elección que, no obstante, no resulta fácil en un mundo con drásticas fronteras cronológicas y siempre al servicio de la cadena productiva.

A este respecto, por más que se vincule originalmente al júbilo, la jubilación ha acabado por convertirse en nuestra sociedad en algo inquietante. Es completamente seguro que un viejo hoy, gracias a que ha alcanzado la jubilación -o a que ha sido alcanzado por ésta-, se siente en térmi-nos económicos o sanitarios más protegido que los viejos de otros tiempos; sin embargo, no estoy convencido de que haya habido el mismo progreso en cuanto al respeto que percibe por parte de la comunidad que le rodea. Es verdad que ahora tenemos viejos en buena forma física e incluso, gracias a los últimos inventos, con resurrecta sexualidad, viejos a los que vestimos como adolescentes y hacemos viajar de un extremo a otro del mundo en animados tours organizados, viejos que entretienen su ocio con todo tipo de maquinitas; pero ¿a alguien se le ocurre que tenga que haber asimismo viejos sabios?

Creo que, en nuestros días, a casi nadie se le pasa por la cabeza algo semejante. Y, sin embargo, quizá más de un jubilado -incluso con jubilación monetariamente notable- cambiaría sus viajes organizados, sus ocios televisivos y aun sus renovadas proezas eróticas por la percepción de sentirse respetado como alguien que ha consumido los años, precisamente, para adquirir ciertos conocimientos respetables. No sería de extrañar que en nuestra democrática civilización algunos ancianos fantaseasen secretamente, y sin atreverse a decirlo en voz alta, con aquellas remotas épocas en las que la vejez, contemplada como culminación de la existencia, veía compensada la inevitable fragilidad corporal con el don de la sabiduría, que los más jóvenes reconocían respetuosamente a la espera de que llegara, también para ellos, la edad senatorial.

Cuando hace un par de años vi los criterios con que se realizó el saneamiento de Televisión Española pensé que nunca la estupidez cronologista había llegado tan lejos. ¿Cómo podía ser que la condición principal para permanecer o no en el Ente fuera haber cumplido 50 años? ¿No se daban cuenta en el Ente, con el ingenio metafísico que la propia palabra denota, de la enorme sangría que este igualitario procedimiento significaba? ¿La permanencia de un imbécil o de un ignorante de 35 años debía implicar la expulsión de un talento de 60? Y, pensando ya no sólo en términos creativos sino también económicos, ¿cómo se podían arrojar por la borda tan lastimosamente años de aprendizaje y maduración de realizadores o guionistas que seguramente, tras los cincuenta, llegaban al momento dulce de su profesión? Dado que es indiferente la edad de los que no valen, la marginación de los que valen por motivos de edad me pareció un segregrarismo brutal.

Sin embargo, en esos dos años he comprobado que Televisión Española, el Ente, ha sido la vanguardia de un proceso que abarca a toda la sociedad. Con la misma excusa del saneamiento, a la que se añade hipócritamente la supuesta promoción de las jóvenes generaciones, la voraz maquinaria de las jubilaciones anticipadas, y más o menos forzadas por las circunstancias, actúa sin contemplaciones en los hospitales, universidades o medios de comunicación. En muchos casos gentes de gran valía se ven obligados a abandonar sus trabajos, justo en el momento de su máximo rendimiento, bajo la acusación implícita, a menudo, de estar impidiendo el acceso a los jóvenes y, en consecuencia, sin tener en cuenta que en la formación de éstos el asesoramiento de los maestros es imprescindible para asegurarse la línea de continuidad cultural que vertebra una sociedad.

Los efectos de esta política son desastrosos, incluso desde el punto de vista de la renovación generacional que se proclama, pues, con frecuencia, alentados por el igualitarismo cronológico que transforma a los que deberían ser maestros en trastos viejos, muchos de los jóvenes que acaban siendo promocionados no son los más talentosos o los más intelectualmente apasionados sino los más expertos en boletines oficiales y otras burocracias. De seguir así es muy probable que nos quedemos sin los jóvenes que podrían llegar a algo y sin los ancianos que ya habían llegado.

Miguel Ángel acabó el Juicio Final a los 70 años; Sófocles escribió Edipo en Colono a los 80; Goethe tenía 81 cuando puso la última línea a su Fausto.

 

El País, 07/12/2008



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los disfraces de Gabriela Wiener

Gabriela Wiener disfrazada de Gatúbela, según Andreas. Fuente: Planeta Hoy Andreas se levantó, cogió uno de los libros que estaban sobre la mesa de noche y me preguntó: ?¿Quién es ella?? Pasé saliva. Pensé que por culpa de Gabriela Wiener y su libro Sexografías, y en especial por su foto de contratapa (que ilustra este post), iba a tener que darle a mi hijo (seis años cumplidos el lunes pasado) un curso acelerado de sexo, empezando por la historia de las abejitas hasta llegar a eso de los swingers. Felizmente, antes de empezar se me ocurrió preguntarle: ?¿Por qué?? Me respondió: ?Porque parece Gatúbela?. Pude sonreír aliviado (hasta que el psicoanálisis no diga lo contrario). Gabriela con lentes oscuros, pelo lacio y largo como cascada sobre medio rostro, escote y short jumper es demasiado hasta para un niño. No sé si a ella le gustaría ser Gatúbela, no creo que le disgustaría en todo caso, pero lo que sí sé que le van bien los disfraces.Sexografías es un libro de disfraces. En una lectura rápida, uno podría pensar que Gabriela se está exponiendo demasiado, incluso ofreciendo su propio cuerpo como carnada para una crónica. Pero eso no es necesariamente cierto. Salvo en el último relato (titulado ?Babies? y en el que habla de la maternidad), en todos los demás Gabriela está disfrazada. A veces ese disfraz incluye, además, un traje. En la mayoría, solo es la voz apenas modulada, la actitud agresiva y en especial la mirada la que va encubierta. Gabriela es una cronista distante y aguda que se disfraza de periodista?gonzo-con-ganas-de-vivir-la-vida-loca para que le hagan más caso y obtener toda la información que, de otro modo, no podría obtener. Juego y provocación, dos elementos químicos altamente explosivos mezclados en el tubo de ensayo una y otra vez. A veces, el resultado es una prosa demasiado snob y pretendidamente ?ingeniosa? para ser realmente filosa (hablando del gurú y multiesposo Badani dice ?Si Badani fuera un electrodoméstico, sería uno que corta, pica y raya a su interlocutor a miles de revoluciones por segundo.? Y estamos solo en la primera frase del primer texto). Pero en la mayoría de casos, Gabriela consigue lo que busca: entender el sexo no como un casillero aparte en la vida de todos nosotros sino como un tema complejo, sofisticado incluso en su crueldad y en sus posibles variaciones, ambiguo y siempre excitante, como la vida misma debería serlo. A veces hay que dejar que un actor porno derrame un poco de semen en tu zapato para comprobar que el sexo, al fin y al cabo, no es necesariamente eso. Todas las historias del libro, por más escabrosas, confusas o raras que parezcan, nos conducen siempre al final: una mujer embarazada que lleva en su vientre al ?futuro?. Los freaks, al fin y al cabo, son los demás. Los que no entienden eso y piensan que el sexo es un ente autónomo alejado de la vida. Los que no son capaces de descubrir que una mujer embarazada, (aunque se masturbe de vez en cuando viendo un canal cutre de sexo o quizá, justamente, porque lo hace), es una celebración de la vida adquieriendo cada día sentido. Un sentido que luego se desmonta para volver a reformularse al día siguiente, siempre el mismo pero siempre distinto.¿Esa fue la intención de Gabriela? No tiene importancia si a fin de cuentas eso es lo que dice el libro. Detenerse en lo anecdótico de un bar de swingers o del látigo de Lady Monique, seguir la ruta de los transexuales en Lima, aprender palabras nuevas como ?Furrymanía? o ?Metapornosis?, y descubrir que Gabriela era una freak hasta que se operó los sobacos resulta atractivo, pero no es suficiente. Entender que Gabriela y no el sexo, en realidad, es la auténtica protagonista de estas historias -¿gabygrafías?- tampoco es tan importante. Rodrigo Fresán la llama ?suerte de Marco Polo hembra y X-rated?; he ahí una frase ingeniosa. Gabriela tiene varias por el estilo, extraordinarias, pero ni siquiera es eso lo que convierte este libro en un texto notable. Lo que sucede en realidad en Sexografías es que Gabriela, al igual que el depresivo David Foster Wallace (o hipotéticamente su ídola Louise Lane), ella también es capaz de convertir algo tan ridículo como el mundo de los cruceros mastodónticos ?en su caso, por ejemplo, la existencia de dealers pornográficos o las muñecas de la infancia- en una interrogante sobre la condición humana.Gabriela Wienner es la chica en medio de toda esa legión de falocéntricos y casi misóginos cronistas brillantes que apareció en Etiqueta Negra, con el maestro Julio Villanueva Chang a la cabeza. Como sabe todo aquel que ha visto Seinfeld, la presencia de una chica en medio de un grupo de hombres es fundamental. No es solo una adición más, sino un factor que cambia completamente la ecuación. Gabriela ha llegado más lejos que ninguno de sus compañeros, ha sido más osada en su lenguaje, más malcriada, más despeinada, más X-rated, más divertida. Mientras que todos los demás intentan ser inteligentes y agudos (a veces con éxito), Gabriela simplemente lo es, aunque a costa de ciertas imperfecciones de estilo y boutades. Mientras los otros investigan en hemerotecas, Gabriela parece ser más onda Google y lentes oscuros para entrar a los bares de single acompañada de J., su héroe enmascarado justamente. Gabriela es la hermanita menor y descarada en medio de tanto joven turco que sueña con publicar en The New Yorker o pisar las huellas dejadas por Kapuscinski por todo el planeta. Qué suerte que existe una Gaby para que existan, en su exacta dimensión y diferencia, los demás.



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19 de enero de 2009
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Chicas que hacen sufrir

Hasta donde recuerdo, éramos más felices cuando ella conservaba un bajo perfil. La veía con frecuencia, me solazaba contemplando su temple y gozaba a su lado de esos buenos momentos entonces cada día más frecuentes, mismos que a estas alturas me dosifica con un cuentagotas. Pero alto ahí, que si sigo adelante no es para quejarme. Es seguro que ahora las pasa peor que yo, no porque sea acaso menos fuerte -si lo es más, y por mucho- sino porque sus hombros son los que hoy por hoy cumplen con la encomienda de sostener el mundo. Yo soy en todo caso un mero pasajero que viene de otro encuentro más o menos feliz con esa desazón y se pregunta solamente hasta cuándo.

No es una mujer fría. Diría incluso que es un poco demasiado emocional. No por fuerza un defecto, pero sí una complicación que no ayuda a la hora de tener el alma en vilo. Cierto es que ir a su lado a la batalla produce cantidad de emociones, mismas que desembocan en generosos flujos de adrenalina, pero sería mejor para nuestra salud si no me hiciera padecer así. No digo que una sola visita a sus pupilas resulte insuficiente para saber que una mujer como ella te hará sufrir, pero al fin qué minucia sería el sufrimiento si no incluyera los 39 azotes correspondientes. Decimos que Fulana nos ha hecho sufrir, pero callamos todo lo que le ayudamos. Ni siquiera sabe uno si con tamañas facilidades haría lo mismo, o más. Por eso digo que no me quejo de ella. La busco porque quiero. No pretendo ocultar que, como en la canción, preferiría estar solo que contento con otra, pero decir que es ella quien me hace padecer de algún modo me deja dentro de la jugada, y al fin de eso se trata la cuestión.

Me levanté temprano para verla, con los pelos parados y el consuelo de que ella no me vería con semejante facha. Uno de esos consuelos contraproducentes; yo diría abrasivos. Había programado grabarlo todo desde las siete, pero igual desconfié de la tecnología. Diez minutos más tarde, ya ocupaba ella el centro del monitor, lista para sufrir y hacer sufrir. Desde mayo está así, la pobre chica. Alguien le dijo que era la mejor del mundo y zas, le cayó el planeta encima. Era una obviedad, claro, pero hasta lo más obvio es de pronto invisible a ojos candorosos.

Más ingenuo fui yo cuando lo supe y me alegré con ella. ¿Quién querría tener que dar la cara por El Mejor del Mundo en lo que sea? Claro que desde entonces la veo más seguido. Está en todas partes y con cualquier pretexto. Su sitio web registra ya cuarenta millones de entradas. Pero llega a jugar y se me desmadeja. Jugada tras jugada se presiona, se empuja, se enfada ante el espejo de su conciencia. Y allí estamos detrás los masoquistas, con enjundia tan honda que, para no ir más lejos, quien esto escribe regresó del limbo sólo para estar listo frente a la pantalla para el primer partido de Ana Ivanovic en el Open de Australia. Un sufridero, pero al fin ha ganado. Me estiro a media cama, cansado de carreras coronarias. Imagino los días en que, todavía niña, se entrenaba en el fondo de una alberca vacía en Belgrado, luego volvía a su casa con trabajos a tiempo para eludir el próximo bombardeo.

Pueden a uno aguardarle los deleites más amplios, licenciosos y exóticos, que al final sólo acude al llamado de una de esas mujeres que hacen sufrir. Valga la redundancia.

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19 de enero de 2009
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El paradigma Bulkington

Melville sabe que tras cada contingencia hay una necesidad, que tras el fenómeno hay una ley, que nadie si es humano tiene un destino gratuito, aunque la mala suerte puede hacer que muera sin conocimiento de esa no-gratuidad de su destino. Lo contingente mismo es el espejo de lo necesario.

Nadie repararía en un ser como Starbuck, y ni siquiera repararía en un ser como Ahab. Bulkington sería uno de ésos marginados entre dos trabajos provisionales, de los que la gente suele apartarse. Tanto más cuanto que Bulkington, en lugar de buscar amparo reitera una y otra vez su pulsión de marginalidad. Recordará quizás el lector el párrafo ya aquí transcrito:

"Las cosas maravillosas son siempre inenarrables; los recuerdos profundos no producen epitafios; este corto capítulo es el memorial sin lápida de Bulkington. Básteme decir que le ocurría a Bulkington lo que al buque míseramente sacudido por la tormenta a lo largo de la costa a sotavento. El puerto  le ofrece socorro; el puerto es acogedor; en el puerto hay seguridad, confort, calor de hogar, cena apetitosa, amigos, todo cuanto es caro a nuestra existencia mortal. Pero en la tormenta, el puerto, la tierra, es para el barco el más directo enemigo. El barco debe huir de su hospitalidad, puesto que si su proa  tan sólo llegara a rozar la costa, se destrozaría por entero. Así, hará lo imposible por tender sus velas hacia mar abierto, y huirá de los vientos que le conducirían a la costa acogedora; busca de nuevo la agitación de un mar desamparado, pues, en la tormenta, tras el refugio se cierne el peligro, su único amigo es su más acerbo enemigo." 

 

Bulkington nos interpela y hasta nos fascina porque Melville  ilumina lo que de universal hay en el temor de un hombre a que un lugar que cobija sea un lugar que encarcela. Prodigioso expediente mediante el cual, asimismo, Ahab deja de ser un irresponsable y hasta un inmoral (puesto que  traiciona a los armadores y sacrifica a sus obsesiones la vida de sus hombres), para convertirse en emblema de la confrontación del ser humano a lo que para él es representación del mal.

Melville se inscribe en la larguísima lista de demiurgos que hacen  del mediocre o del villano  un imprescindible protagonista. Y así, al igual que  Yago es  polo sin el cual Otelo no tiene razón de ser, el Starbuck que se opone a Ahab es en realidad su hombre más fiel, el hombre decisivo para que los tripulantes del Pequod asuman su destino de ser sombras de Ahab. Sin Melville no habría literalmente historia, los marineros serian esclavos de unos armadores, confrontados a una naturaleza ciega en si misma, y atroz para los que la contemplan. Melville redime a todos, naturaleza incluida, puesto que gracias a Melville  Nantucket  es ese "puerto repleto de llamas y mástiles" de la imagen de Beaudelaire.

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19 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Siete latinoamericanos en Bs As

Mapa de escritores latinoamericanos. Fuente: la nación Horacio Castellanos Moya (El Salvador), Juan Gabriel Vásquez (Colombia), Daniel Galera (Brasil), William Ospina (Colombia), Santiago Roncagliolo (Perú), Edmundo Paz Soldán (Bolivia) y Daniel Alarcón (Perú) fueron los siete "samurais" latinoamericanos, entre la treintena de participantes en el Festival de Literatura del Malba que ocurrió el año pasado en Buenos Aires, elegidos para comentar en el ADN cultura el porvenir de la literatura latinoamericana. La conclusión es la misma de todos los encuentros, pero no por lugar común menos cierta: el signo primordial es la pluralidad y la dispersión de temas y formas. Lo dice así el prólogo a estas siete entrevistas:"Hoy la literatura latinoamericana no tiene que demostrarle nada a nadie", dice el salvadoreño Horacio Castellanos Moya, convencido de que las letras del continente habrían alcanzado, por fin, su definitiva madurez. La confianza del autor de El asco encuentra sus mejores argumentos en la actual diversidad de estilos y tendencias, la imprevisible amplitud en el horizonte de la libertad creativa (un arco que va de la experimentación de César Aira a la variedad de registros narrativos del mexicano Juan Villoro) y, muy especialmente, en la convivencia pacífica entre las propuestas, toda una novedad para quienes durante décadas se enzarzaron en grandes e históricos debates acerca de por qué una estética debía imponerse sobre la(s) otra(s). "A esta altura ya tenemos claro que, más allá de los gustos personales, todas las corrientes son válidas, cada una con su mérito", cierra Castellanos Moya. El campo de batalla parece haberse convertido en campo de creatividad, y por una vez, la aceptación del otro resulta más importante que la imposición de lo propio. El rigor histórico de William Ospina no se opone a la ficción intimista del brasileño Daniel Galera ni a la pasión por "la palabra justa" de Alan Pauls. El acento performático de Mario Bellatin no es más ni menos valioso que el interés periodístico de Santiago Roncagliolo o la mirada política de Martín Kohan. Ya no se le teme a la libertad del que piensa y escribe desde la esquina opuesta del ring. Es más: en el ring del siglo XXI se discute, pero raramente se condena (...) Edmundo Paz Soldán, que además de escritor es profesor de literatura latinoamericana en Estados Unidos, afirma que el argentino César Aira y el méxicano Mario Bellatin ampliaron el espectro de la "tradición excéntrica", aquella que se aparta del realismo tradicional para aventurarse a construcciones más experimentales. Aira y Bellatin han hecho escuela y en las nuevas generaciones su influencia pesa tanto que en rigor esa literatura -señala- ya no podría llamarse "periférica". Junto a ella se mantiene la línea más realista y social, un tronco central de la tradición latinoamericana, y basten como ejemplo Juan Gabriel Vásquez, Santiago Roncagliolo, Daniel Alarcón y el propio Paz Soldán. En ellos, el factor político no es asunto menor. Lo que sí ha muerto son las viejas utopías: ya nadie entiende la literatura como una forma de militancia política.En la nota hubo espacio para comentar lo que significó, en su real dimensión, ese encuentro llamado Bogotá 39, un maravilloso grupo humano del que nunca dejaré de decir que me siento orgulloso de pertenecer. Sin proclamas, sin manifiestos, sin buscarle tres pies al gato, sin postboom o mini boom, solo unos amigos que hacen lo mismo reunidos para estar juntos (si me disculpan el juego de palabras):La iniciativa Bogotá 39, que en el Hay Festival de 2007 reunió 39 escritores latinoamericanos menores de 40 años, puede ser tomada como un momento de mutuo reconocimiento que fortaleció el espíritu de grupo, si no literario, al menos generacional. Más atrás, la antología McOndo, editada por los escritores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez a mediados de los años 90, que intentó presentar una nueva narrativa latinoamericana -urbana y realista al modo norteamericano, reacia además al realismo mágico-, puede ser tomada como antecedente lejano. Pero mucho ha cambiado desde entonces. Hoy, con el mundo convertido en aldea, prima la diversidad y no parecen tiempos de proclamas grupales.



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19 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Escenas de la España romántica

Fernando Fernández de Córdova

Editorial Crítica

Fernando Fernández de Córdova fue un militar español nacido accidentalmente en Buenos Aires (1809) pero que desarrolló casi toda su carrera profesional  y política en España. Al igual que otros muchos militares románticos, Fernando Fernández de Córdova escribió unas extensas memorias dedicadas en parte a exaltar los méritos de su familia y en parte a justificar sus propias andanzas, aunque también concedió gran importancia a la crónica social de su tiempo.

Y se entiende que necesitase tres gruesos tomos para cumplir su propósito de exaltación familiar,  pues empezaba tratando de limpiar la memoria del abuelo José - sometido a consejo de guerra y degradado en 1797 por su desastrosa actuación al frente de la flota española en la batalla naval contra Inglaterra frente al cabo San Vicente -, para luego proseguir con su propio padre - asimismo llamado José y fusilado en 1810 en Potosí por los insurgentes contra la metrópoli española - y con sus hermanos,  Ramón- suicidado en 1825 cuando apenas tenía 20 años - José, el mayor - muerto poco después de un derrame cerebral - y sobre todo Luis, once años mayor que él y que prácticamente  le hizo de padre. Luis Fernández de Córdova debió de ser un hombre irresoluto y confuso, pues tras distinguirse en las guerras carlistas hubiera podido convertirse en el brazo armado del partido conservador - papel que acabaría desempeñando el general Narváez - pero se negó a ello y tras una carrera plagada de altibajos  acabó participando en una poco clara conspiración que le llevó al exilio en Portugal, donde fallecería en 1840.

El propio autor de las memorias que han dado origen a estas Escenas de la España romántica, mantuvo una trayectoria política tan incierta como la de su hermano y mentor, pues si llegó a gozar del favor de Fernando VII por los servicios prestados,  y fue varias veces ministro con su hija Isabel II, en 1868 se sumó a la revolución que derribó a aquella soberana y aún tuvo tiempo de ocupar varios ministerios con Amadeo I antes de morir en 1883.

Ferrán Costa, autor de la selección de aquellas Memorias íntimas, ha tenido el acierto de reducir mucho la parte introductoria - en loor de los antepasados -  y eliminar por completo lo narrado desde 1847 hasta el final, es decir, cuando el autor cambió la carrera militar por la política, y se dedica a justificar esta última. Y lo que ha seleccionado el antólogo es un pequeño regalo para quienes, una vez que ya han sido suficientemente documentados y analizados los hechos ocurridos durante aquél periodo histórico,  nos interesamos por las circunstancias que se fueron dando mientras tanto. Dicho en otras palabras, estas Escenas son un recuento de la vida cotidiana española durante una gran parte del siglo XIX:Escenas de la España romántica las costumbres sociales  de las clases altas y, por contraste, del populacho, con escenas tan impagables como esas serenatas al pie de las ventanas de palacio en las que los constitucionalistas le cantaban el injurioso Trágala a toda la familia real, o las salidas de paseo del rey, su familia y sus acólitos acompañados de los insultos y el lanzamiento de inmundicias por parte de ese mismo populacho que no mucho después aclamaría, sin dejar de correr despavorido,  la llegada de los 100.000 Hijos de San Luis. En lugar de enumerar una vez más las desgraciadas medidas tomadas tras su restauración por el llamado rey Felón, el autor centra su atención en las diversiones de la época, en especial el teatro y los toros, con las trifulcas y las apasionadas declaraciones a favor o en contra de las cantantes y los toreros más famosos de cada momento; los duelos por nimiedades y las repercusiones sociales de los mismos; las técnicas de seducción, e incluso la forma de vestir y de divertirse de las clases altas, con los correspondientes cambios según las épocas. Bien es verdad que el lector habrá de pelear un poco contra el lenguaje un tanto almibarado y en exceso formal de un escritor decimonónico que probablemente fuera más diestro con las espada que con la pluma (desde luego está muy lejos de la elegancia y la aguda visión para el detalle de un Mesonero Romanos), a pesar de lo cual el material que ofrecen estas Escenas  es de gran interés y novedad porque suele ser despreciado por los historiadores. El libro resulta tan entretenido como hojear una revista del corazón de la época, con su constelación de estrellas y favoritos, sus modas y tendencias, todo ello descrito por alguien que formaba parte de ese mismo estrato social y que parecía encontrarlo de lo más natural. Y hasta legítimo. El presente recuento de las diversiones que se inventaban las fuerzas vivas de la época para matar el tiempo ofrece el valor añadido de que el lector, mientras se pregunta quién se encargaba de gobernar si las cabezas pensantes tan ocupadas estaban en averiguar si la familia real pasaría  ese verano en La Granja o San Sebastián,  es muy consciente  de que al mismo tiempo en aquel  imperio donde no se ponía el sol las luces se iban apagando una tras otra según se marchaban las colonias, cosa que no parece perturbar gran cosa al memorialista, muy entretenido en describir las fiestas ofrecidas en 1845, 46 y 47 por el marqués de Miraflores, que pese a las cuatrocientas personas bailando en sus salones apenas si podían rivalizar con las ofrecidas por la condesa de Montijo los domingos en su palacio de la plaza del Ángel.



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19 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ahora los cien días

Obama y su equipo tienen la mente fijada en dos presidencias lejanas, las de Lincoln y Roosevelt; aunque la esperanza que ha suscitado el joven presidente electo está más cerca del espíritu de la presidencia mucho más próxima de John Kennedy, que quedó sajada por un magnicidio. Con el auténtico fundador de la América que conocemos, que es la que nació de la Guerra Civil, tiene tres tipos de afinidades: sus orígenes políticos en Illinois, que le permitieron arrancar la carrera electoral en Springfield, la capital, en un gesto ya de evocación histórica lincolniana; la culminación de la emancipación de los afro americanos,  que encuentra su culminación en la entrada de Obama ; y la potencia de su oratoria, de gran calidad literaria como la de Lincoln. Con Roosevelt las afinidades son más prospectivas, de intenciones y voluntades, es decir, de inspiración que de auténticos paralelismos históricos. Que nos encontremos ante la mayor recesión desde 1929 no debe conducir necesariamente a que Estados Unidos fabrique un Roosevelt para afrontarla.

Cuando Roosevelt juró su cargo, el 4 de marzo de 1933, el país se hallaba al borde del abismo. Nadie se daba cuenta entonces cuán cerca estaba del colapso y de la revolución, escribió años después un militar de alta graduación. La renta agraria, por ejemplo, había caído un 30 por ciento desde 1929. Había revueltas en algunas ciudades. Cundía el hambre. Zonas enteras del país habían regresado a la economía de trueque o funcionaban con vales y monedas locales improvisadas. Los cuentacorrentistas se encontraban con que no podían retirar sus ahorros. Para postre, el período entre la elección presidencial y la Inauguración era todavía más prolongado que hoy en día, hasta el punto de que una nueva enmienda constitucional la trasladó ya para la siguiente toma de posesión al 20 de enero. Una explosión social habría sido en aquel momento algo perfectamente acorde con los tiempos: Hitler acababa de alcanzar el poder. Los gobiernos fuertes, es decir, dictatoriales, desbordaban en prestigio a las democracias.

El problema de Roosevelt tenía poco que ver con el que tiene ahora Obama. La parálisis y la incapacidad de acción del Congreso exigían una rápida reacción que significara un cambio radical de rumbo y la recuperación de la confianza.  Ahora la actual administración ya ha reaccionado a la crisis financiera y a la recesión, y lo que Obama deberá hacer es extender y afinar las medidas y las inversiones públicas. Pero no hay colas ante los bancos, ni masas hambrientas en el campo, ni piquetes que impiden el transporte de alimentos a las ciudades o manifestaciones ante los jueces que reconocen el derecho de los bancos a quedarse con las casas hipotecadas ante la falta de pago de las cuotas. Si hay algo parecido, que no lo sabemos o lo sabemos muy poco, será en otro país, correspondiendo a otra economía complementaria de la americana, quizás en China.

Roosevelt hizo dos cosas que prometió en su discurso inaugural: actuar con la máxima rapidez y urgencia (cuando lo dijo en el discurso recibió la mayor ovación) y actuar sin temor alguno al fracaso (ahí su frase célebre no recibió aplauso alguno: sólo hay que tener miedo al miedo). En ambas cosas sí puede inspirarse Obama, aunque lo que deba hacer sea distinto. Estados Unidos necesita actuar con la máxima confianza para terminar de reaccionar ante la crisis y para cambiar de rumbo en su política exterior, y esto también debe hacerlo rápidamente, en los primeros cien días.

¿Los cien días? ¿Por qué los cien días? No son un disparate arbitrario, ni fruto de la mitomanía histórica. Sí, sabemos que fue la duración del efímero imperio napoleónico a su vuelta de su exilio en la isla de Elba, antes de la derrota definitiva en Waterloo, en época del año parecida, desde el 1 de marzo hasta el 18 de junio de 1915: nada que ver. Los cien días de Roosevelt es el período de sesiones del Congreso americano, desde el 9 de marzo, cuando aprobó una ley de urgencia bancaria (Emergencia Bank Act), que permitió la reanudación de la normalidad y la recuperación de la confianza de los clientes, hasta el 16 de junio, en el que los parlamentarios dieron por terminada su sesión con la aprobación de una ley de coordinación ferroviaria (Railroad Coordination Act) . Fue la etapa de mayor actividad legislativa de toda la historia de Estados Unidos y probablemente de la historia de las democracias parlamentarias.

Los cien días rooseveltianos surgieron como fruto de la improvisación, una improvisación genial, por parte de unos equipos humanos excelentes, pero improvisación a fin de cuentas. La rapidez y facilidad con que se aprobó la ley de urgencia bancaria condujo al equipo de Roosevelt a pensar en la posibilidad de mantener el Congreso en sesión permanente para entrar una legislación que resolviera el problema acuciante del campo. Y a continuación pensaron en ir más lejos y llegó la tijera presupuestaria, todo lo contrario de lo que ahora se está predicando (quizás erróneamente) con motivo de la crisis: se redujeron las pensiones de los militares, los sueldos de los políticos y de los funcionarios, todo para recortar en 500 millones de dólares el presupuesto. 

Y la cuarta iniciativa, aparentemente anecdótica, dio la nota de color y humanidad. Uno de los cronistas de la época asegura que el segundo domingo presidencial en la Casa Blanca Roosevelt dijo de pronto: "Creo que ha llegado el momento adecuado para la cerveza". Fue el final de la ley seca, que forma parte del cambio de hábitos y de atmósfera del New Deal. El mismo cronista señala que el nuevo presidente había ganado el pulso a los dos más importantes lobbies del momento, el de los veteranos de guerra y el de los prohibicionistas.

Poco que ver todo esto con la necesidad de acción que tiene ahora Estados Unidos y el planeta. Regresaremos sobre este tema: será el tema de la temporada. Pero hay una cuestión de fondo, esta sí de claro paralelismos: Roosevelt volvió a utilizar el Gobierno para resolver los problemas del país, que es lo que va a hacer Obama después de ocho años en que el Gobierno no era la solución sino el problema.  La inspiración rooseveltiana de Obama radica en esta cuestión: como entonces, después de una larga época de desidia y de desconfianza, de ineptitud y de rendición, hay que volver a utilizar los instrumentos de Gobierno para enderezar la economía y para poner orden en el mundo.

(Para redactar este post he utilizado ‘The Coming of the New Deal' de Arthur Schlesinger Jr., Mariner Books, y "Entre el miedo y la libertad (1929-1945)" de David Kennedy, Edhasa)



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19 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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A dos días del cambio

Dos días de Bush y Cheney, todavía. La pesadilla, por fin, está terminando, ya termina. Sin ellos, sin la carta blanca a Sharon primero y a Olmert después, la guerra de Gaza no habría tenido lugar. El castigo ha quedado ahora congelado: el balance alcanzará por el momento a uno de cada mil habitantes. El fusilamiento de soldados franceses  amotinados en la Primera Guerra Mundial era más intenso: uno de cada diez, pero el castigo colectivo era el mismo. Sin contar con los heridos, los damnificados, los huérfanos, los desatendidos... Obama podrá tomar posesión el martes sin que vayan goteando noticias de muerte originadas en Oriente Próximo. De momento. Es muy fácil que se reanuden al poco tiempo, antes de que los nuevos estén bien instalados en el Gobierno de Washington.

El gobierno de Israel tiene motivos para la satisfacción: ha restituido la capacidad amenazadora de su ejército, temido de nuevo por todos, incluidos los aliados. Me llegan noticias de la capital americana sobre los desperfectos producidos: en las propias filas de Bush hay espanto y disgusto. La Autoridad Palestina ha quedado seriamente tocada. Hamas ha perdido milicianos y cuadros, sus estructuras de gobierno y de asistencia han quedado seriamente disminuidas, pero no su enraizamiento en la población y su prestigio.  El enfado egipcio con Israel es colosal. Los únicos que se relamen silenciosamente son los iraníes: una guerrilla sunní como Hamas les coloca en mejor posición para convertirse ahora en interlocutor.

Si el prestigio militar de Israel cotiza de nuevo, es evidente lo que ha sucedido con su imagen civil. Esta ecuación prefigura el futuro que poco a poco va eligiendo la ciudadanía judía de Israel, con la grave y cada vez más desgarrada disidencia de su 1'3 millón de ciudadanos árabes: la de un país militarizado que sólo mantiene la estabilidad mediante la guerra permanente. El sueño de un Israel en paz, con fronteras seguras, reconocido por sus vecinos, que se convierte incluso en agente de prosperidad y de democratización de la región, lo que se diseño en Oslo, se halla cada vez más lejos.

La esperanza está a orillas de Potomac, donde todo está preparado para la escenificación del cambio. Grandes esperanzas, como la novela de Dickens, en los titulares de muchos artículos y medios de comunicación. Será un gran espectáculo, un momento cargado de emoción y gravedad histórica. Como todas las inauguraciones presidenciales, pero esta vez todavía más. Así es el escenario global de nuestro mundo compartido, cada vez más pequeño pero igualmente ancho y variado: en la capital, los aires de un cambio dramático, lleno de tensión entre el disgusto ante el actual Gobierno y las enormes expectativas del que va a instalarse; en la franja de Gaza, la tragedia de dolor y de sangre, la destrucción y el horror.  Desconectados por unas horas ambos ámbitos, gracias a esa tregua extraña, más cerca de un respiro en una cacería que de una paz deseada y eficaz.

Quien quiera saber más sobre el equipo de Obama tienen en esta dirección del suplemento semanal de The New York Times la oportunidad de leer en los rostros de quienes lo conforman, en un excelente reportaje de Nadav Kander, un magnífico fotógrafo que ha trabajado en Washington en la misma línea de los retratos de Avedon sobre los que también he escrito en este blog. En cuanto a Gaza, han llegado ya muchas y desgarradoras imágenes, pero me temo que lo peor puede estar todavía por llegar.



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19 de enero de 2009
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El Boomeran(g)
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