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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los vecinos (republicanos) del norte

 

 Nada puede complacer más al Estado Vaticano que presentar a sus adversarios como enemigos de la religión. Es una costumbre muy arraigada entre unos libelistas que raras veces pierden la ocasión de encasillar a sus críticos como ateos hostiles a la piadosa convicción de los creyentes.

Es una estrategia publicitaria, no obstante, que sólo en España ha podido prosperar. En los países que hicieron a su debida hora la reforma protestante y los sucesivos episodios de la modernidad, la secularización es entendida como la construcción de un espacio cívico ajeno a la pretensión legislativa de las iglesias. Los artífices de esta laicidad no discuten la existencia de Dios pero sí marcan severamente el límite que deben respetar los clérigos.

En la entrevista que Juan Luis Cebrián hizo ayer a Nicolás Sarkozy, el Presidente francés expresó su asombro ante el poder de la Iglesia Católica en España: "algo inimaginable en Francia".



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27 de abril de 2009
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Bosque sin seres vivos

"En vano  la extensión entera en el campo de mi visión era drenada  con miradas que hubieran querido extraer de ella una mujer...Fijaba indefinidamente el tronco de un árbol lejano, tras el cual ella surgiría acudiendo a mi encuentro; el horizonte escrutado permanecía desierto, la noche caía, ya sin esperanza mi atención seguía anclada  a este suelo estéril, a esta tierra yerma, como presta a aspirar las criaturas que pudiera contener ; y no era ya con alegría sino con rabia como golpeaba los árboles de ese bosque de Roussainville, tan carentes de seres vivos como pudieran serlo los árboles pintados de un panorama... 

... Pero andar así errante en los bosques de Roussainville, sin una campesina a la que abrazar, era no conocer el tesoro escondido en estos bosques, su belleza profunda..."( Marcel Proust, A La Recherche..., Gallimard 1987,  tomo I, p.156 y 155)

 "...El sol se había ocultado. La naturaleza volvía a reinar en el Bosque del que había desaparecido la idea de que constituía el jardín elíseo de la Mujer; encima  del molino facticio, el verdadero cielo era gris; el viento plegaba el Gran Lago con diminutas ondulaciones, como un lago; grandes pájaros cruzaban velozmente el bosque, como un bosque, emitiendo agudos chillidos posaban uno tras otro sobre los grandes robles, los cuales, bajo su corona druídica, y con la  majestad del santuario de Dodon, parecían proclamar el vacío inhumano del bosque abandonado."(Idem, 419)

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27 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La caída de Troya

Andar media vida enredando con libros -ya sea como lector, buscador de rarezas, coleccionista, editor, traductor o incluso como escritor- acaba inevitablemente por crear una capa de profesionalidad que en tre otras muchas cosas condiciona decisivamente aquello que al principio de todo sólo era una afición (o pasión).

                Adentrarse en un libro que discurre por predios ajenos, y más aún si son inciertos y además voluntariamente distorsionados por el autor, ofrece una ventaja tan inestimable como es el recuperar aquella inocencia (o suspensión del juicio) que tan fascinante hacía las primeras lecturas.

                Tal es lo que probablemente le ocurra a quien decida echarle una ojeada a la última novela de Peter Ackroyd, La caída de Troya. Heinrich Obermann, el multimillonario de origen alemán que hace de protagonista, apenas se diferencia en nada de Heinrich Schliemann, el multimillonario de origen alemán que porfió toda su vida para que la comunidad científica reconociese que ese lugar perdido en la costa de Turquía y entonces llamado Hissarlik, era en realidad la mítica Troya de la Iliada. Y por la misma razón, la joven y bella Sofía Chrysanthis que hace de señora Obermann, es una copia exacta de Sofía Egastromenos, la joven y bella griega que se casó con Schliemann.

                Esa ocultación de identidades algo infantil - y que tiene todo el aspecto de responder a una sugerencia del departamento legal de la editorial para evitar posibles conflictos con los herederos o soslayar  las iras de los numerosos y muy poderosos académicos que todavía maldicen hasta la extenuación la figura de aquel psicópata y excavador obsesivo - podría haberse evitado porque casi desde el primer momento queda claro que la auténtica protagonista es Troya, y que las vicisitudes de ese ejército de hormigas que se afana entre las laderas  de una montaña de escombros carecen del menor interés. Pues a quién le interesa si  Sofía (ya sea la A o la A') estaba o no enamorada de aquel tramposo genial. O qué más dará si éste seguía casado o no con una primera esposa rusa demente y con la que (el de verdad) tuvo tres hijos (y sólo uno en la ficción). Lo que de verdad importa es si los restos que el riquísimo comerciante e intuitivo buscador de tesoros son o no la mítica Troya. Y, en el caso de que los restos hallados le permitan probar que lo es, hasta qué puntos esas evidencias corroboran la versión de Homero o demuestran que tan sólo era un impostor. Y puesto que el lector medio (por ejemplo yo) carece de razones de peso para inclinarse por una u otra opción, lo mejor es dejarse de juicios y entregarse al suspense.

                Y en ese aspecto es donde reside el mayor mérito de la novela. Porque Obermann/Schliemann, un entusiasta totalmente entregado a su trabajo, más que practicar la arqueología lo que hace es leer la Iliada en  los signos que le va arrancando a la tierra: esos cuadro pedruscos de ahí fueron trono de Príamo, esa otra piedra es la que escogió Palamedes para enseñarles a los griegos a jugar a los dados; y aquella muralla fue erigida por Poseidon y Apolo y que, como se dice en el texto, "Construí una muralla ancha y perfecta para que la ciudad fuese infranqueable"; y por si alguien lo duda todavía, ahí está ese sillar, perfectamente distinguible de los demás porque es de mármol, y que bien podría ser el altar que según Licofrón y Apolodoro le fue consagrado a Ate, la diosa fuerte y ligera que caminaba con suavidad y pies raudos sobre las cabezas de los humanos.

                Por descontado que si se hace una excursión es al monte Ida para identificar el lugar donde a Paris le fue tendida aquella asquerosa trampa, y que si de bañarse se trata dónde ir si no al Helesponto. Toda va así.

                Raro será el lector que, a partir de un momento determinado no se encuentre a sí mismo  acelerando el ritmo de lectura para enfrascarse en lo único que puede ofrecerle un placer superior, es decir, correr a buscar la Iliada y dejarse acariciar una vez más por la de los rosados dedos. Y eso es algo que, con toda justicia, hay que agradecerle a Peter Ackroyd: crear una ineludible urgencia por ponerte a leer el libro sagrado. Qué más se le puede pedir a una novela.

 

La caída de Troya
Peter Ackroyd
Edhasa

 

 



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27 de abril de 2009
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¿Allende asesino?

No hay certeza sobre las circunstancias de la muerte de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, como tampoco se sabe con exactitud cómo murió dos años después el escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini en la playa romana de Ostia. La violencia de su muerte, por suicidio la primera seguramente, por asesinato en solitario o en complot la segunda, no añade nada a la grandeza moral e intelectual de ambos; quizá sólo les confiere más leyenda. Pasolini crece artísticamente al paso del tiempo (sus escritos, la revisión de su cine, su teatro, cada vez más escenificado en todo el mundo), y Allende no se desvanece de una memoria histórica que rebasa los límites de Chile. Reciente la aparición de ‘La sombra de lo que fuimos', premiada novela del chileno residente en España Luis Sepúlveda, que rememora aquellos primeros años 70 en la figura de tres antiguos combatientes reunidos de nuevo en la actualidad, he leído ‘Las manos cortadas', el último título de Luisgé Martín, editado hace un par de meses por Alfaguara. El escritor madrileño es para mí uno de los nombres más destacados de la narrativa española actual, pero este libro no sólo confirma el extraordinario brío por el que sus novelas son ‘unputdownable', si se me permite el gráfico adjetivo inglés que requiere, en traducción, toda una frase explicativa: "lo que no se puede soltar de las manos".

     La nueva obra de Luisgé Martín tiene 464 páginas que leí ávidamente en dos días, arrastrado por la originalidad del concepto (el propio autor es el protagonista de una aparente novela histórica entreverada de ficción pura) y el fondo documental que la sostiene, centrado en el Chile socialista y pinochetista y en el complot de unos misteriosos personajes empeñados en demostrar que Allende, lejos de ser un héroe de la democracia, fue un dictador que preparaba la más cruel represión de una buena parte de sus conciudadanos. El novelista nos cuenta en el arranque (y nos hace creer) que en un viaje de promoción literaria a Chile en 2006 se vio envuelto  -no diremos cómo, pues el libro posee los secretos de las buenas novelas con intriga- en una serie de entrevistas y viajes que le llevan a conocer las intimidades, reales o no, del presidente y de la sociedad chilena de entonces. Hay política al trasluz pero no es una novela política, así como su autor también escapa al maniqueísmo que confiesa en el capítulo XIV haber sentido al empezar su imaginaria tarea detectivesca: emparentar heroicamente a Allende con John Wayne, el hobbit Frodo y Obi-Wan Kenobi, y a los que promovieron el golpe de estado de Pinochet con el malvado Lee Marvin, con Sauron o con Darth Vader. En los capítulos finales de ‘Las manos cortadas', resueltos con gran potencia dramática no exenta de humor, las claves de esta fascinante pesquisa novelesca sobre un personaje y una época que Martín no pudo conocer (tenía 11 años en 1973), salen a la luz, dando también respuesta, con una justicia más que poética, a la pregunta que encabeza este artículo. Allende no pretendió ser santo, pero no se merecía la criminal vileza de una traición militar que condujo a su pueblo al infierno.

 

 

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27 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Autista, bisexual, flaca, pequeña y peligrosa

No hay en nuestros días heroína más poderosa. Es una seductora de metro y medio y menos de cincuenta kilos. No es elegante, aficionada a la comida basura, al alcohol y las drogas: Lisbeth Salander. Una sueca capaz de enamorar a medio mundo, algo que no ocurría desde que Ingrid Bergman protagonizara "Casablanca". La diferencia es que la Salander no se conforma con Bogart, también quiere a la Bacall. También se diferencian en que una era carnal, real y canónicamente  hermosa y la otra es ficción, sociópata, pirata, extravagante, infiel y emocionalmente ciega: nadie es perfecto. Nuestros mundos reales están llenos de ficciones. La historia creada por Stieg Larsson arrasó en las librerías. La imagen de la flaca Salander se pasea orgullosa por las calles,  casas,  metros,  parques y  dormitorios de jóvenes y mayores de todo el mundo. Reina de las Ramblas, imagen de una mujer/niña que se multiplica en libros, camisetas y es convertida en icono de una antiheroína de nuestros tiempos.

El fenómeno sigue. Acaba de empezar. En Mayo llega en forma de película. No está mal la sueca Noomi Rapace que interpreta a la hacker, aunque poco se corresponda a la particular imagen de nuestros deseos. Es difícil imaginar que mujer tan inquietante, tan deseada y tan atípica proceda de la memoria que su creador tenía de aquella pecosa pelirroja, joven estrella sueca de las televisiones en los años setenta, Pipi Calzaslargas. No recuerdo haber pensado nunca en ella como alguien que pudiera volverse tan seductora como la joven soñadora con cerillas y venganzas. Difícil imaginar que aquella niña fuera a crecer de forma tan sorprendente hasta llegar a ser este turbador personaje seguido por millones d electores en tiempos de crisis e Internet. Los libreros están esperando la última entrega, "La reina en el palacio de las corrientes de aire" como la llegada del maná. Se publicará a finales de Junio, después de la famosa feria del libro madrileña, antes del verano y con perfecto cálculo comercial. Más deseado que Obama, Salander es la nueva patrona de las librerías. Algo similar a lo que  pasó con los cines  cuando esperaban la llegada de una copia de "Lo que el viento se llevó", como la llegada del salvavidas.

La trilogía de Larsson ha conseguido que una saga llena de verdades sobre la sociedad, la prensa, los sentimientos y los seres humanos sean  los libros más vendidos, ¡y leídos!, por los jóvenes y maduros de ahora. Si los comparamos con los héroes o heroínas de nuestra juventud, con aquellos bodrios llenos de falsedades sobre los sentimientos, la honestidad, la amistad, el amor que se llamaban cosas como"Edad prohibida", hay razones para sentirnos misteriosamente felices. Como en un poemario de Margarit. Refugiarnos con Salander en "el último lugar del que el sol se retira".

 

 



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27 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La maldición del sistema

La gravedad de la crisis sólo se hace de verdad real cuando sus efectos se abaten sobre la vida de las personas. Y restándoles, no ya porciones de sus ingresos o sus ahorros, sino que cuotas concretas de vida.

 Ahora, en España, donde los parados rebasan los 4 millones, equivalente a la quinta parte de la población activa, la importancia de la crisis deja de medirse en millones de euros para reflejarse en el dolor de millones de víctimas. Estas víctimas no mueren todavía pero en ellas se está plasmando, ,como un metáfora de los procesos de muerte, una degradante transformación de su condición social, psicológica y moral.

Todos ellos, a quienes día tras día se suman otros miles más, componen una multitud profundamente dañada cuyas reacciones ante el arbitrario poder que los condena se intensifica y se simplifica sin cesar. Condenados de la Tierra. Pero condenados ¿a cuenta de qué? Solamente como resultado de una ominosa organización que manifiesta su injusticia y su crueldad, su desvarío y su potencia, con el arrasamiento de seres humanos.

No será necesario, en adelante, muchos análisis más. El sistema falla en su punto central y opera como un peligroso delirio. Falla para fomentar el bienestar de las gentes pero, sobre todo, se revela sin tapujos como una fuerza del mal. ¿Seguir respetando sus reglas? ¿Corregirlas o regularlas acaso  circunstancialmente? Si esta crisis cuyas proporciones aterran y no dejan de crecer no es ya otra cosa que un maldito artefacto incrustado en nuestras vidas como una incuestionable maldición, un motor tan enloquecido en su definitiva acción que es insoportable esperar paliativos a partir de su esencia ni, desde luego, solución alguna a partir de su naturaleza, reformada o no. Mucho menos, aún, de su pretendido saneamiento que no llevará sino a la consecuencia de reforzar su vigor criminal.



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27 de abril de 2009
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Historia e impostura, una fraternidad

Para Demetrio Pin en Saint Julien le Pauvre.
 
Si descartamos el pundonor profesional, virtud de difícil defensa (¿soy honrado o me he acomodado a la "honradez" de mi biotopo?), no hay muchas razones para escribir honradamente la verdad. Los historiadores, como los periodistas, han de verse constantemente asaltados por la duda. ¿Es verdad que los franquistas "ocuparon" Barcelona, o la "liberaron", como decían las grandes familias que todavía hoy controlan el país con nuevas máscaras? Decidir sobre un verbo puede marcar para siempre.
 
En una ocasión, M. McCabe, que se encargaba de la Filosofía Antigua en el King's College de Londres, se las hubo con un historiador astuto y deconstructivo, poco partidario de la verdad. Me quedó un argumento de McCabe en defensa de la historia verdadera: la historia no sirve para nada, si no es para conocernos a nosotros mismos y tomar medidas correctoras. Las mentiras socialmente útiles (las habituales en historiadores y periodistas ideológicos u orgánicos) ocultan y disfrazan nuestros errores, lo que instiga a repetirlos. En cuyo caso es mejor leer o escribir novelas. Son más verdaderas.

No obstante, resistirse a la ficción socialmente útil es asunto de gran dificultad. Voy a presentar tres casos de impostura útil, cada uno de los cuales presenta un contenido moral distinto.

Un fotógrafo amigo mío tuvo la suerte de interesar a unas galeristas de San Francisco cuando éstas entraron por azar en una muestra suya mientras hacían turismo por España. Le contrataron una exposición, tuvo buenas críticas y le pidieron más material al tiempo que le animaban a visitar la galería americana. Así lo hizo, y cuando se presentó ante ellas, abrió una carpeta con fotos similares a las que le habían expuesto. Llevaba, sin embargo, otra carpeta con ejemplares de su obra más arriesgada, quizás calificable de "perversa", en todo caso, turbadora. En el momento de abrirla tuvo una iluminación. "Mirad, dijo, como no me quedaban más fotos, os he traído el trabajo de una amiga que vive en mi ciudad. Se llama Gladys Steiner y a lo mejor os parece un poco atrevida". Las galeristas se lanzaron sobre las fotos gorjeando de placer, compraron al instante la carpeta entera y le exhortaron a facilitar el contacto para contratar a Gladys como estrella fija. En consecuencia, mi amigo comenzó a entrenar a una muchacha de Tarragona para que ejerciera de Gladys. La moza se lo tomó con tanto entusiasmo que ahora mismo está persuadida de ser Gladys y pueden acabar todos en el juzgado.

Uno de los peligros de inventar héroes que nunca existieron, como suelen hacer los historiadores simbólicos en busca de raíces milenarias, legitimaciones medievales y otros arcaísmos, es queluego han de vivir con ellos. Los fantasmas se alimentan de sangre. Hay historiadores que llevan un pequeño Wilfredo o un Pelayo hincado en el cuello para siempre.

El segundo caso es el de otro amigo, excelente escritor y hombre muy competente en las más diversas y duras disciplinas, como la arqueología grecolatina, la filología clásica, las lenguas semíticas, la historia de los imperios orientales, en fin, aquellos saberes que caracterizaban al sabio alemán del siglo XIX. Sin embargo, esos conocimientos son el resultado de la pasión: su título universitario es el de Derecho. Tras muchos años de estudio, pagándose viajes a lugares remotos (y peligrosos), rebuscando en bibliotecas e incluso comprando en subastas, ha conseguido reunir la documentación suficiente como para presentar la hipótesis de que "Homero" es una atribución que corresponde a otro gran nombre de la antigüedad (que no puedo revelar), auténtico recopilador de la Iliada. Una propuesta de este calibre (¡habría que cambiar cientos de miles de escritos donde aparece "Homero" para poner "XYZ"!) no pudo asumirla ningún editor. Armándose de valor, impostó como autor del ensayo a un profesor alemán exiliado en Noruega durante el dominio soviético, le añadió una bibliografía impecable y, en fin, lo construyó de arriba abajo. El profesor alemán ya ha recibido dos ofertas de edición.

He aquí una variante de los falsos poemas de Ossian, en los que un patriota escocés se hacía pasar por rapsoda ancestral para dar lustro a la historia nacional. Los poemas que se inventó eran buenos, aunque no, desde luego, antiguos. El que presento es un caso más sutil: también precisa inventar un autor inexistente, pero no para expandir la mentira sino para que se sepa la verdad. De todos modos, las impostaciones siempre terminan mal. El falso Ossian acabó exasperado, frenético, ridiculizado por los ataques que recibió, sobre todo, de los irlandeses. Mi amigo tiene serias dudas de que pueda mantener la impostación, si llega a publicar el libro. ¿Qué dirán los macedonios?

El último caso lo conozco mejor. Hace unas semanas y en este mismo periódico me inventé una falsa biografía de Francis Bacon para justificar sus pinturas. Irritado por la importancia que daban los medios de comunicación a la santidad del artista como "explicación" de su obra (homosexual, sadomasoquista, un amante suicidado en el retrete, alcohólico, en fin, una vida ejemplar), le atribuí una vida que huyera del sentimentalismo. Felizmente casado (con Doris), dos hijos, votante del Partido Conservador, empleado de seguros y turista en la Costa Brava. Le di esos atributos escasamente románticos como si fueran decisivos para entender sus pinturas, en imitación de lo que habían escrito tantos otros sobre "la verdad" de Bacon. A pesar de todo, y por si algún despistado se lo tragaba sin pillar la ironía, añadí, a modo de escudo, una biografía imposible de Velázquez. Ni a tiros. Recibí una ola de mensajes, algunos interesándose por la esposa de Bacon (destaca el que exclama: "¡Ya era hora de que alguien sacara de la oscuridad a esa mujer!"), otros preguntando por el municipio portugués donde se guardan los documentos sobre la transexualidad del sevillano, y no faltaron lectores emocionados por el sufrimiento de Bacon al ser amonestado en su compañía de seguros. Los mejores, unos cuantos de seriedad apostólica insultándome por mentir como un bellaco.

He aquí una última enseñanza de por qué es peligroso mentir cuando se escribe la historia: es bastante probable que mucha gente te crea, sobre todo, si es algo por completo increíble. Y entonces, si eso va a suceder, ¿no es mejor decir la verdad? ¿Aunque sea por modestia o por sentido del humor?

Este dilema, sin embargo, tiene un recurso: es casi seguro que si digo la verdad (piensa el mentiroso) me expulsarán del biotopo político en el que me alimento. Tendré que buscarme la subsistencia en tierras extrañas, muchas de ellas dominadas por otros mentirosos. En cambio, en mi biotopo estoy bien alimentado, mis hijos tienen amigos, me han otorgado una distinción y me bendice la prensa patriótica. Además, mi nación ha sufrido mucho y está rodeada de enemigos, así que bueno es ayudarla aunque sea mintiendo. Es lo que hacen algunas personalidades con la Cuba de Fidel, por ejemplo.

Contra este argumento no hay defensa. Tiene razón el historiador ideológico, hay que conservarse. Sólo cabría recomendarle que escriba novelas porque, de seguir aceptando la denominación de "historiador", dentro de unos años la gente se reirá de sus mentiras como ahora nos reímos de los libros de historia escritos por franquistas de nómina. Es cierto que con un poco de suerte eso sucederá cuando ya esté criando malvas y la vergüenza sólo caerá sobre sus hijos. Pero eso a él ¿qué más le da? Viven las patrias eternamente. Efímeros son los patriotas.

Un aviso final: los tres casos que he relatado son verdaderamente históricos. He cambiado nombres y lugares para proteger a mis invitados.

Artículo publicado el lunes 20 de abril de 2009.

 

 

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27 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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1984+25

El otro día vi en la estantería el número 1984, que correspondía al título de la novela de George Orwell, y de pronto reparé en el hecho de que ya hemos sobrepasado en un cuarto de siglo aquella fecha tantas veces tenida por simbólica. Como sentí curiosidad por averiguar la vigencia de las profecías contenidas en el texto, me puse a releer el libro. Habían pasado muchos años desde mi primera lectura y recordaba más lo que se había dicho sobre la novela que la novela misma ¿Nuestra sociedad se parecía en algo a lo que Orwell dibujó como sociedad del futuro?

De entrada, me sorprendió una cierta ingenuidad en el tono. Quedaba claro que el autor, en el momento de escribir la novela en 1949, estaba completamente determinado por las circunstancias de la época. Tras el trauma de la guerra civil española, en la que había participado activamente, y de la II Guerra Mundial, Orwell se mostraba impresionado por el clima apocalíptico que iba adquiriendo la recién estrenada guerra fría. Y así, al construir su antiutopía, el novelista se servía de los lenguajes totalitarios de su tiempo como los propios de ese futuro que él intentaba ilustrar.

Quizá en 1984 -antes de la caída del muro de Berlín, por tanto- estos lenguajes tenían una cierta fuerza evocadora. Sin embargo, 25 años después, hoy, parecen extraordinariamente lejanos, no porque la amenaza del totalitarismo ya no exista, sino porque se manifiesta con un estilo bien distinto que, seguramente, hubiera resultado paradójico para el propio novelista. Y en efecto, ¿podría haber ironía mayor para el muy irónico Orwell -un seguidor de Swift y Defoe- que comprobar que su Gran Hermano, el solemne ojo totalitario inspirado en el nazismo y el estalinismo, es hoy el leitmotiv del más brutal entretenimiento televisivo?

No es que no haya una continuidad entre ambos Gran Hermano como fenomenales engranajes de control; sin embargo, el vigilante supremo de 1984 aparece inevitablemente naïf en comparación con el sofisticado vampiro que succiona las conciencias de los telespectadores en nuestros días. Orwell había analizado cuidadosamente el fenómeno de la propaganda de masas en la primera mitad del siglo XX, pero no estaba en absoluto en condiciones de prever el refinamiento y la complejidad de los engranajes de manipulación colectiva a principios del siglo XXI.

Orwell, desde luego, no iba desencaminado al plantear el futuro en términos de poder visual. En una época de decadencia de la palabra, era la imagen lo que permitiría domesticar la libertad del ser humano. En consecuencia, Orwell imagina un centinela cuyo ojo alcance todos los rincones. No obstante, 25 años después de 1984, el ojo orwelliano le parece al lector de la novela corto de vista, ingenuamente miope, si lo contrasta con ese Argos nuestro al que nos acogemos, monstruo de 100 ojos con el que perseguimos y con el que somos perseguidos en esa gran ceremonia de control mutuo que transcurre cotidianamente por las pantallas del mundo.

El Gran Hermano concebido por Orwell para la siniestra república futura jamás habría pensado penetrar en las recónditas intimidades de las que hoy se apoderan el Estado, la policía, las empresas de publicidad, las entidades bancarias y cualquier individuo con la suficiente obscenidad como para desear reducir a la nada la vida privada de los demás.

El negro ideal del Gran Hermano en 1984 es la extinción del individuo, tras la cual empezará otra especie supuestamente superior. O'Brien, uno de los jefes del Partido, se lo comunica a Winston, el último resistente: "El hombre es un ser infinitamente maleable. Si usted cree ser un hombre, Winston, considérese el último ejemplar de esa especie". En nuestros días, un cuarto de siglo después, exaltamos oficialmente al individuo, pero nos prestamos gustosamente a la extinción de la intimidad, que es sin duda el camino más directo hacia la abolición de la libertad individual. Cada vez que nos sometemos a la cámara que nos vigila -nos sometemos continuamente- y cada vez que oímos una voz que nos anuncia que nuestra conversación será grabada -algo que ocurre con creciente asiduidad- damos un paso más hacia la destrucción de nuestra vida íntima, la única que tenemos por cierta.

El valor de 1984, aunque a menudo sus escenarios aparezcan obsoletos, es la capacidad de anticipación respecto al peligro fundamental que acecha al hombre contemporáneo. Claro que para muchos perder la libertad individual no es ningún peligro, sino algo más bien deseable. Eso lo anticipó Orwell en la última frase de la novela. Abandonada toda resistencia, Winston acaba, también él, amando al Gran Hermano.

 

El País,  04/04/2009



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27 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El misterio de Charles Dickens

¿Cuánto hace que no leen una de esas novelas que no se pueden dejar?
    Yo estoy leyendo una que se llama Drood, escrita por un tal Dan Simmons, de quien hasta ahora, por cierto, ni siquiera había oído hablar. Es verdad que parece un libro escrito para mí: una historia de horror que tiene a mi venerado Charles Dickens por protagonista, a su gran amigo Wilkie Collins –el autor de The Moonstone- como narrador y a la novela inconclusa de Dickens The Mistery of Edwin Drood como centro de un misterio.
    Hasta ahora lo habitual era que dos o más películas surgiesen en simultáneo disputándose el mismo tema: ocurrió con un par de films sobre volcanes en erupción, con los proyectos sobre Alejandro el Grande (Oliver Stone lo concretó, Baz Luhrmann lo abandonó) y las versiones de King Lear que andaban en danza –de las cuales, según leí, sólo la de Michael Radford con Al Pacino seguiría en pie. Pero que aparezcan en simultáneo dos novelas que tratan el mismo tema –en este caso, los enigmas en torno a esta inusual novela de misterio que Dickens estaba escribiendo cuando murió- es verdaderamente más extraño. Además de Drood acaba de salir The Last Dickens de Matthew Pearl, el autor de otros libros que utilizan a escritores célebres como personajes en el centro de sus historias: The Dante Club y The Poe Shadow. Como me pareció que Pearl recurría a una fórmula, opté por Drood. Y hasta el momento –voy por la página 312 de 773- no me he arrepentido para nada.
    Drood está llena de guiños para aquellos familiarizados con Dickens y Collins, al tiempo que hila un misterio que compele a seguir devorando páginas hasta horas insensatas. No me extraña nada que Guillermo del Toro haya comprado los derechos de Drood para el cine. Si la película de Guy Ritchie que pretende relanzar la figura de Sherlock Holmes tiene éxito, seguramente esta historia que utiliza a Dickens y Collins como una suerte de Holmes y Watson entrará en un fast track que le permitirá acceder a una pronta producción.
    Los dejo aquí para seguir leyendo un poco más, a pesar de que la madrugada me ha sorprendido de pie. Y después les cuento…



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27 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los niños vestidos de negro

Me contó una amiga querida ? la pintora Sofía Gandarias ? que, hace algunos años, durante una visita de trabajo a Sri Lanka, antiguo Ceilán, se sorprendió al encontrar en las calles a grupos de niños vestidos con túnicas negras. No le pareció que se tratara de una señal distintiva de alguna casta o etnia particular, sobre todo porque ningún adulto vestía de esa manera. De pregunta en pregunta, de indagación en indagación, acabó encontrando una explicación para las insólitas vestimentas. Las familias de esos niños habían sido convencidas para entregar a sus hijos a militantes del islamismo en su versión violenta, la jihad, para que acaben convirtiéndose en mártires de la revolución islamista, o, dicho con otras palabras, se pongan un día un chaleco cargado de explosivos y vayan a hacerlos explosionar en un mercado, una discoteca, una estación de autobuses, en el sitio donde puedan causar más muertes. Ignoro si a esos padres y esas madres les pagaron compensaciones materiales o si todo acabó en la promesa fácil de una entrada inmediata en el paraíso de Alá. No lo sé. No sé si aquellos niños de túnica negra todavía estarán a la espera de que les llegue su hora o si ya no pertenecen a este mundo. No sé nada. Y me voy a quedar por aquí. No es que me falten las palabras, es que me repugnan.



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27 de abril de 2009
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