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Un escritor que crea gobernando

En julio de este año deberíamos haber celebrado el festival literario Centroamérica Cuenta en Guatemala, pero la pandemia paralizó nuestros planes, como tantas otras cosas en el mundo. De modo que decidimos tomar provecho del tiempo muerto de los encierros, y de la imposibilidad de verse cara a cara, creando un foro de conversaciones constante, al menos tres sesiones a la semana, que hemos llamado "Autores en cuarentena".

Empezamos en marzo, y a estas alturas ha habido ya 35 encuentros con más de 60 participantes de unos 20 países, entre escritores, periodistas, académicos, editores, libreros y traductores, que han visto más de 700 mil personas.

La semana pasada tuvimos una variante bastante inusual en estos diálogos, cuando compareció el presidente de Costa Rica, Carlos Alvarado Quesada, para conversar conmigo sobre literatura y política, y sobre su propia obra literaria, con la mediación del periodista Arturo Wallace de la BBC de Londres.

Cuando ganó las elecciones en 2018 no fue sólo el más joven en la historia del país en alcanzar la presidencia, con 38 años, sino que, además, tenía ya una carrera literaria en marcha, con tres novelas y un libro de cuentos publicados. Y cuando deje la presidencia seguirá siendo un escritor joven, o un político joven, según su escogencia. Pero, en cualquier caso, podrá seguir creando.

Porque una de las cosas claves que dijo durante la conversación, es que la literatura y la política son formas de crear: "ambas, la literatura y la política, son ejercicios creativos, transformadores, pero en frascos separados. A mí no me gusta necesariamente traslaparlos".

La política como acción creativa puede darse en un país como Costa Rica, donde la participación democrática se halla arraigada en las instituciones y en el espíritu de los ciudadanos. De manera que gobernar, según recuerda el presidente Alvarado, se convierte en un ejercicio constante de diálogo y transacción, de persuasión y búsqueda de consensos; es en eso que reside el carácter creativo de la política.

Del otro lado lo que queda es la imposición y el arbitrio, la falta de fiscalización de la acción pública y el ejercicio del poder desde la sombra, donde se pasa sobre las leyes, o se compran las mayorías parlamentarias. No pocas veces se llega a confundir la artimaña del engaño, y las formas de imponer la mano dura, con el talento político creativo. Pero es poca la inteligencia que se necesita para acumular poder en una sola mano, si faltan los escrúpulos, se reprime a los disidentes, y se pone precio a las voluntades.

En la literatura se crean mentiras que deben ser creíbles. En la política se crean verdades que deben hacer creíble el oficio de gobernar. "Creo que la dimensión de la verdad y lo ficticio en la literatura tiene un componente y en la política la verdad tiene que ser la verdad", ha dicho el presidente Alvarado. "Y creo que el espacio de ficción no debe existir ahí. Procuro por eso guardar mucho el ejercicio de la política en la política y de la literatura en la literatura".

No es usual encontrarse a un presidente entregado a un diálogo literario, capaz de hablar de su formación como escritor, y de sus escritores de cabecera, entre los que se cuentan Hemingway, Heinrich Böll, Günter Grass, Mario Vargas Llosa. En un tuit emitido al tiempo que se estaba dando el diálogo, el periodista salvadoreño Carlos Dada, fundador de El Faro, ha escrito con divertido asombro: "¿Un presidente centroamericano hablando cómodamente de literatura?: Sí, ahora mismo".

Tampoco es usual que un presidente que viene de la literatura termine su período, y entregue el mando a su sucesor. Escritores gobernantes ha habido pocos en América Latina, y se me viene el recuerdo de Rómulo Gallegos, presidente de Venezuela derrocado en 1948 por la casta militar, y el de Juan Bosch, presidente de la República Dominicana, derrocado en 1963, también por la casta militar. Ambos habían sido electos legítimamente y duraron los dos en el poder exactamente nueve meses.

La diferencia es que en Costa Rica no hay ejército que le pueda dar un golpe de estado a un presidente, porque las fuerzas armadas, para bien de los recursos dedicados a la educación y la salud, fueron abolidas en 1948 tras la revolución que encabezó José Figueres. Y para bien de la democracia.

Es una democracia, bajo la presidencia de este escritor que ahora ocupa todo su tiempo en los asuntos de gobierno, la que ha hecho frente con éxito relevante a la pandemia. Costa Rica y Uruguay, ambos países ejemplo de alternancia democrática, son los que mejor han enfrentado la emergencia sanitaria del virus.

Cuando le propuse hace algunas semanas al presidente Alvarado este diálogo, algunos de sus asesores le aconsejaron que no se vería bien que, en tiempo de crisis, él apareciera hablando de literatura. Pero pensó que valía la pena.

"Pensé que en estos tiempos en el que estamos muy ocupados haciendo muchas cosas, la literatura y el arte son muy importantes...son momentos difíciles ciertamente, pero hay que defender esa comarca que es la literatura que lleva consuelo, bienestar, imaginación, vitalidad a tantas personas en un momento como la cuarentena".

 

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22 de junio de 2020
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El otro Stevens

En 1947 Wallace Stevens publicó el que creía su libro más importante, Transport to Summer, al que añade, a modo de coda, sus anteriores Notas para una ficción suprema, un extenso poema entre lo oracular y lo abstracto. Es del todo improbable que George Stevens, su contemporáneo californiano un par de décadas más joven, leyese aquel libro opaco y anti-figurativo. En esas fechas, al volver de Europa, tras haber formado parte de Why We Fight, el equipo de cineastas estadounidenses (John Huston, Anatol Litvak, John Ford, y varios más) que filmó a modo de propaganda anti-hitleriana y movilización civil las atrocidades encontradas por los vencedores en los campos de concentración, este segundo Stevens estaba preparando su retorno a Hollywood, donde en 1948 terminó y estrenó una saga familiar de ámbito norte-europeo muy distinta a las comedias disparatadas que en los años 30 y primeros 40 le dieron aureola de gran maestro de la sátira. Frank Capra, que supervisaba al grupo de voluntarios de Why We Fight, lamentó años después, en un tributo de homenaje a Stevens por parte de la plana mayor de dos generaciones de cineastas próximos a él (Rouben Mamoulian, Mankiewicz, Warren Beatty, Alan J. Pakula, entre otros), que Stevens ya hubiese abandonado la comedia: "nadie la sabía hacer como él".

Con una de las más celebradas, El amor llamó dos veces (The More the Merrier), se despidió en 1943, para recoger imágenes en Alemania de los trenes del horror y los hornos crematorios; vista hoy, El amor llamó dos veces tiene mucha menos gracia de la que en su día le vieron los críticos y los académicos hollywoodienses. Es una crazy comedy llena de gags extravagantes que fluyen con lentitud exasperante, y a la que le sobran vueltas de tuerca y le falta chispa, quizá porque sus actores centrales, Jean Arthur, James Coburn, Joel McCrea, carecen de ella; siempre entran tarde al humor, y la indudable sofisticación compositiva del cineasta no lo remedia. Tampoco en las comedias anteriores que he vuelto a ver ahora encuentro las maravillas que Capra pregona: el musical En alas de la danza (Swing Time, 1934) solo se sostiene en las piernas de Fred Astaire, y La mujer del año (1942), memorable por instaurar, en la pantalla y en su vida privada, a la pareja Katharine Hepburn/Spencer Tracy, no alcanza las cimas de ligereza ni la densidad de los tres títulos que ambos actores rodaron a las órdenes de Cukor.

Sin embargo, George Stevens fue un artista de enorme prestigio, uno de "los grandes" de la comedia antes de la Segunda Guerra Mundial, y aún más engrandecido después en la tragedia atávica americana, de la que, con tres títulos seguidos de éxito, se hizo especialista. Capra, que había fundado con él y Billy Wilder una productora independiente de breve recorrido, daba en ese mismo homenaje al que me referido una explicación ingenua pero seguramente plausible de la evolución de su cine: lo que Stevens había visto en Dachau y otros infiernos, le había quitado el espíritu de la comedia; lo descubierto allí y lo fotografiado fue "too much for him". Con determinación, y en pocos años, los que cubren la década 1950, Stevens se labraría una reputación de metteur en scène de qualité, precisamente la categoría que la nueva crítica francesa detestaba, tanto la cahierista como la macmahonista; Bertrand Tavernier, al que siempre es un placer leer cuando hablaba de cine antes de pasar a hacerlo, escribe en sus Treinta años de cine americano (y no sólo sobre Stevens) alguna de las apreciaciones maliciosas mejor fundadas de aquel tiempo en que el crítico no era sólo el reseñista rutinario y contador de argumentos que uno encuentra hoy en todas partes, sino un ocurrente mandarín dotado de autoridad en el juicio y el don de una bella escritura. El prestigio de George Stevens era entonces similar al que tenían los popes del gran blockbuster sentimental, tipo Wyler, Wise o Zinnemann, si bien hay algo en él, más allá de los fantasmas del nazismo, que le distingue estilísticamente y le endereza en el camino del pathos. 

Había sido en sus comienzos del cine mudo actor, camarógrafo y guionista fa presto de muchos cortos de Stan Laurel y Oliver Hardy, pero cuando en 1947 se reintegra a Hollywood, cumplidos ya los cuarenta años de edad, el Gordo y el Flaco no hacen reír a nadie, y Stevens busca la gravedad romántica y el bien delineado marco social, que le convierten en un director-artista. I remember Mama (Nunca la olvidaré, 1949) es un delicado drama familiar sobre unos emigrantes nórdicos, a ratos perjudicado por su extraterritorialidad de estudio y los acentos forzados. Stevens encuentra su voz cuando se siente llamado por Norteamérica, y a ese país confuso y convulso que ha luchado por la liberación de Europa y alberga en suelo patrio a los perseguidores de la libertad le aplica algo que es superior a cualquier género o registro cinematográfico: la captación del dolor, el reconocimiento de la tragedia, las aguas turbias de la pasión prohibida y del odio. Así, Stevens, tal vez destinado en un principio, por los requerimientos de los grandes estudios, al escuadrón de los grandilocuentes, se hizo agudo y profundo en la revelación de la cara oscura del humano temperamento.

En cinco años, Stevens produce tres films -para algunos una trilogía- que son sin duda los que hoy le dan permanencia. El primero, de 1951, fue Un lugar en el sol (A place in the sun), basado en la novela de Theodore Dreiser An American Tragedy, que había sido llevada al cine en 1931 por Josef von Sternberg con el mismo título del libro; es un cumplido máximo decir que Stevens supera en casi todo al gran maestro vienés. Y volviendo ahora a ver esta cruel historia tan tétrica como encendida me vinieron a la cabeza los versos de Wallace Stevens en el epígrafe IX de su ya citado Notas para una ficción suprema: "Lo que [el poeta] busca es la jerga del lenguaje vulgar. / Mediante un habla particular intenta decir / la particular potencia de lo general, / combinar el latín de la imaginación con / la lingua franca et jocundissima" (en la traducción de Javier Marías para Pre-Textos). Puede sorprender el atrevimiento de referirse a George Stevens, hoy tan postergado, como el poseedor de una jerga elevada, y aún más quizá de un carácter jocundo, siendo su cine de los últimos años más bien aciago y de resonancias bíblicas. Esas finuras contradictorias y complementarias a las que alude con su parte de humor el gran poeta de El hombre de la guitarra azul, Stevens el cineasta las incorpora combinando las esencias del melodrama universal con un lirismo sutil que roza lo morboso, así como con un ojo infalible para los lugares dramáticos: el lago del crimen, las montañas Tetons siempre presentes al fondo del valle de Raíces profundas (Shane, 1953), la casona aislada en los pastos y los pozos petrolíferos de Gigante (Giant, 1956) Y los actores tan sabia y sorprendentemente elegidos: la Taylor casi niña frente el atribulado y muy vivido Monty Clift en Un lugar en el sol, los físicos opuestos de Alan Ladd y Jack Palance en Shane; la piel y el pelo de mexicanos y yanquis en Gigante, de tanta carga simbólica. Genius loci y genius humanorum, para no salirnos del latinajo. 

La gran epopeya americana de esas tres excelentes películas se inicia, en Un lugar en el sol, con un amour fou entreverado con la verdadera locura que lleva hasta las dos muertes finales. La historia más de fondo social de la novela de Dreiser se concentra en el film en la pareja protagonista, desde el primer instante en que se descubren el uno al otro; George Eastman (Montgomery Clift) al ver al volante de un coche deportivo a una joven de extraordinaria belleza (Elisabeth Taylor), y ella al verle a él encadenar carambolas en la sala de billar de una gran mansión. Hay un fatum en sus encuentros, que Stevens resuelve con una significativa figura de estilo de la que acierta al no abusar: las sobreimpresiones encadenadas. A mí me impresiona más otra: el uso del primerísimo plano de rostros que se besan, en los que la cara de la Taylor adquiere una dimensión subyugante al lado de la cabeza opaca de George.

Un lugar en el sol tiene también un elocuente paisaje: la pequeña ciudad con el único brillo de los neones industriales, los habitáculos de la clase obrera, las fincas de recreo de los millonarios. Cuando en sus posteriores Raíces profundas y Gigante Stevens va al Oeste, su complacencia jocunda es someterse, siendo original, a los patrones del western: la familia granjera, el salón astroso y peligroso, los rebaños en estampida, los dos pistoleros enfrentados, y una cierta bonhomía pastoral que hace de la primera una dulce alegoría triste, con halo de misterio y ribetes homoeróticos, y de la segunda un alegato sin exagerada moraleja en favor de la justicia y la igualdad racial. Stevens, además, se muestra en su trilogía, y tan tempranamente, muy sensible a las sensibilidades femeninas de recio carácter.

Lástima que la última película suya que nos interesa, El diario de Ana Frank (1959), sea un paso fallido en un contexto que parecía el más idóneo, con sus antecedentes. Le traiciona, en mi opinión, partir no del libro, que es una obra maestra de la literatura confesional, sino de una adaptación hecha para Broadway. Al perderse casi del todo la voz de la adolescente judía en primera persona, el relato se hace externo y demasiado anecdótico, aunque el reparto vuelve a ser inspirado y la factura formal la propia de un maestro que durante mucho tiempo a alguno de nosotros no nos lo pareció.

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22 de junio de 2020
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El joven filósofo y el viejo Sócrates

"Os mata una verdad en el caduco nido:
la que impone la vida del siempre adolescente".
(Miguel Hernández).
 

Los filósofos de oficio (por supuesto me incluyo) tienden hoy a concentrarse en difíciles problemas, algunos en la intersección de pluralidad de disciplinas, que conciernen al tiempo que nos ha tocado vivir:
¿Cómo afectará al planeta el desequilibrio climático? ¿Qué tipo de sociedades serán las nuestras tras una crisis sanitaria que hace evocar épocas oscuras? ¿Cómo se transformaran las relaciones humanas (erotismo incluido) en un mundo digitalizado? ¿Se hallaran o no los seres dotados de inteligencia artificial en condiciones de emular ciertas proezas humanas? Y un extenso etc.

Sin embargo para todos estos problemas hay nombres designativos de disciplinas: ecología, sociología, cibernética... En algún momento el problema puede derivar hacia la filosofía (suele ser el caso de los físicos cuando se adentran en ciertas aporías de sus disciplinas), pero la mayoría de las veces no es así, y desde luego no se ve en qué se enriquece la cuestión por el hecho de categorizarla como filosófica.

La filosofía, o carece absolutamente de contenido, o plantea problemas cuya temporalidad es meramente ocasional; la filosofía se aprovecha de lo circunstancial para poner sobre el tapete, para hacer que emerja, lo a-temporal. No porque la filosofía no tenga ella misma una fecha de nacimiento, sino en razón de que una vez aparecida (en las costas de Jonia, en una lengua y siglo determinados), trata de algo irreductible a un tiempo, una peripecia o una lengua, trata simplemente de lo que acontece al hombre por el hecho de ser hombre; el ser [del hombre] en cuanto meramente es, por expresarse en la jerga. Trata de verdad de lo no contingente, de lo que no pudiera ser de otra manera, aunque la contingencia sea su envoltorio.

Por ello el joven filósofo, desconfía de que le lleven a interrogaciones, gravísimas sin duda, pero que no conciernen a todo hombre por el hecho de serlo y en consecuencia carecen de prioridad ontológica, son de hecho secundarias. Al joven filósofo solo le atraen aquellas mismas interrogaciones que en sus últimos momentos formula el viejo Sócrates.

¿Y cuando dejan de atraerle? Simplemente cuando deja de ser joven, cuando busca distraerse, cuando la filosofía no es ya soportable, cuando pesa más el tiempo que le consume como individuo que el problema del tiempo como tal. Al hombre como tal, le afecta la naturaleza y le afecta el tiempo; las circunstancias en las que la naturaleza acentúa su agresividad y el tiempo sus inevitables efectos es asunto que concierne a tal o tal hombre, o tal grupo de los mismos.

La perseverancia en los problemas metafísicos, es muestra de razón vital, su desaparición es muestra de abatimiento, su sustitución por otros a los que se da un barniz filosófico es ya casi una impostura.

En estos momentos varios de nosotros nos ocupamos de asuntos en los que cuenta nuestra percepción actual del mundo y tienen gran peso en la vida social, concerniendo indirectamente a millones de personas, pero en tal actividad no nos ocupa aquello que, dice Aristóteles, es objeto de la filosofía : " Una disciplina que se ocupa de lo que es en cuanto es (to on he on) y de aquello que el hecho mismo de ser acarrea".

Y aquí una precisión importante: precisamente porque hace referencia a lo que como humanos nos concierne, la filosofía he de ser cosa de todos. Cada uno, decía hace un momento, es pasto del tiempo, pero relativiza el peso del tiempo en la medida misma en la que lo convierte en objeto de reflexión. De ahí que (una vez que ha surgido) vivir sin filosofía es de alguna manera vivir sin alma.

No se responde a nuestra naturaleza (y por consiguiente hay pobreza) cuando no se ejercitan las funciones, las capacidades innatas, de simbolización y conocimiento que nos distinguen y elevan sobre el orden animal. En una tesis muy clara y muy rotunda: el hombre desea que su especie se renueve, porque desea ver generarse los frutos de la misma; desea que surjan metáforas y fórmulas y tras ellas la reflexión sobre el ser que las forja.

Y eso (como Aristóteles indica) nos pasa a "todos", siendo al respecto variable irrelevante la diferencia entre individuos, la diferencia entre hombre y mujer o la diferencia de razas. Por tanto, pobreza es en general que exista una sociedad en la cual la inmensa mayoría de los que viven en ella estén excluidos de la simbolización y el conocimiento debido a la miseria social, la opresión, la injusticia y la esclavitud.

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19 de junio de 2020
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Diario del confinamiento (12) Masas y masas

Una falsa noticia, o mejor, una noticia desplazada ha causado pánico en la red: la que hace referencia a la aparición de un nuevo virus: el Nipah, más letal que el Covid19. Todo indica que las muertes provocadas por el Nipah y divulgadas estos últimos días ocurrieron en la India, en el año 2018, y no ahora. En cualquier caso, se trata de otro virus que anda por ahí, que halla su mejor albergue en los murciélagos fruteros, y que fue detectado por primera vez en 1998, en Malasia. En el 2004 ya estaba en Bangladesh, desde donde pasó a la India.

¿Nos hallamos en el siglo de las pandemias?

Desde que leí a McLuhan, hace ya bastante tiempo, tendía a defender la globalización, y juraría que aún la defiendo, pues la veo como inevitable (y oponerse a lo inevitable es de necios), pero una cosa parece rotundamente cierta: la globalización es el campo más abonado de la historia para que cualquier epidemia se pueda convertir en pandemia. ¿Solo la globalización? No, también abonan ese campo las megaciudades y la cultura de masas.

Los virus quieren colmenas y masas bien apretadas. Los virus han hallado su edad dorada en nuestra época. La globalización es para ellos la gran panacea, el cuerno de la abundancia. Me lo dice un amigo epidemiólogo con cierto sentido del humor: “Hemos creado la globalización para los virus, no para nosotros. Esas entidades que ni parecen vivas ni parecen muertas acabarán siendo las dueñas de la Tierra. Los virus son la sed de replicación: generan masas a velocidades de pesadilla, y las masas buscas a las masas, por mera ley de la simpatía. Nos hicieron para los virus: somos su grandiosa y extensa residencia”. Mi amigo es terrible. Ha bebido un poco y su lengua se suelta peligrosamente. Yo prefiero no prestarle atención.

Volviendo a la razón: más que a la globalización en sí, la socióloga Saskia Sassen culpa de lo que nos está pasando a la invasión/destrucción que hemos ejercido sobre la naturaleza. Creo que han sido ambas cosas a la vez: la invasión de territorios donde los virus podían expandirse sin llegar a nosotros, y el haber convertido el mundo en una apretada aldea.

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19 de junio de 2020
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Huchas

 

Uno de los anglicismos más necios del español actual podría desaparecer por efectos del corona virus. Ha sido tanta la mortandad, y tantas las imágenes de supervivientes afligidos ante las paredes de un camposanto donde sus familiares fueron sepultados, que la palabra nicho usada en un espurio sentido mercantil parece haber retrocedido algo. ¿Cuándo se irá del todo? La Real Academia Española, naturalmente, sigue definiendo "nicho" como el "hueco o concavidad practicada en un muro para alojar algo dentro, especialmente cadáveres o cenizas en un cementerio", mientras que los hablantes (y algunos escribientes de este periódico a quienes uno lee y admira) adoptan el "niche" inglés en su acepción comercial que el castellano ni acepta ni precisa. La confusión creada, por ejemplo, por la espeluznante expresión "nichos de mercado" cuando se habla de negocios especulativos, es, además de tétrica, monetarista. No quisiera ponerme truculento en las circunstancias actuales, pero la invasión de la palabrería del marketing en la vida real produce escalofríos, como si anunciara el hecho de que una jerga sectorial creada para el enriquecimiento puede impunemente entrar hasta en nuestras tumbas.

"¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?". El verso de Cernuda da que pensar. Hoy en día nadie oye; solo se escucha. La desaparición del verbo oír del vocabulario español, siendo menos fúnebre que otras pérdidas, es de lamentar, estando además muy generalizada y casi inadvertida por los que ignoran, al decirlo sin ton ni son, lo distinto que es oír de escuchar. Oír es espontáneo: "percibir los sonidos", según la concisa definición de María Moliner. Mientras que el escuchar requiere como mínimo una leve premeditación: "atender para oír cierta cosa".

La paletada del enterrador se ha oído mucho esta primavera en los cementerios. La muerte atacó a los más ancianos enfermos desatendidos. Sin saberlo, formaban parte de un nicho rentable. La hucha de una medicina pública a la que, para ahorrar, se dejó de escuchar.

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18 de junio de 2020
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La ciudad y sus tripas

 

La nueva realidad se emplea a fondo para librarse del olor a cerrado, y saca sus mesas y sillas a la calle, reclamando una vida verdadera de puertas afuera. Las terrazas toman las plazas, evidenciando que beber y comer en la vía pública posee un atractivo liberador, tal vez sobrevalorado, al igual que el bullicio. Nuestra presencia en las calles es aún desconfiada y torpe, pero se esparce el ansia de contacto, de ver y dejarse ver, ocupando un espacio legítimo en el callejero. Parece que todos juguemos a la rayuela, fijándonos en los dibujos de colores pegados en el suelo de tiendas y mercados o sucursales bancarias para no pisar en falso. Somos actores de teatro disfrazados de nosotros mismos, igual que esos comediantes atentos a las marcas que acotan sus movimientos sobre el escenario.

Postcity Covid, denominan los arquitectos Mamen Domingo y Ernest Ferré las tramas urbanas de desconfinamiento que han diseñado, y que permiten marcar distancias de seguridad con precisa geometría. La proyección en el plano ofrece una visión surreal: una ciudad aireada donde se corrigen la densidad y el amontonamiento, se evitan las aglomeraciones y, por tanto, se esmera en limpieza. ¿No era lo que habíamos soñado? Esta semana, en Rotterdam han ampliado las aceras, y, al igual que en San Francisco, plazas y parkings se han convertido en espacios comerciales para los negocios más heridos. En Milán se destinan calles enteras a carriles bici, y, en Vilna han transformado su lúgubre aeropuerto en un cine de verano al aire libre.

La recuperación del espacio público tras la pandemia implica un interrogatorio sumarísimo sobre la ciudad y sus tripas. Poco pensamos en las alcantarillas que drenan nuestras aguas nauseabundas, en la pátina de polución que se cuela bajo las alfombras, o en las consecuencias invisibles, más allá del hedor, del hacinamiento. "En los últimos 150 años, la expectativa de vida ha aumentado a alrededor de 80 años, y es justo afirmar que se debe mitad a la arquitectura y la ingeniería, mitad a la comunidad médica", declaraba a BBC World hace unos días Jakob Brandtberg Knudsen, decano de la Real Academia de Bellas Artes de Dinamarca. Hoy, los urbanistas tienen una oportunidad única de repensar las ciudades ante el imperioso reclamo de holgura y salubridad. El ideal de ciudad moderna inmortalizado por Baudelaire, que glosaba el encanto de las primeras luces de las farolas, acabó arrodillado ante una furiosa luminotecnia. Ahora que no podemos tocarnos, necesitamos más que nunca que la piel de nuestras ciudades esté bien hidratada.

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18 de junio de 2020
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Treinta siglos

Cuando el rey emérito entró en negocios con los monarcas sauditas fue recibido como un "hermano". Por lo cual se le acompañó el conjunto de regalos y obsequios rituales que hoy le valen un juicio y una desgracia
 

En épocas premodernas, cuando los imperios carecían de comunicaciones rápidas, era costumbre negociar mediante escritos sobre tablas de arcilla y con pactos familiares. Así, por ejemplo, gracias a los Archivos de Amarna conocemos las relaciones de los faraones con monarcas hititas, babilonios, sirios, cananeos y micénicos. Cuando llegaban a un acuerdo los reyes se convertían en hermanos, y siempre que se pactaba algo lo acompañaban de regalos fabulosos. Así, el misterioso faraón Amenofis III, llamado Ajenatón, recibió una tablilla de su "hermano" Tushratta, rey de Mitanni, en la que le anuncia un envío de seis carros, siete caballos, dos sirvientes, fíbulas, pendientes, anillos de oro y un pomo de aceite perfumado para su esposa Kelu-Hepa. Estos y más ejemplos vienen en 1177 a. C., de Eric H. Cline (Crítica), donde relata el derrumbe de las civilizaciones mediterráneas en ese preciso año.

Treinta siglos más tarde muchos países siguen siendo premodernos y por lo tanto no es raro que los monarcas españoles sean "hermanos" para los reyes de Marruecos y así se traten mutuamente. De modo que cuando el emérito rey Juan Carlos entró en negocios con los monarcas saudíes con el fin de ayudar a la única industria española con peso internacional, la de ferrocarriles, fue recibido como "hermano" de los monarcas árabes. Por lo cual se le acompañó el conjunto de regalos y obsequios rituales que hoy le valen un juicio y una desgracia.

No se trata de justificar nada, sino de poner un rito arcaico en su lugar y así quizás entender algunos actos que hoy son delictivos, pero no lo eran hace medio siglo. Aunque no se perdonen, que por lo menos no supongan una infamia. La justicia siempre se ha de acompañar por la comprensión.

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16 de junio de 2020
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Varia variación

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Memo a la prensa

Permítanme reclamar un protocolo para representar la tragedia  de los mexicanos  bajo la pandemia. Lamento decir que las escenas que desnudan la peste a lo largo de América latina son de una cruda deshumanización. No sólo por el espectáculo feroz de la muerte viral si no también  por la falta de formatos que eviten la exhibición de la agonía humana en fotografías complacidas de prolongar la muerte. Inevitablemente, y me excuso, recordé los 90 volúmenes  de  Periódicos Varios  de Guerra en la Hemeroteca de Madrid. Cèsar Vallejo debe haber escrito su España, aparta de mí este cáliz, al pie de esas imágenes. Lina Odena se pegó un tiro para no regalarles otra fotografía a los cuervos.  "En más de un punto con Teresa, dice Vallejo.

         Si esta exhibición pretende ser una denuncia del estado mexicano, de su tecnología apremiada, de su crisis de salud pública, cabría protestar la ferocidad de la pandemia en países màs ricos.

  Sabemos que la salud será pública o no será. No en vano es ésta una de las estrategias y tecnologías hechas para proteger, resistir y remontar las plagas

que  asolan esta fase política y económica

de un desarrollo mal estructurado, y ferozmente desigual. 

         Y es bueno recordar la lección de no  añadir aflicción al afligido. 

Los lectores del país seguimos  la violencia de la peste en España, y agradecemos el decoro de su representación, que es el primer formato de su lectura sería, solidaria, y también nuestra.  

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14 de junio de 2020
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El documento se titula “Pruebas con gallinas en corona junto río Gas”. Consta de 24 folios escritos a mano y se guarda en una carpeta amarilla. Abarca el periodo comprendido entre el 19 de enero y el 23 de marzo de 1991. Trata sobre el vertido y diseminación de gallinas muertas en una corona (nombre local de las mesetas de no gran extensión) cercana a la Huerta del Manazas, en el término municipal de Jaca. La finalidad del trabajo es conocer el comportamiento trófico de las aves necrófagas ante un número abundante de gallinas muertas tiradas en un lugar no habitual. Se realizan cinco descargues. Espaciados. En total 259 unidades. La carpeta ha aparecido, junto a otras muchas relacionadas con la ornitología, dentro del cajón inferior de una de las viejas cómodas de la vivienda desocupada que utilizo como almacén. Toda una sorpresa. No recordaba la existencia de la carpeta ni siquiera la actividad a la que hace referencia el estudio. Un estudio realizado hace 29 años y que, dada mi actual edad, no permite una proyección a futuro de igual magnitud. Resulta evidente que en ese futuro no podré sorprenderme. Pero quizá haya alguien que sí se sorprenda. Alguien de mi sangre que aún no ha visto la luz.  

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14 de junio de 2020
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Cuando nos juntábamos a vivir la música: Diálegs de Tirant e Carmesina en el Liceu

Quiero compartir hoy, en pleno encierro y miedo a la pandemia, un recuerdo de cuando un público se convertía, por el embrujo del arte, en un ser múltiple, compuesto de extraños que ríen, aplauden, se alegran y se sorprenden al unísono, un cuerpo unánime que construye un silencio gozoso y que al prenderse las luces se separa y se reconoce como cómplices en una ceremonia común.

¡Ojalá vuelvan los espectáculos en vivo! Por supuesto que ojalá vuelvan antes tantas otras cosas que perdimos con el coronavirus, y que sobre todo perdieron los que más tenían para perder. Pero en la historia humana, el juntarnos a celebrar el arte ha sido una forma de superar las tragedias aún para los más vulnerables.

Y recuerdo hoy una pequeña ópera de cámara que el Teatro del Liceu de Barcelona montó este febrero en su Foyer, que no es otra cosa que el espacio debajo de la sala principal en la que, durante las pausas de las funciones grandes, se venden bebidas y bocadillos y los espectadores comentan y descansan. En ese espacio modesto, pero con excelente acústica, en febrero pasado se montó una de las más hermosas veladas de teatro musical de las que pude disfrutar en los meses antes del encierro.

En su momento envié una versión de esta mezcla de crítica y ensayo a la revista Opera News de Estados Unidos, en la que escribo sobre ópera desde hace dos décadas. Hoy, ya publicada en su página online, quiero volcar en este blog otra mezcla, entre la traducción de mi crítica original a mi idioma natal y la adaptación a otros públicos, otros tiempos, otros ámbitos.

*          *          *

Diálegs de Tirant e Carmesina (Conversaciones entre Tirant y Carmesina), una breve ópera para tres cantantes y seis instrumentistas, es una mínima joya que parte de las secciones más humanas, más modernas, del gran clásico de la literatura medieval catalana, el Tirant lo Blanc de Joannot Martorell. 

Esta ópera, a la par divertida y profunda, fue para mí una constatación de dos cosas que pienso desde hace tiempo: que, en el arte, casi siempre menos es más. Y que un creador talentoso, ambicioso, infatigable, puede encontrar su propia voz y lograr una obra redonda cuando vuelve su mirada artística hacia adentro, hacia su propia cultura y sus orígenes, hacia una historia simple bien contada.

Yo conocía desde hace tiempo la obra del joven dramaturgo, actor, director, escritor y libretista de ópera catalán Marc Rosich. Sobre todo, aprecié su mano como colaborador del director Calixto Bieito en la época en que éste dirigía el Teatro Romea. Dos grandes proyectos de esa época quedan en mi memoria: la adaptación de Plataforma, a partir de la compleja novela de Michael Houellebecq, y una versión gigantesca de la monumental trama del Tirant lo Blanc con un elenco de lo más graneado del teatro catalán.  

En 2011 Rosich, un exquisito melómano y conocedor de la literatura europea, saltó a la sala grande del Gran Teatre del Liceu con una ópera en gran formato de su autoría: Lord Byron, a summer without summer, basada en las semanas en que el gran poeta inglés estuvo encerrado en un pueblito suizo en 1816, sin poder salir por las cenizas de un volcán taparon todos los caminos.

Entre sus invitados a ese viaje, obligados a pasar el tiempo juntos, estaban sus amigos el poeta Percy Shelly y la esposa de éste, Mary Shelly, y el médico del poeta, el doctor Polidori. Los amigos se retaron a escribir cada uno una obra. Nada queda en la memoria de la humanidad de lo que inventaron los pomposos poetas. En cambio, la humilde Mary escribió Frankenstein. 

La obra, con pedante libreto de Rosich y repetitiva, martilleante música de Agustí Charles, se me hizo interminable.

Esto es lo que escribí en mi crítica para Opera News hace nueve años: “Rosich armó un libreto de 87 páginas, en tres idiomas, lleno de notas al pie y con ocho páginas de notas extra. En sus páginas, los personajes declaman y pontifican, solos o en dúos o tríos sin acción, acerca de la vida, de la muerte, del arte, de la amistad, del amor, del odio y de la identidad inglesa.”

Al preparar mi nueva crítica de Diálegs de Tirant e Carmesina, entré a la página web de Rosich, y concluí que esa experiencia no lo dejó orgulloso. Ni siquiera menciona ese Lord Byron.

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Ahora, a sus 46 años de edad, tengo la impresión de que Rosich se siente libre para contar una historia sencilla. No tiene nada que demostrar. En esta vuelta al Tirant después de Bieito, desaparecen la escenografía y el coro, la orquesta se reduce a un cuarteto de cuerdas, una flauta y un arpa, y la saga del guerrero se reduce a un episodio amoroso.   

Pero en una nuez está concentrada toda la sabiduría de Martorell.

En vez de cabalgar por las aventuras y desventuras del caballero catalán en las Cruzadas, esta pieza toma el momento en que el héroe cae presa de la pasión por la bella, inocente Carmesina, y descubre la complejidad y la maldad que se esconde detrás de las relaciones amorosas en los fascinantes personajes de Plaerdemavida (Placer de mi vida), y la Viuda Reposada, las dos sirvientas de la princesa.

Plaerdemavida es partidaria del amor libre y el disfrute de los sentidos y recomienda a Carmesina aceptar los avances del príncipe fogoso; la viuda quiere arrastrar a su ama en la dirección contraria, hacia la rigidez de las normas y al rechazo de este amor secreto con el caballero andante que, le advierte a su ama, está de paso.

Pero al final, la viuda no era tan reposada: estaba henchida por su propio deseo por el caballero, a quien acosa impúdicamente.

Si bien la idea inicial, la creación de los personajes, la escritura del texto y la dirección escénica son de Rosich, buena parte del mérito de esta ópera exitosa se debe al compositor Joan Magrané, de 31 años.

En la delicada, sensual escritura de Magrané cada uno de los tres personajes tiene líneas melódicas que representan en cada momento su identidad, su personalidad, sus estados de ánimo, mientras la música instrumental, más que acompañar, muestra y delata las corrientes psicológicas que fluyen por debajo de la trama.

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Una de las grandes invenciones de Rosich es que Plaerdemivida y la Viuda Reposada fueron representadas por la misma cantante; a este acierto agregó el paso que hace la mezzosoprano que representa a ambas: sin salir del escenario, sube y baja una parte de su vestuario y cambia de cara, de gesto, de ademán corporal, de movimiento de manos, en un maravilloso juego de transformación escénica.

En el pequeño escenario y la cercanía del público en el foso del Liceu, estos cambios eran pura magia, y transformaban la historia de amor y poder, engaño y envidia, entregarse o resistir, el juego y la seriedad, con la perversa profundidad de las Relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos.

En la versión que vi en el Liceu, que ya se había estrenado medio año antes en el Festival de Parellada con los mismos cantantes, los intérpretes desplegaron voces firmes, precisas, ajustadas a las exigencias de la música contemporánea y al mismo tiempo desplegaron un lirismo emotivo y una sensibilidad actoral que conmovió al público que lleno ese jueves de invierno las sillas de plástico del sótano del Liceu.

El barítono Josep-Ramon Olivé representó al altivo héroe militar perdido en el laberinto del amor con una voz potente y una delicadeza horneada en los melismas del Lieder germánico. La soprano Isabella Gaudí exhibió una voz dulce y punzante y un gran dominio de los ritmos cambiante de su papel de princesa.

Pero quien se robó el show fue el tremendo animal escénico de la mezzo Anna Alàs i Jové.

De la picardía gozosa de Plaerdemavida a la maldad oculta de la falsa timorata, la cantante pasaba con la velocidad del rayo con solo subirse las mangas de un vestido verde, concentrarse en silencio y emerger con otra cara, con otra voz.

¡Y qué voz! Los que como yo nos acercamos a la ópera mucho más para que la música nos cuente una historia y nos emocione con la transmisión de sentimientos que por la maestría técnica o la belleza pura de las voces, apreciamos de una interpretación la forma en que el arte canoro construye un personaje y nos acerca a la experiencia humana con sonidos. Para melómanos, eso me coloca del lado de los fanáticos de María Callas, no los de su rival Renata Tebaldi. Tebaldi canta como un ángel en La Traviata, pero Callas es Violeta Valery.

Esta mañana escuché un exquisito debate sobre cómo afectará la situación de encierro y pandemia en el futuro de la música en vivo, y cómo pensar en la función y la transmisión de la música hoy. Era una conversación por Zoom con artistas, filósofos y escritores organizada y moderada por Anna Alàs i Jové, quien comenzó leyendo a Nietzsche y Schopenhauer. Es fascinante escuchar la inteligencia y sensibilidad con que se expresa la mezzosoprano hoy y recordar esa inteligencia en acción en aquella función mágica. 

Francesc Prat dirigió al conjunto de cámara en un costado del escenario; su sexteto sirvió con maestría la delicada paleta de colores sonoros de Magrané, que iban de las disonancias del presente a los melismas de la música renacentista europea y la fragancia exótica del oriente en consonancia con el escenario bizantino de la historia.

El único elemento escenográfico era un panel de luces en la pared del fondo, obra del famoso escultor y pintor catalán Jaume Plensa: unas filas y columnas de luces se iban iluminando a medida que progresaba el drama, para formar al final la palabra Utopia, al tiempo que el héroe moría en los brazos de su amada, la sutil música de cámara se iba apagando y los espectadores, como despertando de un sueño, tomábamos conciencia de que estábamos en un teatro.

¿Cuándo volveremos? ¿Volveremos?

 

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13 de junio de 2020
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El Boomeran(g)
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