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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El animal piadoso

 

El animal piadoso

Es una novela pausada, desengañada y sin una pizca de nostalgia. Todos son personas mayores, o por lo menos que han doblado ya el cabo de la esperanza. Incluida la hija,  una mujer a la que también se le ha escapado la juventud. El encargado de llevar adelante la narración/reflexión/indagación, el ex comisario Samuel Mol, se califica a si mismo de mal profesional; uno de sus pocos amigo, un cura por más señas, le considera "un alma imprecisa", mientras que Eliseo Viñuela, una especie de conciencia moral a la que siempre se puede acudir si se trata de fulminar un juicio moral, le recuerda que "uno nunca pierde el rastro de si mismo". Estos pocos parámetros, o puntos de referencia, le bastan a Luis Mateo Díez para sacar adelante- encima sin abrumar al lector con el cansancio que el intento provoca - una indagación que prácticamente desde la primera línea el autor, el lector y el propio protagonista saben que no va a llegar a ninguna parte. Pero cómo podría si el encargado de llevar la pesquisa hasta sus últimas consecuencias no está seguro de que a un culpable haya que castigarlo. Menudo poli. Es de suponer que esa indecisión, o por decirlo en palabras de su propio amigo, "esa imprecisión" fue el motivo principal de que el joven inspector Mol acabase dando con sus huesos en Armenta, una ciudad de provincias en la que nunca pasa nada. O en la que, para una vez que pasa algo - por ejemplo un doble crimen ocurrido en unas circunstancias harto intrigantes - el encargado de resolver el misterio siente compasión por el único implicado que parece ocultar información  y se niega a apretarle las tuercas.

                Pero no es este el único detalle que niega a El animal piadoso la posibilidad de ser  una novela negra. Las reglas del género exigen la aparición de un buen número de sospechosos, o al menos candidatos a la ejecución del crimen. Además de muchos, todos ellos deben tener un móvil y haber dispuesto de la ocasión para cometer el doble asesinato. En el juego de sombras y falsedades se desenvuelve la trama preparatoria de la sorpresa final. Hasta aquí, las reglas del género. Pero en esta novela no hay nada de eso. Encima de ser mayores, la mayoría de los implicados están muertos o en unas condiciones físicas tan lamentables que difícilmente van a propiciar un vuelco espectacular en la narración. Aunque tampoco hace ninguna falta porque Luis Mateo Díez se mueve con una curiosa soltura por el lado oscuro del alma, allí donde se supone que anidan el miedo, la debilidad, la traición o la venganza, que no la nostalgia, como ya he dicho: nadie parece sentir que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Ni lamentar la inacción cuando pudo actuar. Ni tampoco creer que bien merece una segunda oportunidad. El ex comisario Mol, catorce años después de ocurridos los hechos, vuelve al escenario del crimen y busca indicios recurriendo incluso  a los muertos, o al diálogo con los fantasmas del pasado. Salvo que su mirada escudriña con más interés - y conocimiento de causa -el pasado que el presente, y no digamos nada el futuro. Porque no hay tal cosa como el futuro. Sólo un fluir de lo mismo hasta que de repente, un día, el mecanismo se pare. Como se paró un día el mecanismo de su esposa, de la que tampoco nos llega ni un atisbo de ternura, desvarío o lamento por lo que parecía que iba a ser y no fue. Un día se paró como se le está parando la relación con su hija. A la que quiere, claro está, como probablemente quiso a su esposa un día. Solo que el animal piadoso, desde su imprecisa soledad, se siente acosado por una culpa que no lo es, pues en último término si de algo se puede acusar es de no sentir por sí mismo la misma piedad que le provocan los demás. Y este sí que es una indagación azarosa, y plagada de trampas. Pero cuya resolución probablemente esté aguardando en una próxima novela porque, como no podía ser menos, el ex comisario Mol se desvanece en la distancia sin dar una respuesta convicente. O sea que tenemos tema para rato.

 

El animal Piadoso

Luís Mateo Díaz

Galaxia Gutenberg



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20 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El globo

¿Necesitamos nuevos y mejores ejemplos del fracaso del periodismo? El globo plateado lleno de ligerísimo helio, que mantuvo en vilo a los medios de comunicación norteamericanos durante una hora y media el pasado 15 de octubre, en su viaje de casi 100 kilómetros por los cielos de Colorado, es la perfecta imagen de la deriva de este oficio.

Lo esencial es que siga el espectáculo diario. Vacío, elevado por efecto de un gas y sin contenido real, pura invención y estafa. Con la mera intención de atraer la atención del público y mantener las audiencias. Sin esfuerzo alguno por comprobar nada. Llevados por la tracción gaseosa. Y a vivir del cuento, claro está.  No había niño, no había peligro, no había nada más que la pericia de una familia organizada y perturbada por la vida mediática. Y sin embargo, todos los medios de comunicación se lanzaron detrás de la noticia. ¿Noticia? No había tampoco periodistas, está uno tentado de escribir: y ya está escrito. Traduzco y transcribo uno de los párrafos subrayados en mis lecturas de este fin de semana: ?Es llamativo cuántos periodistas jubilados ?del Times y de otros periódicos- estuvieron apoyando mi trabajo. Fue como si la distancia de la cultura de las salas de redacción (newsroom culture) les hubiera capacitado para ver lo que quienes están inmersas en ellas no pueden percibir: las distorsiones causadas por una permanente actitud antagonista; la disimulada pero excesiva dependencia de las fuentes anónimas; la búsqueda sin sentido de ?scoops? vacíos; las incursiones a veces crueles en las vidas privadas; todo el complejo de prácticas que se dan por asentadas pero que nos han conducido a la decreciente fe en el periodismo que ahora expresan muchos americanos?. Pertenecen al texto titulado ?Notas sobre una profesión antipática?, que constituyen la presentación del libro ?Public Editor? (PublicAffairs, New York, 2006), de Daniel Okrent, el primer defensor del lector del New York Times, nombrado tras la crisis enorme desencadenada por el caso de Jayson Blair, el joven reportero fabulador de falsas noticias que conseguíoa colar en la primera página del periódico. Okrent sirvió en el cargo los 18 meses estipulados y ha dejado un conjunto de reflexiones imprescindibles para entender el rumbo de este oficio en Estados Unidos y aquí mismo. El prestigio del oficio está en caída libre. No es una opinión, sino una conclusión del Pew Research Center sobre el nivel de fiabilidad de los medios según la percepción del público, pues se halla en su nivel más bajo en los últimos 20 años, etapa en la que el PRC ha efectuado encuestas. (Enlaces: con el vídeo de la familia Heene, en el que simulan la salida involuntaria del globo con el niño dentro. Con las columnas de Daniel Okrent en el Times de Nueva York. Con la encuesta del PRC).



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20 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las notas del nuevo himno

?¿Cómo se grita en Twitter?? Fue uno de los primeros mensajes que envié al descubrir el potencial de expresarme en ciento cuarenta caracteres. Hoy, tengo que preguntar cómo se canta el himno movilizador de un pueblo en la red, cómo se lleva lejos este deseo de cambio que veo en todos los rostros a mí alrededor. Antes se lograba con el sonido de las cornetas, el galopar de los caballos y unas estrofas que convocaban a los bayameses a ?morir por la patria?; pero ahora todo es diferente. Se me ocurre usar los kilobytes, acogerme al filo de la palabra que es también cortante y hace crecer preceptos más duraderos que el machete. Recorran la red, pues, los cinco puntos de esta blogacción como el toque a degüello contra el control, el autoritarismo y la censura: - Libertad de opinión - Libertad de acceso a Internet - Libertad para entrar y salir de Cuba - Libertad de asociación - Libertad para los presos de consciencia - Libertad para Cuba



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20 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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UN MAL ESPAÑOL

 

 

 

 

 

 

 

 Respetadme, he crecido con el cine de Berlanga. Cada vez me parecen mejores sus películas y cada vez me gustan más, hasta las que no son obras maestras. Y si hablamos de la unión  no santificada de Berlanga y Azcona, la reverencia se agranda. Así que está claro que habrá otros cineastas en nuestro cine pero ninguno más grande y necesario que él. Buñuel aparte, no era sólo español, Buñuel era universal.

Berlanga es nuestro genio más cercano. Un señorito valenciano, burgués ilustrado, liberal pasado por las fisuras y extravagancias de la historia que le tocó vivir, de aquél siglo veinte visto desde una relajada forma de ser español. Un rico venido a menos, pero nunca derrotado. Un ser generoso, pero sin dinero para invitar. Un gentleman que se saca los mocos. Un pornógrafo cercano a la castidad. Un infiel que no pone los cuernos. Un escritor que se ha despistado cazando moscas. Un travestido que nunca se ha quitado la chaqueta. Un guarro muy pulcro. Un tierno despistado. Un perezoso trabajador. Un individualista muy sociable. Un tertuliano misántropo. Un republicano falangista. Un ácrata de derechas. Un izquierdista burgués.

Con los años, el empeño, incluso sin mucho empeño, pero viviendo de éste oficio de correveidile que elegí, me tocó o no me acuerdo como empezó esa cosa de ser periodista, uno va conociendo a mucha gente. Incluso demasiada. Una de las personas que más me complace y emociona haber conocido es a Berlanga. Me gustaría haberlo frecuentado mucho más. Haber disfrutado de su imaginación, de sus manías, de sus pasiones confesadas, de sus ocurrencias y de su peculiar vida. Hemos compartido algunas comidas, algunos cafés y cómo apenas bebe no puedo decir que algunas copas pero sí algunas sobremesas. Muchas cosas que piensa, dice y cómo las cuenta y las dice, son imposibles de reproducir porque pertenecen a su particular y caótico modo de contar y contarse. Un genio desordenado. Su cultura y curiosidad es extensa, singular y despistada.

Fue el segundo peor soldado de la División Azul, esa extravagancia que le hizo combatir al lado de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, en las heladas estepas de Rusia, en las orillas del Volkov, al lado del lago Ilmen, dónde pasó vestido de soldado y sin enterarse de dónde estaba el frente- estaba muy oscuro- y con el recuerdo de la mierda humana congelada haciendo una montaña que no le disgustaba recordar. Digo que fue el segundo pero soldado de la historia nada gloriosa- aunque con muchos pobres jóvenes muertos en medio de aquella caótica empresa guerrera- porque también a su lado estaba el peor de todos, el inolvidable Luis Ciges. Su amigo, actor en tantas de sus películas, y con unas vidas paralelas que se fueron bifurcando. Los dos eran hijos de ilustrados burgueses valencianos- más ricos los Berlanga, más ilustrados los Ciges- los dos tuvieron unos padres republicanos y los dos pensaron, que entre otras consideraciones y aventuras, el ir voluntarios a la División Azul serviría para que no persiguieran a la familia. Una española manera de ocultar el pasado, de disimular procedencia, de hacerte perdonar tu condición. A ninguno le sirvió de nada. Ni a Ciges, con el padre ya asesinado y tirado en una fosa común con los parabienes del obispo de Ávila. Ni a Berlanga, con un padre condenado a la pena de muerte, que fue conmutada a cambio de perder gran parte de la fortuna familiar.

Por todo eso, y por muchas cosas más que tienen que ver con la inteligencia y la libertad, en tiempos de Franco, Berlanga fue algo mejor que un antifranquista. Fue un mal español.

 

PD: Hoy reproduzco el texto que se publica en un libro colectivo gracias a la Mostra de cine de Valencia. Hay nuevo director, tenemos renovadas esperanzas. Si la cosa siguiera por los caminos del espíritu berlanguiano no habría políticos como esos. ¿O sí? Acaso son así para no contradecir la mirada lúcida y esperpéntica de nuestro mejor genio vivo de ese arte del siglo XX. Con algunas propinas, excepciones, en el siglo XXI. Volver a Berlanga. Uno de nuestros placeres asegurados.

He corregido una errata que cambiaba el espíritu del texto y que, lamentablemente, estará para siempre en el libro en que homenajeamos a Berlanga.



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19 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las golondrinas de Kabul

 

Cosas curiosas que le ocurren a uno: Había viajado a París para asistir a una mesa redonda en la universidad de Nanterre y dos días después debía volar directamente a Tenerife para dar una conferencia. Como salí a las carreras de casa no llevé ningún libro, excepto el mío, del que debía leer unos pasajes en la universidad... y no iba a cometer la locura de leerlo además como "entretenimiento." Pero durante mis dos días parisinos y universitarios, traído y llevado de aquí para allá por mi amable paisano, el profesor Jesús Martínez, no tuve un  minuto para comprar nada hasta que llegué al aeropuerto, donde vi un ejemplar de una novela de Yasmina Khadra, Les hirondelles de Kaboul. Pero iba con prisas, había una cola inmensa y remolona en la tienda y al final me fui de ahí fastidiado. Me alimenté exclusivamente de periódicos un día más, y por fin, regresando de Tenerife a Madrid, encontré tiempo para mirar ejemplares de bolsillo en la tienda del  aeropuerto. Y me tropecé con el mismo libro que llamara mi atención en el Charles de Gaulle, esta vez en castellano: Las golondrinas de Kabul. De manera que sin dudarlo un minuto, como si aquello fuera una señal de no sé qué, lo compré.

Esas amables coincidencias que a veces son un chasco, otras en cambio resultan gratísimas, como la lectura de esta breve novela que devoré en las dos horas y cuarenta minutos que dura el vuelo de Tenerife a Madrid. Yasmina Khadra es el pseudónimo del ex oficial del ejército argelino Mohamed Moulessehoul, exiliado en Francia debido al agobio que le suponía  compatibilizar su carrera militar con su vocación literaria: de ahí también el pseudónimo, que en realidad es el nombre de su mujer. La novela cuenta dos historias hábilmente cruzadas, la de un carcelero, y la de una pareja de jóvenes afganos educados y cultos que viven el nauseabundo horror de aquella sociedad lunática creada por los talibanes para mejor honra -según ellos- de Alá.  Asistimos a las lapidaciones, a los ahorcamientos de veinte o treinta hombres cada semana para satisfacción de los mulás, a la repetitiva y monótona prohibición de hablar entre hombres y mujeres, de tomarse de la mano, de reírse en la calle, en fin, de vivir. Pero sobre todo, Khadra nos muestra la pervivencia tenaz de la humanidad en esos personajes que un sistema totalitario y mononeuronal quiere aplastar. La prosa del autor es vibrante y al mismo tiempo sencilla, como si quisiera evitar los grandes vuelos poéticos que sin duda puede alcanzar. Y con esa contención dibuja sus paisajes desoladores, la pesadilla íntima de las mujeres debajo de esa cárcel portátil que es el burka y uno no puede dejar de estremecerse pensando a qué extremos llegan los seres humanos cuando viven el estreñimiento moral y analfabeto del fanatismo. Yasmina Khadra lo cuenta con total entereza. Él, que también ha vivido sucesivos exilios: primero de su carrera como militar, luego de su nombre, después de su país y finalmente de su lengua materna.

 

 

 

 



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19 de octubre de 2009
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Sobre el presente del pasado

Contra lo que opinan algunos pensadores intoxicados de futuro, seguramente es cierto que cualquiera tiempo pasado fue mejor, pero sólo porque ya ha pasado y por lo tanto es irremediable, lo que le da ventaja sobre la incertidumbre del presente y también una indudable superioridad sobre el futuro cuya opacidad permite que en su nombre se enriquezca el ejército de la publicidad. Al fin y al cabo el verso lo escribió un joven de treinta y pocos años cuyo padre muerto no precisaba de copla alguna, pero sí de un canto fúnebre que celebrara el alivio que supone entrar en el pasado para siempre.

    Sin embargo, quizás esta suavidad emocional del pasado sea sólo aplicable a los grandes conjuntos. Sin excepción, el pasado de todos los muertos fue mejor que su presente. Lo que viene a decir que la inquietud de los vivos es preferible a cualquier tiempo futuro o pasado, aunque no sea lo mejor. Otro poeta muy distinto de Manrique lo expuso con propiedad bancaria: "todo tiempo es irredimible", porque pasado y futuro están siendo constantemente generados por el terror del presente, el cual trata de ser más llevadero gracias a sus engendros. Y aún otro poeta, tan distinto de Eliot, le dio forma de epitafio: es la eternidad lo que nos cambia en nosotros mismos, dijo ("Tel qu'en lui même, etc"). Nos cambia de modo concluyente porque ya no podremos rectificar el yo que íbamos siendo antes de morir.

    Estos poetas han comprendido el fardo que soportamos para caminar en el presente, a saber, que el pasado sólo es mejor porque siempre está acabado y el futuro no se acaba nunca. Dos condenas penosísimas que nos dejan a solas con nuestro presente, engendrando pasados y futuros que nos justifiquen. Pero si no soñamos, si hurgamos en la materia muerta que es para nosotros lo concluido, topamos con algo aún más desolador: el placer y el dolor, el gozo y el sufrimiento, la satisfacción y el resentimiento, son los mismos para cada cual, aunque puedan componerse ideales pinturas de un feliz pasado colectivo. Uno a uno, nadie que haya vivido recibió más que nosotros; tampoco ninguno de nosotros recibirá más de lo que reciban sus sucesores. La economía del gozo y el dolor gestiona una materia prima discreta. El reparto es siempre equitativo. Hay novedades contra el pasado, como la aminoración del dolor gracias a los fármacos, pero sólo es una mejora para los grandes conjuntos. Uno a uno, aquellos que se han librado de un dolor que antes no podía aliviarse, no por ello han aumentado el calibre de su felicidad, porque ésta, como la desdicha, siempre es la misma y de igual peso, azarosa y sin medida. No hay ciencia de lo particular.

    Mi padre aún conoció la diligencia cuando de niño la familia tomaba sus vacaciones veraniegas. Tardaban dos días en llegar a La Selva, donde mis abuelos encontraban algo de frescor para las cinco criaturas. Era un viaje infernal que los cubría de polvo, sudor y fatiga, destrozaba los nervios de los padres y enloquecía a los niños que, en aquellos años del primer tercio del siglo XX, debían además callar y ahogar el llanto porque un niño era sólo un niño y no una lujosa mercancía. Sin embargo, no me cabe duda de que el viaje, comparado con la hora escasa que hoy viene a durar en coche, no era peor para cada uno de aquellos personajes. Sólo en términos colectivos podría decirse (y aún esto sería dudoso) que el invento del automóvil ha traído una gran felicidad a las familias que toman vacaciones en agosto. ¿Mayor felicidad? En el mejor de los casos, la misma.

    Vivimos inmersos en la persuasión de que la Segunda República española fue un momento esplendoroso y que debe restablecerse lo antes posible. Olvidamos que esa restitución debería expulsar al 80% de la población a las faenas agrícolas, someter a otra buena parte a la malaria, el bocio, la pelagra o la lepra y convertir a la casi totalidad de la población en analfabeta. Porque lo uno iba con lo otro y de no haber sido así nos habríamos ahorrado una guerra civil. Si se eliminan ensoñadamente las condiciones materiales del pasado, entonces no es que todo tiempo pasado haya sido mejor, sino que el presente es sólo la ruina que queda en un campo arrasado. Los vivos seríamos el estiércol de una tierra en la que sólo florecen los muertos.

    Los sueños colectivos de un pasado ideal son el delirio que viene a salvar la escatología católica. Son también una renovación de la fusta reaccionaria, aunque ahora la Gloria eterna predicada por el párroco sea el Glorioso pasado predicado por los políticos nacionales que soportan mal lo híbrido y movedizo del presente. La necesidad de certezas empuja a quien tiene corazón de rumiante a buscar refugio en cualquier Paraíso histórico.

    Todo lo cual me asalta tras la lectura de un libro que hubo de esperar veinte años a que lo abriera, pero el presente es justo: yo tenía que abrirlo ahora y de haberlo leído antes es probable que no me hubiese conmovido. El notario sardo Salvatore Satta, jurista de la gran tradición romana, dejó entre sus pertenencias un manuscrito que, tras ser editado por su heredero, se convirtió en uno de los retratos más exactos, desolados, piadosos, sagaces e implacables de la vida en las pequeñas ciudades a comienzos del siglo pasado. La ciudad era Nuoro, en el centro de Cerdeña, pero bien podía haber sido Vich, Cuenca, Pamplona o Vigo. Todas aquellas ciudades provinciales, sin apenas comunicación con los dinámicos centros del capital, sin televisiones, radios, teléfonos, y sólo las más afortunadas con un diario, vivían como si la revolución francesa no hubiera existido. Es la Vetusta de Clarín, el Palermo de Lampedusa, la Mallorca de Bearn, el mundo asfixiado, cerril, profundamente malévolo de Mme Bovary, que se prolongó hasta la segunda guerra mundial. Para Satta, ese tiempo pasado no fue mejor.

    En Nuoro sólo hay un sentimiento de relación y es el odio. Así se mantienen unidas las personas en prieta granada de hostilidad, pero también es el odio la pasión que los apiña frente al forastero. Su identidad se forja con el odio mutuo y el odio a lo extraño, aunque para aquella gente era extranjero quien vivía a veinte kilómetros, por no hablar de Italia, ente hiperbólico que sólo generaba sarcasmos. Cuando en alguna ocasión aterrizaba por allí un funcionario italiano se generaba una comedia de enredo a lo Gogol, híbrida de agasajo usurario y befa aldeana. El funcionario tenía la impresión de haber sido lanzado sobre África y huía espantado.

    Aún es posible percibir esa atmósfera irrespirable, tan agudamente descrita por el notario Satta en "Il giorno del giudizzio" (hay edición española en Anagrama), conservada intacta en algunas sociedades levíticas, pero ciertamente fue la extensión de la metrópolis tecnificada, hasta ocupar la totalidad del territorio, lo que limpió a las ciudades provincianas de su telaraña feudal y esa forma perversa del miedo que es el odio al forastero. Creo que puede decirse que las poblaciones del odio han sido mejoradas por el tiempo presente gracias a la debilitación de los mitos locales (por la potencia de los mitos mediáticos), si bien subsisten las castas y sus altares míticos.

No obstante, es probable que los habitantes de las regiones del rencor colectivo, tomados uno a uno, no por vivir inmersos en el odio vivieron un ápice más de desdicha que sus sucesores, porque todo tiempo es irredimible para cada cual. Sí, es cierto: en los pueblos amurallados contra lo ajeno, pueblos endogámicos de alma bovina, todo tiempo pasado fue mejor para los muertos.

 

Artículo publicado el viernes 16 de octubre de 2009.

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19 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El triunfo del amateur

La simpatía, el optimismo, la irresponsabilidad y hasta la alegría de vivir que desprende la figura del amateur frente a la seriedad del profesional, ha venido a ocupar ya casi todos los territorios de la cultura contemporánea. De una parte es gracioso que el blogger sea escritor, que el garabato pasando o no por el graffiti sea la pintura y que los videos caseros se conviertan en material del auténtico cine.

Sin embargo, cada uno de estas traslaciones, actúa como una feroz  degradación del producto bien hecho, exigente y refinado. The Cult of amateur   se llama un libro aparecido en Estados Unidos en 2007 donde su autor Andrew Keen realiza un examen de estos fenómenos que cambian el contenido y la naturaleza de la cultura, hacen de sus alimentos un fast food generalizado y crean, al cabo, tanto un olvido de la perfección  como un modo alternativo poderoso en la formación del gusto, sea de la juventud, de sus tíos y de sus primos.

Por ejemplo dice Keen que, muy probablemente, tanto MySpace como Facebook están creando una tóxica cultura de narcisismo digital; que las fuentes abiertas, los diferentes wikis y wikipedias van minando la autoridad de los profesores en sus clases y tutorías; y que, en definitiva, la generación YouTube tiende a estar cada vez más interesada -o exclusivamente interesada- en la autoexpresión  y no en el aprendizaje del mundo exterior. Un ensimismamiento en el yo amateur que si acaba con el interés por los profesionales, se trate de  periodistas, maestros o artistas, genera un desbordante saber de baja calidad, tan coherente cono la baja calidad de las prendas y muebles baratos como con las rebajas en las instituciones democráticas, el deterioro de los políticos y el descrédito de la moral.



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19 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Chaquetas olímpicas

La tarde en que supe, sentada ante el televisor con una bolsa de patatas fritas, que los Juegos Olímpicos de 2016 no se celebrarían en Madrid lo primero que se me pasó por la cabeza fue qué destino se le daría a todas las chaquetas verdosas que llevaba la delegación española. ¿Tendrán que devolverlas a algún sitio oficial? ¿Podrán quedárselas como recuerdo de una decepción? Tenemos la mala costumbre de guardar y recordar sólo lo bueno, lo positivo, el éxito, y nos olvidamos de que el ochenta por ciento de la vida es pelea y decepción. No estaría mal que, junto con las copas y los triunfos de la vitrina, también les enseñáramos a nuestros hijos y nietos la chaqueta verdosa del "no" y el fracaso, para que no se hundan y se depriman cuando el mundo no se ajuste a sus expectativas. Si en lugar de enseñarles sólo los logros y de arrinconar al que no ha llegado a ser premio Nóbel, se le diese visibilidad (como se dice ahora) al que simplemente se dedica a hacer algo con intensidad e ilusión, contribuiríamos a que los que nos siguen fuesen menos infelices.

No es tan fácil que todo cuadre, pero no por eso te pongas triste, ni te desesperes, la vida te reserva muchas sorpresas. Quizá el mundo esté tratando de enseñarnos algo, pero somos tan cabezotas que nos cuesta cambiar de registro. Los duros chicos de Lehman Brothers parecían la realidad, lo sólido, lo práctico, la ley de la gravedad, y mira por dónde todo era un espejismo. Ya no creo en la gravedad, ni en la seriedad. La seriedad y gran gravedad del presidente del COI me dejaban muy intrigada mientras rasgaba el sobre con el resultado de las votaciones y yo me metía otra patata frita en la boca. Ya no creo en la gente que impone una exagerada seriedad como si llevara su superioridad moral esculpida en la cara. Hechizada por esos rasgos pétreos casi no me enteré del resultado. Conque Río de Janeiro... Vaya chasco para los que estaban en la Plaza de Oriente. Por mi parte no sabía muy bien qué sentir. Ya no me entusiasmo a lo loco porque, lo digo en serio, no he llegado a enterarme de en qué nos favorecerían a los madrileños unas olimpiadas, ¿nos darían dinero para sufragar las infraestructuras?, no me ha llegado la información de cómo nos beneficiaría en términos económicos. Por supuesto el nombre de Madrid se haría más internacional, hay que reconocer que Barcelona saltó al escenario mundial, pero también se podría pensar en otras maneras de conseguirlo. En el fondo cuando veo las olimpiadas por televisión, veo estadios, piscinas, podios, atletas atándose las zapatillas y muy poco del país, imágenes sueltas como de postal. De Pekín sólo se me quedaron algunos trozos de muralla. ¿De verdad merece tanto la pena?

            En la impecable presentación que España hizo en Copenhague se dijo, si no recuerdo mal, que Madrid era una ciudad que ama el deporte. Y es verdad. Jugamos al fútbol, al tenis, corremos por los parques, vamos en bicicleta, acudimos masivamente a las piscinas. Desde hace unos diez años para acá el ejercicio físico forma parte del día a día y del paisaje, y da gusto ver a la gente cuidarse, correr y saltar o moverse como buenamente pueda. El deporte se ha metido dentro de los ambulatorios y nuestros mayores se han lanzado a andar y a nadar para bajar el azúcar y el colesterol. De pronto el deporte dejó de ser sólo un espectáculo, que contemplábamos desde el sofá tomándonos una cerveza, para mejorar nuestra calidad de vida. Ya ningún intelectual se vanagloria como antaño de usar sólo la cabeza, no hay excusas para estar hecho un asco. Lo que quiero decir es que puesto que no tenemos olimpiadas podríamos aprovechar para mejorar las instalaciones que usa la gente. Por ejemplo hay piscinas municipales (no sé si todas) que no abren los fines de semana en la temporada de invierno, algo incomprensible porque precisamente es cuando se tiene tiempo para hacer ejercicio. ¿No es un desperdicio que permanezcan cerradas? Es completamente absurdo. ¿Por qué alguna de estas piscinas está reservada a partir de las seis de la tarde solo a grupos y no puede asistir el que acaba de salir de la oficina a hacerse unos largos? ¿Por qué son tan caras cuando deberían ser gratis, cuando a la larga serviría para bajar el gasto sanitario?

Pensar a lo grande está bien, pero pensar en el ciudadano de a pie está aún mejor. Francamente creo que en esta ciudad se puede hacer más para incentivar y facilitar el deporte en todas las edades. Parte del dinero que nos íbamos a gastar en esos fastos se podría dedicar a algo más real y práctico.



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19 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Berlín

Mentiría si dijera que conozco Berlín como la palma de la mano. Sólo viví unos meses en lo que era todavía la ciudad dividida, en el invierno de 1979, en la parte occidental, y aunque me desplacé en varias ocasiones al Este, nunca estuve más que unas horas en las desoladas y siniestras calles y avenidas de lo que era entonces la capital de la República Democrática de Alemania. Después he visitado Berlín en muchas y variadas ocasiones, antes y después de la caída del Muro. La más reciente, hace apenas unas semanas, durante la campaña para las elecciones que han dado la victoria de nuevo a Angela Merkel y han liquidado la gran coalición. Recuerdo con especial entusiasmo los días que permanecí en Berlín poco después del 9 de noviembre de 1989, cuando corrían todavía los trabis y las gorras soviéticas y las chaquetas de los guardias fronterizos que se vendían en los tenderetes eran auténticas, y no como ahora que son prendas confeccionadas para la siempre próspera industria de la memoria.

La vida y el ambiente de aquel Berlín oriental felizmente desaparecido han sido evocados con bastante acierto por dos películas que han hecho fortuna entre nosotros, como ?Goodbye Lenin? y ?La vida de los otros?. Pero para mi gusto, la mejor evocación de aquel Berlín siniestro donde imperaba la Stasi se encuentra en ?El expediente?, la narración autobiográfica de Timothy Garton Ash, que ahora debiéramos recuperar con este vigésimo aniversario. Cada vez que paseo por las calles de Mitte próximas a la zona donde estaba el Muro no puedo dejar de recordar aquella ciudad desierta y aquella tremenda herida que dividía la ciudad y cercaba el Berlín occidental. Berlín celebra dentro de pocos días uno de los momentos más felices de su historia. La noche de aquel 9 de noviembre de hace 20 años es el último momento de la sincronía trágica entre la historia de la ciudad y la historia del mundo. Con motivo del aniversario y del Premio Príncipe de Asturias concedido a la ciudad, El País Semanal ha dedicado el número entero de este pasado fin de semana a la capital alemana, en el que he participado con un texto sobre la historia de la ciudad en el siglo XX. No conozco Berlín como conozco Barcelona, pero probablemente mucho mejor que otras ciudades donde he vivido mucho más tiempo. Sobre todo su historia, su pasado doloroso, las huellas que todavía pueden localizarse en el presente. Por eso me he atrevido a escribir sobre esta ciudad destinada a ir tomando cada vez más cuerpo como capital cultural y política de la Europa unificada. (Enlaces: con mi artículo ?Berlín, capital trágica del siglo XX?; con las referencias de ?El expediente?, ?Goodbye Lenin' y ?La vida de los otros?).



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19 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love

En el texto que cierra El fondo del cielo, Rodrigo Fresán tiene el tino de aclarar: "Esta no es una novela de ciencia-ficción. Esta es una novela con  ciencia-ficción". La salvedad viene a cuento dado que el relato utiliza (en más de un sentido) como personajes centrales a dos que fueron fanáticos del género en su época de oro; que permitieron que esa pasión moldease sus vidas -uno optando por la ciencia, el otro por la ficción-; y que, en consecuencia, nunca dejaron de concebir sus vidas como lo que en efecto son, al igual que las nuestras: un viaje en el espaciotiempo. 

 

         La novela también está llena de homenajes a grandes del género (o, para ser precisos, a sus alter egos de universos tan paralelos como próximos) en cualquiera de sus soportes, desde Philip K. Dick, Kurt Vonnegut y Howard Philip Lovecraft a Stanley Kubrick; y de guiños a Rod Serling, Star Trek, Amazing Stories, El eternauta (ah, esa nieve que la tragedia convirtió en perjurio), Adolfo Bioy Casares y un largo listado de lo que en Fresán-speak sería apropiado denominar Greatest Hits del asunto.

         Pero todo esto, en cuaquier caso, es lo previsible. Lo que resulta imprevisible es la naturaleza del relato. Que inspira la tentación de ser definido como Jules et Jim reescrito por Ray Bradbury. (Sí, por Bradbury y no por Dick ni por Ballard: como suelen hacer los grandes escritores, Fresán subraya algunas influencias para disimular la única que cuenta. Después de todo, ¿quién es el maestro indiscutido de los melancólicos atardeceres marcianos?) Tentación que resistiré, porque sería conformarse con menos de lo que El fondo del cielo sugiere, y por lo tanto se merece.

         Cualquier intento de glosar su anécdota sería reduccionista. Si dijese que la novela cuenta la historia de Isaac Goldman (aquel que optó por seguir escribiendo ficción) y de Ezra Leventhal (aquel que renunció al género para elegir la ciencia, reescribiendo la historia del mundo desde el Manhattan Project en adelante), cometería una injusticia, porque el asunto de los chicos americanos y judíos que idolatran y finalmente practican un género considerado 'menor' remite a The Amazing Adventures of Kavalier & Clay de Michael Chabon (otra influencia que Fresán conjura en los agradecimientos), cuando su novela toma una dirección por completo distinta. (Además, su contexto mismo lo altera todo: en USA es posible escribir una novela sobre autores de historietas y ganar un Pulitzer. En Hispanoamérica los custodios de la cultura creen que los géneros 'menores' no deben contaminar la literatura, y suelen castigar con la indiferencia a los que desconocen ese dictum. O sea: lo que Chabon hace de manera natural, Fresán lo hace a sabiendas de que practica una osadía.)

 

 

(Continuará.)



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19 de octubre de 2009
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El Boomeran(g)
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