Una tía de mi padre, nacida justamente en 1900 y exmonja carmelita, me hacía ver siendo niño el milagro que comportaba accionar una llave aquí y que una lámpara se encendiera allá a unos metros de distancia. Y todo ello, además, con el mauro confort e inmediatez, el absoluto silencio y una limpieza completa. Que se prendiera la bombilla sin acercarle una tea o que se alumbrara la habitación sin necesitar gas, carbón u otro combustible, constituía el milagro perfecto, la obra característica de Dios. Y efectivamente, más allá de la historia material del progreso, acaso ninguna invención halla sido más elegante y divina.
Gracias a la electricidad el proceso civilizatorio que llegó después se basó primordialmente en la devoción de su desarrollo. La electricidad es luz y potencia dentro de la casa mediante una eficacia que asombra y a través de un sentido que manifiesta la suprema importancia de la red. El sistema eléctrico se cumple literalmente en redes y nódulos y merced a ellos las web 2.0 no son otra cosa que la plasmación natural del espíritu electrónico que traba los cuatro puntos cardinales, las innumerables funciones y los miles de millones de habitantes. De hecho la electricidad y el magnetismo no son sino las dos caras de la misma empatía y las ondas electromagnéticas, de la radio, la televisión o el wi-fi, exponen a los seres humanos en una interacción conjunta y a través de un segundo espacio radical que devuelve claramente a la especie la autoconciencia de sobrevivir unidos.
La misma palabra "electricidad", del griego electrón, "ámbar" alude a los efectos observados en su descubrimiento y que fueron sino la atracción de pequeñas partículas de papel o hilo tras frotar el cuerpo de una barra de ámbar. En la atracción halla la electricidad su causa y su destino siendo su insignia el imán y su bipolaridad un remedo del amor entre dos sexos.
Los enchufes se machihembran siendo la luz y la energía, en general, un resultado de la copulación cuyo gozo desprende calor y brillo, pero también la felicidad o la inteligencia.
Cuerpo y espíritu se confunden en la acción de la electricidad, en el grado de calor o de claror que reciben las habitaciones o el guiso de los alimentos. Luces entornadas para el amor, luces penetrantes para las búsquedas, luces medias para hornear la carne a fuego lento, luces que trasforman la muerte de la tiniebla en los objetos a la vida de sus perfiles y electricidad que mata en la alta tensión o en la silla eléctrica. Sin electricidad parece ahora que no se pueda vivir civilizadamente o, exactamente, no pueda vivirse del todo. Sin la intervención productiva de la electricidad prácticamente toda la historia desde la segunda revolución industrial quedaría anulada o a ciegas. La gigantesca escombrera de cenizas que deja tras de sí el fuego, fue siendo sustituida desde finales del siglo XIX por un vacío mágico.
Un vacío radiante que, cuando falta, confunde a los habitantes puesto que, expresado caseramente, cuando la luz se va de la vivienda, los huéspedes se sienten perdidos o abandonados.
Se vive en consecuencia no sólo entre la luz eléctrica sino inherentemente pegados a ella y advertimos dolorosamente ese gran entrañamiento cuando nos falta aún por unos momentos. Existir sin electricidad en el mundo desarrollado ha llegado a ser lo mismo que exiliarse hacia un territorio místico. La electricidad es a la civilización económica y social lo que la agricultura al campo. Dentro de la hora electrificada existimos como gentes de la contemporaneidad, fuera de su fulgor el mundo se retrotrae sin memoria o misericordia a la prisión ancestral, la angustia mental o el horror de la miseria.
