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Nadie se salva solo

Durante los últimos días me morí de envidia mientras varios de ustedes comentaban pelis como La cinta blanca y Teniente corrupto, que todavía ni asomaron sus narices aquí por Buenos Aires. Pero al menos pude ver Up In The Air (permítanme llamarla por su título original, ya que el Amor sin escalas que le encajaron en este país no sólo es cursi, sino además engañoso), que me gustó mucho. Basada en una novela de Walter Kirn que no he leído, la peli de Jason Reitman hace algo que solían hacer las comedias brillantes del Hollywood de la Edad de Oro pero que desde entonces se ha convertido, prácticamente, en un arte olvidado: danzar con ligereza en torno de un tema muy serio, logrando el cometido de ser encantadora y humorística sin banalizar el asunto en cuestión.

         El protagonista de Up In The Air, llamado Ryan Bingham (George Clooney), se mueve con la gracia de un Cary Grant de estos tiempos, sin disimular nunca que lo que hace para vivir es deleznable: trabaja despidiendo gente. En una escena particularmente divertida, su jefe Craig Gregory (Jason Bateman, siempre sublime) pinta un panorama desolador de la economía de los Estados Unidos y lo remata diciendo salgo así como: “Este es nuestro momento”. Porque en efecto, cuando peor le va a los trabajadores mejor le va a la empresa CTC, que ya desde el arranque aplica eufemismos a su quehacer digno de un verdugo: CTC significa Career Transition Counseling, algo así como Consejeros para Carreras en Transición –cuando, como Gregory y Bingham saben bien, en la mayoría de los casos, la transición de los despedidos es hacia una desocupación eterna.

         Está claro que Up In The Air no es una peli sobre la crisis económica de USA. En términos estrictos es la historia de Bingham, que viaja a distintos puntos del país todos los días (en un momento sostiene que lleva recorridos durante el año más kilómetros que los que nos separan de la luna) y que está convencido de haber hecho del detachment un estilo de vida. Sin amigos ni pareja estable ni relación seria con su familia, Bingham está convencido que todo lo separa de la felicidad absoluta es la tarjeta que American Airlines le concederá cuando haya llegado a un récord de millas acumuladas.

         La historia se dedica a tres situaciones concretas de la vida de Bingham: el affaire con una mujer que, tal como ella misma lo define, es idéntica a él “pero con una vagina” (estupenda Vera Farmiga), el casamiento de su hermana menor y la relación forzosa con una nueva ejecutiva de CTC (Anna Kendrick) que amenaza poner de cabeza su existencia. Lo maravilloso es la forma en que Kirn, Reitman y el coguionista Sheldon Turner imbrican esos episodios personales con la pintura mayor, esto es, la situación general de la economía de USA y las consecuencias que el estilo de vida que eligió empiezan a tener sobre Bingham. Y aunque en algún momento la peli hace sonar una nota falsa (esa epifanía que mueve a Bingham a abandonar una conferencia apenas empezada: puro cliché), se redime de inmediato al garantizarle a sus protagonistas un futuro tan agridulce como el que espera a su país: justo cuando creen haberse ganado una posición de privilegio a prueba de cataclismos económicos, justo cuando se convencieron de que podrían salvarse solos aunque el naufragio se llevase a todos los demás, la realidad les demuestra que no hay forma de ser feliz cuando todos sufren, por más que pongamos miles de metros de altura entre la humanidad y nuestra persona. Cuando uno sube demasiado pensando en protegerse, tarde o temprano se queda sin aire.

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24 de enero de 2010
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Las reparaciones

La vida doméstica impone ingratas obligaciones. El grifo del fregadero gotea, la lámpara de la sala no enciende, el llavín de la puerta tiene dificultades y un mal día, ¡horror! se rompe el refrigerador. Aterrados comprobamos que el congelador comienza a gotear y que ha cesado el típico zumbido de la máquina. Una tragedia de esa envergadura vivió un  conocido nuestro la semana pasada. Temprano en la mañana telefoneó a la Unidad de Reparaciones Domésticas más cercana, pero no respondían o sonaba el tono de ocupado. Decidió ir hasta allí y en la recepción una muchacha pulía meticulosamente sus uñas. Apesadumbrado le contó la historia de su electrodoméstico y describió los síntomas. Incluso estuvo a punto de aventurar un diagnóstico, pero en ese momento ella lo interrumpió anunciándole que seguramente se trata del timer y en el almacén no tenían esa pieza de repuesto. Le aclaró que el taller tenía una lista de espera que se prolongaba a un par de meses. Como hombre inteligente, con experiencia de la vida, el necesitado cliente le formuló la pregunta correcta en el tono adecuado: ?¿Y eso no puede resolverse de otra forma? La mujer dejó su labor de manicure y llamó a gritos a un mecánico. Después de acordar el precio, todos quedaron satisfechos. Al mediodía, el refrigerador había vuelto a funcionar y el técnico regresaba a su casa con el equivalente a casi dos meses de su salario. Esa noche, mi  conocido, que es barman en un hotel cinco estrellas, llevó a su trabajo varias botellas de ron compradas en el mercado negro. Con ellas despachó los primeros mojitos y las gustadas piñas coladas que los turistas bebieron. No sospechaban ellos que estaban ayudando así a rellenar el agujero dejado por la reparación del refrigerador, el enorme socavón que había sufrido el presupuesto del barman.

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24 de enero de 2010
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¿La generación de oro sigue brillando?

Illustration: Ian McEwan, Martin Amis and Julian Barnes Photo: Andy Watt/Folioart. Telegraph Mientras que la editorial Anagrama sigue creyendo en el llamado Dream Team de la narrativa británica, reconozcamos que un poco deslucida en la actualidad, y publica la última de Julian Barnes Nada que temer, en Telegraph.uk no les perdonan nada a los que califica como "generación de oro" Los acusa de agotados, recopila sus fracasos, los llama "divos" y acusa a la crítica de falocentrista. Sin embargo, confiesa que no serán fácilmente desplazados. Nada que temer, como diría Barnes. Los viejos-jóvenes todavía están en la danza, eso es un hecho. Yo leo todo lo que escriben, aunque mi entusiasmo no es el de antes. El artículo de Alex Clark se titula: Martin Amis, Ian McEwan: does the golden generation still glitter? Lo copio entero porque está buenísimo: Despite his previous professions of distaste for the comic novel, one might almost suspect Ian McEwan of using fiction to make a joke at our expense ? or even his own. At the end of last year, an extract of his forthcoming novel, Solar, appeared in the New Yorker magazine and immediately posed the reader a question: is literature at its most useful ? or is it indeed only useful ? when you are trying to get someone into bed? In the extract, we learn that the novel?s protagonist, a Nobel Prize-winning physicist, a serial marrier and dedicated philanderer, makes his first significant youthful romantic conquest by convincing the object of his affections that he is an aficionado of Milton and, to boot, that he has little time for the hoary old opposition of art and science: ?All knowledge interested him, he said; the demarcations between subjects were mere conveniences or historical accidents or the inertia of tradition.? Mastering art by dint of furious mugging up and a little rational thought makes Michael Beard, we hear, feel ?intellectually free? (even though his first wife eventually walks out on him after having her consciousness raised). Unseasonally speaking, we might accuse McEwan of being a turkey voting for Christmas. The novel, to be published here in March, has been billed as a satirical look at climate change and was germinated on a trip to the Arctic to observe that very phenomenon, in which McEwan saw that the vagaries of group behaviour might provide a useful insight into our tricky relationship with the planet. But McEwan?s recurrent concern with the uses and abuses of fiction ? in evidence in perhaps his most widely read novel, Atonement (2001), hung on a narrative trick revealed only at its conclusion, and in the thrillerish denouement of 2005?s Saturday, which juxtaposed violence with Matthew Arnold, provides an intriguing portrait of a novelist consistently interested in the purpose and potential of his form. At the same time, McEwan has also pulled off that rare feat in the world of the literary novel ? writing books that appeal to a large and loyal readership while also garnering attentive and, even when mixed, serious reviews. In the flood of novels to be published in the opening months of the decade, Solar stands out, alongside Martin Amis?s The Pregnant Widow and Peter Carey?s Parrot and Olivier in America, as among the most eagerly anticipated. Together with Julian Barnes and Kazuo Ishiguro, both of whom had books out last year, these writers can be seen as the lasting success stories of a generation of writers who rose to prominence in the Seventies and Eighties and who have emerged ? in that impossible parlour game of second-guessing posterity ? as those with at least a fighting chance of being read in a few decades. But what does that tell us about our literary landscape, its recent past and its likely future? There is, in the first instance, an obvious point to be made about the peculiar nature of literary celebrity. Of the writers mentioned above, it is Amis and McEwan whose books are most breathily previewed and whose pronouncements on a range of topics, most noticeably both writers? comments on Islamic fundamentalism, have been widely reported and minutely dissected; added to which, Amis in particular has frequently seen his private life come under scrutiny. In a culture in which it is debatable whether any writer is ever really ?famous? ? Amis?s most recent tangle with the press came when he had the temerity to question the writing talents and physical attributes of Katie Price, a celebrity nonpareil ? Amis and McEwan come the closest Britain has. In Amis?s case, the (not entirely literary) reasons are clear enough: the combination of a famous writer father, an early determination to include an awful lot of sex in his work and the odd diary-friendly interlude such as expensive dental work is enough to create a reputation for controversy and notoriety. For McEwan, there is something a little more subtle at play, with widespread media attention only arriving in the past few years. It was Saturday, set against the anti-Iraq War demonstrations of 2003 and frequently adopting something close to a documentary style, that catapulted its writer on to the national news; it was as if we felt that here was a writer to whom we could entrust the task of telling us what was going on, in a language that we could understand. That level of recognition does not, however, guarantee blanket approval. McEwan has seen his fair share of negative reviews, most notably when fellow novelist John Banville wrote a vehemently dissenting review of Saturday in The New York Review of Books; it was, he said, ?a neoliberal polemic gone wrong?, its author demonstrating ?a disturbing tendency towards mellowness?. Last year, the critic James Wood, writing in the London Review of Books in far more generally approving terms, drew attention to McEwan?s predilection for narrative manipulation and wrote suggestively about the reader?s own collusion with it. But if McEwan sometimes finds himself on the receiving end of a less-than-enthusiastic critical reception, Amis must surely wonder who will be first to take a potshot. After the brief respite of his memoir, Experience (2000), which appeared to surprise critics with its candour and painstakingly delineated emotion, Amis came in for a drubbing when he published the novel Yellow Dog in 2003, with Tibor Fischer even writing that he feared being seen reading it on the Tube. The Pregnant Widow, which is set in an Italian castle in 1970 and centres on the sexual adventures of a group of young men and women, has been described in advance as a discussion of feminism; whether Amis?s detractors, who accuse him regularly and with highly arguable accuracy of misogyny, view it that way remains to be seen. There is much less to fear, one imagines, for Peter Carey, whose new novel is a re-imagining of the American adventures of Alexis de Tocqueville; following the ambitiously fractured narrative of political extremism in his last novel, His Illegal Self, it suggests a writer whose fascination for oddballs and off-kilter stories ensures a resistance to easy categorisation. It is a truism that any examination of a group of writers generally concludes that they have little in common; those who dedicate their lives to creating literary fiction are usually striving to isolate their own voices rather than to tune in to others?. If Amis and McEwan repeatedly attract the noisiest attention, it is both a testament to the steadfastness of their ambition ? McEwan?s commitment to exploring his fascination with the intervention of chance calamity into ordinary and otherwise ordered lives, for example, or Amis?s bravura probing of the possibilities and limits of his pyrotechnical style ? and an interesting commentary on our own attitudes towards the contemporary novel. Despite the critical and commercial success of her Man Booker Prize-winning novel Wolf Hall, and the consistently exceptional quality and curiosity of her earlier work, Hilary Mantel has not often been spoken of in the same breath as the triumvirate of McEwan, Amis and Julian Barnes; similarly, A.S Byatt, Rose Tremain and Pat Barker, even though their work has pleased both prize juries and large numbers of readers. It is hard not to see a gender bias at work here, though not only that; one wonders if there is a suspicion of a certain sort of narrative complexity. It is hard to consider the work of such diverse writers as Howard Jacobson, John Banville, Sebastian Barry or the late Gordon Burn and judge them to be lesser talents than their more volubly discussed contemporaries; but in each, there is a less immediately apparent artistic agenda that can almost be seen as a greater willingness to immerse themselves in the ambiguities and meandering byways of the form. But if all the writers who are loosely grouped together as contemporaries can be credited with invigorating the novel over the past 30 or 40 years ? and with freeing it from some of the dead-ends that conventional realism had pulled it towards ? then what of the coming generation? Easy though it is to come up with a list of novelists in their thirties or forties ? many of whom featured, like their predecessors, on Granta?s once-a-decade list of the Best of Young British Novelists ? it is also true that the literary landscape is much altered. Now, writers such as David Peace, Zadie Smith, Sarah Waters, A.L Kennedy, Nicola Barker and Andrew O?Hagan, to name but a few, must operate in an environment where there is far less opportunity for critical discussion and far more pressure on a writer to perform well earlier in their career. And these are the writers who have already enjoyed a large measure of success ? including not only the approval of reviewers but also the attentions of screenwriters keen to map their work onto another medium or the imprimatur of television book clubs. For an even newer generation of writers to flourish ? and for us to discover who will be the next Ishiguro or Barnes, Amis or McEwan ? the reading public must first keep faith with the novel, in all its time-consuming and often puzzling variety, whether or not that reading experience takes place electronically or on old-fashioned paper, and whether or not it comes accompanied by an author?s podcast or online interview. In the meantime, during the coming weeks critics and readers will determine the success or otherwise of a clutch of heavyweight new novels. Whatever the verdicts, the longevity of their creators can hardly fail to impress.

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22 de enero de 2010
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Frabrizio Mejía en Babelia

Fabrizio Mejía. Foto: Iván Thays Fuente: moleskine Genial el artículo del mexicano Fabrizio Mejía en Babelia. El comienzo es tajante, como un cuchillo. Dice: "Durante medio siglo, América Latina contó con un conjunto de mitos que le permitían rebasarse: era desigual, pero se imaginó abundante; era corrupta, pero creyó en la justicia; era violenta, pero practicó la convivencia. Esos tres mitos hoy están en declive y se abre una era en la que Latinoamérica prefiere pensarse como monstruo más que como prodigio." El final es más bien críptico o una extraña broma, o un acertijo sin solución (o las res cosas juntas, tratando de Fabrizio): "Latinoamérica ahora es el futuro de Europa." Coloco un fragmento. No se pierdan la anécdota de Lavoe, es buenísima (¿se la habrá inventado Fabrizio?) Uds. léanlo completo. Dice la nota:En Latinoamérica, la ley y la justicia casi nunca coinciden. Dentro de la Columna a la Independencia en Ciudad de México hay una estatua de un hombre barbado quien, amarrado de las manos, mira al horizonte. Desconocido y sin letrero que lo identifique, es Guillén (William) de Lombardo (Lampart), un irlandés nacido en Wexford en 1616. Es llevado ante la Inquisición el 26 de octubre de 1642, acusado de proclamarse "rey de México", de querer liberar a indios y esclavos y de falsificar documentación real. Tras conspirar dentro de la cárcel con el astrólogo Melchor Pérez de Soto, "víctima de la imaginación y la melancolía"; José Bruñón de Vertiz, "El Caballero del Milagro", y Pedro Aponte, "inmune al dolor físico", escapa la Navidad de 1650 sólo para pegar una proclama: "No hay petición ni forma de justicia que la arbitraria". Guillén de Lampart es recapturado. Se le prohíbe entonces tener pluma y papel. Escribe con lodo sobre una sábana. Se le tortura. Hace una huelga de no bañarse. Escribe contra la Inquisición y la libertad de expresión. El 19 de noviembre de 1659 es finalmente puesto en una pira para quemarlo, pero él se arroja sobre el collar que le sostiene la cabeza y se ahorca antes de que lo enciendan. La acusación no es política: se le encuentra culpable de tener relaciones con el diablo porque, con los indios, comía peyote y alucinaba que él sería el nuevo gobernante de una Nueva España independiente. Más de dos siglos después, el novelista Vicente Rivapalacio lo convierte en un enamorado incurable y víctima de una conspiración de mujeres despechadas. En la celda le inventa un compañero: El Zorro. Es el mismo apodo que tenía el verdadero independentista de México, el cura Miguel Hidalgo. Casi un siglo después de consumada la independencia mexicana, Johnston McCulley crea a Diego de la Vega, El Zorro, en un pueblo de California. Lo demás lo hacen Douglas Fairbanks y Antonio Banderas. Pero el héroe latinoamericano requiere del escondite para ser realmente justiciero: tras una máscara, un pasamontañas, una espesa barba, son el espejo de sus enemigos: los omnipresentes caciques, los narcotraficantes, los presidentes demócratas que se reeligen y gobiernan con el ejército. Lo mismo Hugo Chávez que Álvaro Uribe, que Calderón. Los latinoamericanos siempre esperamos que salgan los Zorros para hacer justicia, la hagan con lujo de ingenio y se retiren. La secrecía, la movilidad, el anonimato, son indispensables para que no se les atrape, pero también para que sean admirados. En la lucha libre, el ganador conserva su máscara. La pregunta detrás del mito es muy simple: la ley es de los poderosos, pero debe haber alguien que la enfrente. Alguien que nos rescate, que nos organice, que nos diga qué hacer. Y que, luego, sea tan anónimo como todos nosotros, como una estatua de Lampart sin su nombre.. Quizá la idea más radical que Latinoamérica tuvo durante el barroco fue que todo cabía, que nada sobraba en el atrio de una iglesia: dioses, demonios, motivos indígenas, adornos romanos. La volvió a tener en el muralismo mexicano: en una pared convivían pobres, ricos, dictadores, guerrilleros, la muerte, indios y españoles. Y se reencontró con ella cuando, en 1962, los músicos puertorriqueños en Nueva York comenzaron a llamarle "salsa" a un momento de la pieza musical en la que se duplicaba el ritmo. El mundo estaba en riesgo de terminar por los misiles soviéticos en Cuba, y la música que se hacía en el Bronx trataba de hacer un último baile de convivencia: jazz, música cubana, puertorriqueña, dominicana, colombiana, tango y samba. El panameño Rubén Blades ha dicho que la "salsa" no es un estilo ni un género, sino un concepto. Es justo el mito de la diversidad que convive, que improvisa la existencia, que no la planea, sino que le da un cauce para fluir. Este mito de que todos son "nosotros" encuentra un desenlace en 1991. La orquesta del puertorriqueño Héctor Lavoe es invitada a tocar en una fiesta del narcotraficante colombiano Pablo Escobar. El capo, que sólo en ese año mandó asesinar a 7.000 personas, está, durante tres horas, resolviendo sus negocios de cocaína y no escucha la "salsa" de Lavoe. Lavoe está en el jardín y le han pedido tres veces que cante El cantante, su máximo hit. Lo ha tocado sin chistar. Para cuando Pablo Escobar baja a la fiesta, se ha perdido la actuación de Lavoe, que ya está cenando. Y entonces, Escobar pide El cantante por cuarta vez. Lavoe se niega a interpretarlo de nuevo y, acto seguido, su orquesta es encerrada en el sótano de la casa. Los narcotraficantes les quitan los zapatos a los músicos. Creen que van a morir y Lavoe logra escapar por una ventana. Corre a la carretera más cercana y detiene un taxi. Cuando el taxista mira que no tiene zapatos, duda de que el pasajero tenga dinero para pagarle. "Soy Héctor Lavoe", asegura, asustado, el músico. El taxista duda y le propone: "A ver: cánteme El cantante". Estos tres mitos latinoamericanos de prosperidad, justicia y tolerancia no parecen agotarse con la llegada de la democracia militarizada y el libre comercio de los monopolios. Pero, sin duda, se transformarán en una casa que todavía nadie habita. La Europa de Berlusconi y Sarkozy y la América de Chávez y Uribe parecen naufragios. Ambas geografías vamos a necesitar refundar nuestros mitos. No sé cómo. Todo lo que sé es que, al revés de otros tiempos, Latinoamérica ahora es el futuro de Europa.

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22 de enero de 2010
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Maxine Swann hippie

Maxine Swann. Foto: João Pina for The New York TimesConfieso que la novela que leí de Maxine Swann, Chicas serias (Emecé) me dejó perplejo, por no decir aburrido. La carátula, con esas piernas colgando, me hablaba de confesiones adolescentes. Como meterse en el baño de chicas. Y algo de eso hubo. Pero pensé que podría ser más interesante. Quizá la lectura de Las vírgenes suicidas me marcó mucho. En fin, como sea, no compré, ahora que estuve en Buenos Aires, su nuevo libro también en Emecé Niños Hippies cuyo título y carátula me interesó aún menos. La autora vive entre EEUU y Argentina. La revista Ñ trata de convencerme. No lo hará. Yo estoy más aburrido del hippismo que Houellebecq de su vieja. La nota también trae un texto, este sí bueno, de Swann sobre el exilio en Argentina. Dice la nota:No hay reglas para los cuatro hermanos de Niños Hippies. No hay límites, no hay horarios, no hay nadie que grite, cuando ya está oscureciendo, "hora de entrar". Lu, Maeve, Clyde, Tuck ?dos niñas y dos niños? "son libres de correr hacia donde quieran cuando quieran, así que lo hacen". Se pasan la vida arriba de los manzanos, bailan bajo la lluvia, se cubren el cuerpo con barro y se secan al sol. Ven a sus padres y a los amigos de sus padres bañarse desnudos en el arroyo. Maxine Swann tuvo una infancia similar a la de los hermanos de Niños Hippies (Emecé, 2009), en una granja de Pennsylvania, donde nació en 1969. "Una crianza sin límites te permite muchas aventuras, pero, por otro lado, te provoca miedo y mucho sentido de la responsabilidad. Tenés que formular tus propios límites", dice, vía e-mail, desde Nueva York, donde se encuentra dictando clases de Escritura Creativa en la Universidad de Columbia. La novela está estructurada en ocho relatos, que varían de la tercera a la primera persona (en la voz de Maeve, la segunda hija de la familia y alter ego de Swann) y que tienen ritmos y tonos diferentes. Cuentan, como si alguien estuviera marcando la estatura de los niños en una pared, distintos momentos de la particular crianza de los cuatro hermanos: una visita a la casa en ruinas de los excéntricos abuelos paternos, un viaje en auto con el padre (una figura por momentos adorable y por otras odiosa, pero siempre presente) y su nueva novia, la entrada en la adolescencia y los primeros pudores. En cada nuevo relato, los hermanos han crecido uno o dos años. El salto temporal de los capítulos tiene su correspondencia en el tiempo que le demandó a Swann concluir el libro. El primer relato fue escrito en 1997 y ganó el premio O.Henry, el Pushcart, el Ploughsares ´Cohen y un lugar en The Best American Short Stories (...) Maxine Swann llegó a Buenos Aires en abril de 2001, inicialmente por siete meses, pero su estadía se prolongó. En una crónica en The New York Times cuenta su experiencia durante la crisis, sus mudanzas, su descubrimiento de los barrios, gente y costumbres de Buenos Aires. Justamente, esta ciudad es escenario de su próxima novela "Los Extranjeros", que se publicará en 2010. "La novela sigue la historia de tres mujeres extranjeras ?una ucraniana, una alemana y una americana- que llegan a Buenos Aires diez años atrás. Aunque pertenecen a mundos sociales muy distintos, sus caminos se cruzan. Estoy interesada en poder captar una Buenos Aires particular así como también la condición del extranjero". Entre los escritores argentinos que leyó y le gustan nombra a Alejandra Pizarnik, Borges y Saer. "Tengo un particular afecto por la obra de Bioy Casares y en una nota más actual me gusta mucho Pola Olaixarac, su libro Las Teorías Salvajes: me impresionó", dice.

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22 de enero de 2010
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Obama 0.2

Se acabó el centrismo. Obama ha sido hasta ahora un político conciliador y dialogante, que ha buscado siempre que ha podido los acuerdos transversales en el Congreso entre republicanos y demócratas. Respondía a su carácter, a su fe en la palabra y el diálogo y a su programa de cambio moderado. Todo ha funcionado correctamente, e incluso muy bien en algunos momentos, durante su ascenso electoral y su primer año en la Casa Blanca. Algunas de las victorias conseguidas constituyen hitos históricos que nada podrá ya emborronar: el primer afro americano que alcanza la máxima magistratura del país, el cambio de imagen de Estados Unidos en el mundo, la prohibición de la tortura y de las detenciones ilegales?Pero todo esto se acabó. Ya había recibido varias señales inequívocas sobre la necesidad de matizar su política un tanto ingenua. Pero lo ocurrido esta semana, coincidiendo con el primer aniversario de su toma de posesión no puede ser más preocupante para el presidente. La respuesta no se ha hecho esperar en forma de un nuevo Obama, que ha sido tachado inmediatamente de populista y radical, y del que cabe esperar abundantes sorpresas en su nueva versión más acerada y comprometida.

Dos sonoras bofetadas ha recibido el presidente como regalo de aniversario. La primera de parte del electorado en un el feudo demócrata de Massachusetts donde un hasta ahora desconocido senador local ha desposeído a los demócratas del escaño senatorial que era prácticamente patrimonio familiar de los Kennedy desde hace más de medio siglo. La segunda se la ha propinado el Tribunal Supremo, que ha autorizado la financiación sin límite de las campañas electorales por las empresas privadas en nombre de la libertad de expresión que protege la Primera Enmienda de la Constitución. Ambos sopapos constituyen una lección sobre los límites del poder del presidente más poderoso del mundo. Obama tiene dentro de su ámbito menos márgenes que Zapatero, Berlusconi o Sarkozy, sólo para mencionar tres casos bien distintos. Aunque el poder que tengan cada uno de los tres europeos en términos absolutos sea ínfimo comparado con el poder de Obama. El presidente norteamericano puede mucho: castigar a la banca de Wall Street, por ejemplo. Pero no puede todo: veremos si consigue la aprobación de su reforma sanitaria. Y habrá que ver lo que suceda en las elecciones de mitad de mandato, que se celebrarán el próximo mes de noviembre, donde el castigo contra el gobernante en plaza suele ser la norma: en el caso de Obama este efecto se le ha adelantado en Massachusetts, por una elección especial para llenar la vacante de Ted Kennedy, con lo que la fortuna le ha proporcionado un aviso adelantado que puede permitirle corregir sus errores. La sentencia del Supremo, la máxima autoridad judicial cuyos miembros son vitalicios, ha sido también una advertencia para un presidente que quiere cambiar muchas cosas: nunca deberá olvidar que estos magistrados nombrados todos ellos por sus predecesores, menos uno, Sonia Sotomayor, son los que tendrán la última y definitiva opinión sobre las cuestiones trascendentales que afectan al país. Ellos decidieron las elecciones presidenciales de 2000 y ellos han decidido ahora decantarse a favor de la democracia electoral del dinero, que da ventaja a los republicanos sobre los demócratas.

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22 de enero de 2010
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Creencias en los físicos

He empezado estas reflexiones sobre la physis (el término griego que traducimos por naturaleza) con referencias a una de las teorías físicas susceptibles de mayor impacto por así decirlo literario, la Many-Worlds Interpretation de la Mecánica Cuántica, intentando poner de relieve que pese a lo barroco de la representación se trata de una teoría perfectamente razonable y que apunta a encontrar alternativa a  teorías aparentemente más convencionales, pero  para algunos no  menos problemáticas, en la medida en que ponen en tela de juicio principios fundamentales a los que es difícil renunciar, como por ejemplo el de la subsistencia per se de las cosas naturales. De hecho, los representantes de estas teorías no son tampoco ajenos a una actitud que recuerda las teorías de la doble verdad , aquella que se desprende de sus teorizaciones o sus experimentos, y aquella a la que un sentido más o menos común, pero en todo caso anclada en arraigadas convicciones, les empuja.

En una entrevista sobre las implicaciones filosóficas de su trabajo, realizada pocos años antes de su muerte, el físico John Bell declaraba : « Desearíamos poder tener un punto de vista realista sobre el mundo, hablar del mundo como si realmente estuviera ahí cuando no es observado. Yo ciertamente creo en un mundo que estaba ahí antes de mí, y que seguirá estando ahí después de mí, y creo que usted forma parte de ese mundo. Y creo que la mayoría de los físicos adoptan este punto de vista cuando se los pone contra la pared (when they are being  pushed into a corner )"

Hay en esta afirmación un aspecto emotivo. Cuando la interrogación filosófica aprieta, la respuesta realista sería pese a todo preferible. Mas, en todo caso, no en razón de que el filósofo espera forzosamente una respuesta realista. Todo estudiante de filosofía confrontado simplemente a la Crítica de la Razón Pura formula a su manera la misma interrogación que se plantea el gran físico...y tiene asimismo  idéntica tendencia a posicionarse en el sentido de una doble verdad.

El físico que, de alguna manera, al completar en el plano experimental el teorema de Bell contribuyó  a que éste tenga el enorme peso ontológico y epistemológico que se le confiere, el francés Alain Aspect, declaraba por su parte tras un debate sostenido hace unos años en San Sebastián: "estoy convencido de que  el físico elige hacer física por que piensa que el mundo es inteligible. Creo que el físico, a priori, cuando  imagina su vida de físico se ve como  alguien exterior que va a abrir el reloj para ver lo que pasa en el interior. Creo que, más que nadie, el físico tiene esta creencia ingenua, espontánea, de que existe un mundo independiente de él y que su papel es de descubrir la manera como funciona este mundo...el ideal en principio es que el mundo funciona y se halla ahí aunque el observador no se encuentre."

Curiosa posición en alguien que (en la senda  de los Heisenberg, Niels Bohr,  etcétera) ha visto no ya que la física  ha de reconocer el papel fundamental de la interacción entre el observador  y el mundo observado, es decir, ha sacrificado los  principios  de realismo y de determinismo ( caro  también a Feymann, cuando afirmaba que una onda sonora deja un resto- por ejemplo una traza en el tronco de un árbol- aunque nadie lo haya escuchado), sino sacrificado asimismo el principio, no menos importante, de contigüidad.

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22 de enero de 2010
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El ascensor

Cerca de una quinta parte de los neoyorkinos llegan al matrimonio tras haber establecido su primer contacto en el ascensor.

¿Extraño? El ascensor es muy extraño. Una insólita cámara opresiva que induce coercitivamente al desdén o al contacto. Los segundos que se comparten en el ascensor y cuerpo a cuerpo  con un ser extraño llevan hasta el borde del desasosiego, del temor o del rechazo. Quizás no haya otro modo para atenuar esta situación casi insufrible que apretar los dientes, anteponiendo nuestra férrea intimidad al ataque silencioso de la otra intimidad armada  o traspasar heroicamente el cerco desgranando alguna insulsa consideración o, en general, un consabido comentario climatológico que, de todos modos, suena en el estrecho recinto como una voz tan falsa como asible, humana y acaso salvadora en todo caso.

¿Salvadora de qué? De la extrema saturación de humanidad que despide el doble humano, la alta densidad atmosférica que su espesa ajenidad emana y que físicamente, piso a piso, va ahogándonos. El silencio mutuo a lo largo de  cuatro o cinco pisos puede llegar a soportarse sin que el malestar nos dañe demasiado pero en los rascacielos puede resultar tan aplastante que incluso un quejido, por insignificante que sea, puede mover a amarlo. De ahí al placer de cruzar unas palabras y la atracción potenciada por la satisfacción de haber convertido al posible enemigo en amante.

En la mayoría de los finales, respetado el silencio de hierro, el otro se apea como un ser inocente pero en tanto se halla allí él y yo, recíprocamente somos protagonistas de un ámbito de locura, entre la pasión y el asesinato.  El teléfono, el cuarto de baño, la sangre, el lápiz de labios, las estaciones  y el mar son, por su dual naturaleza,  seductores y criminales,  mataderos y hogares.

En principio, todo podría parecer intrascendente mediando el ascensor puesto que se trata de un vehículo sin glamour alguno, funcional y efímero. Su efecto, no obstante, se acentúa en cuanto cápsula de una soledad perfecta -casi narcisista- cuando no hay nadie más y se dobla en el colmo de la máxima muchedumbre cuando un desconocido comparte esa miniatura vivencial conmigo.

 Yo y él, tan desconocidos como aproximados, en un habitáculo impropio de nuestra respectiva condición, encerrados en un módulo metálico donde se oye la respiración, la tos insoslayable, su mirada inevitablemente torva o armada. Hablar, decir algo desde el cuerpo extraño, es entonces el único recurso para salir de sí y sacar al otro de su temible anonimato. Oír su voz y su lenguaje, oírnos a nosotros mismos,  para dilatar mediante esa señal el estricto mundo que nos atenaza y constatar así que su intención o la nuestra no será herirnos sino, tan solo, soportarnos.

La gran urbanización y el notable ahorro en los servicios municipales nunca se habría alcanzado sin la colaboración de los ascensores que efectivamente fueron, en sus primeros años,  una insignia de modernidad y de progreso. Entonces, allí donde se instalaron como aparatos suntuarios, fueron adornados  y concebidos como saloncitos o antesalas del piso de  lujo, anticipos del estatus que se hallaría en la vivienda a donde nos dirigíamos.

 Ahora, un siglo y pico después, los ascensores no se engalanan demasiado si no es dentro de los hoteles de lujo. En las viviendas actúan bajo el modelo del montacargas, dispositivos para subir y bajar bultos. Bultos humanos en este caso, pesos de carne humana que tiemblan secretamente en la confusión de ser el objeto de un silencio culpabilizador, una molesta entidad para el otro, un animal sin sentidos al borde de la asfixia o de la nada.

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22 de enero de 2010
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El corralito

Cada noche, en el cabaret de un lujoso hotel un empresario europeo va de mesa en mesa haciendo un insólito pedido. Se acerca a los comensales y les explica que cuando llegue la cuenta lo dejen pagar a él, con esos bonos de colores que trae en su bolsillo. A cambio, ellos le darán el importe en pesos convertibles, que después podrá trasmutar en dólares o euros para llevárselos bien lejos. Este hombre es una víctima del corralito financiero que impide a numerosos inversionistas foráneos sacar sus ganancias del territorio nacional. Para que no se desesperen del todo, las autoridades cubanas les permiten consumir a lo largo de la Isla, pagando con papelitos carentes de valor real. El drama de los fondos congelados toca hoy a numerosos negociantes que se aprestaron a entrar en nuestro escenario económico con la aprobación de la ley de inversiones extranjeras en 1995. Disfrutaban del privilegio de gestionar una firma, condición totalmente vedada a los que hemos nacido aquí. Venían a ser la nueva clase empresarial en un país donde la Ofensiva Revolucionaria de 1968 había confiscado hasta los sillones de los limpiabotas. La cuantiosa plusvalía que lograban sacar los convertía en un objetivo muy atractivo para las jineteras, las casas de alquiler y los miembros de la seguridad del estado. A muchos de ellos se les veía en los restaurantes más caros eligiendo apetitosos manjares y acompañados de mujeres muy jóvenes. Otros, los menos, entregaban regalos adicionales a sus empleados para compensar los bajos salarios en pesos cubanos que les pagaba la empresa empleadora del estado. Estos representantes de una ?avanzada corporativa? estaban dispuestos a perder un poco de capital siempre y cuando pudieran ubicarse ?desde ya? en el escenario que algún día sería como un pastel cortado en cuñas. Sin embargo, quienes firmaron contratos y compartieron con ellos  el champán, después de un acuerdo, los consideraban sólo un mal necesario y provisional, una desviación que se erradicaría no bien hubiera terminado el Período Especial. Después de tantas garantías prometidas, hace unos meses les han enseñado las arcas vacías, mientras les repiten ?no podemos pagarles?. De pronto, estos empresarios han comenzado a sentir la impotencia y el grito ?trabado en mitad de la garganta? con que cargamos cada día los cubanos. Todavía, sin embargo, no están tan desprotegidos como nosotros ante la depredación del Estado: un pasaporte de otro lugar les permite irse en un avión y olvidarse de todo.

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22 de enero de 2010
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Emulo de Wilberforce, se busca

¿Cuánto menos sabríamos de historia –en un nivel superficial, al menos- de no ser por el cine? Pocos días atrás me quedé prendado de una peli de Michael Apted que emitía la TV: Amazing Grace (2006) recrea la vida de un señor llamado William Wilberforce de quien al menos yo nunca había oído hablar. Dejé de hacer zapping impresionado por el cast: Albert Finney, Rufus Sewell, Michael Gambon, Ciaran Hinds, Toby Jones, Romola Garai… El protagonista no me atraía demasiado (Ioan Gruffudd, a quien la mayoría conocemos por la flojísima King Arthur y su rol de científico elástico en las pelis de Los Cuatro Fantásticos), pero el resto de los actores sugería que debía haber allí algo que valía la pena.

         Y lo había, aunque más no sea para aprender algo sobre Wilberforce, este inglés que (como se imaginarán, apenas terminó el film corrí a Wikipedia) hizo campaña en la Cámara de los Comunes para que se aboliese el tráfico de esclavos y tardó veintiséis años (sí, leyeron bien: veintiséis… ¡a eso le llamo yo perseverancia!) en conseguir que aprobaran su proyecto.

         Amazing Grace no es nada del otro mundo, pero consiguió emocionarme. Sin embargo mientras la miraba se me cruzaron un par de ideas, que comparto ahora con ustedes en la esperanza de recibir ecos que potencien mi pensamiento. La primera: cuánto más tranquilizador es ser espectador de un relato que detalla una campaña épica, sí, pero distante, que por añadidura versa sobre un tema que hoy ya nadie se atrevería a discutir. (¿Quién levantaría la mano en estos tiempos en defensa de la esclavitud?) Imagino que una película actual con el mismo tono de Amazing Grace pero dedicada a, por ejemplo, Evo Morales, generaría resistencias que la de Apted no encontró, a pesar de que no costaría nada encontrar paralelos entre la gesta de Wilberforce y la del actual presidente de Bolivia.

         Y segundo: el hecho de que la noción de esclavitud nos resulte repugnante no niega el hecho de que sigue gozando de buena salud en nuestras sociedades –por supuesto, adaptada a las formalidades y la corrección política que define el relato de la época. Quiero decir: para los ingleses del siglo XIX que habían tenido la suerte de nacer en buena cuna y recibir educación acorde, convivir con esclavos era algo natural, uno de esos signos quizá algo lamentables de su tiempo que, sin embargo, parecían tan fuertemente establecidos como imposibles de ser modificados. (Desde el reparo de su decorado de época, Amazing Grace no temía llamar al tema por su nombre: ¿cómo abolir la esclavitud, cuando todo el comercio del Imperio Británico parecía depender de su existencia?) Sin ánimo de negar los avances en el terreno institucional y legal que nos separan del tiempo de Wilberforce, no puedo dejar de preguntarme si hoy no toleramos con la misma naturalidad la existencia de los homeless y de los que piden monedas en la calle, pero ante todo de los millones de trabajadores que en el mundo entero trabajan sin protección alguna, durante horarios inhumanos y a cambio de salarios que no los elevan por encima del nivel de supervivencia; y si nuestra complacencia, en suma, no responde a la misma convicción de que sin todos esos (casi) esclavos nuestro mundo cotidiano, películas incluidas, no sería para nosotros tan pero tan confortable como ahora lo es.

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21 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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