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Comunitarismo republicano

No es un debate inútil. Es un debate perjudicial. Que parte de preguntas mal planteadas y de premisas falsas y sólo puede conducir a conclusiones absurdas o contraproducentes. Lo mejor que puede suceder con este debate es que fracase, como han fracasado otras ocurrencias geniales del hiperpresidente. Pero aunque fracase, el mal está ya hecho. Mientras el mundo cambia e interpela a Europa para que se adapte a los cambios, proliferan aquí y allí las reacciones defensivas y patológicas, repliegues identitarios y finalmente una forma de comunitarismo, aparentemente republicano, pero amarrado al cristianismo como seña cultural frente a los inmigrantes y tentado por la xenofobia, la exclusión del otro y el rechazo de la sociedad plural. Sarkozy y su debate sobre la identidad francesa son el epítome de estos enfoques enfermizos, que cuentan con sus expresiones más crudas y rechazables en las leyes italianos contra la inmigración, pero surgen en forma de sarpullidos populistas en toda Europa.

Para hacerse una idea de la catástrofe ideológica que yace detrás de este debate basta con leer el libro del encargado de promoverlo y sostenerlo, el ex socialista Eric Besson, ahora ministro de Sarkozy al cargo de la cartera de ?sentémonos antes de empezar a enunciar el nombre del ministerio- la Inmigración, de la Integración, de la Identidad Nacional y del Desarrollo Solidario. Se titula ?Pour la Nation?, que debería traducirse como ?A favor de la Nación?, y constituye un auténtico manual de un comunitarismo esencialista, que no se reconoce a sí mismo como tal y se disfraza de los oropeles republicanos, puesto que constituye una tipo de nacionalismo y de soberanismo antieuropeo y bonapartista. Por economía de escritura prefiero aportar los argumentos a través del texto. Antología, rápidamente traducida del francés: ?Hablar de la Nación, es decir, de lo que une a los hombres, y de los valores que les reúnen, afecta a lo más profundo y sensible que hay en cada uno de nosotros?. ?Aunque la dominación del imperio franco rehace temporalmente la unidad de occidente, una vez esta unidad definitivamente desaparecida a mitad del siglo IX, es el Tratado de Verdún el que conduce a Francia, Alemania, Inglaterra, España, Italia, a su plena existencia?. [En 843 los hijos de Carlomagno, Carlos el Calvo, Lotario y Luis el Germánico, se reparten su imperio en Verdún; dejo a la consideración del lector el valor del anacronismo, de viejo manual escolar francés, que efectúa el señor ministro]. ?Cuando se intenta comprender porque nuestra Nación está tan impregnada de unitarismo y rechazo del comunitarismo no es inútil convocar su historia y sus orígenes. Francia no es una Nación que se haya dotado progresivamente de un Estado, como pueden ser Inglaterra, Alemania, Italia o España. (?) Francia es una Nación creada por el Estado?. ?Nuestro territorio es uno de los elementos fundamentales de la unidad nacional (?) Este territorio, porque no es un lugar de estacionamiento sino de paso y migración, sólo puede ser gobernado por un poder central fuerte (?) Nuestra Nación sólo puede ser construida por un poder centralizador. (?) Pero instaura sobre todo una lengua oficial imponiendo la redacción de todos los actos administrativos y notariales en francés y nunca más en lenguas regionales como el occitano o en latín?. ?La búsqueda de una consciencia y unos valores comunes es probablemente más imperiosa en una Nación cuyos orígenes son tan plurales como los nuestros.Este llamamiento a la superación de los orígenes y la reunión alrededor de valores comunes constituye, desde su primer aliento, y mucho antes de la Ilustración, el universalismo de nuestra Nación?. ?En el siglo X todos los habitantes de Francia con franceses, pues la Nación no es todavía plenamente consciente de ella misma. Esta consciencia nacional está vinculada a las política centralizadoras, sobre todo en el terreno militar y fiscal?. ?La Nación es una herencia de glorias y de reproches compartidos, pero también un proyecto a realizar?. ?A la exaltación de la Nación, los posnacionalistas responden con su negación. (?) Desarrollan incluso el concepto de ?ciudadano del mundo?. (Para ellos) los derechos del hombre podrían existir y ser respetados sin necesidad de una Nación para expresar su poder soberano?. ?Pues no existen derechos del hombre que no sean derechos del ciudadano. (?) La Nación republicana constituye el cuadro de ejercicio de las libertades. Los derechos del hombre no serían más que un sueño, si no hubiera ciudadanos para ejercerlos?. ?La Nación es un conjunto de hombres y de mujeres que disponen de una historia, una cultura, una lengua, valores comunes y se comprometen en un proyecto común?. ?Los intentos de instauración en Francia de un régimen parlamentario, siguiendo el modelo británico (?) han conducido todos a la inestabilidad. (?) Esto es lo que ha conducido a instaurar la elección del Presidente de la República por sufragio universal desde 1962. (?) Esta presidencialización me parece conforme a la identidad misma de nuestra Nación. (?) La elección presidencial se ha convertido en catalizador de nuestra ciudadanía. (?) La presidencialización de nuestra República no es un hecho nuevo, que estaría vinculado a la personalidad de Nicolas Sarkozy, sino un hecho ya inscrito, deseado y deseable". ?La presidencialización, porque permite superar las polarizaciones partidistas y asegurar una mejor representación del poder ejecutivo, responde a las aspiraciones de una nación que se ha construido alrededor de un poder central fuerte y de una soberanía nacional perteneciente al pueblo todo entero?. (Eric Besson. Pour la Nation. Grasset.)

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9 de febrero de 2010
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Apple, del culto a la adicción de masas

Estaba en mi segundo año del doctorado cuando me presté dinero de un amigo para comprarme una Macintosh. Era mucho más cara que una PC, pero argumenté que no sabía nada de computadoras y con una Apple me iría mejor: todo el mundo decía que era más fácil de usar. Por supuesto, se trataba de una de esas razones que utilizamos seguido para engañarnos a nosotros mismos. Lo que en el fondo yo quería era una Mac, y punto. Las había visto en la tienda de la universidad de Berkeley y quedé fascinado por su diseño, por la simpleza de sus líneas. También me atraía que no fueran tan populares (llegaban al 15% del mercado de computadoras personales).

Ser un acólito de Mac tenía muchas desventajas en los noventa. Los programas eran más caros que para las PCs, y había muy pocos; en materia de juegos, a lo máximo que se podía aspirar era a SimCity. Sin embargo, los que utilizábamos Mac no nos guiábamos por la conveniencia. Había un obvio capital simbólico en la Mac. Juan Villoro, un adicto confeso, señaló en un ensayo que "las razones para escogerla iban del exclusivismo fashion a la superioridad de un códice sobre un trabalenguas. Apple permitía activar un ícono, PC obligaba a teclear telegramas cifrados del tipo: ‘=C)F3'".

No fue casualidad que cuando Mondadori publicó la antología McOndo en 1996, en la portada se hubiera utilizado a una Venus de Botticelli con el logo de Apple (una manzana de colores) reemplazando a la manzana del pecado. Ni que en el prólogo a la antología, Alberto Fuguet y Sergio Gómez hubieran sugerido de manera provocativa que una de las pocas opciones que le quedaba al joven escritor latinoamericano era escoger entre Windows y Mac. En realidad el joven escritor ya se había decantado por Windows. Pero siempre estaba la Mac como un gesto de distinción.

A fines de los noventa, mientras Apple seguía diseñando computadoras elegantes y cada vez más caras, Microsoft crecía y se convertía en un monstruo que dejaba a Apple en la irrelevancia. Apple sobrevivía como un culto esotérico, con rituales herméticos que ni siquiera entendían muchos técnicos en computación (una vez se me arruinó la Mac en Bolivia y me costó encontrar alguien que me la arreglara). Y llegó la nueva década y con ella el iPod, un MP3 que tenía todas las características de las laptops de Apple, tanto las positivas como las negativas: diseño elegante, fácil de usar y nada barato. Las críticas arreciaron, pero la estrategia de Jobs funcionó esta vez: hoy el iPod tiene más del 70% del mercado de MP3s.

Los críticos de Apple han aprendido a respetar a Steve Jobs. Por eso no dijeron mucho cuando la compañía decidió ingresar el 2007 al terreno de los celulares con el iPhone. Ni tampoco ahora, cuando se acaba de presentar el iPad en ese formato de tableta en el que tantas otras compañías han fracasado. Con cierta perspectiva histórica, está claro que Jobs es uno de los grandes revolucionarios de nuestro tiempo. El iPhone parecía ser un celular sofisticado más, pero hoy es una poderosa computadora que puede transformarse en múltiples cosas dependiendo de la aplicación que se utilice. Con el iPad, Apple se anima a inventar un mercado. Lo que comenzó como una caprichosa cuestión de diseño y facilidad de uso se ha convertido en una forma influyente de interactuar con el mundo. Microsoft sigue enriqueciéndose, pero Apple acumula capital simbólico y es el nuevo monstruo de nuestro imaginario.

Escribo este artículo en mi MacBook Pro. Observo la manzana mordida en su cubierta: es un fetiche, claro, y me pregunto qué pasa con la distinción cuando el culto se transforma en adicción de masas. ¿Será que llegó la hora de pasarme a las PC?

Por supuesto que no.

(La Tercera, 8 de febreo 2010)

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8 de febrero de 2010
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Vuelve la tartera

 

 

            El mundo cambia y las costumbres cambian. En las últimas fiestas navideñas por ejemplo nos enteramos de que el regalo ha dejado de ser necesariamente un objeto  para convertirse en una sensación. Se regalan sensaciones: un bono de masaje, un viaje, una experiencia, entradas para el cine, libros, un corte de pelo... Hemos pasado de la caja dorada con un lazo rojo, de lo vistoso, a lo que se queda en nosotros como un recuerdo. Un reloj de oro o un bolso no son recuerdos, los llamamos así, pero, cuando entornamos los ojos y nos dejamos llevar, en lo que pensamos es en aquel día en la playa o cuando te conocí y me miraste o en la historia que me contaron el otro día o en ese partido de fútbol con tus hijos. Es raro que el protagonista de un momento de ensoñación sea el anillo de brillantes que llevas en el dedo, a no ser que seas Gina Lollobrigida, Liz Taylor, alguna de esas damas que tanto bien ha hecho por el gremio de joyeros. ¿Quién quiere hipotecar su vida para tener una mansión cuando durante todo ese tiempo puede hacerse el Camino de Santiago? Estamos recuperando algo de la filosofía hippy de dejarse llevar bajo el bendito sol. A poca gente le impresiona ya lo fastuoso. Ahora además desconfiamos del dinero, así que más vale una buena aventura o tener tiempo para hacer lo que a uno le dé la gana que una suculenta cuenta en el banco.

            Aunque tampoco hay que frivolizar con esto de la economía, hay gente que lo está pasando muy mal. La otra tarde vi a un hombre, parecía un chico joven, con un pasamontañas  puesto (sólo se le veían los ojos y la boca) rebuscando en los contenedores de basura que hay frente a mi casa. No quería que le reconocieran. Ni siquiera he tenido que cruzar la calle para toparme con alguien que no tiene para comer. Mira que vemos imágenes fuertes a lo largo del día, pero ésta no puedo quitármela de la cabeza, es la pobreza oculta, la pobreza vergonzante de las grandes ciudades como la nuestra. Puede que bajo ese pasamontañas haya un estudiante, alguien que conozco, no sé.

            Entre los extremos de ricos y muy pobres estamos los que hemos tenido que apretarnos el cinturón y en cierto modo nos hemos dado cuenta de que tampoco hace falta tirar el dinero. Uno de los cambios beneficiosos que ha traído consigo la crisis es la vuelta a la tartera. Antaño sólo la usaban los obreros, hasta que se apuntaron al menú de ocho o nueve euros. Ahora nos traemos la comida a la oficina y nos la tomamos sentados en un banco por los alrededores de Azca entre el piar de los pájaros y el ruido de los coches. Nos ahorramos dinero, comemos mejor y nos oxigenamos. Los linces, los que cogen al vuelo las oportunidades, enseguida han diseñado una bolsa molona para llevar las tarteras, que combina con el estilismo ejecutivo. Yo quiero una.

            Y pese a nuestros intentos por educarnos y separar bien los plásticos, el cartón y las mondas de las naranjas, el verdadero reciclaje ha venido solo. Hemos empezado a sacar prendas antiguas del armario y a tunearlas. Ya no tiramos nada, y como se nos ha olvidado coser han prosperado los locales de arreglo de ropa. Seguramente alguno de estos arreglos cuesta más que comprar la prenda nueva en Zara o H&M, por lo que sugiere un cambio de mentalidad. Una vuelta a unos tiempos, no tan lejanos, en que se cambiaban los cascos de las botellas vacías por las llenas, en que los hermanos pequeños aprovechaban lo que dejaban los mayores, desde la ropa hasta los libros del colegio. Unos tiempos en que un abrigo se convertía en un chaquetón y un vestido en una falda, y cuando ya no se podía más, se hacían unas bayetas para el suelo. ¿Y los muebles?  Duraban varias vidas. Cuando nos hartábamos de verlos de un color se lijaban y pintaban de otro, y cuando en un rapto de locura se tiraban unas estanterías o una mesa siempre pasaba alguien junto al contenedor que les veía posibilidades. Y, de pronto, todo cambió: se inventaron los envases de cristal no retornables, nos inundaron de pañales desechables, servilletas de papel, vasos de plástico y la ropa se abarató tanto que ya no merecía la pena que tu madre te hiciera un jersey, porque en un abrir y cerrar de ojos habíamos aterrizado en el planeta de usar y tirar a lo loco. La basura comenzó a ser un problema y también un negocio. Había que organizarse, no para consumir, que ahí se tiene barra libre, sino para tirar. Pero nos estamos cansando.

 

 

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8 de febrero de 2010
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Para un cansado espectador I

Prólogo que he elaborado para el libro de Alberto Adsuara De un espectador cansado (Ed.Krausse) que acaba de salir en librería. Debido a su extensión estará en este espacio en dos partes: la primera hoy lunes y la segunda el miércoles 10 de febrero.

 

Para un cansado espectador

 

    Previamente recomendado por un amigo, cierto día recibí la visita de un joven artista levantino interesado en lidiar con algún cabo suelto de la teoría entonces pos-posmoderna. Al abrir la puerta recuerdo haberme sentido levemente desconcertado por un cráneo rasurado con fiereza y una escueta barba modelo corsario, pero también inquieto por ese tipo de mirada que de inmediato los expertos reconocemos en los escrutadores implacables. De esto debe de hacer por lo menos quince años, cuando todavía era posible hablar con cautela de los últimos embozos artísticos. Decidí que merecía la pena y nos fuimos a un café a tomar cervezas o quizás a una panadería donde aún sirven el café con impávida inepcia. No hablamos ni una sola palabra de teoría.

    Me contó que habiendo estudiado en Bellas Artes y persuadido de la inutilidad de la institución había comenzado a buscar otros ámbitos por donde dar escapatoria a sus habilidades. Como tenía una gran facilidad para el dibujo (tomó una servilleta de papel y en un fenomenal garabato me retrató con maligna exactitud) había decidido, dijo, imitar a los antiguos como único y real ejercicio de investigación, en lugar del implemento humanista de su genialidad expresiva y solidaria como le recomendaban en la institución. Con gran agudeza me expuso que era una pérdida de tiempo copiar a los grandes artistas, de modo que había optado por pintores de segunda fila y muy especialmente los catalanes, que son probos artesanos y fáciles de identificar. Llevaba un año copiando a Casas, a Nonell, a Sunyer y otros talentos menores.

    Un día había descubierto en el desván de la morada familiar, casona destartalada pero con el inmenso zaguán que antaño no faltaba en ningún hogar honrado, unas resmas de papel del siglo XIX, seguramente restos de un bisabuelo notario, que allí habían quedado hundidas entre colecciones encuadernadas de Blanco y Negro, baúles con ajuares de novias muertas y aparejos de pesca. Al usar aquel noble papel sintió un verdadero vértigo, según dijo. Los dibujos parecían hacerse por sí mismos, sin su intervención, y llegó un momento en que se vio totalmente abducido por creencias paranormales, como si los espectros del Ochocientos, alzándose del Hades, hicieran cola a su espalda para dibujar en aquellas hojas.

    Hubo de detenerse cuando se percató de que hacía casi una hora que estaba dibujando sin luz, a ciegas. Y quedó atónito cuando comprobó que uno de los últimos dibujos era el retrato de una dama barcelonesa, con sombrero de redecilla, corpiño de alto cuello y una sonrisa ladeada inquietantemente seductora. También comprobó que había consumido casi todo el papel.

    Días más tarde, acuciado por la curiosidad y tras proceder a una rigurosa selección, se los mostró, sin decirle que eran cosa suya, a uno de los profesores de la institución, hombre canijo, picado de viruela, con una perpetua gota colgando de la afilada nariz, pero idólatra de lo bello en su acepción valenciana. "Los he encontrado en el desván de la abuela escondidos entre camisones y refajos", mintió. "¿Cree usted que puedan tener algún valor?". El profesor los miró uno a uno con atención y sobreponiéndose a su perplejidad le dijo que carecían de valor al no llevar firma ninguna, pero que tenían el encanto burgués y discreto del Novecentismo barcelonés y que si le convenía se los compraba por seiscientas cincuenta pesetas.

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8 de febrero de 2010
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La pantalla de Onetti

El cine es tan omnímodo que, no contento con plasmar fílmicamente las ciudades de nuestros sueños realizados (París, Venecia, Sevilla o Benarés), también se mete en los espacios urbanos nunca trazados ni habitados más que en la mente de un escritor. Y así hemos visto en la gran pantalla el ‘faulkneriano' condado de Yoknapatawpha, el Wessex de Hardy, el Malgudi de Narayan, la Región de Benet y  -pese a la negativa de García Márquez a dejar adaptar ‘Cien años de soledad'- un Macondo sin mitología telúrica en las películas que Francesco Rosi extrajo de ‘Crónica de una muerte anunciada' y Arturo Ripstein, con mucho más acierto, de ‘El coronel no tiene quien le escriba'. Ahora se acaba de estrenar ‘Mal día para pescar', opera prima del joven cineasta uruguayo afincado en España desde 1999 Álvaro Brechner, y el vértigo que un seguidor fiel de esos novelistas ha sentido más de una vez al ver en movimiento y color, ayudado por el sonido Dolby, calles precisas, paisajes reiterados, edificios y rótulos viarios de unos territorios que antes poseían exclusivamente autor y lectores vuelve a repetirse, con su mezcla de inquieta desconfianza y curiosidad mórbida.

     No es la primera ocasión en que la Santa María de Juan Carlos Onetti llega al cine, aunque reconozco desconocer la adaptación de ‘El infierno tan temido' hecha en 1980 por el argentino Raúl de la Torre y la de ‘El astillero' que su compatriota David Lypszyc firmó en el año 2000. A favor inicial de Brechner está la elección de base literaria para su film, pues el relato ‘Jacob y el otro' (1961) es una de las piezas magistrales de la narrativa breve de Onetti. Brechner, que ha escrito el guión colaborando con el protagonista y co-productor Gary Piquer, se mantiene fiel a la peripecia y el ‘tempo' del original, introduce como prólogo lo que en el cuento era el punto de vista en primera persona del Doctor, y dibuja ambientes y personajes con eficacia y, en diversos momentos, con belleza: el arranque de las marismas, los autobuses de línea con aves de corral deambulando entre los viajeros, y, sobre todo, el hotelucho en el que el Campeón Mundial de Lucha de Todos los Pesos Jacob van Oppen y su representante el príncipe Orsini se hospedan al llegar al pueblo.

     La Santa María de Brechner es verosímil sin dejar de resultar delicadamente artificiosa, y está muy bien iluminada por el director de fotografía Álvaro Gutierrez, que encuentra una paleta muy sugestiva, sobre todo en los interiores, que pueden ser densos y fríos, como en las escenas de las oficinas del periódico local El Liberal, o deliberadamente subidos de color en las habitaciones del hotel y en los camerinos desastrados del Teatro Apolo donde se celebrará la pelea del desafío urdido con tanto engaño por Orsini. El espectador se impacienta cuando, una vez establecido el marco idóneo y las líneas de resistencia dramáticas, Brechner enfoca su cámara a los protagonistas de la historia. No hay, me parece, ninguna mala interpretación en ‘Mal día para pescar', pero tampoco, por desgracia, ningún perfil o voz o alma que mantenga la condición memorable de ‘Jacob y el otro'.

     El gigantón brutal e inocente que es el púgil ya en decadencia Jacon van Oppen lo interpreta el finlandés Jouko Ahola, que, más allá de su físico desmesurado, poco aporta al rol. Tampoco la más curtida actriz Antonella Costa enriquece el sinuoso papel de Adriana, la novia embarazada del contendiente local en la pelea, el llamado Turco. La pérdida mayor, pues mayor era el reto, corresponde al Orsini de Gary Piquer, un actor catalán de ascendencia escocesa y probada calidad (por ejemplo en ‘El último viaje de Robert Rylands', película de Gracia Querejeta inspirada en ‘Todas las almas' de Javier Marías) que aquí no logra dotar a su personaje del carácter enrevesado y astuto, y a la vez histriónico, que Onetti imaginó y así definió: "había nacido para convencer [...] para imponer cuotas de dicha a todo el mundo posible". Del Orsini del film desaparece la borrosa italianidad, y con ella las resonancias de una personalidad y un modo de expresión descrito en el cuento como "un sonido inubicable, un amistoso contacto con la complicada extensión del mundo".

     Que en una adaptación literaria al cine se pierdan las filigranas verbales de procedencia es natural, y puede llegar a ser doloroso en el caso de un estilista tan certero como Onetti. Pero Brechner tiene voluntad de estilo, y eso es de agradecer en un arte que cada vez más, hoy día, renuncia a ella en aras de la supuesta transparencia. Lo que sorprende es el final del film, desprovisto de la extrema crueldad que la reacción de Adriana a la derrota de su novio tenía y daba tanto sentido al relato. Con todo, uno sale del cine contento de haberle visto la cara, y parte de su trasfondo, a Santa María.

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8 de febrero de 2010
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El cuarto de baño

Así como la cocina es la sala de máquinas donde se pasa de la barbarie a la civilización, de lo crudo a lo cocido, el cuarto de baño es la factoría donde se imparte salud contra la enfermedad, lo limpio contra lo sucio, lo puro frente a la tacha. Curiosamente, en los hospitales, suelen mandar a los recién operados, todavía doloridos y descompuestos, a que tomen una ducha:: "se sentirán mejor", dicen.

Lo dicen y aciertan, la ducha arrastra de la superficie la infección pero también la mugre de la tristeza enferma. Con esa  ducha se ingresa en un universo imposible de prever y entre la ceguera y el latigazo térmico el cuerpo cruza una tonante lucha. La lucha que caracteriza el cabal proceder del agua tanto para sanar como para matar, para hacer cantar o sumirse hondamente en el ahogo.

El agua discurre también en el fregadero pero su naturaleza es de otro orden muy  ajeno. El agua de la cocina  es un agua fabril que interviene para cambiar las cosas, la segunda, el agua del baño, es una agua fabril que actúa  para cambiar a las personas.

Ambas puede cruzarse en sus ocupaciones  de limpieza pero la clase de nitidez  que procura el agua del baño pertenece, además, al sistema general del aseo, del atildamiento y, finalmente, de la estética esencial. Una estética que cumple con una histórica proximidad ética, manifestada en lo puro, lo pulcro, lo inmaculado.

Hace poco más de un siglo que el cuarto de baño fue ascendiendo de categoría dentro del hogar burgués, al punto, que el precio de las viviendas ha llegado a fijarse mediante una ratio que depende de los metros cuadrados del cuarto de baño.

Ninguna vivienda suntuosa puede ahora asociarse sino con un gran cuarto de baño. El origen del placer de la bañera, las inversiones en pórfidos y otro que correspondían a los baños romanos, se encuentra en el sueño de los baños modernos, alicatados como de un brillo que repele tanto la excrecencia como la dependencia externa. El cuarto de baño viene a ser de este modo como un recinto excepcional en el interior de la casa, cuarto para sí mismo, dotado de cerraduras y espejos narcisistas, lugar de la mayor intimidad del yo que se observa, se corrige, se acicala.

Sin importar sus dimensiones, el cuarto de baño, es en por su excepcionalidad y por su capacidad de librarnos  del contexto o recabarnos para el  propio yo, un medio de placer privado o una sala de pecado privadísimo que llevará incluso a la extrema voluptuosidad del suicidio.

 Un suicidio,  con o sin sangre, perfectamente acorde con esa morgue doméstica, entre la finitud y la trascendencia, entre el relámpago y el diablo.

Si su composición no se parece a ninguna pieza más del hogar pero, además, su inspiración radicalmente heterogénea (mezcla del "retrete" y la "bañera") tiende hacia el vértice piramidal del culto al agua.

El cuarto de baño actual, redentor del ominoso retrete, se expresa a través de la tina del ocio- del ocio de la tina- en una dosis inmensurada de placidez pero, igualmente, el agua que lo colma posee, en cuanto agua natural y corriente,  el solvente olvido del tiempo.

Tomar contacto con el agua en el lavabo o en el mar, con los ojos cerrados o abiertos, traslada a una idea de absoluto en donde, inmediatamente, se deshace  la temporalidad y sus grumos.

Así los momentos que se viven en la  ducha bajo el vigor del agua o entregados a su dulce maternidad en la bañera propician la intuición de una disolución salvífica, incombatible y eterna.  Pérdida feliz del yo agresor que se amansa y deslíe en la corriente mientras  nos libera de sus pesos, sus disgustos, sus hedores.

De esta manera puede decirse, con honor, que el cuarto de baño, realizado a nuestro gusto mundano puede servir también como una cámara de desrealización y fuga del mundo. El agua mana sobre la rugosidad de nuestra superficie y arrastra su bardoma. Incide en la memoria de la piel y puede permearla hasta fundir la profundidad de su invasión con la extrema claridad de su materia.

Material líquido, vida liquidada. Vida desaparecida en la luz del agua: luz que se despliega con la magna cadencia del agua o agua que sigue la inteligente velocidad de la luz para transformar la pugna de la materia y el tiempo, el pecado y el cielo, la vigilia o el duro deber de vivir y de morir en el acontecer y en su portento.

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8 de febrero de 2010
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Intimidad e impunidad

Un buen vecino de escalera, de esos que saludas diariamente y con el que charlas un par de veces al año además de desearle una Feliz Navidad, oye el teléfono fijo de su casa con una aprensión total: teme escuchar de nuevo esas voces metálicas que el diabólico Doctor Moreau concibió para las monstruosas criaturas de su isla. Con el teléfono móvil le sucede menos porque ve el número en pantalla y puede tranquilamente no contestar. Hace unos meses unos técnicos de Telefónica averiaron el "identificador de llamadas" de su teléfono fijo al rechazar él una oferta televisiva que acompañaba la instalación de Internet, y se quedó sin la trinchera última que le resguardaba de los intrusos. Al principio intentó que la compañía reparara su estropicio, pero tras varios intentos, con insoportables esperas, angustiosas conversaciones con máquinas y peleas surrealistas con pobres empleados programados para trasladarte de servicio técnico a servicio técnico hasta llegar a un pozo sin fondo, se dio por vencido y se quedó sin el escudo de su identidad.

Odia las llamadas telefónicas. Si no contesta cree que puede perderse algo vital, si contesta teme que alguna de las voces metálicas del doctor Moreau se incruste en sus tímpanos. Sobre todo, teme a los esclavos-autómatas de la propia compañía, autora del desaguisado y quizá un Moreau contemporáneo, pues de tarde en tarde suena el maldito aparato y, si descuelga, oye el temible mantra automático: "Si está satisfecho del arreglo de su avería pulse cero; de lo contrario, pulse uno, etcétera". Ningún técnico ha solucionado nada, pero el mantra continúa, supone que hasta el final de los tiempos.

Sin el maravilloso identificador de llamadas, la indefensión es total y los doctores Moreau actuales (agua, gas, electricidad, seguros y, por supuesto, bancos) le pueden bombardear con sus promociones. También con voz metálica, un bufete de abogados llama para recurrir sus multas de tráfico: "has sido multado" anuncia el fantasma con un tuteo amenazador. Nadie llama indicando cómo defenderse de los embaucadores que trafican impunemente con la intimidad.

El País, 30/01/2010

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8 de febrero de 2010
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Relevo en la timba mundial

Europa se levanta de la mesa de juego, justo en el momento en que China se sienta, cartas en mano, de forma tan tranquila como ostensible. Lo vimos en la Cumbre del Clima en Copenhague y en el Foro Económico Mundial de Davos, y lo hemos visto ahora en Munich, en la Conferencia de Seguridad que anualmente reúne a la élite mundial en cuestiones de defensa. La Unión Europea cuenta con su flamante Tratado de Lisboa y sus nuevos altos cargos, pero le falta lo más importante para jugar en esta nueva escena que se abre tras los cambios en la Casa Blanca y la feroz crisis económica que está transformando el mundo. Nos lo dicen incluso los nuevos jugadores. China e India quisieran que Europa jugara como un agente global con voz propia. Los Estados Unidos de Obama también lo quieren. Sólo los europeos estamos demostrando, con tenaz empecinamiento, que no queremos que la UE sea un agente global con voz propia. Quizás tenemos los instrumentos, pero nos falta la voluntad.

No son interpretaciones. Basta con escuchar los discursos o tomar nota de los asistentes a las grandes citas. (Y de las ausencias, claro: sobre todo de los europeos; de nuestra lady Ashton, la nueva alta representante para Política Exterior, acostumbrada a la semana inglesa y los horarios cortos, a evitar la pelea para salir en la foto y el juego de codos: todo lo contrario de Javier Solana, devorador de kilómetros aéreos y tozudo participante de todos los grupos de negociación en los conflictos internacionales). En el seminario que organiza cada año en enero el Cidob en Barcelona, una semana antes de Davos, dedicado en esta ocasión a la guerra y la paz en el mundo global, tanto el ministro indio de Relaciones Internacionales, Shashi Tharoor, como el número dos de la fábrica oficial de ideas china, Qi Qiyang, dejaron las cosas bien claras: las nuevas potencias emergentes preferirían una mesa de juego en la que Europa se sentara con personalidad y voz propia. También lo ha repetido este fin de semana Yang Jiechi, el ministro de Exteriores chino en Munich. Ha dicho más cosas, claro está, todas ellas destinadas a subrayar la vocación global china. Pekín está decidido a participar y jugar fuerte: cree que su voz debe ser decisiva en los conflictos sobre el armamento nuclear con Corea del Norte e Irán, en la estabilización de Afganistán y en la negociación sobre cambio climático. Y lo hace sin complejo alguno, situando su interés nacional por delante de forma casi siempre descarnada. Por una parte accede a dibujar un directorio mundial o G2 con Washington, con mayor perfil que el G8 por supuesto e incluso que el emergente G20 donde se agrupan todas las nuevas potencias globales. Pero a la vez lo hace tensando la cuerda en todos los campos y haciéndose el ofendido como forma sistemática de defensa: por la presión para que devalúe el reminbi, por las amabilidades americanas con el Dalai Lama, por la idea de derechos humanos occidental, por la venta de armas norteamericanas a Taiwán o por la actitud de Google ante los ataque y los controles informáticos sobre el buscador. Mahmud Ahmadinejad se sube ahora a la parra nuclear con la seguridad de que Pekín está por una vía diplomática de infinita paciencia en vez de endurecer las sanciones; y no hablemos ya de la eventualidad de un ataque militar contra las instalaciones, que los chinos rechazarían con contundencia. Otro discurso, el del viceprimer ministro chino, Li Keqiang, en el Foro de Davos hace algo más de una semana, fue la tarjeta de visita para la nueva timba global. El señor Li es una de las dos piezas de la quinta generación, designada ya para tomar las riendas del Estado en 2012, cuando se jubilen el actual presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao. Hay que esforzarse por retener su nombre, así como el de Xi Jinping, actualmente vicepresidente del país, pues el primero será el primer ministro y este último el presidente. Los amigos chinos celebran a partir de este fin de semana el nuevo año: termina el del búfalo, animal tenaz y trabajador, y empieza el del tigre, viajero y orgulloso. Antes de los festivales del nuevo año los dirigentes chinos han lanzado una ofensiva diplomática por las capitales europeas. Los 27 les hemos recibido atenazados por la crisis, todavía cansados por la larga aprobación del Tratado de Lisboa y desganados para emprender aventuras por el mundo. (Enlaces: con los resúmenes del seminario del Cidob y de la intervención de Li Keqiang en Davos, y con el discurso de Yang Jiechi en Munich).

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8 de febrero de 2010
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II. Lecturas en Providence

 
 
Soy el último lector del New York Times en mi calle.
Me resisto a leerlo en el Internet. Necesito desplegarlo sobre la mesa, paladearlo con el café. El hábito, entiendo, sostiene la duración de su lectura. Estoy suscrito hace veinte años. Se me hace inconcebible que pueda desaparecer.
Tuvo épocas, es cierto, de sopor. Nada menos que John Hawkes, un escritor de culto, que enseñó toda su vida en Brown, me dijo una vez que el suplemento de libros del Times era el enemigo número uno de la literatura.
 
Pero en estos tiempos de crisis se ha convertido en el mejor periódico y no sólo del país. Su capacidad de renovación, investigación, crítica y autocrítica es prodigiosa. Cada periodista se ha vuelto más agudo, cada escritor más analítico: es un periódico cuya lectura nos despierta por dentro. Y es hoy, además, una institución educativa: ofrece diplomados a distancia en varias disciplinas gracias a un network de universidades. Me sorprende que todavía no tenga un suplemento en español.
Decía Edmund Wilson que la vejez ha llegado cuando uno descubre el peso del Times dominical al cargarlo a casa.  Hoy habría que decir que la vejez habrá llegado cuando el papel sea remplazado por una pantalla digital.  El diario impreso pertenece al temprano placer de leer. Mide la extraordinaria duración del día en pausas y sorbos de la lectura. El diario digital carece de memoria; uno lo enciende y lo apaga: es una decapitación de la lectura.
El historiador  Benedict Anderson en su La comunidad imaginada, Reflexiones sobre el origen y desarrollo del nacionalismo tiene al periódico como una de las fuentes de la identificación comunitaria: dos hombres que leen el diario, sin conocerse, presuponen que tienen en común una nación, nos dice. La idea es clásica: la comunicación nos da un lugar en el lenguaje y, por lo mismo, tenemos la obligación moral de utilizarlo con precisión, discreción y verazmente. La lección es también confuciana: cuando el lenguaje decae, la sociedad se corrompe. Fue una de los pensamientos matrices del gran Modernismo internacional, dada su fe en la comunicación. Porque si la sintaxis es el orden de las palabras en la frase, también es el orden del mundo en el lenguaje. Octavio Paz lo puso en contexto español: cuando la sociedad decae, dijo, el lenguaje se gangrena.
La veracidad, por lo tanto, es la poética del periodismo. No digo la ética, que en español todavía se entiende como la buena opinión que merecen nuestras intenciones, cuya bondad nos redime. Con esa ética, que Weber llamó “de convicción,” frente  a la ética de “responsabilidad,” hay muy poco que hacer, ya que cancela el diálogo. Pero la “poética” demanda por la creatividad de mi lugar de lector en la sección que tú, editor responsabilísimo, tienes a tu cargo en mi periódico.  No en vano, se asume hoy la ética como el lugar que tú ocupas en mí, como la dignidad del otro en el yo.
Todo lo demás es autojustificación. Un periódico, hay que decirlo, es inexcusable. La poética del periodismo es más exigente que la de la literatura: sólo puede ser mejor, impecablemente autocrítica, y jamás deberse a la casualidad, la indulgencia o la resignación.
En México, después de haber pasado unas horas charlando con Octavio Paz en su piso de Reforma, me detuve en la Libreria Francesa que quedaba en la misma avenida. A poco nos encontramos, y reímos del lugar común. Había bajado de su piso a buscar su “Le Monde,” que llevaba doblado bajo el brazo. Me emocionó descubrir la intimidad de ese hábito público: bajar a la calle, entrar a la librería, comprar el diario.  Pensé que esa rutina mexicana era maravillosa: revelaba que Paz pertenecía a su ciudad, y que el diario, declaraba su afincamiento cotidiano.
Lo lectores de hoy no tienen idea de lo que era el periodismo de la era franquista.
En primer lugar, no existía la noción del lenguaje objetivo porque el de los cables le resultaba demasiado explícito al corrector de estilo. He contado en alguna parte que a comienzos de los años 70, cuando yo vivía en Barcelona, los periódicos eran perfectamente ilegibles. Si el cable decía: “El presidente Nixon dijo que busca la paz,” el corrector sentía la necesidad de añadir un inciso: “y no hay por qué dudar de sus intenciones.” Ese humor involuntario mejoraba la lectura.
La mejor prosa periodística estaba en la crónica taurina. Nunca he ido a una corrida de toros, pero sí he leído con fruición ese lenguaje de brio sensorial, de sensibilidad heroica y herida.
En cambio, en México, uno despertaba el domingo y disponía de cinco  suplementos literarios. No sabía yo que el lenguaje español era capaz de semejante entusiasmo. Paz, Fuentes, Pacheco, Monsivais, Margo Glantz, y muchos otros, escribían en esos suplementos, que fueron críticos, pródigos, festivos, inclusivos y mundiales.
Temo por la visión literaria de un joven escritor que hoy despierta y abre los suplementos a su alcance.
En primer lugar, es casi monstruoso el hecho de que un escritor sienta la obligación de escribir una nota semanal por el resto de sus días.  Entiendo que un periodista profesional haga de la obligación virtud. Pero para un escritor no hay vía más directa a la trivialidad. Es improbable que el testimonio de mis gustos y disgustos le interese a nadie, y es seguro que no puedo ser el juez  sabatino de lo humano y lo divino.  Esta incapacidad de silencio merecería ser estudiada, o al menos novelada. Por eso, le debemos reconocimiento (y hasta gratitud) al espléndido cronista que fue Eduardo Mendoza, quien decidió renunciar a su columna. Ese gesto es histórico en los anales del periodismo español, salvo algún pistoletazo o ciertos excesos en años.
En segundo lugar, aunque me dicen los amigos editores que una reseña no vende un libro más,  los reseñadores deberían hacer honor a su hazaña de leer un libro por  semana produciendo una reseña donde se hable del libro.  Tendrían que aprovechar el poco espacio para decirnos lo que hay entre dos tapas. Esta falta de respeto al libro, al periódico y al oficio demuestra  que los suplementos literarios desapacerán cuando dejen de ser observados.  

 

Por eso, es ejemplar la fiesta de inteligencia crítica que fue El País en los años de la transición. Y es reconfortante la vivacidad que, en medio de la crisis, le ha dado Javier Moreno.

Recuerdo que buscando un lugar donde veranear en la costa, mi primera pregunta era si llegaba El País los domingos.  En algunas playas, quizá más turísticas, no se vendía el diario. Y nada más soso que un domingo sin una terraza para leerlo.
Uno de esos domingos leí un artículo de Juan Luis Cebrián en el que  mencionaba, de paso, el Tercer Mundo. Sentí la urgencia de escribir una carta al diario para matizar la referencia. Evidentemente, como buen lector, creí que el diario también era mío.
No recuerdo el tema en cuestión, pero sí que mi carta apareció como artículo de Opinión. Muchos años después, Juan Luis me contó que era política del diario acoger las cartas de los lectores, su opinión como parte del debate. Ya se ve que el lenguaje, entonces, daba forma a la concurrencia.
En un debate reciente sobre la decadencia de la información, diciocho profesores de escuelas de periodismo y estudiosos de los medios en EEUU, cotejaron ideas sobre la situación crítica (The Chronicle Review, Nov 20, 2009). El problema central no es la competencia de la tecnología electrónica, limitada por su conversión de la información en entretenimiento y por la misma mecánica de la sustitución de unos aparatos por otros; el problema central es la lógica del Mercado, ese vértigo que convierte a escritores, libros y públicos en mercancía, cuyo precio fluctuante se debe a nuevas leyes de oferta (de saturación), calidad (consumo fugaz) y valor (residual).  Habría que invertir la lógica de producción, creando comunidades de lectura, vías de participación, mecanismos de rotación y relevo. Laclau explica que la nueva política demanda inventar un pueblo; los libros y la prensa escrita requieren forjar un nuevo lector.
En EEUU se piensa que el declive de la prensa informativa afectará la calidad de la vida académica, y que las universidades deberían imaginar nuevas articulaciones con la prensa. Entre nosotros, las universidades, empezando por las escuelas de periodismo, pueden tener un papel más creativo en este escenario crítico. La distancia entre la Universidad española y la literatura viva, aunque valerosamente salvada por algunos colegas, sigue siendo abismal.
Johanna Ducker, profesora de Educación e Información en UCLA, recomienda: “Demostrar que cuanto más natural algo parece, más construído es culturalmente. Probar que que toda forma cultural es hecha por alguien con algún propósito. Usar el análisis retórico para revelar que todo discurso es un argumento al servicio de los intereses de alguien. Preguntar siempre, ¿a quién sirve?” Estos principios, afirma, “no son la receta para un moralismo didáctico sino las bases de una democracia informada.” 

Henry Jenkins, profesor de comunicaciones, periodismo y artes cinematográficas en California del Sur, afirma: “La participación de la Universidad en la dimension cívica de los medios debe ir más allá de los experimentos en las escuelas de periodismo; cada disciplina deberá responsabilizarse de su propia comunicación con el público, asegurando que tenga acceso y conocimiento a la información crucial que requiere para darle sentido a este mundo.” Los blogs deben expandir la lectura y convocar las conversaciones claves de esta era, concluye, porque son los “intelectuales públicos” de hoy. Y aunque no remplazarán al periodismo profesional, contribuirán con el futuro de la ecología informativa.

 
 
 
 

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8 de febrero de 2010
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¿Cuántos Haitís?

En el día de Todos los Santos de 1755, Lisboa fue Haití. La tierra tembló cuando faltaban pocos minutos para las diez de la mañana. Las iglesias estaban repletas de fieles, los sermones y las misas en pleno auge… Tras la primera sacudida, cuya magnitud los geólogos calculan hoy que pudo alcanzar el grado 9 en la escala de Richter, las réplicas, también de gran potencia destructiva, se prolongaron durante la eternidad de dos horas y media, dejando el 85% de las construcciones de la ciudad reducidas a escombros. Según testimonios de la época, la altura de la ola del tsunami resultante del terremoto fue de veinte metros, causando 900 víctimas mortales entre la multitud que había sido atraída por el insólito espectáculo del fondo del río sembrado de restos de navíos hundidos a lo largo del tiempo. Los incendios durarían cinco días. Los grandes edificios, palacios, conventos, repletos de riquezas artísticas, bibliotecas, galerías de pinturas, el teatro de la ópera recientemente inaugurado, que, mejor o peor, habían aguantado los primeros embates del terremoto, fueron devorados por el fuego. De los doscientos setenta y cinco mil habitantes que Lisboa tenía entonces, se cree que murieron noventa mil. Se dice que a la pregunta inevitable “Y ahora, ¿qué hacemos?”, el secretario de Exteriores Sebastián José de Carvalho e Melo, que más tarde llegaría a ser nombrado primer ministro, respondió: “Enterrar a los muertos y cuidar de los vivos”. Estas palabras, que luego entraron en la historia, fueron efectivamente pronunciadas, pero no por él. Las dijo un oficial superior del ejército, expoliado de esta manera de su haber, como sucede tantas veces, en favor de alguien más poderoso. En enterrar a sus ciento cincuenta mil o más muertos anda ahora Haití, mientras la comunidad internacional se esfuerza por auxiliar a los vivos, en medio del caos y la desorganización múltiple de un país que incluso antes del sismo, desde hace generaciones, se encuentra en estado de catástrofe lenta, de calamidad permanente. Lisboa fue reconstruida, Haití también lo será. La cuestión, en lo que respecta a Haití, reside en cómo se ha de reconstruir eficazmente la comunidad de su pueblo, reducido a la más extrema de las pobrezas e históricamente ajeno a un sentimiento de conciencia nacional que le permita alcanzar por sí mismo, con tiempo y con trabajo, un grado razonable de homogeneidad social. Desde todo el mundo, de distintas procedencias, millones y millones de euros y de dólares están siendo encaminados hacia Haití. Los abastecimientos han comenzado a llegar a una isla donde todo faltaba o porque se perdió en el terremoto o porque no existía. Como por acción de una divinidad particular, los barrios ricos, comparados con el resto de la ciudad de Puerto Príncipe, fueron poco afectados por el sismo. Se podría decir, y a la vista de lo sucedido en Haití parece cierto, que los designios de Dios son inescrutables. En Lisboa, las oraciones de los fieles no pudieron impedir que el techo y los muros de las iglesias se les vinieran encima y los aplastasen. En Haití, ni siquiera la simple gratitud por haber salvado vidas y bienes sin haber hecho nada ha movido los corazones de los ricos para acudir en auxilio de millones de hombres y mujeres que ni siquiera pueden presumir del nombre unificador de compatriotas porque pertenecen a lo más ínfimo de la escala social, la de los no-seres, a la de los vivos que siempre estuvieron muertos porque la vida plena les fue negada, esclavos que fueron de señores, esclavos que son de la necesidad. No hay noticia de que un solo haitiano rico haya abierto sus bolsas o aliviado sus cuentas bancarias para socorrer a los siniestrados. El corazón del rico es la llave de su caja fuerte. Habrá otros terremotos, otras inundaciones, otras catástrofes de esas que llamamos naturales. Tenemos ahí el calentamiento global con sus sequías y sus inundaciones, las emisiones de CO2 que, sólo forzados por la opinión pública, los Gobiernos se han resignado a reducir, y tal vez tengamos ya en el horizonte algo en lo que parece que nadie quiere pensar, la posibilidad de una coincidencia de los fenómenos causados por el calentamiento con la aproximación de una nueva era glacial que cubriría de hielo la mitad de Europa y ahora estaría dando las primeras señales, todavía benignas. No será para mañana, podemos vivir y morir tranquilos. Aunque, y que hable de esto quien sepa, las siete eras glaciales por las que el planeta ha pasado hasta hoy no han sido las únicas, habrá otras. Entretanto, volvamos la vista a este Haití y a los otros mil Haitís que existen en el mundo, no sólo para esos que prácticamente están sentados sobre inestables fallas tectónicas para las que no se les ve solución posible, sino también para los que viven en el filo de la navaja del hambre, de la falta de asistencia sanitaria, de la ausencia de una instrucción pública satisfactoria, donde los factores propicios para el desarrollo son prácticamente nulos y los conflictos armados, las guerras entre etnias separadas por diferencias religiosas o por rencores históricos cuyo origen, en muchos casos, se perdió en la memoria aunque los intereses de ahora se obstinan en alimentar. El antiguo colonialismo no ha desaparecido, se ha multiplicado en una diversidad de versiones locales, y no son pocos los casos en que sus herederos inmediatos son las propias élites locales, antiguos guerrilleros transformados en nuevos explotadores de su pueblo, la misma codicia, la crueldad de siempre. Ésos son los Haitís que hay que salvar. Habrá quien diga que la crisis económica vino a corregir el rumbo suicida de la humanidad. No estoy muy seguro de eso, pero al menos que la lección de Haití pueda resultarnos de provecho a todos. Los muertos de Puerto Príncipe ya hacen compañía a los muertos de Lisboa. No podemos hacer nada por ellos. Ahora, como siempre, nuestra obligación es cuidar de los vivos.

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8 de febrero de 2010
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